Adiós a MAD. EL EXTRAÑO CASO DEL DOCTOR DENEGRI




Luis Jochamowitz

Marco Aurelio Denegri (1938–2018) fue una rareza entre nosotros, una anomalía tan manifiesta que resulta difícil de explicar. Solitario de hábitos inveterados, su agonía y muerte han puesto en evidencia que mucha gente apreciaba, quería, o al menos no le era indiferente su suerte. Cierto que la mayoría de esas efusiones ocurrieron en las redes, en pésames oficiales, en rápidas notas de prensa, o comentarios de chismógrafos de la televisión. No todo, sin embargo, es bagatela. Para un misántropo como él, ese afecto popular debe ser una comprobación descorazonadora. 
Esa extrañeza se origina en otra incongruencia. Polígrafo y lector de monotemáticos asuntos, su fama proviene de la televisión, es decir, del reino del analfabetismo funcional y los sin letras. ¿Cómo así este erudito de terno azul se ganó un lugar propio entre las estrellitas fugaces, los animadores chillones y los demagogos vociferantes de la comunicación? El lugar que ocupaba bajo las luces del espectáculo no era, ni mucho menos, tan prominente como el de sus colegas. Recordando su asistencia a un programa de Gisela Valcárcel, dijo: “me lastima estar sentado frente a una persona que gana 30 mil dólares por su talento, cuando yo gano solo 600 soles por el mío”. En una entrevista con Teresina Muñoz Najar reconoció su curiosa inserción en el medio, “desde 1972 he trabajado ininterrumpidamente en televisión. No soy ajeno. Me interesa. Sobre todo porque con este gobierno (el de Alberto Fujimori) se ha llegado al colmo del desprecio cultural en la televisión”.
La declaración acentúa otra contradicción en este extraño caso: Denegri fue un contestador innato, una voz “contracultural”, esa palabra le gustaba, en un medio de comunicación manejado por el aplastante dominio de la conformidad y el lugar común. Tal vez por eso, por su inherente y casi aristocrática radicalidad personal, los canales principales –el 4 y el 5 por largas décadas– nunca lo llamaron para hacer de él la gran estrella que una televisión más culta no habría desperdiciado. Los teleastas, así los llamaba, siempre desconfiaron de él. Durante años se batió en señales casi marginales como el canal 11; únicamente como invitado, perito ocasional o panelista, pisaba los sets estelares. Era como si él subministrara una sustancia demasiado fuerte que los grandes canales solo podían probar en cucharaditas. 
Luego pasó el vendaval de los años 80 y lo más peligroso de MAD, su prédica sexológica, perdió gran parte de su antiguo poder explosivo. El cable en los 90 pareció confirmar su vocación para públicos restringidos, pero finalmente el canal del Estado, trató de hacer tardíamente lo que la televisión privada nunca se atrevió. Un programa estelar de Marco Aurelio Denegri a fines de los años 70 u 80, habría significado una pequeña revolución cultural para vastos públicos cautivos. 
En compensación, su carrera televisiva fue excepcionalmente larga. Él seguía saliendo al aire una vez por semana, cada vez más perfilado por los reflectores y los polvos de maquillaje, mientras la mayoría de las viejas glorias y bellezas de la televisión de los últimos cuarenta años, hacía mucho tiempo habían desaparecido en la nada. 
Todavía más avara e ingrata por principio, la industria del libro fue más consecuente con su arisca figura. Su obra escrita permaneció relativamente édita durante muchos años, y sólo en el tercer tercio de su vida comenzó a ser publicada en pequeñas editoriales o fondos universitarios de escasa circulación.
El hecho es que hasta el campal año del 2018, tuvimos entre nosotros a un personaje público como Marco Aurelio Denegri, el ermitaño estrella de la televisión, el misántropo deplorador del género humano querido por el público. Es algo muy improbable y difícil de creer, como si alguien nos dijera que en el Museo de Historia Natural guardan un dinosaurio vivo, un animal prehistórico al que hay que alimentar con uno o dos perros al día. Cierto que sus bocados eran quizás menos sangrientos y nunca faltaron los espectadores de sus cenas.
¿Cómo llegamos a esto? En condiciones normales Denegri debió de pasar completamente desapercibido para las multitudes, ser conocido quizás solo por un puñado de curiosos. Así fue al principio cuando era posible encontrarlo entre el público de alguna conferencia de Leopoldo Chiappo, exposición de Alberto Dávila, o presentación de un manual de Anmoreca. Aparentaba ser un estudiante de abogacía en San Marcos, flaco y desgarbado, de talante reservado pero capaz de levantar la mano para hacer alguna pregunta.
Fue a fines de los 60 y comienzos de los 70 que el personaje que había en Denegri comenzó a cristalizar. Al principio por medio de artículos que aparecían en revistas fugaces, o en conferencias que organizaban sociedades humanísticas. Sus intereses eran varios pero pronto comenzó a destacar uno sobre todos: el sexo. 
Hoy no es fácil comprender la magnitud del silencio, atracción y miedo que reinaba hace cuarenta años cada vez que esa palabra era pronunciada en público. Denegri embistió como nadie lo había hecho antes contra el puritanismo y la censura. Sus intervenciones en la televisión provocaron comunicados de protesta del Ministerio de Educación, y su revista “Fascinum” recibió la visita de la policía. Él fue el primero que pronunció la palabra coito o condón en la atmósfera electrizada de un set de televisión (“imagínese la reacción delirante”); él fue el primero que mostró cuadros de penes y vaginas en un programa de “Pulso”.
Su activismo sexológico fue breve pero intenso. Siempre siguió predicando, pero su ánimo desobscenizador de lo sexual fue cediendo a medida que el tema se vulgarizaba y él perdía la ilusión de que algo podía cambiar en ese dominio. En los años 90 ya no le gustaba que lo llamen sexólogo, y parecía preferir que lo reconozcan por su acercamiento lexicográfico a la literatura y otros temas. 
En 1997, 25 años después de su primer programa de televisión, tuvo que aceptar que se hablaba de sexo con más libertad, y se practicaba con más frecuencia, los adulterios femeninos habían aumentado, así como las relaciones prematrimoniales. Pero cantidad no significa calidad. “No se ha logrado la disipación de las estupideces respecto al sexo. Ya lo decía Bergen Evans: tal vez hayamos acabado con el pasado, pero el pasado no ha acabado con nosotros”.





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