Bajo el signo del perro


Bajo el signo del perro

Prólogo de Filosofar como un perro


Michel Onfray





A los 17 años la filosofía antigua se volvió para mí el oxígeno sin el cual hoy estaría muerto... Haber descubierto ese continente, con Lucrecio en la proa, me salvó de la cultura de muerte que triunfa en aquel otro continente al que, como la mayoría de la gente, le debo mi educación: el del judeo-cristianismo. Desde muy pequeño he sido formateado por esta ideología mortífera y masoquista: el ideal ascético, la culpabilidad, la sospecha frente a la mujer, la desconfianza frente al placer, el desprecio al deseo, la amenaza del más allá, los malos tratos infligidos al cuerpo y todo el arsenal neurótico de San Pablo extendido a las dimensiones de Occidente -lo que conocemos como religión cristiana...-, he aquí lo que trataba de dictar la ley de mi alma material. Poco tiempo antes, Nietzsche, Marx y Freud fueron las bombas que hicieron desmoronar el edificio conceptual en el que habían intentado hacerme vivir: la muerte de Dios, el fin del cristianismo, la posibilidad de una sociedad postcapitalista y el cuerpo como gran razón sexuada, he aquí lo que me abría las puertas de un castillo como antídoto a la prisión católica. Esta modernidad me fascinaba, veía la salida al final del túnel y presentía la claridad al fondo de estos largos años de oscuridad. Lucrecio me enseñó entonces que se podía ser precristiano y moral, lo que me invitaba a recorrer la gran obra greco-romana, no con el ojo del historiador preocupado por restaurar un pasado que de todas maneras se termina traicionando, sino con el del filósofo que busca nutrir el presente y el futuro con esa savia del pasado siempre presente. Pensar y vivir después del cristianismo exigía hacer un desvío por los griegos y los romanos. La universidad me enseñó a Platón, por supuesto, y su teoría del deseo que tanto gusta a cristianos y lacanianos -cara y ceca de la misma moneda-. Agregó además a Aristóteles y su metafísica, con interminables lecturas para saber si se debía traducir la ousía griega como la substantia latina; momentos de antología y, en el rol principal, un profesor miembro del Partido Comunista...



 La antigüedad, para la institución, es lo que hace posibles el idealismo, el espiritualismo, el cristianismo, el cartesianismo, el kantismo y otras ilusiones propias de esta Iglesia que prefiere la idea frente a lo real. Pero fue por afuera de las clases y de los programas, fuera de la enseñanza oficial y de los trabajos universitarios, que descubrí la figura radical de Diógenes de Sinope. ¿Por qué tanto aturdimiento retórico, sofístico, escolástico con Platón y Aristóteles -estaba por escribir Platóteles y Aristón- y nunca nada sobre los cínicos Antístenes, Crates, Diógenes, Hiparquía o los cirenaicos Arístipo, Teodoro y otros? ¿Cuál era el menú? Indigestión de Ideas o de Formas, y ayuno más allá de este festín conceptual indigesto. Hasta el mismo Sócrates solo aparecía vestido en las ropas de Platón, disfrazado por el filósofo en una panoplia proveniente de su guardarropa. Ese Sócrates platonizado parece estar muy lejos de lo que debe o puede haber sido más allá de este enrolamiento. El triángulo subversivo que une a Sócrates, Diógenes y Arístipo, tres contemporáneos que se conocían y se relacionaron, me parece mucho más lleno de potencialidades que los banquetes platónicos o los peripatéticos, si me permiten este juego de palabras, del estagirita. Diógenes fue entonces mi maestro, por lo menos un maestro que se niega a ser considerado como tal. Yo envidiaba esa vida sin cadenas, sin límites, esa existencia libre de un hombre que no manda y que sobre todo no quiere que alguien lo mande, que no es esclavo de nada ni de nadie, de ningún prejuicio; admiraba esa figura que no se ve censurada por ningún tipo de corrección política (una fórmula moderna para expresar algo bien viejo) y se propone llevar adelante la vida libre de un filósofo libre. Más adelante, me gustaba que en las genealogías más viejas del pensamiento anarquista algunos historiadores se remontasen hasta Diógenes. 


Intuyo un linaje que, vía La Boétie, mi otro gran hombre en el terreno político, alimenta a los siglos, y no solamente al siglo de oro de la anarquía, es decir, el siglo XIX. Que la anarquía haya podido concernir a tantos hombres desde el ágora de Sínope en que Diógenes lanzaba sus primeras bombitas de olor filosóficas, es algo que prefiero mucho más que adscribir al catecismo de los devotos de la anarquía que no saben abrir la boca sin que la cita de su autor termine con un "Alabado sea su nombre". Diógenes, entonces. 



Con frecuencia la vulgata resume un pensamiento, una obra, en un puñado de tarjetas postales fáciles de enviar a un destinatario apurado y poco exigente. Primera tarjeta postal: el sabio mugriento que vive en un tonel del que sale a veces para masturbarse en la plaza pública. El tonel, inventado por los galos, le suma a la leyenda, pero en este caso se trataba más bien de un ánfora para aceite o vino. En cuanto a ese trabajo manual, sería una provocación; dicho de otra manera, y como lo prueba la etimología, es una invitación -a reflexionar, pensar, cogitar, analizar, meditar, razonar...-. Aquí: en las raíces del pudor, en las razones de una interdicción singular sobre una práctica banal y generalizada, en la hipocresía de la moral social, en la oposición entre una práctica corriente en privado y reprobada en público por aquellos mismos que la llevan a cabo, etcétera. 



Primera lección: el filósofo desenmascara las quimeras, todas las quimeras. Segunda postal: el encuentro entre el filósofo cínico y el hombre poderoso. Alejandro Magno, al tanto de la célebre reputación del pensador, acude a su ánfora y le dice: "Soy todopoderoso, pídeme lo que quieras y lo tendrás". En un griego que debemos traducir a la lengua de hoy, Diógenes responde: "Lárgate, me haces sombra" -"Apártate, me tapas el sol", dicen los manuales de la época en la que todavía se aprendía griego...-. Segunda lección: el verdadero poder es el poder sobre uno mismo. Cualquier otro es una tiranía injustificable. Tercera postal: Diógenes pasa sus días tratando de reducir sus necesidades a lo estrictamente indispensable. Sabe que cuantas menos necesidades se tienen, más libre se es. El inventor del decrecimiento se despoja de todo lo innecesario; no guarda más que un abrigo para protegerse de las inclemencias del tiempo, una alforja para guardar su jarro y un palo para alejar a los inoportunos. Un día ve a un niño intentando tomar agua de una fuente con su mano. Ofuscado por no haber pensado en ello antes, se saca de encima el recipiente inútil que tanto lo incomodó durante años. Tercera lección: el dominio del deseo es todo el dominio, y define al mismo tiempo la libertad absoluta, el otro nombre de la autonomía. 



Existe una multitud de otras tarjetas postales, menos conocidas: Diógenes dando vueltas a la plaza mientras arrastra un arenque con una cuerda para invitar a la gente a deshacerse de la opinión de los otros; Diógenes recorriendo las calles con una linterna en búsqueda de un hombre, pero no en el sentido de "un verdadero hombre" sino, de acuerdo con un humor difícil de interpretar, uno que fuera El Hombre de Platón, su enemigo idealista, es decir, La Idea del Hombre; Diógenes lanzando un gallo desplumado a las piernas del mismo filósofo que definía al hombre como un "bípedo sin plumas" -lo que también era el volátil desplumado-; Diógenes el comedor de carne cruda, de carne humana, que de esta manera protesta contra lo arbitrario de las prohibiciones; Diógenes pidiendo limosna, para acostumbrarse así al rechazo; Diógenes escupiéndole en la cara a un hombre, el único lugar sucio que ha encontrado; Diógenes deseando que permitan a su cadáver pudrirse en un foso para que entiendan que después de la muerte no hay nada; Diógenes tirándose una ráfaga de pedos para liberar de culpas a un filósofo estoico humillado tras haber expelido un viento a pedido suyo, con el objetivo de probar la futilidad de las convenciones sociales; y tantas otras anécdotas que, juntas, enseñan a llevar una vida filosófica... 



Llevar una vida filosófica bajo el signo del cinismo, ¿qué significa? ¿Masturbarse en la vía pública? ¿Arrastrar un arenque con una cuerda? ¿No parar de tirarse pedos en cualquier lado? ¿Escupirle en la cara a cualquiera que pudiera llegar a merecerlo? ¿Comer carne humana? No, claro que no, es demasiado fácil... Sería patético copiar, imitar, calcar, seguir a un maestro como un discípulo servil, igual que la sombra se pega a un objeto bajo el sol. Se trata de inventar modalidades existenciales cínicas en un mundo en el que la forma ha cambiado, ¡y cómo!, pero en el que el fondo sigue siendo el mismo: siempre existirán los señores importantes a los que hay que sonarles la nariz, los profesores ciruela, los poderosos arrogantes y los que compran filósofos tal como se compran esclavos, a los que hay que aclararles que preferimos el sol antes que sus luces artificiales, los que nos impiden vivir y que merecen una buena patada en el culo, los vendedores de falsas novedades que deberíamos abofetear con urgencia...


Sobre Platón, el filósofo emblemático de los hombres de poder, la referencia de la gente importante, la recomendación de los cómplices del Príncipe, el gurú de los que le venden humo al pueblo, Diógenes decía: "¿De qué sirve un hombre que ha pasado todo su tiempo filosofando sin jamás inquietar a nadie?". Adhiero a esta definición de la filosofía: inquietar, inquietar al fulano lleno de certezas, inquietar al clon que cree que piensa cuando se contenta con duplicar la panoplia de su tribu (tanto de izquierda como de derecha, incluyendo a los anarquistas), inquietar al charlatán que actúa como espejo de su tiempo y de su época, inquietar al lorito del momento que vocaliza las órdenes lanzadas por una sarta de cretinos formadores de opinión. En resumen, inquietar. Estas crónicas son ejercicios de inquietud. Nacieron cerca del tonel de Siné, onanista y pedorrero a la vieja usanza. Le debo (a él y a Catherine, su Hiparquía...) la única hospitalidad que jamás me han ofrecido en un periódico digno de ese nombre. La redacción cotidiana se hace en el fuego de la acción. Una crónica sobre una noticia en caliente tiene tiempo de volverse una columna fría en lo que tarda en ser tratada por la redacción. Y ese frío se vuelve a transformar en otra cosa después, con el paso de las horas. Así es el juego, aceptemos el augurio.


Sea como fuere, sigue habiendo algo universal para meditar en la anatomía de una noticia en particular) porque en la superficie encontramos la sustancia de una época, de un tiempo, de un estilo, de un tono. Leo siempre con mucho placer tal o cual crónica de Alain, que puede hablar de un ministro de la Tercera República cuyo nombre hemos olvidado pero, al hacerlo, pone en la picota un defecto humano similar al que hubiese desencadenado la ironía de Diógenes, activista del palo. La ira, la indignación, el enojo, la exasperación, la irritación, dirigen mi pluma. Escribo directamente, sin borrador. Releo para evitar errores demasiado groseros. Apruebo los que quedan. Estas páginas valen como las "palabras congeladas" de Rabelais. Me encantaría que mis hojas se ennegreciesen con entusiasmo, excitación, exaltación, menos furia y más destellos o fuegos artificiales. Convengamos que las ocasiones de dar patadas en el traste son cada más numerosas que las de levantar la copa de champagne. Todas las semanas busco razones para tirar bengalas, muchas veces de manera desesperada; sin embargo, la mayoría de las veces sólo encuentro ocasiones para activar el lanzallamas o para... ¡filosofar a martillazos, como decía aquél! Esto me tiene a maltraer -y no es sólo una frase hecha. Diógenes había elegido al perro como animal fetiche. Dentro de un bestiario emblemático (en el que hay una rata, ranas, un pescado masturbador, cigüeñas, liebres, grullas, ciervitos, y otros que ya hemos visto como el arenque y el gallo...), el filósofo lo eligió porque se preocupa por sus amigos, muerde el tobillo de los distraídos; y también muerde a sus amigos pero, como dice él, para salvarlos. El perro, además, porque vive como él meando sobre los muros de las iglesias, monta en público a la mujer deseada, defeca en las puertas de los palacios, sin preocuparse por las convenciones, mientras le ladra a los ídolos adulados por la mayoría. El perro, por último, porque Diógenes y sus discípulos se reunían cerca del cementerio de perros, una manera de burlarse de las otras escuelas -la Academia de Platón o el Liceo de Aristóteles, dos lugares de funestas acepciones contemporáneas-. Molosos, cerberos, mastines, dogos, pastores belgas malinois, hoy en día pit-bulls, he aquí la raza de los grandes filósofos. Conozco a la corporación de yorkshires kantianos, guau-guaus platónicos, bastardos augustinianos, falderos hegelianos, pekineses tomistas, lulús cristianos, perros policías evidentemente, caniches en cantidad por supuesto, galgos también, todo un canil en el que se ladra, se gruñe, se aúlla, se chilla, se lame, se hacen los lindos. Pero Diógenes es el único que emerge de esta corte de los milagros como un gran señor, un gran sangrador... Terminemos esta presentación de un año de crónicas semanales en Siné Hebdo con el epitafio que se dice figuraba sobre su tumba: Diógenes sucumbió a la mordida de un perro o a la indigestión provocada por una cena de pulpo crudo. Dicho de otra manera, murió por culpa de lo que lo había hecho vivir y por haber llevado al máximo las consecuencias de su invitación a volverse salvaje. En el mármol, entonces, el transeúnte podía leer: ''Desnudó nuestras quimeras". No puedo imaginar una mejor definición de la filosofía.


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