Cómo leer y por qué. Harold Bloom
PREFACIO
No hay una sola manera de leer bien, aunque hay una
razón primordial por la cual debemos leer. A la información tenemos acceso
ilimitado; ¿dónde encontraremos la sabiduría? Si uno es afortunado se topará
con un profesor particular que lo ayude; pero al cabo está solo y debe seguir
adelante sin más mediaciones. Leer bien es uno de los mayores placeres que
puede proporcionar la soledad, porque, al menos en mi experiencia, es el placer
más curativo. Lo devuelve a uno a la otredad, sea la de uno mismo, la de los
amigos o la de quienes pueden llegar a serlo. La lectura imaginativa es
encuentro con lo otro, y por eso alivia la soledad. Leemos no sólo porque nos
es imposible conocer bastante gente, sino porque la amistad es vulnerable y
puede menguar o desaparecer, vencida por el espacio, el tiempo, la comprensión
imperfecta y todas las aflicciones de la vida familiar y pasional.
Este libro enseña cómo leer y por qué, y avanza
afianzándose en una multitud de ejemplos y muestras: poemas cortos y largos,
cuentos y novelas. No debe pensarse que la selección es una lista exclusiva de
qué leer, se trata más bien de una muestra de obras que mejor ilustran por qué
leer. La mejor forma de ejercer la buena lectura es tomarla como una disciplina
implícita; en última instancia no hay más método que el propio, cuando uno
mismo se ha moldeado a fondo. Como yo he llegado a entenderla, la crítica
literaria debería ser experiencial y pragmática antes que teórica. Los críticos
que son mis maestros - en particular el Dr. Samuel Johnson y William Hazlitt -
practican su arte a fin de hacer explícito, con cuidado y minuciosidad, lo que
está implícito en un libro. En las páginas que siguen, ya trate con un poema de
A. E. Housman o una pieza teatral de Oscar Wilde, con un cuento de Jorge Luis
Borges o una novela de Marcel Proust, siempre me ocuparé sobre todo de modos de
percibir y comprender lo que puede y debe hacerse explícito. Dado que para mí
la cuestión de cómo leer nunca deja de llevar a los motivos y usos de la
lectura, en ningún caso separaré el "cómo" y el "por qué". En
"¿Cómo se debe leer un libro?", el breve ensayo final de su Lector
Común (Volumen II), Virginia Woolf hace esta encantadora advertencia: "Por
cierto, el único consejo que una persona puede darle a otra sobre la lectura es
que no acepte consejos". Pero luego añade muchas disposiciones para el
gozo de la libertad por parte del lector, y culmina con la gran pregunta
"¿Por dónde empezar?" Para llegar a los placeres más hondos y amplios
de leer, "es preciso no dilapidar ignorante y lastimosamente nuestros
poderes". Parece pues que, mientras uno no llegue a ser plenamente uno
mismo, recibir consejos puede serle útil y hasta esencial.
Woolf, por su parte, había encontrado asesoramiento
en Walter Pater (cuya hermana le había dado clases), y también en el Dr.
Johnson y los críticos románticos Thomas de Quincey y William Hazlitt, sobre el
cual hizo esta maravillosa observación: "Es uno de esos raros críticos que
han pensado tanto que pueden prescindir de la lectura." Woolf pensaba
incesantemente, y nunca dejaba de leer. Tenía buena cantidad de consejos para
dar a otros lectores, y a lo largo de este libro yo los he adoptado muy
contento. El mejor es recordar: "Siempre hay en nosotros un demonio que
susurra 'amo esto, odio aquello' y es imposible callarlo." Yo no puedo
callar a mi demonio, pero en fin, en este libro lo escucharé únicamente cuando
susurre "amo", porque aquí no pretendo entablar polémicas; sólo
quiero enseñar a leer.
PRÓLOGO:
¿POR QUÉ LEER?
Importa, si es que los individuos van a retener
alguna capacidad de formarse juicios y emitir opiniones propias, que sigan
leyendo por su cuenta. Qué lean y cómo - bien o mal - no puede depender
totalmente de ellos, pero el motivo (el por qué) debe ser el interés propio.
Uno puede leer meramente para pasar el rato o leer con manifiesta urgencia,
pero en definitiva siempre leerá contra el reloj. Acaso los lectores de la
Biblia, ésos que la recorren por sí mismos, ejemplifiquen la urgencia con mayor
claridad que los lectores de Shakespeare, pero la búsqueda es la misma. Entre
otras cosas, la lectura sirve para prepararnos para el cambio, y
lamentablemente el cambio último es universal.
Me entrego a la lectura como a una práctica
solitaria más que como a una empresa educativa. El modo en que leemos hoy,
cuando estamos solos con nosotros mismos, guarda una continuidad considerable
con el pasado, cualquiera sea la vía adoptada en las academias. Mi lector ideal
(y héroe de toda la vida) es el Dr. Samuel Johnson, que conocía y expresó tanto
el poder como las limitaciones de la lectura incesante. Ésta, como todas las
actividades de la mente, debía satisfacer el principal compromiso de Johnson,
que era con "lo que tenemos cerca, aquello que podemos usar". Sir
Francis Bacon, que aportó algunas de las ideas que Johnson llevó a la práctica,
dio este célebre consejo: "No leáis para contradecir o impugnar, ni para
creer o dar por sentado, ni para hallar tema de conversación o discurso, sino
para sopesar y reflexionar". A Bacon y Johnson yo añado un tercer sabio de
la lectura, Emerson, fiero enemigo de la historia y de todo historicismo, quien
señaló que los mejores libros "nos impresionan con la convicción de que
una naturaleza escribió y la misma naturaleza lee". Permítanme fundir a
Bacon, Jonson y Emerson en una fórmula de cómo leer: encontrar, entre lo que
está cerca, aquello que puede usarse para sopesar y reflexionar, y que se
dirige a uno como si uno compartiera la naturaleza única, libre de la tiranía
del tiempo. En términos pragmáticos esto significa: primero encuentra a
Shakespeare, y deja que él te encuentre a ti. Si es que El rey Lear te
encuentra plenamente, sopesa la naturaleza que ambos compartís y reflexiona
sobre ella; es proximidad contigo mismo. No me propongo con esto ser idealista,
sino pragmático. Utilizar la tragedia como queja contra el patriarcado es
falsificar los intereses propios primordiales, sobre todo en el caso de una
mujer joven; lo que no es tan irónico como suena. Shakespeare, más que
Sófocles, es la autoridad ineludible sobre el conflicto entre generaciones, y
más que ningún otro lo es sobre las diferencias entre mujeres y hombres. Ábrete
a la lectura plena de El rey Lear y comprenderás mejor los orígenes de lo que
crees que es el patriarcado.
En definitiva leemos - como concuerdan Bacon,
Johnson y Emerson - para fortalecer el sí -mismo (el self) y averiguar cuáles
son sus intereses auténticos. Al hecho de que experimentemos esos aumentos como
placer puede deberse que los moralistas sociales, de Platón a nuestros actuales
puritanos de campus, siempre hayan reprobado los valores estéticos. Sin duda los
placeres de la lectura son más egoístas que sociales. Uno no puede mejorar
directamente la vida de nadie leyendo mejor o más profundamente. Por tradición,
la esperanza social siempre ha sido que el crecimiento de la imaginación
individual estimulara el cuidado por los otros. Yo me mantengo escéptico
respecto de la esperanza social, y tomo con gran cautela cualquier argumento
que vincule los placeres de la lectura solitaria al bien público. La pena de la
lectura profesional es que sólo raras veces uno recupera el placer de leer que
conoció en la juventud, cuando los libros eran un entusiasmo hazlittiano. La
manera en que leemos hoy depende en parte de nuestra distancia interior o
exterior de las universidades, donde la lectura apenas se enseña como placer,
en cualquiera de los sentidos profundos de la estética del placer. Abrirse a
una confrontación directa con Shakespeare en sus momentos más fuertes, por
ejemplo en El rey Lear, nunca es un placer fácil, ni en la juventud ni en la
vejez, y sin embargo no leer El rey Lear plenamente (es decir, sin expectativas
ideológicas) es ser objeto de fraude cognoscitivo y estético. La niñez pasada
en gran medida mirando televisión se proyecta en una adolescencia frente al
ordenador, y la universidad recibe un estudiante difícilmente capaz de acoger
la sugerencia de que debemos soportar tanto el irnos de aquí como el haber
llegado: la madurez lo es todo. La lectura se desmorona, y en el mismo proceso
se hace trizas buena parte de la propia identidad. Todo esto es inmune a los
lamentos, y no hay promesas ni programas que lo remedien. Lo que ha de hacerse
sólo se puede llevar a cabo mediante alguna versión del elitismo, y, por buenas
y malas razones, en nuestra época esto es inaceptable.
Todavía hay en todas partes, aun en las universidades, lectores solitarios jóvenes y viejos. Si existe en nuestra época una función de la crítica, será la de dirigirse a la lectora y el lector solitarios, que leen por sí mismos y no por los intereses que supuestamente los trascienden.
Todavía hay en todas partes, aun en las universidades, lectores solitarios jóvenes y viejos. Si existe en nuestra época una función de la crítica, será la de dirigirse a la lectora y el lector solitarios, que leen por sí mismos y no por los intereses que supuestamente los trascienden.
En la vida como en la literatura, el valor está muy
relacionado con lo idiosincrático, con los excesos por los cuales se pone en
marcha el sentido. No es casual que los historicistas - críticos convencidos de
que a todos nos sobredetermina la historia de la sociedad - consideren los
personajes literarios como signos en una página y nada más. Si no tenemos un
pensamiento que sea propio, Hamlet ni siquiera será un caso clínico. Si se
trata de restablecer la forma en que leemos hoy, paso ahora al primer
principio, un principio que me apropio del Dr. Johnson: Límpiate la mente de jergas. El diccionario inglés dirá que
"jerga" (cant), en este sentido, es un lenguaje desbordante de
perogrulladas piadosas, el vocabulario peculiar de una secta o un aquelarre.
Dado que las universidades han potenciado expresiones como "género y
sexualidad" o "multiculturalismo", la admonición de Johnson se
convierte en: "Límpiate la mente de jerga académica". Una cultura
universitaria donde la apreciación de la ropa interior victoriana reemplaza la
apreciación de Charles Dickens y Robert Browning parece la extravagancia de un
nuevo Nathanael West, pero es meramente la norma. Un producto subsidiario de
esta "poética cultural" es que no puede haber un nuevo Nathanael
West, pues ¿cómo podría semejante cultura académica alimentar la parodia? Los
poemas de nuestro clima han sido reemplazados por las trusas de nuestra
cultura. Los nuevos Materialistas nos dicen que han recobrado el cuerpo para el
historicismo y afirman trabajar en nombre del Principio de Realidad. La vida de
la mente debe someterse a la muerte del cuerpo; pero para esto poco se
requieren los hurras de una secta académica.
Límpiate la mente de jerga conduce al segundo
principio del restablecimiento de la lectura: No trates de mejorar a tu vecino ni tu vecindario por las lecturas que
eliges o cómo las lees. La superación personal ya es un proyecto bastante
considerable para la mente y el espíritu de cada uno: no hay ética de la
lectura. Hasta tanto haya purgado su ignorancia primordial, la mente no debería
salir de casa; las excursiones prematuras al activismo tienen su encanto, pero
consumen tiempo, y nunca habrá tiempo suficiente para leer. Historizar, sea el
pasado o el presente, es practicar una especie de idolatría, una devoción
obsesiva a las cosas en el tiempo. Leamos entonces bajo esa luz interior que
celebró John Milton y Emerson adoptó como principio de lectura. Principio que
bien puede ser el tercero de los nuestros: El
estudioso es una vela que encienden el amor y el deseo de todos los hombres.
Olvidando tal vez la fuente, Wallace Stevens escribió maravillosas variaciones
de esta metáfora; pero la frase emersoniana original articula con mayor
claridad el tercer principio de la lectura. No hay por qué temer que la
libertad del desarrollo como lector sea egoísta porque, si uno llega a ser un
verdadero lector, la respuesta a su labor lo ratificará como iluminación de los
otros. Cuando reflexiono sobre las cartas de desconocidos que he recibido en
los últimos siete u ocho años, en general me conmuevo tanto que no puedo
responder. Si tienen un pathos para mí, radica en que a menudo trasuntan un
ansia de estudios literarios canónicos que las universidades desdeñan
satisfacer.
Emerson dijo que la sociedad no puede prescindir de mujeres y hombres cultivados, y proféticamente agregó: "El hogar del escritor no es la universidad sino el pueblo". Se refería a los escritores fuertes, a los hombres y mujeres representativos; a los representantes de sí mismos, y no a los parlamentarios, pues la política de Emerson era la del espíritu.
Emerson dijo que la sociedad no puede prescindir de mujeres y hombres cultivados, y proféticamente agregó: "El hogar del escritor no es la universidad sino el pueblo". Se refería a los escritores fuertes, a los hombres y mujeres representativos; a los representantes de sí mismos, y no a los parlamentarios, pues la política de Emerson era la del espíritu.
La función - olvidada en gran medida - de una
educación universitaria quedó captada para siempre en "El estudioso
americano", discurso en el que, de los deberes del docto, Emerson dice:
"Todos deben estar comprendidos en la confianza en sí mismo." Yo tomo
de Emerson mi cuarto principio de la lectura: Para leer bien hay que ser un inventor. A la "lectura
creativa", en el sentido de Emerson, yo la llamé alguna vez "mala
lectura", palabra que persuadió a mis oponentes de que padecía de dislexia
voluntaria. La ruina o el espacio en blanco que ven ellos cuando miran un poema
está en sus propios ojos. La confianza en sí mismo no es una donación ni un
atributo, sino el Segundo Nacimiento de la mente, y no sobreviene sin años de
lectura profunda. En estética no hay patrones absolutos. Si alguien desea
sostener que el ascendiente de Shakespeare fue un producto del colonialismo,
¿quién se molestará en refutarlo? Al cabo de cuatro siglos Shakespeare nos
impregna más que nunca; lo representarán en la estratosfera y en otros mundos,
si se llega hasta allí. No es una conspiración de la cultura occidental;
contiene todos los principios de la lectura y es mi piedra de toque a lo largo
del libro. Borges atribuyó el carácter universal de Shakespeare a su aparente
falta de personalidad, pero ese rasgo es más bien una gran metáfora de lo que
hace diferente a Shakespeare, que en última instancia es poder cognoscitivo como
tal. Con frecuencia, aunque no siempre sabiéndolo, leemos en busca de una mente
más original que la nuestra.
Como la ideología, sobre todo en sus versiones más
superficiales, es especialmente nociva para la capacidad de captar y apreciar
la ironía, sugiero que nuestro quinto principio para el restablecimiento de la
lectura sea la recuperación de lo irónico.
Pensemos en la inagotable ironía de Hamlet, que casi invariablemente dice una
cosa cuando quiere decir otra, ésta a menudo lo opuesto de lo que está
diciendo. Pero con este principio me acerco a la desesperación, porque enseñarle
a alguien a ser irónico es tan difícil como instruirlo para que se haga
solitario. Y sin embargo la pérdida de la ironía es la muerte de la lectura y
de lo que nuestras naturalezas tienen de civilizado.
Anduve de Tabla en
Tabla
con paso lento y
prudente
Sentía alrededor las
estrellas
En torno a mis pies
el Mar
Sabía que quizá la
siguiente
fuera la pulgada
final -
A mi precario Paso
algunos
Suelen llamarlo
Experiencia
Mujeres y hombres pueden caminar de maneras
diferentes, pero a menos que nos disciplinen todos tenemos un paso en cierto
modo individual. Difícilmente puede aprehenderse a Dickinson, maestra del
Sublime precario, si uno está muerto para sus ironías. Aquí va andando por el
único sendero disponible, "de tabla en tabla"; irónicamente, no
obstante, la lenta cautela se yuxtapone a un titanismo que le hace sentir
"alrededor las estrellas", aunque tenga los pies casi en el mar. El
hecho de ignorar si el paso siguiente será la "pulgada final" le
confiere ese "precario Paso" al que no da nombre, aunque
"algunos" lo llamen Experiencia. Dickinson había leído
"Experiencia", el ensayo de Emerson - una pieza culminante, muy al
modo en que "De la experiencia" lo fuera para Montaigne - y su ironía
es una respuesta amable a la apertura de Emerson: "¿Dónde nos encontramos?
En una serie cuyos extremos desconocemos, y que para nuestra creencia no
existen." Para Dickinson el extremo es ignorar si el paso siguiente será
la pulgada final. "¡Si alguno de nosotros supiera qué estamos haciendo, o
hacia dónde vamos, sería mejor que lo pensáramos dos veces!" El
consiguiente ensueño de Emerson difiere del de Dickinson en temperamento o,
como dice ella, en el paso. En el ámbito de la experiencia de Emerson
"todas las cosas nadan y destellan", y su ironía genial es muy
diferente de la ironía de la precariedad de Dickinson. Con todo, ninguno de los
dos es un ideólogo, y en los poderes rivales de sus respectivas ironías ambos
perviven.
Al final del sendero de la ironía perdida hay una
pulgada última, más allá de la cual el valor literario será irrecuperable. La
ironía es sólo una metáfora, y es difícil que la ironía de una edad literaria
sea la de otra; no obstante, sin un renacimiento del sentido irónico se habrá
perdido más que lo que llamamos "literatura imaginativa". Ya parece
estar perdido Thomas Mann, irónico mayor de los grandes escritores de este
siglo. No dejan de aparecer nuevas biografías suyas, casi siempre reseñadas
sobre la base de su homoerotismo, como si la única forma de rescatarlo para
nuestro interés fuera certificar su condición de homosexual, y darle así un
lugar en los planes de estudio universitarios. Esto no difiere mucho de
estudiar a Shakespeare sobre todo por su aparente bisexualidad, pero los
caprichos del contrapuritanismo vigente parecen no tener límite. Aunque las
ironías de Shakespeare, es de esperar, son las más abarcadoras y dialécticas de
toda la literatura occidental, su arco emocional es tan vasto e intenso que no
siempre median entre nosotros y las pasiones de los personajes. Por lo tanto
Shakespeare sobrevivirá a nuestra era; perderemos sus ironías y nos aferraremos
a lo que quede de él. Pero en Thomas Mann cada emoción, narrativa o dramática,
está mediada por un esteticismo irónico; enseñar Muerte en Venecia o Desorden y
pena temprana a los universitarios más habituales resulta casi imposible.
Cuando los autores son destruidos por la historia, con toda justicia
calificamos sus obras como "piezas de época"; pero cuando la
ideología historizada nos los vuelve inaccesibles, creo que topamos con un
fenómeno diferente.
La ironía exige un cierto nivel de atención y la
habilidad de poder tener ideas antitéticas, incluso cuando éstas chocan entre
sí. Despojar a la lectura de ironía implica la pérdida inmediata de toda
disciplina y sorpresa. Busca todo aquello que te es cercano, que pueda ser
usado para sopesar y considerar, y muy probablemente encontrarás ironía,
incluso si muchos de tus profesores no saben qué es ni dónde encontrarla. La
ironía limpiará tu mente de la jerga de los ideólogos y te ayudará a
resplandecer como el estudioso de una vela.
Cuando uno anda por los setenta quiere tan poco
leer mal como vivir mal, porque el tiempo no afloja la marcha. No sé si le
debemos a Dios o a la naturaleza una muerte, pero la naturaleza hará su cosecha
de todos modos y, por cierto, a la mediocridad no le debemos nada, cualquiera
sea la colectividad que pretende mejorar o al menos representar.
Debido a que por medio siglo mi lector ideal ha
sido el Dr. Samuel Johnson, paso a ocuparme de mi pasaje favorito de su
Prefacio a Shakespeare:
Éste es pues el
mérito de Shakespeare, que su drama sea el espejo de la vida; que aquél que ha
enmarañado su imaginación siguiendo los fantasmas alzados ante él por otros
escritores pueda curarse de sus éxtasis delirantes leyendo sentimientos humanos
en lenguaje humano, escenas que permitirían a un ermitaño estimar las
transacciones del mundo y a un confesor predecir el curso de las pasiones.
Para leer sentimientos humanos en lenguaje humano
hay que ser capaz de leer humanamente, con toda el alma. Tenga las convicciones
que tenga, uno es más que una ideología; y Shakespeare le dice algo a la parte
de sí que cada cual lleve hasta él. En otras palabras: Shakespeare nos lee más
enteramente de lo que podemos leerlo a él, aun después de habernos limpiado la
cabeza de jergas. No ha habido antes ni después de él otro escritor con
semejante dominio de la perspectiva, ni que desborde tanto cualquier contextualización
que se imponga a sus obras. Johnson, que percibió esto de modo admirable, nos
incita a permitir que Shakespeare nos cure de nuestros "éxtasis
delirantes". Permítanme extender a Johnson instándonos también a reconocer
los fantasmas que exorcizará la lectura profunda de Shakespeare. Uno de ellos
es la Muerte del Autor; otro es la afirmación de que el yo es una ficción; otro
más, la opinión de que los personajes literarios y dramáticos son signos en una
página. Un cuarto fantasma, el más pernicioso, es que el lenguaje piensa por
nosotros.
De todos modos, al fin el amor por Johnson y por la
lectura me aparta de la polémica para llevarme a la celebración de los muchos
lectores solitarios que sigo encontrando, tanto en el aula como en los mensajes
que recibo. Leemos a Shakespeare, Dante, Chaucer, Cervantes, Dickens, y todos
sus pares porque amplían la vida, y más. En términos pragmáticos, se han
convertido en la Bendición, ésta en el verdadero sentido yahvístico de
"más vida vertida en tiempo sin límites." Leemos en profundidad por
razones variadas, la mayoría de ellas familiares: porque no podemos conocer a
fondo suficientes personas; porque necesitamos conocernos mejor; porque
requerimos conocimiento, no sólo de nosotros mismos o de otros, sino de cómo
son las cosas. Sin embargo el motivo más fuerte y auténtico para la lectura
profunda del tan maltratado canon es la búsqueda de un placer difícil. Yo no
patrocino precisamente una erótica - de - la - lectura, y pienso que
"dificultad placentera" es una definición plausible de lo Sublime;
pero la búsqueda del lector sigue siendo un placer más alto. Hay un Sublime del
lector que me parece la única trascendencia secular a nuestro alcance, si
exceptuamos esa trascendencia aún más precaria que llamamos "enamoramiento".
Los exhorto a descubrir aquello que les es realmente cercano y puede utilizarse
para sopesar y reflexionar. A leer profundamente, no para creer, no para
contradecir, sino para aprender a participar de esa naturaleza única que
escribe y lee.
Comentarios
Publicar un comentario