George Orwell: "La política y el lenguaje inglés"




George Orwell



Como he intentado mostrar, lo peor de la escritura moderna no consiste en elegir las palabras a causa de su significado e inventar imágenes para hacer más claro el significado. Consiste en pegar largas tiras de palabras cuyo orden ya fijó algún otro y hacer presentables los resultados mediante trucos. El atractivo de esta forma de escritura es que es fácil. Es más fácil —y más rápido, una vez se tiene el hábito— decir «En mi opinión no es un supuesto injustificable» que decir «Pienso». La gente que escribe de esta manera manifiesta un significado emocional general —detesta una cosa y quiere expresar solidaridad con otra— pero no está interesada en los detalles de lo que está diciendo.

Un escritor cuidadoso, en cada oración que escribe, se hace al menos cuatro preguntas, a saber:

1) ¿Qué intento decir
2) ¿Qué palabras lo expresan?
3) ¿Qué imagen lo hace más claro?
4) ¿Es esta imagen lo suficientemente fresca para producir efecto?



 Y probablemente se haga dos más:

1) ¿Puedo ser más breve?
2) ¿Dije algo evitablemente feo?





Pero usted no está obligado a encarar todo este problema. Puede evadirlo dejando la mente abierta y permitiendo que las frases hechas lleguen y se agolpen. Ellas construirán las oraciones por usted —y, hasta cierto punto, incluso pensarán sus pensamientos por usted— y si es necesario le prestarán el importante servicio de ocultar parcialmente su significado, incluso a usted mismo.

A estas alturas, la conexión especial entre política y degradación del lenguaje se torna clara. En nuestra época, el lenguaje y los escritos políticos son ante todo una defensa de lo indefendible. Cosas como la continuación del dominio británico en la India, las purgas y deportaciones rusas, el lanzamiento de las bombas atómicas en Japón, se pueden efectivamente defender, pero sólo con argumentos que son demasiado brutales para que la mayoría de las personas puedan enfrentarse a ellas y que son incompatibles con los fines que profesan los partidos políticos. Por tanto, el lenguaje político debe consistir principalmente de eufemismos, peticiones de principio y vaguedades oscuras.


Veamos, por ejemplo, a un cómodo profesor inglés que defiende el totalitarismo ruso. No puede decir francamente: «Creo en el asesinato de los opositores cuando se pueden obtener así buenos resultados». Por consiguiente, quizá diga algo como esto: «Aunque aceptamos que el régimen soviético exhibe ciertos rasgos que un humanista se inclinaría a deplorar, creo que debemos acordar que cierto recorte de los derechos de la oposición política es una consecuencia inevitable de los períodos de transición y que los rigores que el pueblo ruso ha tenido que soportar han sido ampliamente justificados en el ámbito de las resultados concretos conseguidos.»


El estilo inflado es en sí mismo un tipo de eufemismo. Una masa de palabras latinas cae sobre los hechos como nieve blanda, difumina los contornos y sepulta todos los detalles. El gran enemigo del lenguaje claro es la falta de sinceridad. Cuando hay una brecha entre los objetivos reales y los declarados, se emplean casi instintivamente palabras largas y modismos desgastados, como un pulpo que expulsa tinta para ocultarse. Pero si el pensamiento corrompe el lenguaje, el lenguaje también puede corromper el pensamiento. Un mal uso se puede difundir por tradición e imitación incluso entre personas que deberían saber y obrar mejor. El lenguaje degradado que he examinado es, en cierta forma, muy conveniente. Expresiones como un supuesto no injustificable, una consideración que siempre debemos tener en mente, dejan mucho que desear, no cumplen un buen propósito, son una tentación continua, una caja de aspirinas siempre al alcance de la mano. Esta invasión de la mente por frases hechas sólo se puede evitar si se está continuamente en guardia contra ellas, y cada una de esas frases anestesia una parte del cerebro.



Dije antes que la decadencia de nuestro lenguaje es remediable. Quienes lo niegan argumentarían, en caso de que argumentasen algo, que el lenguaje simplemente refleja las condiciones sociales existentes y que no podemos influir en su desarrollo directamente, retocando palabras y construcciones. Así puede suceder con el tono o espíritu general de un lenguaje, pero no es verdad para sus detalles. Las palabras y las expresiones necias suelen desaparecer, no mediante un proceso evolutivo sino a causa de la acción consciente de una minoría.


La defensa del lenguaje inglés implica más que esto, y quizás es mejor empezar diciendo lo que no implica. Para empezar, nada tiene que ver con el arcaísmo, con la preservación de palabras y giros obsoletos del lenguaje, ni con la creación de un «inglés estándar» del que nunca deberíamos apartarnos. Por el contrario, tiene mucho que ver con desechar toda palabra o modismo que se ha desgastado y perdido su utilidad. Nada tiene que ver con la gramática ni con la sintaxis correctas, que carecen de importancia cuando se expresa claramente el significado, ni con la eliminación de los americanismos, ni con tener lo que se denomina una «buena prosa». Por otra parte, no se trata de fingir una falsa simplicidad ni de escribir en inglés coloquial. Ni siquiera implica preferir en todos los casos la palabra sajona a la latina, aunque sí implica usar el menor número y las más breves palabras que cubran el significado. Lo que se necesita, por encima de todo, es dejar que el significado elija la palabra y no al revés. En prosa, lo peor que se puede hacer con las palabras es rendirse a ellas. Cuando usted piensa en un objeto concreto, piensa sin palabras, y luego, si quiere describir lo que ha visualizado, quizá busque hasta encontrar las palabras exactas que concuerdan con ese objeto. Cuando piensa en algo abstracto se inclina más a usar palabras desde el comienzo y salvo que haga un esfuerzo consciente para evitarlo, el dialecto existente vendrá de golpe y hará la tarea por usted, a expensas de difuminar e incluso alterar su significado. Quizá sea mejor que evite usar palabras en la medida de lo posible y logre un significado tan claro como pueda mediante imágenes y sensaciones. Después puede elegir —no simplemente aceptar— las expresiones que cubran mejor el significado, y luego ponerse en el lugar del lector y decidir qué impresiones producen en él las palabras que ha elegido. Este último esfuerzo de la mente suprime todas las imágenes desgastadas o confusas, todas las frases prefabricadas, las repeticiones innecesarias y los trucos y vaguedades. Pero a menudo uno puede dudar sobre el efecto de una palabra o una expresión y necesita reglas en las que pueda confiar cuando falla el instinto.



Pienso que las reglas siguientes cubren la mayoría de los casos:

1) Nunca use una metáfora, un símil u otra figura gramatical que suela ver impresa.

2) Nunca use una palabra larga donde pueda usar una corta.

3) Si es posible suprimir una palabra, suprímala siempre.

 4) Nunca use la voz pasiva cuando pueda usar la voz activa.

5) Nunca use una locución extranjera, una palabra científica o un término de jerga si puede encontrar un equivalente del inglés cotidiano.

6) Rompa cualquiera de estas reglas antes de decir una barbaridad.


Estas reglas parecen elementales, y lo son, pero exigen un profundo cambio de actitud en todos aquellos que se han acostumbrado a escribir en el estilo que hoy está de moda. Uno puede cumplir todas ellas y aun así escribir un mal inglés, pero no podría escribir el tipo de cosas que cité en esos cinco especímenes al comienzo de este artículo.


No he considerado el uso literario del lenguaje, tan sólo el lenguaje como instrumento para expresar y no ocultar o evitar el pensamiento. Stuart Chase y otros han llegado a afirmar que todas las palabras abstractas carecen de sentido y han usado esto como pretexto para defender una especie de quietismo político. Si no sabe qué es el fascismo, ¿cómo puede luchar contra el fascismo? Uno no tiene que tragarse absurdos como éste, pero ha de reconocer que el actual caos político está ligado a la decadencia del lenguaje y que quizá puede aportar alguna mejora empezando por el aspecto verbal.



Si simplifica su inglés, se libera de las peores tonterías de la ortodoxia. No puede hablar ninguno de los dialectos necesarios y cuando haga un comentario estúpido su estupidez se tornará obvia, incluso para usted mismo. El lenguaje político —y, con variaciones, esto es verdad para todos los partidos políticos, desde los conservadores hasta los anarquistas— está diseñado para lograr que las mentiras parezcan verdades y el asesinato respetable, y para dar una apariencia de solidez al mero viento. Uno no puede cambiar esto en un instante, pero puede cambiar los hábitos personales y de vez en cuando puede incluso, si se burla en voz bastante alta, lanzar alguna frase trillada e inútil —alguna bota militar, talón de Aquiles, crisol, prueba ácida, verdadero infierno, o algún otro desecho o residuo verbal— a la basura, que es donde pertenece.





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