Arthur Schopenhauer SOBRE EDUCACIÓN.
Arthur Schopenhauer. Parerga y Paralipómena
SOBRE EDUCACIÓN
§ 372
De acuerdo con la naturaleza de nuestro intelecto, los conceptos deben surgir de las percepciones, de modo que estas han de existir antes que ellos. Cuando se recorre realmente ese camino, como es el caso en aquel que no tiene más maestro y libro que la propia experiencia, entonces, el hombre sabe muy bien cuáles son las percepciones que se incluyen en cada uno de sus conceptos y son representadas por él: así conoce ambos con total exactitud y maneja adecuadamente todo lo que se le presenta. Podemos llamar a ese camino la educación natural.
En cambio, en la educación artificial el dictado, la enseñanza y la lectura dejan la mente repleta de conceptos antes de que exista cualquier conocimiento amplio del mundo de nuestras percepciones. La experiencia deberá aportar después las percepciones para todos aquellos conceptos: pero hasta entonces estos son mal empleados y, por consiguiente, las cosas y los hombres son juzgados, vistos y tratados de forma equivocada. Así la educación crea mentes oblicuas; y a eso se debe el hecho de que en la juventud, tras mucho aprender y leer, a menudo nos presentemos en el mundo como personas en parte ingenuas y en parte excéntricas, y que nos comportemos en él unas veces temerosos y otras osados; porque tenemos la cabeza llena de conceptos que nos esforzamos en aplicar pero que casi siempre ponemos al revés. En oposición directa al desarrollo natural de nuestro espíritu, recibimos primero los conceptos y al final las percepciones; porque los educadores, en lugar de desarrollar en el muchacho la capacidad misma de conocer, de juzgar y de pensar, se empeñan únicamente en llenarle la cabeza de pensamientos ajenos y acabados. Más tarde una larga experiencia ha de corregir todos aquellos juicios nacidos de la falsa aplicación de los conceptos. Raras veces se logra por completo. De ahí que pocos eruditos posean el sano entendimiento humano que es frecuente en los hombres completamente incultos.
§ 373
[...]
Debemos intentar investigar la secuencia natural de los conocimientos y después, de acuerdo con ella, dar a conocer metódicamente a los niños las cosas y relaciones del mundo sin meterles en la cabeza patrañas que con frecuencia no se pueden erradicar. Aquí habría que evitar ante todo que los niños empleen palabras a las que no pueden vincular ningún concepto claro. Pero la cuestión fundamental sigue siendo que las percepciones precedan a los conceptos y no a la inversa, que es lo que ocurre habitual y desgraciadamente, como cuando un niño viene a mundo de pie o un verso se empieza a componer por la rima. En efecto, mientras el espíritu del niño es todavía pobre en percepciones, se le empiezan ya a inculcar conceptos y juicios; propiamente hablando, verdaderos prejuicios: posteriormente lleva ese aparato ya hecho a la intuición y la experiencia, cuando aquellos deberían haberse deducido antes de estas. La percepción es múltiple y rica, por lo que no puede competir en brevedad y rapidez con el concepto abstracto, que enseguida lo tiene todo dispuesto: de ahí que aquella no lleve a término la corrección de tales conceptos preconcebidos hasta muy tarde, o quizá nunca. Pues da lo mismo cuál de sus aspectos se muestre en contradicción con ellos: de momento su declaración será desestimada por unilateral e incluso negada, y se cerrarán los ojos frente a ella, a fin de que el concepto no sufra daño. Así ocurre que más de un hombre carga toda su vida con patrañas, fantasías, extravagancias, imaginaciones y prejuicios que se convierten en ideas fijas. Pero si nunca ha intentado deducir por sí mismo conceptos sólidos a partir de intuiciones y experiencias, porque se le ha dado todo hecho, eso es precisamente lo que le hace a él y a innumerables otros tan superficial e insulso. En lugar de eso, se debería conservar en la niñez el curso natural de la formación cognoscitiva. No se debería introducir ningún concepto más que a través de la intuición, o al menos ninguno que no fuera acreditado por ella. Entonces el niño recibiría pocos conceptos, pero sólidos y correctos. Aprendería a medir las cosas con su propia medida en vez de con la ajena. Nunca concebiría mil fantasías y prejuicios en cuya erradicación tendrá que emplear la mejor parte de la experiencia y la vida escolar posteriores; y su espíritu se acostumbraría para siempre a la profundidad, la claridad, el juicio propio y la imparcialidad.
En general los niños no deben llegar a conocer la vida en cualquier aspecto a partir de la copia antes que del original. De ahí que en vez de apresurarnos a ponerles meros libros en las manos debamos enseñarles gradualmente las cosas y las relaciones humanas. Ante todo debemos cuidar de dirigirles hacia una captación pura de la realidad; y hemos de llevarles a que extraigan siempre sus conceptos inmediatamente del mundo real y los formen de acuerdo con la realidad, evitando que los tomen de cualquier otra parte —libros, cuentos o discursos de otros— y después apliquen a la realidad tales conceptos ya preparados. Porque entonces, con la cabeza llena de quimeras, por una parte captarán falsamente la realidad y por otra se esforzarán en vano por modelarla de acuerdo con ellas, cayendo así por caminos extraviados tanto en lo teórico como en lo práctico. Pues es increíble la cantidad de inconvenientes que provocan las quimeras inculcadas tempranamente y los prejuicios que de ellas nacen: la educación tardía que nos imparten el mundo y la vida real se tiene que dedicar después principalmente a erradicarlos.
§ 374
Justo porque los errores tempranamente imbuidos son en su mayoría imposibles de extinguir, y porque el juicio es la facultad que más tarde madura, se debe mantener a los niños hasta los dieciséis años libres de todas las teorías que puedan contener grandes errores, es decir, de cualquier clase de filosofía, religión o visión general; y no debemos permitir que se ocupen más que en las disciplinas en las que no es posible ningún error, como las matemáticas, o en las que ninguno reviste mucho peligro, como las lenguas, la historia natural, la historia, etc. Pero, en general, a cada edad se deben dedicar únicamente a las ciencias que les resulten asequibles y plenamente comprensibles. La infancia y juventud es el tiempo de recopilar datos y llegar a conocer lo individual de forma especial y a fondo; en cambio, el juicio sobre lo general debe permanecer aún en suspenso, y las explicaciones últimas, aplazarse. Dejemos descansar el Juicio, ya que supone madurez y experiencia, y guardémonos de anticiparlo inculcando prejuicios que lo paralizarán para siempre.
Por el contrario, hay que emplear preferentemente la memoria, que en la juventud posee su máximo vigor y tenacidad, pero siempre de forma muy selectiva y a partir de una escrupulosa reflexión. Pues, dado que lo que se ha aprendido bien en la juventud queda adherido para siempre, esa preciosa disposición debería utilizarse con el mayor provecho posible. Si tenemos en cuenta lo profundamente grabadas que están en nuestra memoria las personas que conocimos en los primeros doce años de nuestra vida, y que también los acontecimientos de aquella época y en general la mayor parte de lo que entonces experimentamos, oímos y aprendimos ha quedado acuñado en nosotros de manera indeleble, entonces será muy natural la idea de fundar la educación en esa receptividad y tenacidad del espíritu juvenil, dirigiendo a ella todas las impresiones de forma estrictamente metódica y sistemática, y de acuerdo con prescripciones y reglas. Pero puesto que al hombre solo le son dados unos pocos años de juventud y la capacidad de la memoria en general es siempre limitada, y en el caso de la individual todavía más, lo importante sería llenarla de lo esencial y relevante de cada especie excluyendo todo lo demás. Tal selección debería ser realizada por las mentes más aptas y los maestros de cada especialidad de una sola vez y tras una madura reflexión, y sus resultados tendrían que quedar fijados. Su base sería un examen de lo que es necesario e importante que sepa el hombre en general y dentro de cada profesión o especialidad en particular. Los conocimientos de la primera clase tendrían que estar a su vez divididos en cursos gradualmente ampliados o en enciclopedias, según el nivel de la instrucción general que se destine a cada cual en función de sus circunstancias externas: irían desde el nivel limitado a la educación primaria básica hasta el compendio de todos los objetos de enseñanza en la Facultad de Filosofía. Los conocimientos de la segunda clase quedarían confiados a la elección de los verdaderos maestros de cada especialidad. El conjunto daría como resultado un canon de la educación intelectual especialmente desarrollado y que, desde luego, requeriría una revisión cada diez años. Con tales disposiciones emplearíamos la fuerza juvenil de la memoria con el mayor provecho posible y transmitiríamos una excelente materia al Juicio que surge con posterioridad.
§ 375
La madurez del conocimiento, es decir, la perfección a la que este puede llegar en cada individuo, consiste en que se establezca una exacta conexión entre todos sus conceptos abstractos y su captación intuitiva, de modo que cada uno de sus conceptos descanse directa o indirectamente en una base intuitiva, que es lo único que le otorga valor real; y consiste, asimismo, en que el individuo sea capaz de subsumir correctamente cada intuición que se le presente bajo el concepto adecuado a ella. Esa madurez es obra exclusiva de la experiencia y, por lo tanto, del tiempo. Pues, dado que en la mayoría de los casos adquirimos nuestros conocimientos intuitivos y nuestros conocimientos abstractos por separado (los primeros, por la vía natural; los segundos, por medio de la buena y mala instrucción y comunicación de otros), en la juventud hay casi siempre poco acuerdo y conexión entre nuestros conceptos, fijados mediante simples palabras, y nuestro conocimiento real, adquirido por intuición. Ambos se van aproximando poco a poco y se corrigen mutuamente: pero lo madurez del conocimiento no se logra hasta que se han entrelazado unos con otros. Esa madurez es independiente de la mayor o menor perfección de las capacidades de cada cual en los demás respectos, perfección que no se basa en la conexión del conocimiento abstracto y el intuitivo sino en el grado intensivo de ambos.
§ 376
Para el hombre práctico el estudio más necesario estriba en la adquisición de un conocimiento exacto y fundado de cómo van realmente las cosas en el mundo: pero se trata también del más largo, ya que prosigue hasta edad avanzada sin que lo hayamos concluido, mientras que en las ciencias dominamos lo más importante ya en la juventud. En su calidad de neófitos, el muchacho y el joven tienen que aprender las primeras y más difíciles lecciones en aquel conocimiento; pero hasta el hombre maduro tiene que repasar con frecuencia gran parte de ellas. Esa dificultad del asunto, importante ya en sí misma, es duplicada además por las novelas, que presentan una marcha de las cosas y de la conducta humana que no se da en la realidad. Mas este es aceptado con la credulidad propia de la juventud y asimilado por el espíritu; de ese modo, en lugar de la mera ignorancia negativa se presenta todo un entramado de falsos supuestos como error positivo que después embrolla incluso la escuela de la experiencia y hace aparecer sus enseñanzas a una falsa luz. Si antes el joven andaba a oscuras, ahora es extraviado por fuegos fatuos: y la muchacha, con frecuencia todavía más. A través de las novelas se les ha imbuido una visión de la vida completamente falsa y se les han suscitado expectativas que nunca se cumplirán. En la mayoría de los casos eso tiene el más pernicioso influjo en toda la vida. Aquí están en clara ventaja los hombres que en su juventud no han tenido tiempo u ocasión de leer novelas, como los trabajadores manuales, etc. Son pocas las novelas que se pueden excluir del anterior reproche o que actúan incluso en sentido opuesto: por ejemplo, y sobre todo, Gil Blas y otras obras de Lesage (o, mejor, sus originales españoles); también El vicario de Wakefield y parte de las novelas de Walter Scott. El Don Quijote puede considerarse una representación satírica de aquel extravío.
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