Elogio a la madrastra



Mario Vargas Llosa. Elogio de la madrastra. 1988.

Don Rigoberto entró al cuarto de baño, corrió el pestillo y suspiró. Instantáneamente se apoderó de él una sensación placentera y gratificante, de alivio y expectación: en esta solitaria media hora sería feliz. Lo era cada noche, algunas veces más, otras menos, pero el puntilloso ritual que había ido perfeccionando a lo largo de años, como un artista que pule y remacha su obra maestra, nunca dejaba de operar el milagroso efecto: descansarlo, reconciliarlo con sus semejantes, rejuvenecerlo, animarlo. Cada vez salía del cuarto de baño con la sensación de que, a pesar de todo, la vida valía la pena de vivirse. Por eso, no había dejado de celebrarlo jamás, desde que -¿hacía cuánto de esto?- tuvo la ocurrencia de ir transformando lo que para el común de los mortales era una rutina que ejecutaban con inconsciencia de máquinas -cepillarse los dientes, enjuagarse, etcétera- en un quehacer refinado que, aunque fuera por un tiempo fugaz, hacía de él un ser perfecto.
De joven había sido militante entusiasta de Acción Católica y soñado con cambiar el mundo. Pronto comprendió que, como todos los ideales colectivos, aquél era un sueño imposible, condenado al fracaso. Su espíritu práctico lo indujo a no malgastar el tiempo librando batallas que tarde o temprano iba a perder. Entonces, conjeturó que el ideal de perfección acaso era posible para el individuo aislado, constreñido a una esfera limitada en el espacio (el aseo o santidad corporal, por ejemplo, o la práctica erótica) y en el tiempo (las abluciones y esparcimientos nocturnos de antes de dormir).

Se quitó la bata, la colgó detrás de la puerta y, desnudo, sólo con las zapatillas puestas, fue a sentarse en el excusado, al que separaba del resto del baño un biombo laqueado con unas figurillas danzantes de color celeste. Su estómago era un reloj suizo: disciplinado y puntual se vaciaba siempre a estas horas, totalmente y sin esfuerzo, como dichoso de desembarazarse de las pólizas y rémoras del día. Desde que, en la más secreta decisión de su vida -tanto que probablemente ni Lucrecia llegaría a conocerla a cabalidad- decidió, por un breve fragmento de cada jornada, ser perfecto, y elaboró esta ceremonia, no había vuelto a experimentar los asfixiantes estreñimientos ni las desmoralizadoras diarreas.
Don Rigoberto entrecerró los ojos y pujó, débilmente. No hacía falta más: sintió al instante el cosquilleo bienhechor en el recto y la sensación de que, allí adentro, en las oquedades del bajo vientre, algo sumiso se disponía a partir y enrumbaba ya por aquella puerta de salida que, para facilitarle el paso, se ensanchaba. Por su parte, el ano había empezado a dilatarse, con antelación, preparándose a rematar la expulsión del expulsado, para luego cerrarse y enfurruñarse, con sus mil arruguitas, como burlándose: «Te fuiste, cachafaz, y nunca más volverás».
Don Rigoberto sonrió, contento. «Cagar, defecar, excretar, ¿sinónimos de gozar?», pensó. Sí, por qué no. A condición de hacerlo despacio y concentrado, degustando la tarea, sin el menor apresuramiento, demorándose, imprimiendo a los músculos del intestino un estremecimiento suave y sostenido. No había que ir empujando sino guiando, acompañando, escoltando graciosamente el desliz de los óbolos hacia la puerta de salida. Don Rigoberto volvió a suspirar, los cinco sentidos absortos en lo que ocurría dentro de su cuerpo. Casi podía ver el espectáculo: aquellas expansiones y retracciones, esos jugos y masas en acción, todos ellos en la tibia tiniebla corporal y en un silencio que de cuando en cuando interrumpían asordinadas gárgaras o el alegre vientecillo de un cuesco. Oyó, por fin, el discreto chapaleo con que el primer óbolo desinvitado de sus entrañas se sumergía -¿flotaba, se hundía?- en el agua del fondo de la taza. Caerían tres o cuatro más. Ocho era su marca olímpica, resultado de algún almuerzo exagerado, con homicidas mezclas de grasas, harinas, almidones y féculas rociadas de vinos y alcoholes. 

Habitualmente desalojaba cinco óbolos; partido el quinto, luego de unos segundos de espera para dar a músculos, intestinos, ano, recto, el tiempo debido a fin de que recobraran sus posiciones ortodoxas, lo invadía ese íntimo regocijo del deber cumplido y la meta alcanzada, la misma sensación de limpieza espiritual que lo poseía de niño, en el colegio de La Recoleta, después de confesar sus pecados y cumplir la penitencia que le imponía el padre confesor.
«Pero limpiar el vientre es mucho menos incierto que limpiar el alma», pensó. Su estómago estaba limpio ahora, no cabía duda. Entreabrió las piernas, agachó la cabeza y espió: esos volúmenes cilíndricos y parduzcos, semiahogados en la taza de loza verde, lo probaban. ¿Qué confesado podía, como él ahora, ver y (si lo deseaba) palpar las inmundicias pestilentes que el arrepentimiento, la confesión, la penitencia y la misericordia de Dios retiraban del alma? Cuando era creyente practicante -ahora sólo era lo primero- nunca lo abandonó la sospecha de que, pese a la confesión, no importa cuán prolija fuera, algo de suciedad quedaba colado a las paredes del alma, algunas manchitas rebeldes y tenaces que la penitencia no conseguía deshacer.
Era, por lo demás, una sensación que tenía a veces, aunque más menguada y sin angustia, desde que leyó en una revista cómo purificaban sus intestinos los jóvenes novicios de un monasterio budista en la India. La operación constaba de tres ejercicios gimnásticos, una cuerda y un bacín para las deposiciones. Tenía la simplicidad y claridad de los objetos y los actos perfectos, como el círculo y el coito. El autor del texto, un profesor belga de yoga, había practicado con ellos durante cuarenta días para dominar la técnica. La descripción de los tres ejercicios mediante los cuales los novicios precipitaban la evacuación no era, sin embargo, lo bastante clara como para figurársela de manera integral e imitarla. El profesor de yoga aseguraba que mediante aquellas tres flexiones, torsiones y giros el estómago desleía todas las impurezas y sobrantes de la dieta (vegetariana) a que estaban sometidos los novicios. Cumplida esa primera etapa de purificación de los vientres, los jóvenes -con cierta melancolía, don Rigoberto imaginó sus cráneos rapados y sus austeros cuerpecillos cubiertos por una túnica color azafrán o acaso nieve- procedían a asumir la postura adecuada: blandos, ladeados, las piernas ligeramente separadas y la planta de los pies bien asentada en el suelo para no moverse un solo milímetro mientras su cuerpo -ofidio que deglute lentamente el interminable gusanillo- absorbía, por contracciones peristálticas, aquella cuerda que, plegándose y desplegándose y avanzando calmosa e inexorablemente por el húmedo laberinto intestinal, empujaría de manera irresistible todas aquellas sobras, remanentes, adherencias, minucias y excrecencias que los óbolos emigrantes dejaban atrás.
«Se purifican como quien baquetea un fusil», pensó, una vez más lleno de envidia. Imaginó la cabecita sucia del cordel retornando al mundo por el quevedesco ojillo del trasero, después de haber recorrido y limpiado todas esas interioridades tortuosas y oscuras, y lo vió salir y caer en el bacín como una serpentina ajada. Allí quedaría, inservible, con las últimas impurezas que desalojó su presencia, pronto para la pira.

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