Buenos lectores y buenos Escritores
Vladimir Nabokov
Resumen
Hace cien años, Flaubert, en una carta a su
amante, hacía el siguiente comentario: “qué sabios seríamos si sólo
conociéramos bien cinco o seis libros”.
Al leer, debemos fijarnos en los detalles,
acariciarlos. Tenemos que ver cosas y oír cosas: visualizar
las habitaciones, las ropas, los modales de los personajes de un autor.
El color de los ojos de los protagonistas y el mobiliario de su pequeña y fría
habitación, son importantes.
Debemos tener siempre presente que la obra de
arte es, invariablemente, la creación de un mundo nuevo, de manera que la
primera tarea consiste en estudiar ese mundo nuevo con la mayor atención,
abordándolo como algo absolutamente desconocido, sin conexión evidente con
los mundos que ya conocemos.
El escritor es el primero en trazar su mapa y
poner nombre a los objetos naturales que contiene. El tiempo y el espacio, el
color de las estaciones, el movimiento de los músculos y de la mente no son
para los escritores de genio nociones tradicionales, sino una serie de
sorpresas extraordinarias que los artistas maestros han aprendido a expresar
a su manera personal.
La ornamentación del lugar común incumbe a los
autores de segunda fila; éstos no se molestan en reinventar el mundo; sólo
tratan de sacarle el jugo lo mejor que pueden a un determinado orden de
cosas, a los modelos tradicionales de la novelística... Pero el verdadero
escritor, el hombre que hace girar planetas, que modela a un hombre dormido y
manipula ansioso la costilla del durmiente, esa clase de autor no tiene a su
disposición ningún valor predeterminado: debe crearlos él.
Hay tres puntos de vista desde los que podemos
considerar a un escritor: como narrador, como maestro, y como encantador. Un
buen escritor combina las tres facetas; pero es la de encantador la que
predomina y la que le hace ser un gran escritor.
Todo gran escritor es un gran embaucador, como
lo es la architramposa Naturaleza. La Naturaleza siempre nos engaña. Desde el
engaño sencillo de la propagación de la luz a la ilusión prodigiosa y
compleja de los colores protectores de las mariposas o de los pájaros, hay en
la Naturaleza todo un sistema maravilloso de engaños y sortilegios. El autor
literario no hace más que seguir el ejemplo de la Naturaleza.
Al narrador, acudimos en busca del
entretenimiento, de la excitación mental pura y simple, de la participación
emocional, del placer de viajar a alguna región remota del espacio o del
tiempo.
Y, sobre todo, un gran escritor es siempre un
gran encantador, y aquí es donde llegamos a la parte verdaderamente
emocionante: cuando tratamos de captar la magia individual de su genio, y
estudiar el estilo, las imágenes, y el esquema de sus novelas o de sus
poemas.
Creo que una buena fórmula para comprobar la
calidad de una novela es, en el fondo, una combinación de precisión poética y
de intuición científica. Para gozar de esa magia, el lector inteligente lee
el libro genial no tanto con el corazón, no tanto con el cerebro, sino más
bien con la espina dorsal.
Las tres facetas del gran escritor -magia,
narración, lección- tienden a mezclarse en una impresión de único y unificado
resplandor, ya que la magia del arte puede estar presente en el mismo
esqueleto del relato, en el tuétano del pensamiento.
Los libros no se deben leer: se deben releer.
Un buen lector, un lector de primera, un lector activo y creador, es un
«relector... Al leer un libro, necesitamos tiempo para familiarizarnos con
él.
La literatura no nació el día en que un chico
llegó corriendo del valle Neanderthal gritando «el lobo, el lobo», con un
enorme lobo gris pisándole los talones; la literatura nació el día en que un
chico llegó gritando «el lobo, el lobo», sin que le persiguiera ningún lobo.
Hay tres puntos de vista desde los que podemos
considerar a un escritor: como narrador, como maestro, y como encantador. Un
buen escritor combina las tres facetas; pero es la de encantador la que
predomina y la que le hace ser un gran escritor.
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(Introducción del libro Curso de Literatura europea)
«Cómo ser un buen lector», o «Amabilidad para
con los autores»; algo así podría servir de subtítulo a estos comentarios sobre
diversos autores, ya que mi propósito es hablar afectuosamente, con cariñoso y
moroso detalle, de varias obras maestras europeas.
Hace
cien años, Flaubert, en una carta a su amante, hacía el siguiente comentario: «qué
sabios seríamos si sólo conociéramos bien cinco o seis libros».
Al
leer, debemos fijarnos en los detalles, acariciarlos. Nada tienen de malo las
lunáticas sandeces de la generalización cuando se hacen después de reunir con
amor las soleadas insignificancias del libro. Si uno empieza con una
generalización prefabricada, lo que hace es empezar desde el otro extremo, alejándose
del libro antes de haber empezado a comprenderlo. Nada más molesto e injusto
para con el autor que empezar a leer, supongamos, Madame Bovary, con la idea
preconcebida de que es una denuncia de la burguesía. Debemos tener siempre
presente que la obra de arte es, invariablemente, la creación de un mundo
nuevo, de manera que la primera tarea consiste en estudiar ese mundo nuevo con
la mayor atención, abordándolo como algo absolutamente desconocido, sin conexión
evidente con los mundos que ya conocemos. Una vez estudiado con atención este
mundo nuevo, entonces y sólo entonces estaremos en condiciones de examinar sus
relaciones con otros mundos, con otras ramas del saber.
Otra
cuestión: ¿Podemos obtener información de una novela sobre lugares y épocas?
¿Puede ser alguien tan ingenuo como para creer que esos abultados best-sellers difundidos por los clubes
del libro bajo el enunciado de «novelas históricas» pueden contribuir al
enriquecimiento de nuestros conocimientos sobre el pasado? Pero ¿y las obras
maestras? ¿Podemos fiarnos del retrato que hace Jane Austen de la Inglaterra
terrateniente, con sus baronets y sus jardines paisajistas, cuando todo lo que
ella conocía era el salón de un pastor protestante? Y Casa Desolada, esa fantástica aventura amorosa en un Londres
fantástico, ¿podemos considerarla un estudio del Londres de hace cien años?
Desde luego que no. Y lo mismo ocurre con las demás novelas de esta serie. La
verdad es que las grandes novelas son grandes cuentos de hadas... y las que
vamos a estudiar aquí lo son en grado sumo. El tiempo y el espacio, el color de
las estaciones, el movimiento de los músculos y de la mente, todas estas cosas
no son, para los escritores de genio (por lo que podemos suponer, y confío en
que suponemos bien), nociones tradicionales que pueden sacarse de la biblioteca
circulante de las verdades públicas, sino una serie de sorpresas
extraordinarias que los artistas maestros han aprendido a expresar a su manera
personal.
La
ornamentación del lugar común incumbe a los autores de segunda fila; éstos no
se molestan en reinventar el mundo; sólo tratan de sacarle el jugo lo mejor que
pueden a un determinado orden de cosas, a los modelos tradicionales de la
novelística. Las diversas combinaciones que un autor de segunda fila es capaz
de producir dentro de estos límites fijos pueden ser bastante divertidas, pese
a su carácter efímero, porque a los lectores de segunda les gusta reconocer sus
propias ideas vestidas con un disfraz agradable. Pero el verdadero escritor, el
hombre que hace girar planetas, que modela a un hombre dormido y manipula
ansioso la costilla del durmiente, esa clase de autor no tiene a su disposición
ningún valor predeterminado: debe crearlos él. El arte de escribir es una
actividad fútil si no supone ante todo el arte de ver el mundo como el sustrato
potencial de la ficción. Puede que la materia de este mundo sea bastante real
(dentro de las limitaciones de la realidad), pero no existe en absoluto como un
todo fijo y aceptado: es el caos; y a este caos le dice el autor: «¡Anda!»,
dejando que el mundo vibre y se funda. Entonces, los átomos de este mundo, y no
sus partes visibles y superficiales, entran en nuevas combinaciones. El
escritor es el primero en trazar su mapa y- poner nombre a los objetos naturales
que contiene. Estas bayas son comestibles. Ese bicho moteado que se ha cruzado
veloz en mi camino se puede domesticar. Aquel lago entre los árboles se llamará
Lago de Ópalo o, más artísticamente, Lago Aguasucia. Esa bruma es una
montaña... y aquella montaña tiene que ser conquistada. El artista maestro
asciende por una ladera sin caminos trazados; y una vez arriba, en la cumbre
batida por el viento, ¿con quién diréis que se encuentra? Con el lector
jadeante y feliz. Y allí, con un gesto espontáneo, se abrazan y, si el libro es
eterno, se unen eternamente. Una tarde, en una remota universidad de provincia
donde daba yo un largo cursillo, propuse hacer una pequeña encuesta:
facilitaría diez definiciones de lector; de las diez, los estudiantes debían
elegir cuatro que, combinadas, equivaliesen a un buen lector. He perdido esa
lista; pero según recuerdo, la cosa era más o menos así:
Selecciona
cuatro respuestas a la pregunta «¿qué cualidades debe tener uno para ser un
buen lector?»:
1)
¿Debe pertenecer a un club de lectores?
2)
¿Debe identificarse con el héroe o la heroína?
3)
¿Debe concentrarse en el aspecto socioeconómico?
4)
¿Debe preferir un relato con acción y diálogo a uno sin ellos?
5)
¿Debe haber visto la novela en película?
6)
¿Debe ser un autor embrionario?
7)
¿Debe tener imaginación?
8)
¿Debe tener memoria?
9)
¿Debe tener un diccionario?
10)
¿Debe tener cierto sentido artístico?
Los
estudiantes se inclinaron en su mayoría por la identificación emocional, la
acción y el aspecto socioeconómico o histórico. Naturalmente, como habréis
adivinado, el buen lector es aquel que tiene imaginación, memoria, un
diccionario y cierto sentido artístico..., sentido que yo trato de desarrollar
en mí mismo y en los demás siempre que se me ofrece la ocasión.
A
propósito, utilizo la palabra lector en un sentido muy amplio. Aunque parezca
extraño, los libros no se deben leer: se deben releer. Un buen lector, un
lector de primera, un lector activo y creador, es un «relector». Y os diré por
qué.
Cuando
leemos un libro por primera vez, la operación de mover laboriosamente los ojos
de izquierda a derecha, línea tras línea, página tras página, actividad que
supone un complicado trabajo físico con el libro, el proceso mismo de averiguar
en el espacio y en el tiempo de qué trata, todo esto se interpone entre
nosotros y la apreciación artística. Cuando miramos un cuadro, no movemos los
ojos de manera especial; ni siquiera cuando, como en el caso del libro, el
cuadro contiene ciertos elementos de profundidad y desarrollo. El factor tiempo
no interviene realmente en un primer contacto con el cuadro. Al leer un libro,
en cambio, necesitamos tiempo para familiarizarnos con él. No poseemos ningún
órgano físico (como los ojos respecto a la pintura) que abarque el conjunto
entero y pueda apreciar luego los detalles. Pero en una segunda, o tercera, o
cuarta lectura, nos comportamos con respecto al libro, en cierto modo, de la
misma manera que ante un cuadro.
Sin
embargo, no debemos confundir el ojo físico, esa prodigiosa obra maestra de la
evolución, con la mente, consecución más prodigiosa aún. Un libro, sea el que
sea -ya se trate de una obra literaria o de una obra científica- un libro,
digo, atrae en primer lugar a la mente. La mente, el cerebro, el coronamiento
del espinazo es, o debe ser, el único instrumento que debemos utilizar al
enfrentarnos con un libro. Sentado esto, veamos cómo funciona la mente cuando
el melancólico lector se enfrenta con el libro risueño. Primero, se le disipa
la melancolía, y para bien o para mal, el lector participa en el espíritu del
juego. El esfuerzo de empezar un libro, sobre todo si es elogiado por personas
a las que el lector joven considera en su fuero interno demasiado anticuadas o
demasiado serias, es a menudo difícil de realizar; pero una vez hecho, las compensaciones
son numerosas y variadas.
Puesto
que el artista maestro ha utilizado su imaginación para crear su libro, es
natural y lícito que el consumidor del libro también utilice la suya. Sin
embargo, hay al menos dos clases de imaginación en el caso del lector. Veamos,
pues, cuál de las dos es la más idónea para leer un libro. En primer lugar está
el tipo, bastante modesto por cierto, que busca apoyo en emociones sencillas y
es de naturaleza netamente personal (hay diversas subespecies en este primer apartado
de lectura emocional). Sentimos con gran intensidad la situación expuesta en el
libro porque nos recuerda algo que nos ha sucedido a nosotros o a alguien a
quien conocemos o hemos conocido. O el lector aprecia el libro sobre todo
porque evoca un país, un paisaje, un modo de vivir que él recuerda con
nostalgia como parte de su propio pasado. O bien, y esto es lo peor que puede
hacer el lector, se identifica con uno de los personajes. No es este tipo
modesto de imaginación el que yo quisiera que utilizasen los lectores.
Así
que ¿cuál es el auténtico instrumento que el lector debe emplear? La
imaginación impersonal y la fruición artística. Tiene que establecerse, creo,
un equilibrio armonioso y artístico entre la mente de los lectores y la del
autor. Debemos mantenernos un poco distantes y gozar de este distanciamiento a
la vez que gozamos intensamente -apasionadamente, con lágrimas y
estremecimientos- de la textura interna de una determinada obra maestra. Por
supuesto, es imposible ser completamente objetivo en estas cuestiones. Todo lo
que vale la pena es en cierto modo subjetivo. Por ejemplo, puede que vosotros
allí sentados no seáis más que un sueño mío, y puede que yo sea una de vuestras
pesadillas. Lo que quiero decir es que el lector debe saber cuándo y dónde
refrenar su imaginación; lo hará tratando de dilucidar el mundo específico que
el autor pone a su disposición. Tenemos que ver cosas y oír cosas: visualizar
las habitaciones, las ropas, los modales de los personajes de un autor. El
color de los ojos de Fanny Price, protagonista de Mansfield Park, y el
mobiliario de su pequeña y fría habitación, son importantes.
Cada
cual tiene su propio temperamento; pero desde ahora os digo que el mejor
temperamento que un lector puede tener, o desarrollar, es el que resulta de la combinación
del sentido artístico con el científico. El artista entusiasta propende a ser
demasiado subjetivo en su actitud respecto al libro; por tanto, cierta frialdad
científica en el juicio templará el calor intuitivo. En cambio, si el aspirante
a lector carece por completo de pasión y de paciencia -pasión de artista y
paciencia de científico-, difícilmente gozará con la gran literatura.
La
literatura no nació el día en que un chico llegó corriendo del valle
neanderthal gritando «el lobo, el lobo», con un enorme lobo gris pisándole los
talones; la literatura nació el día en que un chico llegó gritando «el lobo, el
lobo», sin que le persiguiera ningún lobo.
El
que el pobre chaval acabara siendo devorado por un animal de verdad por haber
mentido tantas veces es un mero accidente. Entre el lobo de la espesura y el
lobo de la historia increíble hay un centelleante término medio. Ese término
medio, ese prisma, es el arte de la literatura. La literatura es invención. La
ficción es ficción. Calificar un relato de historia verídica es un insulto al
arte y a la verdad. Todo gran escritor es un gran embaucador, como lo es la
architramposa Naturaleza.
La
Naturaleza siempre nos engaña. Desde el engaño sencillo de la propagación de la
luz a la ilusión prodigiosa y compleja de los colores protectores de las
mariposas o de los pájaros, hay en la Naturaleza todo un sistema maravilloso de
engaños y sortilegios. El autor literario no hace más que seguir el ejemplo de
la Naturaleza. Volviendo un momento al muchacho cubierto con pieles de cordero
que grita «el lobo, el lobo», podemos exponer la cuestión de la siguiente
manera: la magia del arte estaba en el espectro del lobo que él inventa
deliberadamente, en su sueño del lobo; más tarde, la historia de sus bromas se
convirtió en un buen relato. Cuando pereció finalmente, su historia llegó a ser
un relato didáctico, narrado por las noches alrededor de las hogueras. Pero él
fue el pequeño mago. Fue el inventor.
Hay
tres puntos de vista desde los que podemos considerar a un escritor: como
narrador, como maestro, y como encantador.
Un
buen escritor combina las tres facetas; pero es la de encantador la que
predomina y la que le hace ser un gran escritor. Al narrador acudimos en busca
del entretenimiento, de la excitación mental pura y simple, de la participación
emocional, del placer de viajar a alguna región remota del espacio o del
tiempo. Una mentalidad algo distinta, aunque no necesariamente más elevada,
busca al maestro en el escritor. Propagandista, moralista, profeta: ésta es la
secuencia ascendente. Podemos acudir al maestro no sólo en busca de una
formación moral sino también de conocimientos directos, de simples datos. ¡Ay!,
he conocido a personas cuyo propósito al leer a los novelistas franceses y
rusos era aprender algo sobre la vida del alegre París o de la triste Rusia.
Por último, y sobre todo, un gran escritor es siempre un gran encantador, y
aquí es donde llegamos a la parte verdaderamente emocionante: cuando tratamos
de captar la magia individual de su genio, y estudiar el estilo, las imágenes,
y el esquema de sus novelas o de sus poemas. Las tres facetas del gran escritor
-magia, narración, lección- tienden a mezclarse en una impresión de único y
unificado resplandor, ya que la magia del arte puede estar presente en el mismo
esqueleto del relato, en el tuétano del pensamiento.

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