10 razones contra las publicaciones académicas



10 argumentos en contra del sistema de dictaminación por pares (peer-review) para la publicación académica


Mieke Bal (Países Bajos, 1946) es una reconocida teórica de la literatura, historiadora del arte y de la cultura. Con más de 35 libros publicados, actualmente es profesora emérita de la cátedra de Teoría literaria de la Universidad de Ámsterdam y fundadora de la ASCA (Amsterdam School of Cultural Analysis). Escribió un breve comentario titulado “Let’s Abolish the Peer-Review System[1] (“Vamos a abolir el sistema de dictaminación por pares”) en donde la académica enlista diez argumentos en contra de dicho sistema. En esta entrada traduzco al español y resumo estos argumentos.



Según Mieke Bal, en algún momento de la historia la academia se volvió “neo-liberal”. Entonces se establecieron reglas que se convirtieron en “sistema”, reglas sobre las cuales no se consultó a nadie, que no fueron revisadas y que actualmente no son debatibles. “Las reglas gobiernan, prevaleciendo sobre la gente” —sentencia Bal. Una de esas reglas —sostiene la académica— es el incuestionable sistema que ordena que para que un artículo académico, libro o capítulo de libro se tenga por serio y respetable, forzosamente tiene que cumplir el requerimiento de haber pasado por un proceso de dictaminación por pares. Si bien al principio parecía una buena idea —obtener feedback para optimizar la calidad— se volvió problemático cuando se generalizó como regla. Los diez argumentos que se enlistan a continuación sostienen la conclusión de que el sistema de peer-review (PES por sus siglas en inglés) es altamente problemático y, en opinión de la autora, está listo para ser abolido:

1) El sistema de dictaminación por pares es sumamente malo, primero, porque supone una pesada carga para los académicos, que debieran estar usando el poco tiempo libre que les queda para trabajar en sus propios proyectos de investigación. El tiempo disponible de los académicos para investigar y escribir está ya de por sí sujeto a una tremenda presión por todas las reglas que ellos mismos tienen que cumplir, lo que incrementa la carga de trabajo administrativo inútilmente. Esto ocasiona que sólo los menos activos o los menos brillantes de entre ellos estén dispuestos a realizar las tareas de dictaminación y esto, por supuesto, tiene consecuencias para la calidad de las revisiones. Es cierto que ocasionalmente los colegas que realizan la dictaminación hacen un verdadero sacrificio y ofrecen buenas críticas, pero muchas veces las críticas son superficiales y rutinarias. De esto —observa Bal— no se puede culpar a los dictaminadores, pues en ningún momento se les reconoce el mérito por su labor.

2) Un segundo inconveniente es que el procedimiento y su formalismo y duración están por encima de cualquier discusión de calidad sobre la coherencia y originalidad del artículo, libro o volumen colectivo. Esta situación disminuye la calidad del producto final, que puede terminar siendo muy pobre, incoherente y con retraso si su tema es contemporáneo.

3) Una tercera objeción es que el sistema es fundamentalmente conservador. Puesto que se pide el juicio de personas ya establecidas en el campo, es posible que no acepten con facilidad innovaciones que potencialmente puedan cuestionar sus ideas prefijadas. La autora dice haber visto comentarios del tipo de “¿Por qué el autor no cita a tal-y-tal, figuras destacadas en la materia?”. Esto —sostiene Bal— ignora el hecho obvio de que tales omisiones pueden ser intencionadas, un intento de abrir el campo de estudio a una profunda reconsideración sobre el asunto en cuestión. Irónica, Bal asume que precisamente aquellos predecesores que fundaron el campo de estudio no objetarían tales omisiones, “pero sus aduladores, menos alertas, lo pueden considerar inconcebible”. Estos “partidarios” pueden ser precisamente los que, por el apuro debido al primer argumento enlistado, revisen principalmente si la bibliografía es “correcta”.

4) Una cuarta razón para deplorar la imposición del sistema es que el resultado es frecuentemente opuesto a aquello que el sistema supuestamente persigue. Cuando uno recibe una solicitud de dictaminación, uno tiende a aceptar revisar únicamente los papers o libros de amigos o de gente con la que se está más o menos de acuerdo; o de personas con puntos de vista opuestos, de manera que podamos destrozarlos. Los publicistas y editores escogen a los dictaminadores con base en quién conocen y qué esperan de ellos, nunca con base en fundamentos “objetivos” — si es que tales fundamentos existen.

5) Un quinto problema es el efecto en el mundo académico en general. El sistema refuerza la jerarquía —afirma Bal. Esto desalienta a los autores jóvenes, quienes se sienten sometidos a un Big Brother desconocido. Además, el anonimato puede alentar al dictaminador a ser ruin y despreciable y a incluir en su revisión sus antipatías personales hacia personas o enfoques. Pero en los autores tiene el efecto de una abyecta sumisión — han quedado muy atrás los días en los que había una apariencia de democracia en la organización académica —dice la autora. El sentimiento de “para qué molestarme” aparece fácilmente. Así, el mundo intelectual pierde futuros colegas valiosos.

6) Relacionado al punto anterior, un sexto problema: al otro lado de la división de poderes, el sistema desempodera a los editores, quienes ya no están en la posición de seleccionar de su lista artículos académicos o libros que puedan conectarse unos con otros. Esto convierte al laborioso trabajo de edición menos atractivo para personas que podrían ser excelentes en él, personas con visión y que están dispuestas a negociar la delgada línea que hay entre imponer un tema y dejar que la publicación crezca más o menos espontáneamente sobre la base de los artículos que envían los académicos. La consecuencia: las publicaciones pierden o en coherencia, o en sustancia.

7) El séptimo problema parece práctico, pero tiene profundas consecuencias intelectuales: la dictaminación por pares hace más lento el ya de por sí lento sistema de publicación, de manera que los papers sufren un rezago importante, especialmente los de temas más contemporáneos. Esto hace que esos temas sean menos atractivos para los académicos, lo que produce otro efecto conservador. Análisis sobre cuestiones culturales contemporáneas ya son obsoletos en el momento de su aparición. Cuando el texto se publica, parece que tendría que haber estado basado en investigaciones que sólo han estado disponibles de manera tardía. Y es que a veces hay que esperar hasta dos años a que el texto se publique. Como resultado, todo lo que ha aparecido desde que se escribió el texto no pudo ser tomado en consideración. Este retraso, una vez más, tiene un impacto enorme en la misma calidad que el sistema está supuestamente destinado a garantizar.

8) Este retraso conlleva un octavo problema que Mieke Bal encuentra particularmente objetable: es injusto para los candidatos al doctorado o para los académicos jóvenes, de quienes se espera que publiquen artículos antes de que terminen sus tesis doctorales o metan su candidatura a un posdoctorado. Esta presión —dice la profesora emérita— es actualmente casi una “regla” dentro de la cual la crispación propia de la regla de la dictaminación permanece inadvertida. Dentro de los tres o cuatro años del doctorado —ya de por sí un tiempo apenas suficiente para investigar y escribir una tesis [y en ocasiones se les pide además que den clases] —, tienen que esperar varios meses para enterarse de si su artículo fue o no aceptado, y después todavía por lo menos un año más antes de que se publique. Esta espera genera ansiedad, lo cual resulta contra-productivo para el proyecto del alumno a largo plazo.

9) El noveno argumento se refiere a un perverso efecto colateral de la cuarta razón apuntada: el sistema funge como un instrumento de policía territorial que está no sólo encaminada a la conservación de un ámbito de estudio para que sea inalterable, sino, peor aún, para exteriorizar resentimientos hacia los colegas, cuyos estudiantes sufrirán de la mala voluntad que hay entre sus superiores con quienes nada tienen que ver. La académica dice haber experimentado o presenciado casos así. Por supuesto —concede—, es natural que los colegas tengan desacuerdos y nada malo hay en ello. Los desacuerdos deberían conducir al debate productivo, uno de los pilares de la práctica académica, pues conlleva verdaderas ganancias intelectuales. Pero los profesores no son seleccionados —ironiza Bal— sobre la base de su “santa personalidad”. El mismo sistema promueve la envidia y ésta empeora aún más por aquel otro requerimiento que consiste en solicitar y obtener subsidios para los proyectos de investigación. Lo que se considera una “sana competencia” frecuentemente conduce a parcialidades implícitas. Un estudiante puede sufrir el haber escogido a un supervisor a quien otro colega guarda rencor. A veces las posiciones intelectuales, muy frecuentemente reducidas a una oposición binaria, son incluso llamadas “escuelas”, con antagonistas que juzgan a las otras posiciones como “dogmáticas” y a sus propias ideas como “descubrimientos”. El sistema anónimo de dictaminación por pares ofrece al resentido una herramienta para vengarse del odiado y despreciado colega, denegándoles a sus estudiantes la oportunidad de publicar y aumentar su reputación. Algo definitivamente malo para el estudiante, quien sólo trata de hacer el mejor trabajo intelectual. Una vez más, la pérdida es también para la academia.


10) Por último, el décimo problema, el efecto más devastador. Este es un aspecto social más general del sistema: está anclado en una mentalidad autoritaria. Esto conlleva un peligro social muy serio: promueve la tendencia a la inseguridad colectiva, oculta tras las autoridades. Así es como funciona: sólo si otros lo aprueban, el trabajo merece aprobación.  Incluso en académicos excelentes esto termina matando el estímulo para cultivar sus propias opiniones.



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