Dos conceptos de libertad





Isaiah Berlin
DOS CONCEPTOS DE LIBERTAD[1]


Si los hombres no hubieran estado en desacuerdo sobre la finalidad de la vida y nuestros antepasados hubiesen seguido imperturbables en el jardín del Edén, los estudios a los que está dedicada la cátedra Chichele de teoría política y social apenas podrían haber sido concebidos. Pues estos estudios tienen su origen y se desarrollan en la existencia de la discordia. Puede que alguien ponga esto en cuestión, basándose en que incluso en una sociedad de santos anarquistas, en la que no puede haber ningún conflicto sobre el fin último, todavía pudieran surgir problemas políticos, como por ejemplo cuestiones constitucionales o legislativas. Pero esta objeción se basa en un error. Cuando se está de acuerdo en los fines, los únicos problemas que quedan son los de los medios, y éstos no son políticos, sino técnicos; es decir, capaces de ser resueltos por los expertos o por las máquinas, al igual que las discusiones que se producen entre los ingenieros o los médicos. Es por esto por lo que aquellos que ponen su fe en algún inmenso fenómeno que transformará el mundo, como el triunfo final de la razón o la revolución proletaria, tienen que creer que todos los problemas morales y políticos pueden ser transformados en problemas tecnológicos. Este es el significado que tiene la famosa frase de Saint-Simon sobre «la sustitución del gobierno de personas por la administración de cosas», y las profecías marxistas sobre la supresión del Estado y el comienzo de la verdadera historia de la humanidad. Esta concepción es llamada utópica por aquellos que consideran que especular sobre esta condición de perfecta armonía social es un juego de ociosa fantasía. Sin embargo, quizá se pudiera perdonar a algún marciano que viniera a ver hoy día cualquier universidad británica —o americana— y defendiese la impresión de que sus profesores y alumnos vivían en una realidad muy parecida a esa situación inocente e idílica, a pesar de toda la seria atención que los filósofos profesionales prestan a los problemas fundamentales de la política.
Sin embargo, esto es sorprendente y peligroso. Sorprendente, porque quizá no haya habido ninguna época de la historia moderna en que tantos seres humanos, tanto en Oriente como en Occidente, hayan tenido sus ideas y, por supuesto, sus vidas tan profundamente alteradas, y en algunos casos violentamente trastornadas, por doctrinas sociales y políticas sostenidas con tanto fanatismo. Peligroso, porque cuando las ideas son descuidadas por los que debieran preocuparse de ellas —es decir, por lo que han sido educados para pensar críticamente sobre ideas—, éstas adquieren a veces un carácter incontrolado y un poder irresistible sobre multitudes de seres humanos que pueden hacerse demasiado violentos para ser afectados por la crítica de la razón. Hace más de cien años el poeta alemán Heine advirtió a los franceses que no subestimaran el poder de las ideas; los conceptos filosóficos criados en la quietud del cuarto de estudio de un profesor podían destruir una civilización. El hablaba de la Crítica de la razón pura, de Kant, como la espada con que había sido decapitado el deísmo europeo; describía a las obras de Rousseau como el arma ensangrentada que, en manos de Robespierre, había destruido el antiguo régimen, y profetizaba que la fe romántica de Fichte y de Schelling se volvería un día contra la cultura liberal de Occidente. Los hechos no han desmentido por completo esta predicción; pero si los profesores pueden ejercer verdaderamente este poder fatal, ¿no es posible que sólo otros profesores, o por lo menos otros pensadores (y no los gobiernos o los comités de congresos), sean los únicos que puedan desarmarles?
Es extraño que nuestros filósofos no parezcan estar enterados de estos efectos devastadores de sus actividades. Puede ser que, intoxicados por sus magníficos logros en ámbitos más abstractos, los mejores de ellos miren con desdén a un campo en el que es menos probable que se hagan descubrimientos radicales y sea recompensado el talento empleado en hacer minuciosos análisis. Sin embargo, a pesar de todos los esfuerzos que, llevados por una ciega pedantería escolástica, se han hecho para separarlas, la política ha seguido estando entremezclada con todas las demás formas de la investigación filosófica. Descuidar el campo del pensamiento político porque su objeto inestable, de aristas confusas, no puede ser atrapado por los conceptos fijos, los modelos abstractos y los finos instrumentos que son apropiados para la lógica o el análisis lingüístico      —pedir una unidad de método en Filosofía y rechazar todo lo que el método no pueda; manejar con éxito— no es más que permitirse el quedar a merced de creencias políticas primitivas que no han tenido ninguna crítica. Un materialismo histórico muy vulgar es el que niega el poder de las ideas y dice que los ideales no son más que intereses materiales disfrazados. Puede ser que las ideas políticas sean algo muerto si no cuentan con la presión de las fuerzas sociales, pero lo que es cierto es que estas fuerzas son ciegas y carecen de dirección si no se revisten de ideas.
Esta verdad no se les ha escapado a todos los profesores de Oxford, incluso en nuestra época. Porque ha comprendido la importancia que tienen las ideas políticas en la teoría y en la práctica, y ha dedicado su vida a su análisis y propagación, es por lo que el primer titular de esta cátedra ha producido tanto impacto en el mundo en que ha vivido. El nombre de Douglas Cole es conocido dondequiera que haya hombres que tengan en su alma problemas políticos o sociales. Su fama se extiende mucho más allá de los límites de esta Universidad y de este país. Pensador político de total independencia, honradez y valor, escritor y orador de extraordinaria lucidez y elocuencia, poeta y novelista, profesor dotado como ningún otro, y animateur des idées, es, por encima de todo, un hombre que ha dado su vida por el mantenimiento valiente de principios que no siempre eran populares, y por la firme y apasionada defensa de la justicia y la verdad, frecuentemente en circunstancias de gran facilidad y desaliento. Estas son las cualidades por las que principalmente es hoy día conocido en el mundo este generoso e imaginativo socialista inglés. El hecho no menos notable y quizá más característico acerca de él, es que» ha conseguido este puesto en la consideración social sin sacrificar su natural humanidad, su espontaneidad de sentimientos, su inacabable bondad personal y, sobre todo, su profunda y escrupulosa dedicación a su vocación de profesor de cualquiera que quisiese aprender; dedicación que estaba reforzada por muchos conocimientos polifacéticos y una fabulosa memoria. Es para mí motivo de profundo placer y orgullo intentar hacer constar lo que yo y muchos otros sentimos acerca de esta gran figura de Oxford, cuyo carácter moral e intelectuales un preciado valor para su país y para la causa de la justicia y, de la igualdad humana en todas partes.
Es de él, por lo menos tanto como de sus escritos, de quien muchos miembros de mi generación de Oxford hemos aprendido que la teoría política es una rama de la filosofía moral, que comienza con el descubrimiento de las ideas morales en el ámbito de las relaciones políticas y con la aplicación de aquéllas a éstas. No quiero decir, como creo que han pensado algunos filósofos idealistas, que todos los movimientos o conflictos históricos que se hayan producido entre los seres humanos sean reductibles a movimientos o conflictos de ideas o fuerzas espirituales, ni siquiera que sean efectos (o aspectos) de ellas. Quiero decir (y no creo que el profesor Cole estuviera en desacuerdo con ello) que entender tales movimientos o conflictos es, ante todo, entender las ideas o actitudes sobre la vida que van implicados en ellos, las cuales son las únicas que hacen que tales movimientos sean parte de la historia humana y no meros acontecimientos que ocurren en la naturaleza. Las palabras, las ideas y los actos políticos no son inteligibles sino en el contexto de las cuestiones que dividen a los hombres, a los que pertenecen dichas palabras, ideas y actos. Por consiguiente, es muy probable que nuestras propias actitudes y actividades queden oscuras para nosotros, a no ser que entendamos las cuestiones dominantes de nuestro propio mundo. La mayor de éstas es la guerra declarada que se está llevando a cabo entre dos sistemas de ideas que dan respuestas diferentes y antagónicas a lo que ha sido desde hace mucho tiempo el problema central de la política: el problema de la obediencia y de la coacción. «¿Por qué debo yo (o cualquiera) obedecer a otra persona?» «¿Por qué no vivir como quiera?» «¿Tengo que obedecer?» «Si no obedezco, ¿puedo ser coaccionado? ¿Por quién, hasta qué punto, en nombre de qué y con motivo de qué?»
Hoy día se sostienen en el mundo ideas opuestas acerca de las respuestas que se dan a la pregunta de cuáles sean los límites que pueden permitirse a la coacción, pretendiendo contar cada una de estas respuestas con la lealtad de un gran número de hombres. Por tanto, me parece que merece la pena examinar todos los aspectos de esta cuestión.

 

I


Coaccionar a un hombre es privarle de la libertad: libertad, ¿de qué? Casi todos los moralistas que ha habido en la historia de la humanidad han ensalzado la libertad. Igual que la felicidad y la bondad, y que la naturaleza y la realidad, el significado de este término se presta a tantas posibilidades que parece que haya pocas interpretaciones que no le convengan. No pretendo comentar la historia ni los muchísimos sentidos que de esta palabra han sido consignados por los historiadores de las ideas. Propongo examinar nada más que dos de los sentidos que tiene esta palabra, sentidos que son, sin embargo, fundamentales; que tienen a sus espaldas una gran parte de la historia de la humanidad y, me atrevería a decir, que la van a seguir teniendo. El primero de estos sentidos que tienen en política las palabras freedom o liberty (libertad)que emplearé con el mismo significado— y que, siguiendo muchos precedentes, llamaré su sentido «negativo», es el que está implicado en la respuesta que contesta a la pregunta «cuál es el ámbito en que al sujeto —una persona o un grupo de personas— se le deja o se le debe dejar hacer o ser lo que es capaz de hacer o ser, sin que en ello interfieran otras personas». El segundo sentido, que llamaré positivo, es el que está implicado en la respuesta que contesta a la pregunta de «qué o quién es la causa de control o interferencia que puede determinar que alguien haga o sea una cosa u otra». Estas dos cuestiones son claramente diferentes incluso aunque las soluciones que se den a ellas puedan mezclarse mutuamente.


La idea de libertad «negativa»

Normalmente se dice que yo soy libre en la medida en que ningún hombre ni ningún grupo de hombres interfieren en mi actividad. En este sentido la libertad política es, simplemente, el ámbito en que un hombre puede actuar sin ser obstaculizado por otros. Yo no soy libre en la medida en que otros me impiden hacer lo que yo podría hacer si no me lo impidieran; y si, a consecuencia de lo que me hagan otros hombres, este ámbito de mi actividad se contrae hasta un cierto límite mínimo, puede decirse que estoy coaccionado o, quizá, oprimido. Sin embargo, el término coacción no se aplica a toda forma de incapacidad. Si yo digo que no puedo saltar más de diez metros, o que no puedo leer porque estoy ciego, o que no puedo entender las páginas más oscuras de Hegel, sería una excentricidad decir que, en estos sentidos, estoy oprimido o coaccionado. La coacción implica la intervención deliberada de otros seres humanos dentro del ámbito en que yo podría actuar si no intervinieran. Sólo se carece de libertad política si algunos seres humanos le impiden a uno conseguir un fin[2]. La mera incapacidad de conseguir un fin no es falta de libertad política[3]. Esto se ha hecho ver por el uso de expresiones modernas, tales como «libertad económica» y su contrapartida «opresión económica». Se dice, muy plausiblemente, que si un hombre es tan pobre que no puede permitirse algo, respecto a lo cual no hay ningún impedimento legal —una barra de pan, un viaje alrededor del mundo, o el recurso a los tribunales—, él tiene tan poca libertad para obtenerlo como si la ley se lo impidiera. Si mi pobreza fuera un tipo de enfermedad que me impidiese comprar pan, pagar el viaje alrededor del mundo o recurrir a los tribunales, de la misma manera que la cojera me impide correr, naturalmente no se diría que esta incapacidad es falta de libertad, y mucho menos falta de libertad política. Sólo porque creo que mi incapacidad de conseguir una determinada cosa se debe al hecho de que otros seres humanos han actuado de tal manera que a mí, a diferencia de lo que pasa con otros, se me impide tener suficiente dinero para  apoder pagarla, es por lo que me considero víctima de coacción u opresión. En otras palabras, este uso del término depende de una especial teoría social y económica acerca de las causas de mi pobreza o debilidad. Si mi falta de medios materiales se debe a mi falta de capacidad mental o física, diré que me han quitado la libertad (y no hablaré meramente de pobreza) sólo en el caso de que acepte esta teoría[4]. Si además creo que no me satisfacen mis necesidades como consecuencia de determinadas situaciones que yo considero injustas e ilegítimas, hablaré de opresión o represión económica. Rousseau dijo: «La naturaleza de las cosas no nos enoja; lo que nos enoja es la mala voluntad.» El criterio de opresión es el papel que yo creo que representan otros hombres en la frustración de mis deseos, lo hagan directa o indirectamente, y con intención de hacerlo o sin ella. Ser libre en este sentido quiere decir para mí que otros no se interpongan en mi actividad. Cuanto más extenso sea el ámbito de esta ausencia de interposición, más amplia es mi libertad.
Esto es lo que querían decir los filósofos políticos ingleses clásicos cuando usaban esta palabra[5]. No estaban de acuerdo sobre cuál podía o debía ser la extensión del ámbito de esa libertad. Suponían que, tal como eran las cosas, no podía ser ilimitada porque si lo fuera, ello llevaría consigo una situación en la que todos los hombres podrían interferirse mutuamente de manera ilimitada, y una clase tal de libertad «natural» conduciría al caos social en el que las mínimas necesidades de los hombres no estarían satisfechas, o si no, las libertades de los débiles serían suprimidas por los fuertes. Como veían que los fines y actividades de los hombres no se armonizan mutuamente de manera automática, y como (cualesquiera que fuesen sus doctrinas oficiales) valoraban mucho otros fines como la justicia, la felicidad, la cultura, la seguridad o la igualdad en diferentes grados, estaban dispuestos a reducir la libertad en aras de otros valores y, por supuesto, en aras de la libertad misma. Pues sin esto era imposible crear el tipo de asociación que ellos creían que era deseable. Por consiguiente, estos pensadores presuponían que el ámbito de las acciones libres de los hombres debe ser limitado por la ley. Pero igualmente presuponían, especialmente libertarios tales como Locke y  Mill, en Inglaterra, y Constant y Tocqueville, en Francia, que debía existir un cierto ámbito mínimo de libertad personal que no podía  ser violado bajo ningún concepto, pues si tal ámbito se traspasaba, el individuo mismo se encontraría en una situación demasiado restringida, incluso para ese mínimo desarrollo de sus facultades naturales, que es lo único que hace posible perseguir, e incluso concebir, los diversos fines que los hombres consideran buenos, justos o sagrados. De aquí se sigue que hay que trazar una frontera entre el ámbito de la vida privada y el de la autoridad pública. Dónde haya que trazarla es una cuestión a discutir y, desde luego, a regatear. Los hombres dependen en gran medida los unos de los otros, y ninguna actividad humana es tan completamente privada como para no obstaculizar nunca en ningún sentido la vida de los demás. «La libertad del pez grande es la muerte del pez chico»; la libertad de algunos tiene que depender de las restricciones de otros. Y se sabe que otros han añadido: «La libertad de un profesor de Oxford es una cosa muy diferente de la libertad de un campesino egipcio.»
Esta proposición cobra su fuerza en algo que es al mismo tiempo verdadero e importante, pero la frase misma sigue siendo una engañifa política. Es verdad que ofrecer derechos políticos y salvaguardias contra la intervención del Estado a hombres que están medio desnudos, mal alimentados, enfermos y que son analfabetos, es reírse de su condición; necesitan ayuda médica y educación antes de que puedan entender qué significa un aumento de su libertad o que puedan         hacer uso de ella. ¿Qué es la libertad para aquellos que no pueden usarla? Sin las condiciones adecuadas para el uso de la libertad, ¿cuál es el valor de ésta? Lo primero es lo primero. Como dijo un escritor radical ruso del siglo XIX, hay situaciones en las que las botas son superiores a las obras de Shakespeare; la libertad individual no es la primera necesidad de todo el mundo. Pues la libertad no es la mera ausencia de frustración de cualquier clase; esto hincharía la significación de esta palabra hasta querer decir demasiado o querer decir muy poco. El campesino egipcio necesita ropa y medicinas antes que libertad personal, y más que libertad personal, pero la mínima libertad que él necesita hoy y la mayor cantidad de la misma que puede que necesite mañana no es ninguna clase de libertad que le sea peculiar a él, sino que es idéntica a la de los profesores, artistas y millonarios.
A mí me parece que lo que preocupa a la conciencia de los liberales occidentales no es que crean que la libertad que buscan los hombres sea diferente en función de las condiciones sociales y económicas que éstos tengan, sino que la minoría que la tiene la haya conseguido explotando a la gran mayoría que no la tiene o, por lo menos, despreocupándose de ella. Creen, con razón, que si la libertad individual es un último fin del ser humano, nadie puede privar a nadie de ella, y mucho menos aún deben disfrutarla a expensas de otros. Igualdad de libertad, no tratar a los demás como yo no quisiera que ellos me trataran a mí, resarcimiento de mi deuda a los únicos que han hecho posible mi libertad, mi prosperidad y mi cultura; justicia en su sentido más simple y más universal: estos son los fundamentos de la moral liberal. La libertad no es el único fin del hombre. Igual que el crítico ruso Belinsky, yo puedo decir que si otros han de estar privados de ella —si mis hermanos han de seguir en la pobreza, en la miseria y en la esclavitud—, entonces no la quiero para mí, la rechazo con las dos manos, y prefiero infinitamente compartir su destino. Pero con una confusión de términos no se gana nada. Yo estoy dispuesto a sacrificar parte de mi libertad, o toda ella, para evitar que brille la desigualdad o que se extienda la miseria. Yo puedo hacer esto de buena gana y libremente, pero téngase en cuenta que al hacerlo es libertad lo que estoy cediendo, en aras de la justicia, la igualdad o el amor a mis semejantes. Debo sentirme culpable, y con razón, si en determinadas circunstancias no estoy dispuesto a hacer este sacrificio. Pero un sacrificio no es ningún aumento de aquello que se sacrifica (es decir, la libertad), por muy grande que sea su necesidad moral o su compensación. Cada cosa es lo que es: la libertad es libertad, y no igualdad, honradez, justicia, cultura, felicidad humana o conciencia tranquila. Si mi libertad, o la de mi clase o nación, depende de la miseria de un gran número de otros seres humanos, el sistema que promueve esto es injusto e inmoral. Pero si yo reduzco o pierdo mi libertad con el fin de aminorar la vergüenza de tal desigualdad, y con ello no aumento materialmente la libertad individual de otros, se produce de manera absoluta una pérdida de libertad. Puede que ésta se compense con que se gane justicia, felicidad o paz, pero esa pérdida queda, y es una confusión de valores decir que, aunque vaya por la borda mi libertad individual «liberal», aumenta otra clase de libertad: la libertad «social» o «económica». Sin embargo, sigue siendo verdad que a veces hay que reducir la libertad de algunos para asegurar la libertad de otros. ¿En base a qué principio debe hacerse esto? Si la libertad es un valor sagrado e intocable, no puede haber tal principio. Una u otra de estas normas —o principios— conflictivas entre sí tiene que ceder, por lo menos en la práctica; no siempre por razones que puedan manifestarse claramente o generalizarse en normas o máximas universales. Sin embargo, hay que encontrar un compromiso práctico.
Los filósofos que tenían una idea optimista de la naturaleza humana y que creían en la posibilidad de armonizar los intereses humanos, filósofos tales como Locke o Adam Smith y, en algunos aspectos, Mill, creían que la armonía social y el progreso eran compatibles con la reserva de un ámbito amplio de vida privada, al que no había que permitir que lo violase ni el Estado ni ninguna otra autoridad. Hobbes y los que comulgaban con él especialmente los pensadores conservadores y reaccionarios defendían que si había que evitar que los hombres se destruyesen los unos a los otros e hicieran de la vida social una jungla o una selva, había que instituir mayores salvaguardias para mantenerlos en su sitio y, por tanto, deseaban aumentar el ámbito del poder central y disminuir el de poder del individuo. Pero ambos grupos estaban de acuerdo en que una cierta parte de la vida humana debía quedar independiente de la esfera del control social. Invadir este vedado, por muy pequeño que fuese, sería despotismo. Benjamín Constant, el más elocuente de todos los defensores de la libertad y la intimidad, que no había olvidado la dictadura jacobina, declaraba que por lo menos la libertad de religión, de opinión, de expresión y de propiedad debían estar garantizadas frente a cualquier ataque arbitrario. Jefferson, Burke, Paine y Mill recopilaron diferentes catálogos de las libertades individuales, pero el argumento que empleaban para tener a raya a la autoridad era siempre sustancialmente el mismo. Tenemos que preservar un ámbito mínimo de libertad personal, si no hemos de «degradar o negar nuestra naturaleza». No podemos ser absolutamente libres y debemos ceder algo de nuestra libertad para preservar el resto de ella. Pero cederla toda es destruirnos a nosotros mismos. ¿Cuál debe ser, pues, este mínimo? El que un hombre no puede ceder sin ofender a la esencia de su naturaleza humana. ¿Y cuál es esta esencia? ¿Cuáles son las normas que ella implica? Esto ha sido, y quizá será siempre, tema de discusiones interminables. Pero, sea cual sea el principio con arreglo al cual haya que determinar la extensión de la no-interferencia en nuestra actividad, sea éste el principio de la ley natural o de los derechos naturales, el principio de sutilidad o los pronunciamientos de un imperativo categórico, la santidad del contrato social, o cualquier otro concepto con el que los hombres han intentado poner en claro y justificar sus convicciones, libertad en este sentido significa estar libre de: que no interfieran en mi actividad más allá de un límite, que es cambiable, pero siempre reconocible. «La única libertad que merece este nombre es la de realizar nuestro propio bien a nuestra manera», dijo el más celebrado de sus campeones. Y si esto es así, ¿puede justificarse jamás la compulsión? Mill no tuvo ninguna duda de que sí se podía. Puesto que la justicia exige que cada individuo tenga derecho a un mínimo de libertad, sería necesario reprimir a todas las demás, en caso necesario por la fuerza, para impedir que privaran a alguno de su libertad. En efecto, la única función de la ley era prevenir estos conflictos, y el Estado se reducía a ejercitar las funciones de un sereno o de un guardia de tráfico, como desdeñosamente las describía Lasalle.
Según Mill, ¿qué es lo que hacía que fuese tan sagrada la protección de la libertad individual? En su famoso ensayo nos dice que, a menos que se deje a los hombres vivir como quieran, «de manera que su vida sólo concierna a ellos mismos», la civilización no podrá avanzar, la verdad no podrá salir a la luz por faltar una comunicación libre de ideas, y no habrá ninguna oportunidad para la espontaneidad, la originalidad, el genio, la energía mental y el valor moral. Todo lo que es sustancioso y diverso será aplastado por el peso de la costumbre y de la constante tendencia que tienen los hombres hacia la conformidad, que sólo da pábulo a «capacidades marchitas» y a seres humanos «limitados y dogmáticos» y «restringidos y pervertidos». «La autoafirmación pagana tiene tanto valor como la autonegación cristiana.» «Todos los errores que probablemente puede cometer un hombre contra los buenos consejos y advertencias están sobrepasados, con mucho, por el mal que representa permitir a otros que le reduzcan a lo que ellos creen que es lo bueno.» La defensa de la libertad consiste en el fin «negativo» de prevenir la interferencia de los demás. Amenazar a un hombre con perseguirle, a menos que se someta a una vida en la que él no elige sus fines, y cerrarle todas las puertas menos una —y no importa lo noble que sea el Futuro que ésta va a hacer posible, ni lo buenos que sean los motivos que rigen a los que dirigen esto—, es pecar contra la verdad de que él es un hombre y un ser que tiene una vida que ha de vivir por su cuenta. Esta es la libertad tal como ha sido concebida por los liberales del mundo moderno, desde la época de Erasmo (algunos dirían desde la época de Occam) hasta la nuestra. Toda defensa de las libertades civiles y de los derechos individuales, y toda protesta contra la explotación y la humillación, contra el abuso de la autoridad pública, la hipnotización masiva de las costumbres, o la propaganda organizada, surge de esta concepción individualizada del hombre, que es muy discutida.
Sobre esta posición pueden destacarse tres hechos. En primer lugar, Mill confunde dos ideas distintas. Una es que toda coacción, en tanto que frustra los deseos humanos, es mala en cuanto tal, aunque puede que tenga que ser aplicada para prevenir otros males mayores; mientras que la no-interferencia, que es lo opuesto a la coacción, es buena en cuanto tal, aunque no es lo único que es bueno. Esta es la concepción «negativa» de la libertad en su forma clásica. La otra idea es que los hombres deben intentar descubrir la verdad y desarrollar un cierto tipo de carácter que Mill aprobaba —crítico, original, imaginativo, independiente, no conformista hasta el extremo de la excentricidad, etc.—, que la verdad puede encontrarse, y que este carácter sólo puede desarrollarse en condiciones de libertad. Estas dos ideas son ideas liberales, pero no son idénticas, y la conexión que existe entre ellas es, en el mejor de los casos, empírica. Nadie defendería que   la verdad, la libertad y la expresión puedan florecer donde el dogma aplaste todo el pensamiento. Pero las pruebas que proporciona la historia tienden a mostrar (como, en efecto, sostuvo James Stephen en el formidable ataque que hizo a Mill en su libro Libertad, igualdad, fraternidad) que la integridad, el amor a la verdad y el ardiente individualismo se desarrollan por lo menos con la misma frecuencia en comunidades que están regidas por una severa disciplina, como, por ejemplo, los calvinistas puritanos de Escocia o de Nueva Inglaterra, o que están bajo la disciplina militar, que en sociedades que son más tolerantes o indiferentes; y si esto es así, el argumento de Mill en favor de la libertad como condición necesaria para el desarrollo del genio humano cae por su base. Si sus dos metas resultasen ser incompatibles, Mill se encontraría frente a un cruel dilema, además de las otras dificultades originadas por la inconsecuencia que guardan sus doctrinas con el utilitarismo estricto, incluso en la propia versión humanista que tiene de él[6].
En segundo lugar, la doctrina de Mill es relativamente moderna. Parece que en el mundo antiguo casi no hay ninguna discusión sobre la libertad como ideal político consciente (a diferencia del mundo actual en que sí la hay). Ya había hecho notar Condorcet que la idea de los derechos individuales estaba ausente de las ideas jurídicas de los griegos y romanos, y esto parece ser igualmente válido para los judíos, los chinos y otras civilizaciones antiguas que han salido a la luz desde entonces[7]. La dominación de este ideal ha sido más bien la excepción que la regla, incluso en la reciente historia de Occidente. Tampoco la libertad considerada en este sentido ha constituido con frecuencia el gran grito de las manifestaciones de las grandes masas de la humanidad. El deseo de que no se metan con uno y le dejen en paz ha sido el distintivo de una elevada civilización, tanto por parte de los individuos como por parte de las comunidades. El sentido de la intimidad misma, del ámbito de las relaciones personales como algo sagrado por derecho propio, se deriva de una concepción de la libertad que, a pesar de sus orígenes religiosos, en su estado desarrollado apenas es más antigua que el Renacimiento o la Reforma[8]. Sin embargo, su decadencia marcaría la muerte de una civilización y de toda una concepción moral.
La tercera característica de esta idea de libertad tiene mayor importancia. Consiste en que la libertad, considerada en este sentido, no es incompatible con ciertos tipos de autocracia o, en todo caso, con que la gente no se gobierne a sí misma. La libertad, tomada en este sentido, se refiere al ámbito que haya de tener el control, y no a su origen. De la misma manera que una democracia puede, de hecho, privar al ciudadano individual de muchas libertades que pudiera tener en otro tipo de sociedad, igualmente se puede concebir perfectamente que un déspota liberal permita a sus súbditos una gran medida de libertad personal. El déspota que deja a sus súbditos un amplio margen de libertad puede ser injusto, dar pábulo a las desigualdades más salvajes o interesarse muy poco por el orden, la virtud o el conocimiento; pero, supuesto que no disminuya la libertad de dichos súbditos o que, por lo menos, la disminuya menos que otros muchos regímenes, concuerda con la idea de libertad que ha especificado Mill[9]. La libertad, considerada en este sentido, no tiene conexión, por lo menos lógicamente, con la democracia o el autogobierno. Este, en general, puede dar una mayor garantía de la conservación de las libertades civiles de la que dan otros regímenes, y como tal ha sido defendido por quienes creen en el libre albedrío. Pero no hay una necesaria conexión entre la libertad individual y el gobierno democrático. La respuesta a la pregunta «quién me gobierna» es lógicamente diferente de la pregunta «en qué medida interviene en mí el Gobierno». En esta diferencia es en lo que consiste en último término el gran contraste que hay entre los dos conceptos de libertad negativa y libertad positiva[10]. El sentido «positivo» de la libertad sale a relucir, no si intentamos responder a la pregunta «qué soy libre de hacer o de ser», sino si intentamos responder a «por quién estoy gobernado» o «quién tiene que decir lo que yo tengo y lo que no tengo que ser o hacer». La conexión que hay entre la democracia y la libertad individual es mucho más débil que lo que les parece a muchos defensores de ambas. El deseo de ser gobernado por mí mismo o, en todo caso, de participar en el proceso por el que ha de ser controlada mi vida, puede ser tan profundo como el deseo de un ámbito libre de acción y, quizá, históricamente, más antiguo. Pero no es el deseo de la misma cosa. En efecto, es tan diferente que ha llevado en último término al gran conflicto ideológico que domina nuestro mundo. Pues esta concepción «positiva» de la libertad —no el estar libre de algo, sino el ser libre para algo, para llevar una determinada forma prescrita de vida—, es la que los defensores de la idea de libertad «negativa consideran como algo que, a veces, no es mejor que el disfraz y engañoso en pro de una brutal tiranía.


II

La idea de libertad «positiva»

El sentido «positivo» de la palabra «libertad» se deriva del deseo por parte del individuo de ser su propio dueño. Quiero que mi vida y mis decisiones dependan de mí mismo, y no de fuerzas exteriores, r sean éstas del tipo que sean. Quiero ser el instrumento de mí mismo y no de los actos de voluntad de otros hombres. Quiero ser sujeto no objeto, ser movido por razones y por propósito ser conscientes que son míos, y no por causas que me afectan, por así decirlo, desde fuera. Quiero ser alguien, no nadie; quiero actuar, decidir, no que decidan por mí; dirigirme a mí mismo y no ser movido por la naturaleza exterior o por otros hombres como si fuera una cosa, un animal o un esclavo incapaz de representar un papel humano; es decir, concebir fines y medios propios y realizarlas. Esto es, por lo menos, parte de lo que quiero decir cuando digo que soy racional y que mi razón es lo que me distingue como ser humano del resto del mundo.
Sobre todo, quiero ser consciente de mí mismo como ser activo que piensa y que quiere, que tiene responsabilidad de sus propias decisiones y que es capaz de explicarlas en función de sus propias ideas y propósitos. Yo me siento libre en la medida en que creo que esto es verdad y me siento esclavizado en la medida en que me hacen darme cuenta de que no lo es.
La libertad que consiste en ser dueño de sí mismo y la libertad que consiste en que otros hombres no me impidan decidir como quiera pueden parecer a primera vista conceptos que lógicamente no distan mucho uno del otro y que no son más que las formas negativa y positiva de decir la misma cosa. Sin embargo, las ideas «positiva» y «negativa» de libertad se desarrollaron históricamente en direcciones divergentes, no siempre por pasos lógicamente aceptables, hasta que al final entraron en conflicto directo la una con la otra.
 Una manera de aclarar esto es hacer referencia al carácter de independencia que adquirió la metáfora del ser dueño de uno mismo, que en sus comienzos fue, quizá, inofensiva. «Yo soy mi propio dueño»; «no soy esclavo de ningún hombre»; pero ¿no pudiera ser (como tienden a decir los platónicos o los hegelianos) que fuese esclavo de la naturaleza, o de mis propias «desenfrenadas» pasiones? ¿No son éstas especies del mismo género «esclavo», unas políticas o legales y otras morales o espirituales? ¿No han tenido los hombres la experiencia de liberarse de la esclavitud del espíritu o de la naturaleza y no se dan cuenta en el transcurso de esta liberación de un yo que domina, por una parte, y por otra, de algo de ellos que es sometido? Este yo dominador se identifica entonces de diversas maneras con la razón, con mi «naturaleza superior», con el yo que calcula y se dirige a lo que satisfará a largo plazo, con mi yo «verdadero», «ideal» o «autónomo», o con mi yo «mejor», que se contrapone por tanto al impulso racional, a los deseos no controlados, a mi naturaleza «inferior» y a la consecución de los poderes inmediatos, a mi yo «empírico» o «heterónomo», arrastrado por todos los arrebatos de los deseos y las pasiones, que tiene que ser castigado rígidamente si alguna vez surge en toda su «verdadera» naturaleza. Posteriormente estos dos yos pueden estar representados como separados por una distancia aún mayor: puede concebirse al verdadero yo como algo que es más que el individuo (tal como se entiende este término normalmente), como un «todo» social del que el individuo es un elemento o aspecto: una tribu, una raza, una iglesia, un Estado, o la gran sociedad de los vivos, de los muertos y de los que todavía no han nacido. Esta entidad se identifica entonces como el «verdadero» yo, que imponiendo su única voluntad colectiva u «orgánica» a sus recalcitrantes «miembros», logra la suya propia y, por tanto, una libertad «superior» para estos miembros. Frecuentemente se han señalado los peligros que lleva consigo usar metáforas orgánicas para justificar la coacción ejercida por algunos hombres sobre otros con el fin de elevarlos a un nivel «superior» de libertad. Pero lo que le da la plausibilidad que tiene a este tipo de lenguaje, es que reconozcamos que es posible, y a veces justificable, coaccionar a los hombres en nombre de algún fin (digamos p. e. la justicia o la salud pública) que ellos mismos perseguirían, si fueran más cultos, pero que no persiguen porque son ciegos, ignorantes o están corrompidos. Esto facilita que yo conciba coaccionar a otros por su propio bien, por su propio interés, y no por el mío. Entonces pretendo que yo sé lo que ellos verdaderamente necesitan mejor que ellos mismos. Lo que esto lleva consigo es que ellos no se me opondrían si fueran racionales, tan sabios como yo, y comprendiesen sus propios intereses como yo los comprendo. Pero puedo pretender aun mucho más que esto. Puedo decir que en realidad tienden a lo que conscientemente se oponen en su estado de ignorancia porque existe en ellos una entidad oculta —su voluntad racional latente, o su fin «verdadero»—, que esta entidad, aunque falsamente representada por lo que manifiestamente sienten, hacen y dicen, es su «verdadero» yo, del que el pobre yo empírico que está en el espacio y en el tiempo puede que no sepa nada o que sepa muy poco, y que este espíritu interior es el único yo que merece que se tengan en cuenta sus deseos[11]. En el momento en que adopto esta manera de pensar, ya puedo ignorar los deseos reales de los hombres y de las sociedades, intimidarlos, oprimirlos y torturarlos en nombre y en virtud de sus «verdaderos» yos, con la conciencia cierta de que cualquiera que sea el verdadero fin del hombre (la felicidad, el ejercicio del deber, la sabiduría, una sociedad justa, la autorrealización) dicho fin tiene que identificarse con su libertad, la libre decisión de su «verdadero» yo, aunque frecuentemente esté oculto y desarticulado.
Esta paradoja se ha desenmascarado frecuentemente. Una cosa es decir que yo sé lo que es bueno para X, mientras que él mismo no lo sabe, e incluso ignorar sus deseos por el bien mismo y por su bien, y otra cosa muy diferente es decir que eo ipso lo ha elegido, por supuesto no conscientemente, no como parece en la vida ordinaria, sino en su papel de yo racional que puede que no conozca su yo empírico, el «verdadero» yo, que discierne lo bueno y no puede por menos de elegirlo una vez que se ha revelado. Esta monstruosa personificación que consiste en equiparar lo que X decidiría si fuese algo que no es, o por lo menos no es aún, con lo que realmente quiere y decide, está en el centro mismo de todas las teorías políticas de la autorrealización. Una cosa es decir que yo pueda ser coaccionado por mi propio bien, que estoy demasiado ciego para verlo; en algunas ocasiones puede que esto sea para mi propio beneficio y desde luego puede que aumente el ámbito de mi libertad. Pero otra cosa es decir que, si es mi bien, yo no soy coaccionado, porque lo he querido, lo sepa o no, y soy libre (o «verdaderamente» libre) incluso cuando mi pobre cuerpo terrenal y mi pobre estúpida inteligencia lo rechazan encarnizadamente y luchan con la máxima desesperación contra aquellos que, por muy benévolamente que sea, tratan de imponerlo.
Esta transformación mágica o juego de manos (por el que con tanta razón se rió William James de los hegelianos) sin duda alguna puede también perpetrarse tan fácilmente con el concepto «negativo» de libertad en el que el yo, que no debiera ser violentado, ya no es el individuo con sus deseos y necesidades reales tal como se conciben normalmente, sino el «verdadero» hombre por dentro, identificado con la persecución de algún fin ideal, no soñado por su yo empírico. Al igual que en el caso del yo «positivamente» libre, esta entidad puede ser hinchada hasta convertirla en alguna entidad superpersonal —un Estado, una clase, una nación o la marcha misma de la historia—, considerada como sujeto de atributos más «verdaderos» que el yo empírico. Pero la concepción «positiva» de la libertad como autodominio, con la sugerencia que lleva consigo de un hombre dividido que lucha contra sí mismo, se ha prestado de hecho, en la historia, en la teoría y en la práctica, a esta división de la personalidad en dos: el que tiene el control, dominante y trascendente, y el manojo empírico de deseos y pasiones que han de ser castigados y reducidos. Este hecho histórico es el que ha tenido influencia. Esto demuestra (si es que se necesita demostración para una verdad tan evidente) que las concepciones que se tengan de la libertad se derivan directamente de las ideas que se tengan sobre lo que constituye el yo, la persona, el hombre. Se pueden hacer suficientes manipulaciones con las definiciones de hombre y de libertad para que signifiquen todo lo que quiera el manipulador. La historia reciente ha puesto muy en claro que esta cuestión no es meramente académica.
Las consecuencias que lleva consigo distinguir dos yos se harán incluso más claras si se consideran las dos formas más importantes que históricamente ha tomado el deseo de autodirigirse —dirigirse por el «verdadero» yo de uno mismo—: la primera, la de la autoabnegación con el fin de conseguir la independencia; la segunda, la de la autorrealización o total autoidentificación con un principio o ideal específico, con el fin de conseguir el propio fin.


III


La retirada a, la ciudadela interna

Yo tengo razón y voluntad; concibo fines y deseo perseguirlos; pero si me impiden conseguirlos, ya no me siento dueño de la situación. Puede que me lo impidan las leyes de la naturaleza, o determinados accidentes, o las actividades de los hombres, o el efecto, frecuentemente no intencionado, que traen consigo las instituciones humanas. Puede que estas fuerzas sean demasiado para mí. ¿Qué he de hacer para evitar que me destruyan? Tengo que liberarme de los deseos que sé que no puedo realizar. Quiero ser dueño de mi reino, pero mis fronteras son largas e inseguras; por tanto, las reduzco con el fin de disminuir o eliminar el área que es vulnerable. Empiezo por desear la felicidad, el poder, la sabiduría o la consecución de algún objeto específico; pero no puedo dominarlos. Elijo evitar la derrota y el desgaste y, por tanto, decido no luchar por nada que no pueda estar seguro de obtener. Me determino a no desear lo que es inalcanzable. El tirano me amenaza con la destrucción de mis propiedades, con la prisión, con el exilio o con la muerte de aquellos a quienes quiero. Pero si ya no me siento ligado a ninguna propiedad ni me importa estar o no en la cárcel, y si he matado en mí mismo mis afectos naturales, ya no puede dominarme, pues todo lo que ha quedado de mí ya no es sujeto de miedos o deseos empíricos. Es como si hubiera efectuado una retirada estratégica a una ciudadela interior —mi razón, mi alma, mi yo «nouménico»— que no pueden tocar, hagan lo hagan, ni las ciegas fuerzas exteriores ni la malicia humana. Me retirado a mí mismo; ahí y sólo ahí, estoy seguro. Es como si dijera: «tengo una herida en la pierna; hay dos maneras de librarme del dolor: una es curar la herida, pero si la cura es demasiado difícil o incierta, hay también otra manera: puedo librarme de la herida cortándome la pierna; si me acostumbro a no querer nada para lo que indispensable tener la pierna, no sentiré su falta». Esta es la tradicional autoemancipación de los ascetas y quietistas, de los estoicos o de los sabios budistas, de los hombres de diversas religiones, o de ninguna, que han huido del mundo y se han librado del yugo de la sociedad o de la opinión pública mediante un proceso de autotransformación deliberada que les permite dejar de preocuparse de todos  valores y quedar al margen, aislados e independientes, y no vulnerables ya a sus armas[12] . Todo aislacionismo político, toda autarquía económica y toda forma de autonomía tienen algún elemento esta actitud. Elimino los obstáculos que hay en mi camino dejando el camino. Me retiro a mi propia secta, a mi propia economía planificada o a mi propio territorio deliberadamente aislado, donde no necesita oír ninguna voz del exterior ni puede tener efecto ninguna fuerza externa. Esto es una forma de la búsqueda de la seguridad, pero también se le ha llamado búsqueda de la libertad o independencia personal o nacional.
En lo que se refiere a los individuos, esta doctrina no dista mucho de las concepciones de aquellos que, como Kant, identifican la libertad, no con la eliminación de los deseos, sino con resistirse a ellos y controlarlos. Yo me identifico con el que controla y me libro de la esclavitud de lo que es controlado. Soy libre porque soy autónomo y en la medida que lo soy. Obedezco leyes, pero me las he impuesto yo a mi propio yo no coaccionado, o las he encontrado en él. La libertad es obediencia, pero «obediencia a una ley que nos damos a nosotros mismos» y ningún hombre puede esclavizarse a sí mismo. La heteronomía es depender de factores externos, prestarse a ser un juguete del mundo exterior que yo no puedo controlar por completo y que por tanto me controla y me «esclaviza». Soy libre solamente en la medida en que mi persona no está «encadenada» por nada que obedezca a fuerzas sobre las que yo no tenga ningún control; yo no puedo controlar las leyes de la naturaleza; por tanto, ex hypothesi, mi actividad libre tiene que ser puesta por encima del mundo empírico de la causalidad. No es este el lugar de discutir la validez de esta antigua y famosa doctrina; sólo quiero hacer notar que la relación que guardan las ideas de libertad como resistencia a los deseos irrealizables (o liberación de ellos) y como independencia de la esfera de la causalidad, ha tenido un papel muy importante no menos en la Política que en la Etica.
Si la esencia de los hombres consiste en que son seres autónomos —autores de valores y de fines en sí mismos, cuya autoridad consiste precisamente en el hecho de que están dotados de una voluntad libre—, nada hay peor que tratarles como si no lo fueran, como si fueran objetos naturales manipulados por influencias causales, y criaturas que están a merced de estímulos externos, cuyas decisiones pueden ser manejadas por sus gobernantes por medio de amenazas de fuerza o de ofrecimientos de recompensas. Tratar a los hombres de esta manera es tratarlos como si no estuviesen determinados por sí mismos. «Nadie puede obligarme a ser feliz a su manera decía Kant. «El paternalismo es el mayor despotismo imaginable.» Esto es así porque es tratar a los hombres como si no fuesen libres, sino material humano para que yo, benevolente reformador, los moldee con arreglo a los fines que yo he adoptado libremente, y no con arreglo a los suyos. Precisamente esta es, por supuesto, la política que recomendaron los primeros utilitaristas. Helvétius (y Bentham) creían que no se debía contradecir, sino utilizar, la tendencia que tienen los hombres a ser esclavos de sus pasiones, y querían ofrecerles premios y castigos —la forma más aguda posible de heteronomía— si mediante éstos se podía hacer más felices a los «esclavos»[13]. Pero manipular a los hombres y lanzarles hacia fines que el reformador social ve, pero que puede que ellos no vean, es negar su esencia humana, tratarlos como objetos sin voluntad propia y, por tanto, degradarlos. Por esto es por lo que mentir a los hombres o engañarles, es decir, usarlos como medios para los fines que yo he concebido independientemente, y no para los suyos propios, incluso aunque esto sea para su propio beneficio, es, en efecto, tratarles como subhumanos y actuar como si sus fines fuesen menos últimos y sagrados que los míos. ¿En nombre de qué puede estar justificado forzar a los hombres a hacer lo que no han querido o aquello a lo que no han consentido? Solamente en nombre de algún valor que sea superior a ellos mismos. Pero si, como sostenía Kant, todos los valores se constituyen como tales en virtud de los actos libres de los hombres y sólo se llaman valores en cuanto que son así, no hay ningún valor superior al individuo. Por tanto, hacer esto es coaccionar a los hombres en nombre de algo que es menos último que ellos mismos, someterles a mi voluntad o al deseo particular de otro (u otros) para su felicidad, ventaja personal, seguridad o conveniencia. Tiendo hacia algo deseado (por cualquier motivo, no importa lo noble que sea) por mí o por mi grupo y para ello utilizo a otros hombres como medios. Pero esto está en contradicción con lo que yo sé que son los hombres; a saber, fines en sí mismos. Todas las formas de forzar a los seres humanos, de intimidarles, de conformarles contra su voluntad con la propia norma, todo control de pensamiento y todo condicionamiento[14] son, por tanto, una negación de lo que constituye a los hombres como tales y a sus valores como esenciales.
El individuo libre que proponía Kant es un ser trascendente que está más allá del ámbito de la causalidad natural. Pero en su forma empírica —en que la idea del hombre es la que se tiene en la vida corriente— esta doctrina fue el núcleo central del humanismo liberal, tanto moral como político, que estuvo profundamente influido tanto por Kant como por Rousseau en el siglo XVIII. En su versión a priori es una forma del individualismo protestante secularizado en el que el puesto de Dios está ocupado por la idea de la vida racional y el puesto del alma individual que tiende a la unión con El está sustituido por la idea del individuo, dotado de razón, que tiende a ser gobernado por la razón y sólo por la razón y a no depender de nada que pueda desviarle o engañarle comprometiendo a su naturaleza irracional. Autonomía, no heteronomía: actuar yo y no que actúen sobre mí. La idea de la esclavitud de las pasiones es más que una metáfora para los que piensan de esta manera. Liberarme del miedo, del amor o del deseo de conformidad es liberarme del despotismo de algo que yo no puedo controlar. Sófocles, del que Platón nos dice que afirmaba que solamente la vejez le liberó de la pasión del amor —yugo de un amo cruel—, nos dice que esta experiencia es tan auténtica como la de la liberación de un tirano o de un propietario de esclavos. A esta manera de pensar y de hablar corresponde la experiencia psicológica de observarme a mí mismo rindiéndome a algún impulso «inferior», obrando por un motivo que me desagrada, o haciendo algo que deteste en el mismo momento de hacerlo, observando después que «no era yo mismo» o que «no tenía control de mí mismo» cuando lo hacía. Me identifico con mis momentos críticos y racionales. No pueden importar las consecuencias de mis actos puesto que yo no tengo control de ellos; sólo lo tengo de mis motivos. Tal es el credo del pensador solitario que ha desafiado al mundo y se ha emancipado de las cadenas de los hombres y de las cosas. Esta doctrina, en esta forma, puede parecer primariamente una doctrina ética y apenas política; sin embargo, sus implicaciones políticas son claras y está dentro de la tradición del individualismo político, por lo menos de una manera tan profunda como el concepto «negativo» de libertad.
Quizá merezca la pena observar que, en su forma individualista, el concepto del sabio racional que ha huido a la fortaleza interna de su verdadero yo, parece surgir cuando el mundo exterior ha resultado ser excepcionalmente árido, cruel o injusto. «Es verdaderamente libre —decía Rousseau— quien desea lo que puede hacer y hace lo que desea.» En un mundo en el que puede hacer muy poco un hombre que busca la felicidad, la justicia o la libertad (en el sentido que sea) porque encuentra obstaculizadas demasiadas posibilidades de actuación, puede hacerse irresistible la tentación de retirarse a sí mismo. Pudo haber sucedido así en Grecia, donde el ideal estoico no debe desconectarse por completo del hundimiento de las democracias independientes ante la autocracia macedónica centralizada. También fue así en Roma, por razones parecidas, después de la República[15]. Surgió en Alemania en el siglo XVII en el período de la más profunda degradación nacional de los estados alemanes que siguió a la guerra de los Treinta Años, en el momento en que el carácter que cobró la vida pública, especialmente en los pequeños principados, forzó a una especie de emigración interna —no por primera ni última vez— a los que estimaban la dignidad de la vida humana. La doctrina que sostiene que tengo que enseñarme a mí mismo a no desear lo que no puedo tener y que un deseo eliminado o refrenado con éxito es tan bueno como un deseo satisfecho, es una doctrina sublime; pero a mí me parece, sin temor a errar, que es una forma de la doctrina que enseña la fábula de la zorra y las uvas: no puedo querer verdaderamente aquello de lo que no puedo estar seguro.
Esto pone en claro por qué no vale la definición de libertad negativa como posibilidad de hacer lo que uno quiera —la cual es, en efecto, la definición que adoptó Mill. Si veo que puedo hacer muy poco o no puedo hacer nada de lo que quiero, lo único que necesito es limitar o extinguir mis deseos y con ello me hago libre. Si el tirano (o «el que persuade de manera disimulada») consigue condicionar a sus súbditos (o clientes) para que dejen de tener su deseos originales y adopten («internalicen») la forma de vida que ha inventado para ellos, habrá conseguido, según esta definición, liberarlos. Sin duda alguna les habrá hecho sentirse libres —de la misma manera que Epicteto se siente más libre que su amo (y que, según se dice, el proverbial hombre bueno se siente feliz en la miseria). Pero lo que ha creado es la antítesis misma de la libertad política.
La autonegación ascética puede ser una fuente de integridad, serenidad o fuerza espiritual, pero es difícil ver cómo se la puede llamar aumento de libertad. Si me libro de mi adversario retirándome puertas adentro y cerrando todas las entradas y salidas, puede que sea más libre que si hubiese sido capturado por él, pero ¿soy más libre que si yo le hubiese vencido o capturado a él? Si voy en esto demasiado lejos y me retraigo a un ámbito demasiado pequeño, me ahogaré y moriré. La culminación lógica del proceso de destrucción de todo aquello que puede hacerme daño es el suicidio. En tanto exista en el mundo natural, nunca puedo estar seguro por completo. En este sentido, la liberación total (como muy bien se dio cuenta Schopenhauer) sólo puede conferirla la muerte[16].

Estoy en un mundo en el que me encuentro con obstáculos a mi voluntad. A los que están vinculados al concepto «negativo» de libertad quizá se le puede perdonar si creen que la autoabnegación no es el único método para superar obstáculos y que también es posible quitarlos: en el caso de objetos no humanos, por la fuerza; y en el caso de resistencia humana, mediante la fuerza y la persuasión, como cuando yo induzco a alguien a que me haga sitio para mi coche o conquisto un país que amenaza los intereses del mío. Puede que tales actos sean injustos e impliquen violencia, crueldad y esclavitud de otros, pero difícilmente se puede negar que, con ellos, el que los ejecuta tiene la posibilidad, en el sentido más literal de la palabra, de aumentar su propia libertad. Es una ironía de la historia que esta verdad sea repudiada por algunos de los que la practican con más intensidad, hombres que, incluso cuando conquistan poder y libertad de acción, rechazan el concepto «negativo» de ésta en favor de su contraparte «positiva». Sus ideas gobiernan la mitad de nuestro mundo; veamos en qué fundamentos metafísicos se apoyan.


IV


La autorrealización

Se nos dice que el único método para conseguir la libertad es usar la razón crítica y la comprensión de lo que es necesario y lo que es contingente. Si soy un chiquillo que va a la escuela, las verdades más simples de las matemáticas se imponen como obstáculo al libre funcionamiento de mi inteligencia, como teorema cuya necesidad yo no entiendo; son enunciadas como verdaderas por una autoridad externa y se me presentan como cuerpos extraños que yo debo absorber mecánicamente en mi sistema. Pero cuando entiendo las funciones que tienen los símbolos, los axiomas, las leyes de formación y transformación —la lógica mediante la cual se obtienen las conclusiones—, y comprendo que todas estas cosas no pueden ser de otra manera porque parecen seguirse de las leyes que rigen los procesos de mi propia razón[17], entonces las verdades matemáticas ya no se imponen como entidades externas que me han metido en la cabeza y que tengo que aceptar quiera o no quiera, sino como algo a lo que yo ahora me adhiero libremente en el curso del funcionamiento natural de mi propia actividad racional. Para el matemático, la prueba de estos teoremas pertenece al libre ejercicio de su capacidad natural de razonar. Para el músico, una vez que ha asimilado la estructura de la partitura del compositor y ha hecho suyos los propósitos de éste, la interpretación de la música no constituye ninguna obediencia a leyes externas, ninguna obligación ni ninguna limitación a su libertad, sino un ejercicio libre carente de impedimentos. El intérprete no está vinculado a la partitura como un buey al arado o como el trabajador de una fábrica a la máquina. Ha absorbido la partitura en su propio sistema; al entenderla, la ha identificado consigo mismo y de ser un impedimento para su actividad libre la ha transformado en un elemento de esta actividad misma. Se nos dice que lo que vale para la música o para las matemáticas en principio también tiene que valer para todos los demás obstáculos que se presentan como bloques del material ex' temo que impide el propio desarrollo libre. Este es el programa del racionalismo ilustrado desde Spinoza hasta los últimos (a veces inconscientes) discípulos de Hegel. Sapere aude. En tanto que eres racional, no puedes querer que sea de otra manera lo que conoces, aquello cuya necesidad —necesidad racional— entiendes. Pues querer que algo sea diferente a lo que tiene que ser es, dadas las premisas —las necesidades que rigen el mundo—, ser pro tanto o bien ignorante o irracional. Las pasiones, los prejuicios, los miedos y las neurosis surgen de la ignorancia y toman la forma de mitos e ilusiones. Estar regido por mitos, surjan éstos de las vívidas imaginaciones de charlatanes sin escrúpulos que nos engañan para explotarnos, o de causas psicológicas o sociológicas, es una forma de heteronomía, una forma de estar dominado por factores exteriores en una dirección que no es necesariamente querida por el que obra. Los deterministas científicos del siglo XVIII supusieron que el estudio de las ciencias de la naturaleza y la creación de las ciencias sociales, basadas sobre el mismo modelo, pondrían muy en claro las operaciones de tales causas, capacitando así a los individuos para reconocer el propio papel que representan en el funcionamiento de un mundo racional, que sólo es decepcionante cuando no se le entiende bien. Como ya enseñó Epicuro hace tiempo, el conocimiento libera eliminando automáticamente los miedos y deseos irracionales.
Herder, Hegel y Marx sustituyeron los viejos modelos mecanicistas por sus propios modelos vitalistas de la vida social, pero, no menos que sus adversarios, creían que entender el mundo es liberarse. Sólo diferían de ellos en que subrayaban el papel que tienen el cambio y el desarrollo en lo que hace humanos a los hombres. La vida social no podía entenderse por analogía con las matemáticas o la física. También hay que entender la historia; es decir, las leyes peculiares del desarrollo continuo (prodúzcase éste por conflicto «dialéctico» o de otra manera) que rige a los individuos y a los grupos en la actividad recíproca que éstos llevan a cabo entre ellos mismos y con la naturaleza. Según estos pensadores, no entender esto es caer en un tipo especial de error; a saber, creer que la naturaleza humana es estática, que sus propiedades esenciales son las mismas en todo tiempo y lugar, y que tal naturaleza está regida por leyes naturales invariables, sean éstas concebidas en términos teológicos o materialistas, lo cual lleva consigo el corolario falaz de que un sabio legislador puede, en principio, crear en cualquier momento una sociedad perfectamente armoniosa con la apropiada educación y legislación, ya que los hombres racionales tienen que pedir en todas las épocas y países las mismas satisfacciones invariables de las mismas necesidades básicas también invariables. Hegel creía que sus contemporáneos (y, por supuesto, todos sus predecesores) entendieron mal la naturaleza de las instituciones porque no entendieron las leyes —leyes inteligibles racionalmente, ya que surgen de la actividad de la razón— que crean y cambian las instituciones y transforman la actividad y el carácter humanos. Marx y sus discípulos sostenían que la trayectoria de los seres humanos estaba obstruida no sólo por las fuerzas naturales o por las imperfecciones de su propio carácter, sino, aún más, por el funcionamiento de sus propias instituciones sociales que originariamente habían creado (no siempre de manera consciente) para ciertos fines, pero cuyo funcionamiento llegaron sistemáticamente a concebir equivocadamente[18], por lo que se convirtieron en obstáculos en el progreso de sus creadores. Presentó hipótesis sociales y económicas para argumentar la inevitabilidad de tal equívoco, y en particular de la ilusión de que tales arreglos hechos por el hombre fuesen fuerzas independientes tan necesarias como las leyes de la oferta y la demanda, de la institución de la propiedad, o de la eterna división de la sociedad en ricos y pobres, o propietarios y trabajadores, como tantas categorías humanas inalterables. Hasta que no hubiésemos alcanzado una etapa en la que se pudiesen eliminar los hechizos de estas creencias ilusorias; es decir, hasta que suficientes hombres alcanzasen una situación social que, sólo ella, les permitiese entender que estas leyes e instituciones eran obra de las inteligencias y de las manos humanas, necesarias históricamente en su día y posteriormente mal entendidas como fuerzas inexorables y objetivas, no podría destruirse el viejo mundo ni ser sustituido por una maquinaria social más adecuada y liberadora.
Estamos esclavizados por déspotas —instituciones, creencias o neurosis— que sólo pueden ser eliminados analizándolos y entendiéndolos. Estamos aprisionados por malos espíritus que hemos creado nosotros mismos, aunque no conscientemente, y sólo podemos exorcizarlos haciéndonos conscientes y actuando de manera apropiada; en efecto, para Marx entender es una acción apropiada. Soy libre solamente si planeo mi vida de acuerdo con mi propia voluntad; los planes implican reglas, y una regla no me oprime o me esclaviza, si me la impongo a mí mismo conscientemente o la acepto libremente, habiéndola entendido, fuese inventada por mí o por otros, suponiendo que sea racional; es decir, que se conforme a la necesidad de las cosas. Entender por qué las cosas tienen que ser como tienen que ser es querer que sean así. El conocimiento libera, no sólo dándonos más posibilidades entre las cuales podamos elegir, sino preservándonos de la frustración de intentar lo imposible. Querer que las leyes necesarias sean diferentes de lo que son es ser presa de un deseo irracional: el deseo de lo que tiene que ser X también debe ser no X. Ir más lejos y creer que estas leyes son diferentes de lo que necesariamente son es estar loco. Este es el núcleo metafísico del racionalismo. La idea de libertad que contiene no es la concepción «negativa» de un ámbito que (idealmente) no tiene obstáculos, un vacío en el que nada me estorba, sino la idea de la autodirección o autocontrol. Puedo hacer lo que quiera conmigo mismo. Soy un ser racional, y al serlo no puedo querer apartar de mi camino todo lo que pueda demostrarme a mí mismo como necesario, como incapaz de ser de otra manera en una sociedad racional —es decir, en una sociedad dirigida por mentes racionales hacia fines tales como los que tendría un ser racional. Yo lo asimilo en mi sustancia, como asimilo las leyes de la lógica, de las matemáticas, de la física, las reglas del arte y los principios que rigen todo aquello cuyo fin racional entiendo y, por tanto, quiero, y por lo cual no puedo ser nunca frustrado, ya que no puedo querer que sea diferente a como es.
Esta es la doctrina positiva de la liberación por la razón. Sus formas socializadas, aunque sean muy dispares y opuestas, están en el corazón mismo de los credos nacionalistas, comunistas, autoritarios y totalitarios de nuestros días. Puede que en el curso de su evolución se hayan apartado mucho de su entronque racionalista. Sin embargo ésta es la libertad que se defiende en democracias y dictaduras, y por la que se lucha hoy día en muchos lugares de la tierra. Sin intentar trazar la evolución histórica de esta idea, quiero comentar algunas de sus vicisitudes.


V


El templo de Sarastro

Los que creían en la libertad como autodirección se vieron obligados, tarde o temprano, a considerar cómo había que aplicar esto, no sólo a la vida interior del hombre, sino también a sus relaciones con otros miembros de su sociedad. Incluso los más individualistas —y desde luego Rousseau, Kant y Fichte empezaron siendo individualistas— llegaron a preguntarse si era posible una vida racional, no sólo para el individuo, sino también para la sociedad, y si lo era, cómo es posible conseguirla. Quiero ser libre para vivir como me manda mi voluntad racional (mi «verdadero yo»), pero igualmente lo tienen que ser otros. ¿Cómo he de evitar conflictos con sus voluntades? ¿Dónde se encuentra la frontera que está entre mis derechos (determinados racionalmente) y los idénticos derechos de los demás? Ya que si soy racional, no puedo negar que lo que está bien para mí tiene que estar bien por la misma razón, para los demás, que son racionales como yo. Un Estado racional (o libre) sería un Estado gobernado por leyes que fuesen aceptadas por todos los hombres racionales; es decir, por leyes que ellos mismos hubieran promulgado si les hubiesen preguntado qué querían como seres racionales; así, las fronteras que separarían los derechos serían las que todos los hombres racionales considerarían justas para los seres racionales. Pero, de hecho, ¿quién había de determinar cuáles eran estas fronteras? Los pensadores de este tipo defendían que si los problemas morales y políticos eran auténticos —y desde luego lo eran—, tienen que ser, en principio, solubles; es decir, tiene que haber una única solución verdadera para todo problema. En principio, todas las verdades podían ser descubiertas por cualquier pensador racional y podían ser demostradas tan claramente que todos los demás hombres racionales no podían más que aceptarlas, y, en efecto, en gran medida este ya era el caso de las nuevas ciencias naturales. Con este supuesto, el problema de la libertad política era soluble estableciendo un orden justo que diese a cada hombre toda la libertad a que tiene derecho un ser racional. Mi pretensión de libertad sin cortapisas puede, a primera vista, no estar reconciliada a veces con tu pretensión que tampoco tiene limitaciones, pero la solución racional de un problema no puede entrar en conflicto con la solución igualmente verdadera de otro, pues dos verdades no pueden ser incompatibles lógicamente; por lo tanto, en principio tiene que poder descubrirse un orden justo, cuyas reglas hagan posibles soluciones correctas para todos los posibles problemas que surjan en él. A veces se imaginó que esta situación ideal y armoniosa había sido el paraíso terrenal antes de la caída del hombre, del que fuimos expulsados, pero que todavía anhelamos, o como una edad de oro que todavía no ha llegado, en la que los hombres, habiéndose hecho racionales, ya no serán «dirigidos unos por otros» ni se «alinearán» ni frustrarán entre sí. En las sociedades actuales la justicia y la igualdad son ideales que todavía exigen cierta medida de coacción porque la prematura supresión de los controles sociales conduciría a la opresión del más débil y más tonto por el más fuerte, más capaz o más enérgico y carente de escrúpulos. Pero (de acuerdo con esta doctrina) sólo la irracionalidad de los hombres es la que les lleva a querer oprimirse, explotarse o humillarse unos a otros. Los hombres racionales respetarán, en relación con el otro, el principio de la razón y les faltará todo deseo de luchar o dominarse entre sí. Este deseo mismo de dominar es un síntoma de irracionalidad y puede ser explicado y curado por métodos racionales. Spinoza expone un tipo de explicación y remedio, Hegel otro, y Marx un tercero. Quizá algunas de estas teorías se complementen entre sí, hasta cierto punto; otras no se pueden combinar. Pero todas ellas presuponen que en una sociedad de seres perfectamente racionales el deseo de dominar a los hombres estará ausente o será ineficaz. La existencia de la opresión, o el anhelo de ella, será el primer síntoma de que no se ha conseguido la verdadera solución al problema de la vida social.
Esta cuestión también puede expresarse de otra manera. La libertad es autodominio, la eliminación de los obstáculos que se oponen a mi voluntad, cualesquiera que sean estos obstáculos: la resistencia de la naturaleza, de mis pasiones no dominadas, de las instituciones irracionales, o de las opuestas voluntades o conductas de los demás. A la naturaleza, por lo menos en principio, siempre la puedo moldear mediante la técnica y configurarla con arreglo a mi voluntad. Pero ¿cómo he de tratar a los recalcitrantes seres humanos? También, si puedo, tengo que imponerles mi voluntad, «moldearlos» con arreglo a mis normas, repartirles los papeles que tienen que representar en mi juego. Pero ¿no significará esto que yo soy el único que es libre, mientras que los demás son esclavos? Y lo serán si mi plan no tiene nada que ver con sus deseos o valores, sino solamente con los míos. Pero si mi plan es completamente racional, permitirá el completo desarrollo de sus «verdaderas» naturalezas y la realización de su capacidad de tomar decisiones racionales «para hacer lo mejor de sí mismos», como parte de la realización de mi propio yo «verdadero». Todas las soluciones verdaderas a todos los auténticos problemas tienen que ser compatibles; más aún, tienen que encajar en una única totalidad, pues esto es lo que quiere decirse cuando se las denomina a todas racionales y se dice que el universo es armónico. Cada hombre tiene su carácter, sus habilidades, sus aspiraciones y sus fines específicos. Si yo comprendo tanto lo que son estos fines cuanto lo que son estas naturalezas y cómo se relacionan unos con otros, puedo, por lo menos en principio, y si tengo conocimientos y fuerzas para ello, satisfacerles a todos, siempre que la naturaleza y los fines en cuestión sean racionales. Racionalidad es conocer las cosas y a la gente tal como son: yo no debo utilizar piedras para hacer violines ni debo intentar que toquen la flauta los que han nacido para tocar el violín. Si el universo está regido por la razón, no habrá necesidad de coacción; una vida correctamente planeada para todos coincidirá con la libertad completa —la libertad de la autodirección racional— para todos. Esto será así solamente si este plan es el verdadero: la única norma que satisface las pretensiones de la razón. Sus leyes serán las que prescribe la razón; éstas sólo serán molestas para aquellos cuya razón está dormida, para aquellos que no enrienden las verdaderas «necesidades» de sus propios yos «verdaderos». En tanto que cada actor reconoce e interpreta el papel que le ha asignado la razón —la facultad que entiende su verdadera naturaleza y discierne sus verdaderos fines—, no puede haber ningún conflicto. Cada hombre será un actor liberado y autodirigido en el drama cósmico. Así Spinoza nos dice que «los niños, aunque son coaccionados, no son esclavos» porque «obedecen leyes que han sido dadas para sus propios intereses», y que «el sujeto de una verdadera comunidad no es esclavo, porque los intereses comunes tienen que incluir el suyo propio». Igualmente Locke dice: «Donde no hay ley no hay libertad», porque las leyes racionales son direcciones que se dan para los «intereses apropiados» de un hombre o «bien general»; añade que puesto que tales leyes son lo que «nos preserva de los pantanos y precipicios, difícilmente merecen el nombre de confinamientos», y dice que los deseos de librarse de tales leyes son deseos «brutos» y formas irracionales de «licencia». Montesquieu, olvidando sus momentos liberales, dice que la libertad política no es dar permiso para hacer lo que queramos, ni incluso para hacer lo que permita la ley, sino sólo «el poder de hacer lo que deberíamos querer», lo cual repite virtualmente Kant. Burke proclama el «derecho» del individuo a restringirse en su propio interés, porque «el supuesto consentimiento de toda criatura racional está al unísono con el predispuesto orden de las cosas». La presuposición común a estos pensadores (y a otros muchos pensadores anteriores, así como a los jacobinos y comunistas, posteriores a ellos) es que los fines racionales de nuestras «verdaderas» naturalezas tienen que coincidir, o hay que hacerles coincidir, por muy violentamente que griten en contra de este proceso nuestros pobres yos, empíricos, ignorantes, apasionados y guiados por los deseos. La libertad no es libertad para hacer lo que es irracional, estúpido o erróneo. Forzar a los yos empíricos a acomodarse a la norma correcta no es tiranía, sino liberación[19]. Rousseau me dice que si yo entrego libremente todas las partes de mi vida a la sociedad, creo una entidad que, puesto que ha sido construida por la igualdad de sacrificios de todos sus miembros, no puede desear hacer daño a ninguno de ellos; en tal sociedad —se nos dice— no puede haber ningún interés de nadie que dañe al de cualquier otro. «Al darme a todos» no me doy a ninguno», y recobro tanto como pierdo, con la suficiente nueva fuerza para preservar lo que he ganado recientemente. Kant nos dice que cuando «el individuo ha abandonado por completo su libertad salvaje e ilegal, para encontrarla de nuevo, no deteriorada, en un estado de dependencia de acuerdo con la ley», solamente entonces tiene verdadera libertad, «pues esta dependencia es obra de mi propia libertad, que actúa como legislador. La libertad, lejos de ser incompatible con la autoridad, se convierte virtualmente en idéntica a ella. Estos son e) pensamiento y el lenguaje de todas las declaraciones de derechos humanos del siglo XVIII y de todos aquellos que consideran a la sociedad como un modelo construido según las leyes racionales del sabio legislador, o de la naturaleza, o de la Historia, o del Ser Supremo. Prácticamente solo, Bentham seguía repitiendo tenazmente que no era de la incumbencia de las leyes liberar sino restringir: «Toda ley es una infracción de la libertad», incluso si tal «infracción» lleva a un aumento del total de libertad.
Si estos presupuestos fundamentales hubiesen sido correctos, si el método de resolver los problemas sociales se pareciera a la manera como están fundamentadas las soluciones a los problemas de las ciencias de la naturaleza, y si la razón fuese lo que los racionalistas dijeron que era, quizá se seguiría todo esto que se acaba de decir. En el caso ideal, la libertad coincide con la ley: la autonomía con la autoridad. Una ley que me prohíbe hacer lo que yo, como ser sensato, no puedo querer hacer, no es una restricción de mi libertad. En la sociedad ideal, compuesta por seres totalmente responsables, las leyes irían desapareciendo poco a poco porque yo apenas sería consciente de ellas. Tan sólo un movimiento social fue lo suficientemente audaz para hacer explícita esta suposición y aceptar sus consecuencias: el movimiento de los anarquistas. Pero todas las formas del liberalismo fundamentadas en una metafísica racionalista son versiones más o menos difuminadas de este credo.
Los pensadores que pusieron sus energías en resolver el problema de esta manera, llegaron a enfrentarse a su debido tiempo con la cuestión de cómo había que hacer racionales a los hombres en este sentido. Por supuesto, tienen que ser educados, pues los que no lo están son irracionales, heterónomos y necesitan ser coaccionados, al menos para hacer tolerable la vida a los racionales, si han de vivir en la misma sociedad y no van a ser obligados a retirarse a un desierto o a algún monte olímpico. Pero no se puede esperar que el que no está educado entienda los propósitos de sus educadores o coopere con ellos. La educación —dice Fichte— debe actuar inevitablemente de tal manera que «reconozcas después las razones de lo que estoy haciendo ahora». No se puede esperar que los niños entiendan por qué se les obliga a ir a la escuela, ni que los ignorantes —es decir, por el momento, la mayoría de la humanidad— comprendan por qué se les hace obedecer las leyes que después les harán racionales. «El obligar es también un tipo de educación.» Se aprende la gran virtud de la obediencia a las personas superiores. Si no puedes entender tus propios intereses como ser racional, no se puede esperar de mí que te consulte o me atenga a tus deseos en el proceso de hacerte racional. En último término, tengo que forzarte a que te protejas de las viruelas, incluso aunque no quieras. Incluso Mill está dispuesto a decir que yo puedo, por la fuerza, impedir a un hombre que cruce un puente, si no hay tiempo para avisarle de que éste está a punto de caerse, ya que yo sé, o estoy justificado a suponer, que él no puede querer caerse al agua. Fichte sabe lo que quieren ser o hacer los alemanes de su época que no están educados, mejor que lo pueden saber ellos mismos. El sabio te conoce mejor de lo que te conoces a ti mismo, pues tú eres la víctima de tus pasiones, un esclavo que vive una vida heterónoma, un miope, incapaz de entender tus verdaderos fines. Quieres ser un ser humano. El propósito del Estado es satisfacer tu deseo. «El obligar está justificado por la educación para la futura comprensión.» La razón que hay en mí, si ha de triunfar, tiene que eliminar y suprimir mis «bajos» instintos, mis pasiones y deseos, que me hacen esclavo; de igual manera (este paso fatal de los conceptos que se refieren al individuo a los que se refieren a la sociedad es casi imperceptible) los elementos superiores de la sociedad —los que están educados mejor, los que son más racionales, los que «poseen la más elevada comprensión de su época y de su gente— pueden ejercer la coacción para racionalizar a la parte irracional de la sociedad. Pues —así nos lo han asegurado frecuentemente Hegel, Bradley y Bosanquet— al obedecer al hombre racional nos obedecemos a nosotros mismos, desde luego no tal como somos, sumidos en la ignorancia y las pasiones, débiles criaturas afligidas por enfermedades que necesitan alguien que las cure, pupilos que requieren un tutor, sino como podríamos ser si fuésemos racionales; como podríamos ser incluso ahora, si al menos oyésemos el elemento racional que ex hyphotesi está en todo ser humano que merece tal nombre.
Los filósofos de la «razón objetiva», desde el duro y rígidamente centralizado estado «orgánico» de Fichte hasta el suave y humano liberalismo de T. H. Green, han supuesto indudablemente que ellos cumplían, sin resistirse, las exigencias de la razón que, por muy incipientes que fuesen, tenían que encontrarse en el corazón de todo ser consciente. Pero puedo rechazar tal optimismo democrático y, apartándome del determinismo teleológico de los hegelianos para ir hacia una filosofía más voluntarista, concebir la idea de imponer a mi sociedad —para su propio mejoramiento— un plan mío que he elaborado con mi sabiduría racional, y que, a no ser que actúe por mi cuenta, quizá en contra de los deseos permanentes de la gran mayoría de mis conciudadanos, no se logre nunca en absoluto. O bien, abandonando por completo el concepto de razón, puedo concebirme a mí mismo como un inspirado artista que moldea a los hombres con arreglo a determinadas estructuras a la luz de su visión única, de la misma manera que los pintores combinan colores o los compositores combinan sonidos; la unidad es la materia prima sobre la que yo impongo mi voluntad creadora; incluso aunque los hombres sufran y mueran en este proceso, mediante él son elevados a una altura a la que nunca hubieran podido ascender sin mi violación coactiva—pero creadora— de sus vidas. Este es el argumento que emplean todos los dictadores, inquisidores y matones que pretenden alguna justificación moral, o incluso ascética, de su conducta. Tengo que hacer por los hombres (o con ellos) lo que ellos no pueden hacer por sí mismos, y no les puedo pedir su permiso o consentimiento, porque no están en condiciones de saber qué es lo mejor para ellos; en efecto, lo que ellos permitirán y aceptarán puede significar una vida de mediocridad despreciable, o incluso su ruina y su suicidio. Permítaseme citar al verdadero creador de esta heroica doctrina, Fichte una vez más: «Nadie tiene... derechos contra la razón.» «El hombre tiene miedo de subordinar su subjetividad a las leyes de la razón. Prefiere la tradición o la arbitrariedad.» Sin embargo, tiene que estar subordinado[20]. Fichte defiende los derechos de lo que él llamó la razón; Napoleón, Carlyle o los autoritarios románticos pueden rendir culto a otros valores y ver en su establecimiento por la fuerza el único camino para la «verdadera» libertad.
Esta misma actitud fue expresada de manera aguda por Auguste Comte cuando preguntaba: «Si no permitimos la libertad de pensamiento en la Química o en la Biología, ¿por qué habríamos de hacerlo en la Moral o en la Política?» En efecto, ¿por qué? Si tiene sentido hablar de verdades políticas, todos los hombres, puesto que son hombres, tienen que estar de acuerdo en que lo son tales las afirmaciones que se hagan sobre los fines de la sociedad, una vez que son descubiertos, y si, como Comte creía, el método científico los revelará a su debido tiempo, entonces ¿qué sentido tiene en estos asuntos la libertad de opinión o de acción, al menos como fin en sí mismo, y no sólo como clima intelectual estimulante para individuos o para grupos? ¿Por qué debe ser tolerada una conducta que no está autorizada por los expertos adecuados? Comte expresó de manera directa lo que había estado implícito en la teoría política racionalista desde sus antiguos orígenes griegos. En principio, sólo puede haber una sola manera correcta de vivir; los sabios la llevan espontáneamente; por eso se les llama sabios. Los que no lo son tienen que ser empujados hacia ella por todos los medios sociales que están en poder de los que son sabios; pues ¿por qué ha de soportarse que sobreviva y crezca el error que puede ser demostrado como tal? A los inmaduros y faltos de tutela hay que hacerles decirse a sí mismos: «Sólo la verdad libera, y la única manera de que yo pueda aprender la verdad es haciendo hoy ciegamente lo que tú, que la conoces, me mandes hacer o me coacciones a que haga, con la certeza de que solamente así llegaré a tu clara visión y seré libre como tú.»
Nos hemos apartado, por supuesto, de nuestros comienzos liberales. Este argumento, empleado por Fichte en su última fase, y después de él por otros defensores de la autoridad, desde los maestros de escuela de la época victoriana y los administradores de las colonias hasta los últimos dictadores nacionalistas o comunistas, es precisamente aquello contra lo cual más amargamente protesta la moralidad kantiana y estoica en nombre de la razón del individuo libre que sigue su propia luz interior. De este modo, el argumento racionalista, con su supuesto de la única solución verdadera, ha ido a parar (por pasos que, si no son válidos lógicamente, son inteligibles histórica y psicológicamente) desde una doctrina ética de la responsabilidad y autoperfección individual a un estado autoritario, obediente a las directrices de una élite de guardianes platónicos.
¿Qué puede haber llevado a tan extraña inversión: a la transformación del severo individualismo de Kant en algo cercano a una pura doctrina totalitaria, defendida por pensadores, algunos de los cuales pretendían ser sus discípulos? Esta cuestión no es sólo de interés histórico, ya que no pocos liberales contemporáneos han pasado por esta misma peculiar evolución. Es verdad que Kant, siguiendo a Rousseau, insistió en que la capacidad para dirigirse a sí mismos pertenecía a todos los hombres, que no podía haber expertos en cuestiones morales, ya que la moralidad no era cuestión de ningún conocimiento especializado (como habían sostenido los utilitaristas y philosophes), sino del uso correcto de una facultad humana universal, y que, por tanto, lo que hacía libres a los hombres no era obrar de cierta manera que les mejorase, a lo cual podían estar coaccionados, sino saber por qué debían obrar así, lo cual nadie podía hacer por nadie ni en nombre de nadie. Pero incluso Kant, cuando llegó a tratar de temas políticos, concedió que ninguna ley (suponiendo que ésta fuese una ley tal que yo aprobase como ser racional, si me lo consultaran) podía privarme de ninguna parte de mi libertad racional. Con esto quedaba la puerta abierta de par en par para el papel de los expertos. Yo no puedo consultar en todo momento a todos los hombres sobre todas las leyes. El Gobierno no puede ser un continuo plebiscito. Más aún, algunos hombres no tienen el oído tan fino como otros para la voz de su propia razón; algunos parecen especialmente sordos. Si soy legislador o gobernante, tengo que suponer que si la ley que impongo es racional (y sólo puedo consultar a mi propia razón), será automáticamente aprobada por todos los miembros de mi sociedad en tanto que son seres racionales; ya que si no la aprueban, tienen que ser pro tanto irracionales, entonces necesitarán ser reprimidos por la razón, no puede importar si por la suya o por la mía, pues los pronunciamientos de la razón tienen que ser los mismos en todas las mentes. Yo doy mis órdenes, y si te resistes a ellas, me encargo de reprimir el elemento irracional que hay en ti, que se opone a la razón. Mi tarea sería más fácil si tu lo reprimieras en ti mismo; intento educarte para que lo hagas; pero soy responsable del bienestar público y no puedo esperar hasta que todos los hombres sean completamente racionales. Kant puede que proteste de esto diciendo que la esencia de la libertad del sujeto consiste en que éste, y sólo éste, es el que se ha dado a sí mismo la orden de obedecer. Pero esto es un consejo de perfección. Si dejas de disciplinarte a ti mismo, yo tengo que hacerlo por ti, y no puedes quejarte de falta de libertad, pues el hecho de que el Juez racional que proponía Kant te haya llevado a la cárcel es prueba de que no has escuchado a tu propia razón interior y de que, al igual que un niño, un salvaje o un idiota, no estás maduro para dirigirte a ti mismo, o de que eres permanentemente incapaz de ello[21].
Si esto lleva al despotismo, aunque sea por el mejor de los más sabios —al templo de Sarastro de la Flauta mágica—, pero a fin de cuentas, despotismo que resulta ser idéntico a la libertad, ¿no puede ser que haya algo erróneo en las premisas de este argumento, que los propios supuestos básicos sean defectuosos en alguna parte? Permítaseme enunciarlos una vez más: primero, que todos los hombres tienen un fin verdadero, y sólo uno: el de dirigirse a sí mismos racionalmente; segundo, que los fines de todos los seres racionales tienen que encajar por necesidad en una sola ley universal armónica, que algunos hombres pueden ser capaces de discernir más claramente que otros; tercero, que todos los conflictos y, por tanto, todas las tragedias, se deben solamente el choque de la razón con lo irracional o lo insuficientemente racional —los elementos de la vida que son inmaduros o que no están desarrollados—, sean éstos individuales o comunales, y que tales choques son, en principio, evitables, e imposibles para los seres totalmente racionales, y finalmente, que cuando se haya hecho a todos los hombres racionales, éstos obedecerán las leyes racionales de su propia naturaleza, que es una sola y la misma en todos ellos, y serán así sujetos de la ley por completo, y al mismo tiempo, totalmente libres. ¿No será que Sócrates, y los creadores de lo fundamental de la tradición occidental en Etica y Política que le siguieron, hayan estado equivocados durante más de dos milenios, y que la virtud no sea conocimiento, ni la libertad idéntica a la una ni al otro? ¿No será que, a pesar del hecho de que actualmente dirijan las vidas de más hombres que en cualquier otro momento de su larga historia, no sea demostrable, ni, quizá siquiera verdadero, ninguno de los supuestos básicos de esta famosa doctrina?

 

VI


La búsqueda del «status»

Aún hay otro enfoque, históricamente importante, de este tema; el cual, confundiendo la libertad con sus hermanas la igualdad y la fraternidad, lleva a conclusiones que tampoco son liberales. Desde que se sacó a relucir esta cuestión a fínales del siglo XVIII se ha estado haciendo persistentemente, y cada vez con mayores consecuencias, la pregunta de qué quiere decir «un individuo». En tanto yo vivo en sociedad, todo lo que hago inevitablemente afecta a lo que hacen otros, y es, a su vez, afectado por esto. Incluso los arduos esfuerzos que hizo Mill para señalar la distinción que hay entre la esfera de la vida privada y la de la vida social se desvanecen cuando se la examina de cerca. Virtualmente, todos los críticos de Mill han señalado que todo lo que yo haga puede tener resultados que perjudiquen a otros seres humanos. Más aún, yo soy un ser social en un sentido más profundo que el que significa la interacción con los demás. Pues ¿en cierta medida, no soy yo lo que soy en virtud de lo que los demás piensan y creen que soy? Cuando me pregunto qué soy y respondo que un inglés, un chino, un comerciante, un hombre de importancia, un millonario o un convicto, si analizo la respuesta, veo que poseer estos atributos lleva consigo ser reconocido por otras personas de mi sociedad como perteneciente a un determinado grupo o clase, y que este reconocimiento es parte del significado de la mayoría de los términos que denotan algunas de mis características más personales y permanentes. Yo no soy una razón despersonificada. Tampoco soy Robinson Crusoe, solo en su isla. No se trata solamente de que mi vida material dependa de la interacción con otros hombres, ni de que sea lo que soy como resultado de las fuerzas sociales, sino de que algunas de mis ideas sobre mí mismo, quizá todas, y en particular la concepción que tengo de mi propia moral y de mi idéntica social, inteligibles en función de la red social de la que soy un elemento (la metáfora no debe llevarse demasiado lejos). La falta de libertad de la que muchos hombres y grupos se quejan, la mayoría de las veces no es más que falta de reconocimiento adecuado. Puede que no busque lo que Mill quisiera que buscase; a saber, seguridad contra la coacción, contra el arresto arbitrario, contra la tiranía, contra la privación de ciertas oportunidades de acción, o un espacio en el que no sea responsable de ninguno de mis movimientos. Igualmente, puede que no quiera un plan racional de vida social o la autoperfección de un sabio sin pasiones. Puede que lo que quiera evitar es simplemente que me ignoren, que sean paternalistas conmigo, que me desprecien, o que me consideren muy poca cosa; en pocas palabras, que no me traten como individuo, que tenga mi singularidad insuficientemente reconocida y que sea clasificado como miembro de una amalgama sin caracteres, como una unidad estadística sin cualidades identificables, especialmente humanas y sin propósitos propios. Esta es la degradación contra la que lucho; no lucho por la igualdad de derechos que otorga la ley, ni por la libertad de hacer lo que desee (aunque puede que también quiera estas cosas), sino por una condición en la que pueda sentirme que soy, porque se me considera que lo soy, un agente responsable, cuya voluntad se toma en consideración porque tengo derecho a ello, incluso si se me ataca y se me persigue por ser lo que soy o por decidir lo que decido. Esto es desear status y reconocimiento. «El más pobre de Inglaterra tiene una vida que vivir tanto como el más grande.» Quiero que me entiendan y me reconozcan, aunque esto signifique que no requieran y que no le guste a la gente. Las únicas personas que pueden reconocerme en este sentido y, por tanto, darme la sensación de ser alguien, son los miembros de la sociedad a la que siento que pertenezco histórica, moral, económica y, quizá étnicamente[22]. Mi yo individual no es algo que se pueda desligar de mi relación con los demás, o de aquellos atributos míos que consisten en la actitud que tienen los otros hacia mí. Por tanto, cuando pido que se me libere, por ejemplo, del status de dependencia social o política, lo que pido es un cambio de actitud respecto a mí por parte de aquellos cuyas opiniones y conducta contribuyen a determinar mi propia imagen de mí mismo. Y lo que es verdad para d individuo lo es para los grupos sociales, políticos, económicos o religiosos, es decir, para los hombres conscientes de las necesidades y fines que tienen como miembros de tales grupos. Por regla general, lo que piden las clases o las nacionalidades oprimidas no es simplemente libertad de acción no coartada para sus miembros, ni, sobre todo, igualdad de oportunidades sociales o económicas, ni menos aún d que se les asigne un lugar en un estado orgánico y carente de fricciones, ideado por un legislador racional. Lo que quieren, por regla general, es simplemente que se les reconozca (su clase, nación, color, raza) como fuente independiente de actividad humana, como entidad con voluntad propia que intenta obrar de acuerdo con ella (sea o buena o legítima), y no ser gobernados, educados o guiados, como si no fueran completamente humanos y, por tanto, totalmente libres. Esto da un sentido mucho más amplio que d de un puro racionalismo a la idea kantiana de que «d paternalismo es d mayor despotismo imaginable». El paternalismo es despótico, no porque sea más opresivo que la tiranía brutal, descarada e inculta, ni sólo porque ignore la razón trascendental que está encarnada en mi cuerpo, sino porque es un insulto a la concepción que tengo de mí mismo como ser humano, determinado a realizar mi propia vida de acuerdo con mis propios fines (no necesariamente racionales o benéficos) y, sobre todo, con derecho a ser reconocido como tal por los demás. Pues si no soy reconocido como tal, puede que deje de reconocer mi propia pretensión de ser un ser humano completamente independiente, o que dude de ella; ya que lo que yo soy está determinado en gran parte por lo que creo y pienso, y esto a su vez está determinado, por las creencias e ideas que prevalecen en la sociedad a la que pertenezco; de la que, en el sentido que decía Burke, yo no constituyo un átomo que se pueda aislar, sino un ingrediente de una estructura social (para usar una metáfora peligrosa, pero indispensable). Puede que no me sienta libre en el sentido de no ser reconocido como un ser humano individual que se gobierna a sí mismo; pero puede que tampoco me sienta libre en cuanto que sea miembro de un grupo no reconocido o no respetado suficientemente; entonces es cuando quiero la emancipación de toda mi clase, comunidad, nación, raza o profesión. Y puedo desearla tanto que, en mi gran anhelo de status, quizá prefiera ser atropellado y mal gobernado por alguien que pertenezca a mi propia raza o a mi propia clase social, por el que, sin embargo, soy reconocido como hombre y como rival —es decir, como un igual—, a ser tratado bien y de manera tolerante por alguien de algún grupo más elevado y remoto, que no me reconoce lo que yo quiero sentir que soy. Esto es lo que hay de fundamental en el gran rito que lanzan tanto los individuos como los grupos que piden su reconocimiento, y en nuestros días, en el que lanzan las clases sociales, las profesiones, las naciones y las razas. Aunque quizá no me den libertad «negativa» los que pertenecen a mi propia sociedad, ellos son, sin embargo, miembros de mi propio grupo, me entienden, como yo les entiendo a ellos, y este entendimiento crea en mí la sensación de ser alguien en el mundo. Este deseo de reconocimiento recíproco es el que lleva a que, los que están bajo las más autoritarias democracias, a veces las prefieran conscientemente a las más ilustradas oligarquías; y algunas veces es la causa de que alguien que pertenece a algún estado asiático o africano recientemente liberado se queje menos hoy día que es tratado con rudeza por miembros de su propia raza o nación, que cuando era gobernado por algún administrador de fuera, cauteloso, justo, suave y bienintencionado. A no ser que se comprenda este fenómeno, se convierten en una ininteligible paradoja los ideales y la conducta de pueblos enteros, que, en el sentido que daba Mill a esta palabra, sufren la privación de los derechos humanos elementales y, con toda apariencia de sinceridad, dicen que gozan de más libertad que cuando tenían estos derechos en más amplia medida.
Sin embargo, no es con la libertad individual, tanto en el sentido «negativo» de esta palabra como en el «positivo», con la que puede identificarse fácilmente este deseo de status y reconocimiento. Es con algo que los seres humanos necesitan no menos profundamente y por lo que luchan de manera apasionada, algo emparentado con la libertad, pero no la libertad misma; aunque lleva consigo la libertad negativa de todo el grupo, está relacionado más estrechamente con la solidaridad, la fraternidad, el mutuo entendimiento, la necesidad de asociación en igualdad de condiciones, todo lo que se llama a veces —pero de manera engañosa— libertad social. Los términos sociales y políticos son necesariamente vagos. El intento de hacer demasiado preciso el vocabulario político puede hacerlo inútil. Pero no es ningún tributo a la verdad debilitar el uso de las palabras más de lo necesario. La esencia de la idea de libertad, tanto en su sentido «positivo» como «negativo», es el frenar algo o a alguien, a otros que se meten en mi terreno o afirman su autoridad sobre mí, frenar obsesiones, miedos, neurosis o fuerzas irracionales: intrusos y déspotas de un tipo u otro. El deseo de ser reconocido es un deseo de algo diferente: de unión, de entendimiento más íntimo, de integración de intereses, una vida de dependencia y sacrificio comunes. Y es sólo el confundir d deseo de libertad con este profundo y universal anhelo de status y comprensión (confundido aún más cuando se identifica con la idea de autodirección social, en la que el yo que ha de ser liberado ya no es el individuo, sino el «todo social») lo que hace posible que los hombres digan que en cierto sentido esto les libera, aunque se sometan a la autoridad de oligarcas o de dictadores.
Mucho se ha escrito sobre la falacia de considerar a los grupos sociales como personas o yos —en el sentido literal de la palabra—, el control y disciplina de cuyos miembros no es más que autodisciplina y autocontrol voluntario que deja libre al agente individual. Pero incluso en la concepción «orgánica» de la sociedad ¿sería natural o deseable llamar a la exigencia de reconocimiento y de status exigencia de libertad en un tercer sentido? Es verdad que d grupo por d que d individuo pide ser reconocido tiene que tener un grado suficiente de libertad «negativa»    —estar libre del control de cualquier autoridad exterior—, ya que, si no, el reconocimiento por parte del grupo no dará al que lo pretende el status que éste pide. Pero ¿puede llamarse lucha por la libertad a la lucha por un status más elevado y el deseo de salir de una posición inferior? ¿Es mera pedantería limitar el sentido de la palabra libertad a los principales sentidos que se han estudiado anteriormente, o, como sospecho, estamos en peligro de  llamar aumento de libertad a cualquier mejora de la situación social que quiere un ser humano, lo cual hace a este término tan vago y extenso que le conviene virtualmente en un término inútil? Y sin embargo, no podemos simplemente dar de lado a esta cuestión como si fuera una mera confusión de la idea de libertad con la idea de status, solidaridad, fraternidad, igualdad o alguna combinación de éstas. Pues el anhelo de status está muy cerca, en ciertos aspectos, del deseo de ser alguien que obra independientemente.
Podemos negarle a esta meta el título de libertad, pero esto sería una idea superficial que supondría que las analogías entre los individuos y los grupos, las metáforas orgánicas, o los diversos sentidos de la palabra libertad, son meras falacias, que se deben, o bien a una confusión semántica, o bien a que se dice que son iguales unas entidades en aspectos en que no lo son. Lo que quieren aquellos que están dispuestos a cambiar su propia libertad de acción individual, y la de otros, por el status de su grupo y su propio status dentro de ese grupo, no es simplemente una entrega de su libertad en aras de la seguridad y de un puesto asegurado en una jerarquía armónica en la que todos los hombres y todas las clases saben el puesto que les corresponde; tales personas están dispuestas a cambiar el penoso privilegio de decidir —«el peso de la libertad»— por la paz, la comodidad y la relativa innecesariedad de tener que pensar que lleva consigo una estructura autoritaria o totalitaria. Sin duda alguna, tales entregas de la libertad individual pueden ocurrir, y, por supuesto, han ocurrido frecuentemente. Pero es entender profundamente mal el temperamento de nuestro tiempo suponer que esto es lo que hace que sean atractivos el nacionalismo o el marxismo para naciones que han sido gobernadas por dirigentes extranjeros, o para clases sociales, cuyas vidas fueron dirigidas por otras clases en un régimen feudal o en algún otro régimen organizado jerárquicamente. Lo que quieren estas naciones y clases es más afín a lo que Mill llamó «la autoafirmación pagana», pero de una forma colectiva y socializada. En efecto, mucho de lo que él dice sobre sus propias razones para desear la libertad —d valor que atribuye a la audacia y al no conformismo, a la afirmación de los propios valores del individuo frente a la opinión que prevalece, y a las fuertes personalidades que dependen de si mismas y están libres de las directrices de los legisladores oficiales y de los instructores de la sociedad— tiene bastante poco que ver con su concepción de la libertad como no interferencia, y mucho que ver con el deseo que tienen los hombres de que no pongan su personalidad a un nivel demasiado bajo y de que no se les suponga capaces de una conducta autónoma, original y «'auténtica», aunque tal conducta haya de enfrentarse con el oprobio, con las restricciones que imponga la sociedad, o con una legislación que les inhiba. Este deseo de afirmar la «personalidad» de mi clase, de mi grupo, o de mi nación, tiene relación tanto con la contestación que responde a la pregunta sobre cuál ha de ser el ámbito de la autoridad (pues d grupo no debe ser mediatizado por dirigentes de fuera) cuanto —e incluso más estrechamente— con la que responde a la de quién ha de gobernarnos; gobernarnos bien o mal, con liberalidad o con opresión, pero, sobre todo «¿quién?». Respuestas tales como «representantes elegidos por mí y por otros, elegidos sin ninguna traba», «todos nosotros reunidos en asambleas regulares», «los mejores», «los más sabios», «la nación en cuanto que está encarnada en estas o en aquellas personas o instituciones», o «el líder divino», son respuestas que son independientes lógicamente, y a veces también política y socialmente, del grado de libertad «negativa» que yo pida para mis propias actividades o para las de mi grupo. En el caso de que la respuesta a la pregunta sobre quién me va a gobernar sea alguien o algo que yo pueda representar como «mío», como algo que me pertenece, o alguien a quien pertenezco, puedo definir a este algo o alguien como una forma híbrida de libertad, usando palabras que llevan la idea de fraternidad y solidaridad, así como, en parte, la connotación del sentido «positivo» de la palabra libertad (que es difícil de especificar con más precisión); en todo caso, puedo definirlo como un ideal que hoy día es más prominente que cualquier otro en el mundo, pero al que no parece convenir con precisión ningún término de los que existen. Los que compran al precio de su libertad «negativa», que es la que Mill defendía, pretenden, desde luego, que se «liberan» por estos medios, en este sentido confuso que tiene esta palabra, pero que es vivido con pasión. De este modo la expresión «estar al servicio de Dios es la perfecta libertad» puede ser secularizada, y el Estado, la nación, la raza, una asamblea, un dictador, mi familia, mi medio ambiente, o yo mismo, podemos sustituir a la Divinidad, sin que por ello deje de tener sentido por completo la palabra «libertad»[23]
Es indudable que toda interpretación de la palabra libertad, por rara que sea, tiene que incluir un mínimo de lo que yo he llamado libertad «negativa». Tiene que haber un ámbito en el que no sea frustrado. Ninguna sociedad suprime literalmente todas las libertades de sus miembros; un ser al que los demás no le dejan hacer absolutamente nada por su cuenta, no es un agente moral en absoluto, y no se le puede considerar moral ni legalmente un ser humano, aunque un fisiólogo, o un biólogo, o incluso un psicólogo se inclinase a clasificarle como hombre. Pero los padres del liberalismo, Mill y Constant, quieren más que este mínimo; piden un grado máximo de no interferencia, compatible con el mínimo de exigencias de vida social. No parece probable que esta extrema exigencia de libertad haya sido nunca hecha más que por una pequeña minoría de seres humanos, muy civilizados y conscientes de sí mismos. La mayoría de la humanidad ha estado casi siempre dispuesta a sacrificar esto a otros fines: la seguridad, el status, la prosperidad, el poder, la virtud, las recompensas en el otro mundo, o la justicia, la igualdad, la fraternidad y muchos otros valores que parecen ser incompatibles por completo, o en parte, con el logro del máximo de libertad individual, y que desde luego no necesitan ésta como condición previa a su propia realización. No ha sido la exigencia de Lebensraum (espacio vital) para cada individuo lo que ha estimulado las relaciones y las guerras de liberación por las que los hombres estuvieron dispuestos a morir en el pasado, o, desde luego, lo están en el presente. Los hombres que han luchado por la libertad han luchado generalmente por el derecho a ser gobernados por ellos mismos o por sus representantes; gobernados severamente, si era necesario, como los espartanos, con poca libertad individual, pero de una manera que les permitiese participar, o en todo caso, creer que participaban, en la legislación y administración de sus vidas colectivas. Y los hombres que han hecho las revoluciones han entendido por libertad algo que no era más que la conquista del poder por parte de alguna determinada secta de creyentes en alguna doctrina, o de una clase, o de algún otro grupo social, antiguo o moderno. Sus victorias frustraron desde luego a los que eliminaron, y a veces reprimieron, esclavizaron o exterminaron a un gran número de seres humanos. Sin embargo, tales revolucionarios generalmente han considerado que era necesario defender que, a pesar de esto, ellos representaban al partido de la libertad, de la «verdadera» libertad, proclamando universalmente su ideal y alegando que también lo querían los «verdaderos yos» de aquellos mismos que se les oponían, aunque considerando que estos últimos habían perdido el camino que les conducía a este fin, o que se habían equivocado en el fin mismo a causa de alguna ceguera moral o espiritual. Todo esto tiene muy poco que ver con la idea que tiene Mill de la libertad, solamente limitada por el peligro de hacer daño a los demás. No haber reconocido este hecho psicológico y político (que está oculto tras la aparente ambigüedad del término «libertad») es lo que quizá ha cegado a algunos liberales contemporáneos para el mundo en que viven. Lo que éstos piden es claro y su causa es justa. Pero no tienen en cuenta la variedad de las necesidades humanas básicas, ni la ingenuidad con que los hombres pueden probar, para su propia satisfacción, que el camino que conduce a un ideal también conduce a su contrario.


VII


Libertad y soberanía

La Revolución francesa, como todas las grandes revoluciones, fue, por lo menos en su forma jacobina, precisamente una tal erupción del deseo de libertad «positiva» de autodirección colectiva por parte de un gran número de franceses que se sentían liberados como nación, aunque, para muchos de ellos, el resultado fue una fuerte restricción de las libertades individuales. Rousseau había dicho con regocijo que las leyes de la libertad pueden resultar más austeras que el yugo de la tiranía. La tiranía es servir a amos humanos. La ley no puede ser un tirano. Rousseau no entiende por libertad la libertad «negativa» del individuo para que no se metan con él dentro de un determinado ámbito, sino el que todos los miembros idóneos de una sociedad, y no solamente unos cuantos, tengan participación en el poder público, el cual tiene derecho a interferirse en todos los aspectos de todas las vidas de los ciudadanos. Los liberales de la primera mitad del siglo XIX previeron correctamente que la libertad entendida
en este sentido «positivo» podía destruir fácilmente demasiadas libertades «negativas», que ellos consideraban sagradas. Señalaron que la soberanía del pueblo podía destruir fácilmente la de los individuos. Mill explicó paciente e incontestablemente que, bajo su punto de vista, el gobierno del pueblo no implicaba necesariamente la libertad. Pues los que gobiernan no son necesariamente el mismo «pueblo» que los que son gobernados, y el autogobierno democrático no es gobernarse «cada uno a sí mismo», sino, en el mejor de los casos, que «a cada uno le gobierne el resto». Mill y sus discípulos hablaron de la tiranía de la mayoría y de «las ideas y opiniones que prevalecen», no viendo gran diferencia entre este tipo de tiranía y otro cualquiera que invada las actividades humanas más allá de las fronteras sagradas de la vida privada.
Nadie vio mejor —o lo expresó con más claridad— el conflicto que hay entre estos dos tipos de libertad que Benjamin Constant. El señaló que la transferencia de libertad de unas manos a otras, mediante el aumento de la autoridad ilimitada, comúnmente llamada soberanía, no aumenta la libertad, sino simplemente desplaza el peso de la esclavitud. Con mucha razón preguntaba por qué un hombre debe preocuparse profundamente de si es oprimido por un gobierno popular, por un monarca, o incluso por un conjunto de leyes represivas. Se dio cuenta de que el problema fundamental que tienen los que quieren libertad individual «negativa» no es el de quién ejerce la autoridad, sino el de cuánta autoridad debe ponerse en unas manos. Pues él creía que una autoridad en manos de cualquiera, tarde o temprano tenía que destruir a alguien. Sostenía que generalmente los hombres protestaban contra cualquier grupo determinado de gobernantes porque los consideraban opresivos, cuando la verdadera causa de la opresión está en el mero hecho de la acumulación misma de poder, esté donde esté, ya que la libertad se pone en peligro por la mera existencia de la autoridad absoluta como tal. «No es el brazo el que es injusto —escribió—, sino el arma la que es demasiado pesada; algunos pesos son demasiado pesados para la mano humana.»
La democracia puede desarmar a una determinada oligarquía o a un determinado individuo o grupo de individuos, pero también puede oprimir a las personas de manera tan implacable como las oprimían los gobernantes anteriores. En un trabajo en que compara la libertad de los modernos con la de los antiguos dice que el tener igual derecho a oprimir, o a interferirse en los demás, no es equivalente a la libertad. Tampoco el consentimiento universal a la pérdida de la libertad preserva ésta de manera un tanto milagrosa porque aquél sea universal o sea consentimiento. Si consiento que me opriman, o acepto mi condición con una actitud distante o irónica, ¿estoy por ello menos oprimido? Si me vendo como esclavo, ¿soy por eso menos esclavo? Si me suicido, ¿estoy menos muerto porque me haya quitado la vida libremente? «El gobierno popular es una tiranía espasmódica, la monarquía, un despotismo más eficazmente centralizado.» Constant vio en Rousseau al más peligroso enemigo de la libertad individual porque éste había dicho que «al darme a todos, no me doy a ninguno». Constant no podía comprender por qué, aunque el soberano sea «todo el mundo», no debía oprimir a ninguno de los «miembros» de su yo invisible, si así lo decidía. Por supuesto, yo puedo preferir ser privado de mis libertades por una asamblea, por una familia, o por una clase social, en las que soy minoría. Puede que ello me dé algún día la oportunidad de convencer a los demás para que hagan por mí aquello a lo cual yo creo que tengo derecho. Pero estar privado de mi libertad en manos de mi familia, amigos o conciudadanos, es estar privado de ella de una manera igualmente efectiva. En codo caso Hobbes fue más ingenuo: no pretendía que el soberano no esclavizase, justificó su esclavitud; pero por lo menos no tuvo la desfachatez de llamarla libertad.
Durante todo el siglo XIX los pensadores liberales sostuvieron que si la libertad implicaba un límite en los poderes de cualquier hombre para forzarme a hacer lo que no quería o quisiera hacer, si yo era coaccionado, cualquiera que fuese el ideal en nombre del cual se hiciese, yo no era libre, y que la doctrina de la soberanía absoluta era tiránica en sí misma. Si quiero preservar mi libertad, no es bastante decir que no debe ser violada a no ser que su violación sea autorizada por alguien: por d gobernante absoluto, la asamblea popular, el rey en d parlamento, los jueces, una combinación de autoridades, o las leyes mismas —pues las leyes pueden ser opresivas. Tengo que establecer una sociedad en la que tiene que haber unas fronteras de libertad que nadie esté autorizado a cruzar. Se pueden dar nombres o naturalezas a las normas que determinen estas fronteras; pueden llamarse derechos naturales, la Palabra divina, la Ley natural, las exigencias que lleva consigo la utilidad, o las que llevan consigo «los intereses permanentes del hombre»; puedo creer que son válidas a priori, o afirmar que son mi propio fin último, o el fin de mi sociedad o de mi cultura. Lo que estas normas o mandamientos tendrán en común es que son aceptados por tanta gente y están fundados tan profundamente en la naturaleza real de los hombres tal y como se han desarrollado a través de la historia, que, por ahora, son parte esencial de lo que entendemos por un ser humano normal. La creencia auténtica en la inviolabilidad de un mínimo de libertad individual implica una postura absoluta de este tipo. Está claro que la libertad tiene poco que esperar del gobierno de las mayorías; la democracia como tal no está, lógicamente, comprometida con ella, e históricamente a veces ha dejado de protegerla, permaneciendo fiel a sus propios principios. Se ha observado que pocos gobiernos han encontrado mucha dificultad en hacer que sus súbditos quisieran lo que quería el gobierno. «El triunfo del despotismo es forzar a los esclavos a declararse libres.» Puede que no sea necesaria la fuerza, puede que los esclavos proclamen su libertad sinceramente; pero por eso no son menos esclavos. Quizá para los liberales el valor principal de los derechos políticos —«positivos»—, de participar en el gobierno, es el  de ser medios para proteger lo que ellos consideraron que era un valor último: la libertad individual «negativa».
Pero si las democracias, sin dejar de serlo, pueden suprimir la libertad, al menos en el sentido en el que los liberales usaron esta palabra, ¿qué es lo que haría verdaderamente libre a una sociedad? Para Constant, Mill, Tocqueville y la tradición liberal a la que ellos pertenecen, una sociedad no es libre a no ser que esté gobernada por  dos principios que guardan relación entre sí: primero, que solamente los derechos, y no el poder, pueden ser considerados como absolutos, de manera que todos los hombres, cualquiera que sea el poder que les gobierne, tienen el derecho absoluto de negarse a comportarse de una manera que no es humana, y segundo, que hay fronteras, trazadas no artificialmente, dentro de las cuales los hombres deben ser inviolables, siendo definidas estas fronteras en función de normas aceptadas por tantos hombres y por tanto tiempo que su observancia ha entrado a formar parte de la concepción misma de lo que es un ser humano normal y, por tanto, de lo que es obrar de manera inhumana o insensata; normas de las que sería absurdo decir, por ejemplo, que podrían ser derogadas por algún procedimiento formal por parte de algún tribunal o de alguna entidad soberana. Cuando digo de un hombre que es normal, parte de lo que quiero decir es que no puede violar fácilmente estas normas sin una desagradable sensación de revulsión. Tales normas son las que se violan cuando a un hombre se le declara culpable sin Juicio o se le castiga con arreglo a una ley retroactiva; cuando se les ordena a los niños denunciar a sus padres, a los amigos, traicionarse uno al otro, o a los soldados, utilizar métodos bárbaros; cuando los hombres son torturados o asesinados, o cuando se hace una matanza con las minorías porque irritan a una mayoría o a un tirano. Tales actos, aunque sean legalizados por el soberano, causan horror incluso en estos días, y esto proviene del reconocimiento de la validez moral —prescindiendo de las leyes— de unas barreras absolutas a la imposición de la voluntad de un hombre o de otro[24]. La libertad de una sociedad, de una clase social o de un grupo, en este sentido de la palabra libertad, se mide por la fuerza que tengan estas barreras y por el número e importancia de las posibilidades que ofrezcan a sus miembros; si no a todos, por lo menos a un gran número de ellos.[25]
Esto es casi el polo opuesto de los propósitos que tienen los que creen en la libertad en su sentido «positivo»: el sentido que lleva la idea de autodirección. Los primeros quieren disminuir la autoridad como tal. Los segundos quieren ponerla en sus propias manos. Esto es una cuestión fundamental. No constituyen dos interpretaciones diferentes de un mismo concepto, sino dos actitudes propiamente divergentes e irreconciliables respecto a la finalidad de la vida. Hay que reconocer que es así, aunque, a veces, en la práctica sea necesario hacer un compromiso entre ellas. Pues cada una tiene pretensiones absolutas. Ambas pretensiones no pueden ser satisfechas por completo. Pero es una profunda falta de comprensión social y moral no reconocer que la satisfacción que cada una de ellas busca es un valor último que, tanto histórica como moralmente, tiene igual derecho a ser clasificado entre los intereses más profundos de la humanidad.

 

 

VIII


Lo uno y lo múltiple

Una creencia, más que ninguna otra, es responsable del holocausto de los individuos en los altares de los grandes ideales históricos: la justicia, el progreso, la felicidad de las futuras generaciones, la sagrada misión o emancipación de una nación, raza o clase, o incluso la libertad misma, que exige el sacrificio de los individuos para la libertad de la sociedad. Esta creencia es la de que en alguna parte, en el pasado o en el futuro, en la revelación divina o en la mente de algún pensador individual, en los pronunciamientos de la historia o de la ciencia, o en el simple corazón de algún hombre bueno no corrompido, hay una solución final. Esta vieja fe se basa en la convicción de que todos los valores positivos en los que han creído los hombres tienen que ser comparables en último término, e incluso quizá tienen que implicarse unos a otros. «La naturaleza une a la verdad, a la felicidad y a la virtud como por un indiscutible lazo», dijo uno de los mejores hombres que hayan vivido nunca, y que habló en términos semejantes de la libertad, de la igualdad y de la justicia[26]. Pero ¿es esto verdad? Es un lugar común que ni la igualdad política, ni la organización eficaz, ni la justicia social son compatibles con más de una pequeña cantidad de libertad individual —y desde luego no lo son con un laissez faire ilimitado—, y que la justicia y la generosidad, las lealtades públicas y privadas, las exigencias del genio y las pretensiones de la sociedad pueden entrar en conflicto violento unas con otras. Y no difiere mucho de esto la idea general de que todas las cosas buenas no son compatibles, y menos aún todos los ideales de la humanidad. Pero se nos dirá que en alguna parte y de alguna manera tiene que ser posible que coexistan juntos todos estos valores, pues, de no ser así, el universo no es un cosmos, una armonía, y cabe la posibilidad de que los conflictos de valores sean un elemento intrínseco e inamovible de la vida humana. Admitir que la realización de algunos de nuestros ideales pueda hacer imposible la realización de otros es decir que la realización total humana es una contradicción formal y una quimera metafísica. Para todo metafísico racionalista, desde Platón a los últimos discípulos de Hegel o de Marx, este abandono de la idea de una armonía final en la que se resuelven todos los problemas y se reconcilian todas las contradicciones es un crudo empirismo, una abdicación ante los hechos brutos, una intolerable bancarrota de la razón ante las cosas tal como son, y un fracaso en explicar, justificar y reducir todas las cosas a un sistema, lo cual lo rechaza la razón con indignación. Pero si no estamos armados con una garantía a priori para la proposición de que en alguna parte ha de encontrarse una total armonía de los verdaderos valores —quizá en algún ámbito ideal, cuyas características no podemos más que concebir en nuestra condición de finitud—, tenemos que volver a los resortes ordinarios de la observación empírica y del conocimiento ordinario humano. Y éstos, desde luego, no nos dan ninguna garantía para suponer que todas las cosas buenas —o, en este aspecto, también todas las malas  —son reconciliables entre sí, ni siquiera para entender qué quiere decirse cuando se dice esto. El mundo con el que nos encontramos en nuestra experiencia ordinaria es un mundo en el que nos enfrentamos con que tenemos que elegir entre fines igualmente últimos y pretensiones igualmente absolutas, la realización de algunos de los cuales tiene que implicar inevitablemente el sacrificio de otros. En efecto, porque su situación es ésta es por lo que los hombres dan un valor tan inmenso a la libertad de decidir, pues si tuvieran la segundad de que en un estado perfecto, realizable en la tierra, no entrasen nunca en conflicto ninguno de los fines que persiguen, desaparecerían la necesidad y la agonía de decidir, y con ello la importancia fundamental que tiene la libertad de decisión. Entonces parecería completamente justificado todo método que acercase más este estado final, sin que importase mucho cuánta libertad se sacrificaba para estimular su avance. No tengo ninguna duda de que esta certeza dogmática es la que ha sido responsable de la convicción profunda, serena e inamovible, existente en la mente de algunos de los más ir placables tiranos y perseguidores de la historia, de que lo que hacían estaba totalmente justificado por su propósito. No digo que el ideal de autoperfección —sea de los individuos, de las naciones, de las iglesias o de las clases sociales— haya de ser condenado en sí mismo, ni que el lenguaje que se utilizó en su defensa fuese en todos los casos resultado de un uso confuso o fraudulento de las palabras, o de una perversión moral o intelectual. En efecto, yo he intentado hacer ver que la idea de libertad en su sentido «positivo» es la que está en fondo mismo de las exigencias de autodirección nacional o social que animan a los más poderosos movimientos públicos, moralmente justos, de nuestra época, y que no reconocer esto es entender mal los hechos y las ideas más vitales de nuestros días. Pero igualmente me parece que puede demostrarse que es falsa la creencia de que en principio pueda encontrarse una única fórmula con la que puedan realizarse de manera armónica todos los diversos propósitos de los hombres. Si, como yo creo, éstos son múltiples y todos ellos no son en principio compatibles entre sí, la posibilidad de conflicto y tragedia no puede ser nunca eliminada por completo de la vida humana, personal o social. La necesidad de elegir entre diferentes pretensiones absolutas es, pues, una característica de la vida humana, que no puede eludir. Esto da valor a la libertad tal como la concibió Acton: como un fin en sí misma, y no como una necesidad temporal que surge de nuestras confusas ideas y de nuestras vidas irracionales y desordenadas, ni como un trance apurado que un día pueda resolver una panacea.
No quiero decir que la libertad individual sea, incluso en las sociedades más liberales, el único criterio, ni siquiera el dominante, para obrar socialmente. Obligamos a los niños a que se eduquen y prohibimos las ejecuciones públicas. Esto es, desde luego, disminución de la libertad, y lo justificamos basándonos en que la ignorancia, la educación bárbara o los placeres y excitaciones crueles son peores para nosotros que la cantidad de restricciones que se necesitan para reprimirlos. A su vez, este juicio depende de cómo determinemos lo que es bueno y lo que es malo; es decir, de nuestros valores morales, religiosos, intelectuales, económicos y estéticos, que, a su vez, están vinculados a la concepción que tengamos del hombre y de las exigencias básicas de su naturaleza. En otras palabras, nuestra solución a tales problemas está basada en la visión que tengamos de lo que constituye la realización de una vida humana —visión que nos guía consciente o inconscientemente—, puesta en contraste con las naturalezas «restringidas y pervertidas», «limitadas y fanáticas» de que habla Mill. Protestar contra las leyes que dirigen la censura o la moral personal diciendo que son infracciones intolerables de la libertad personal, presupone la creencia de que las actividades que tales leyes prohíben son necesidades fundamentales de los hombres en cuanto que son hombres, en una sociedad que sea buena (y, por supuesto, en cualquier sociedad). Defender tales leyes es defender que estas necesidades no son esenciales, o que no pueden ser satisfechas sin sacrificar otros valores que son superiores a la libertad individual y que satisfacen necesidades más profundas que ésta, estando determinados dichos valores por alguna norma que no es meramente subjetiva, y de la cual se dice que tiene un status objetivo, empírico o a priori.
El grado de libertad que goce un hombre, o un pueblo, para elegir vivir como quiera tiene que estar medido por contraste con lo que pretendan significar otros valores, de los cuales quizá sean los ejemplos más evidentes la igualdad, la justicia, la felicidad, la seguridad o el orden público. Por esta razón la libertad no puede ser ilimitada. R. H. Tawney nos recuerda acertadamente que hay que restringir la libertad del fuerte, sea su fuerza física o económica. Esta máxima pide respeto no como consecuencia de alguna norma a priori por la que el respeto por la libertad de un hombre implique lógicamente el respecto de la libertad de otros que son como él, sino simplemente porque el respeto por los principios de la justicia, o la deshonra que lleva consigo tratar a la gente de manera muy desigual, son tan básicos en los hombres como el deseo de libertad. Que todo no lo podemos tener es una verdad necesaria, y no contingente. Lo que Burke pedía: la necesidad constante de compensar, reconciliar y equilibrar; lo que pedía Mill: nuevos «experimentos de vida» con su permanente posibilidad de error, y la conciencia de que no sólo en la práctica, sino también en principio, es imposible lograr respuestas tajantes y ciertas, incluso en un mundo ideal de hombres totalmente buenos y racionales y de ideas completamente claras, puede que enoje a los que buscan soluciones finales y sistemas únicos omnicomprensivos, garantizados como eternos. Sin embargo, esto es una conclusión que no pueden eludir aquellos que han aprendido con Kant la verdad de que del torcido madero de la humanidad nunca se hizo nada derecho.
No es muy necesario recalcar el hecho de que el monismo y la fe en un solo criterio único han resultado ser siempre una fuente de profunda satisfacción tanto para el entendimiento como para las emociones. Bien se derive este criterio de la visión de una perfección futura, como se derivaba en las mentes de los philosophes del siglo XVIII y se deriva en la de sus sucesores tecnócratas de nuestros días, o se base en el pasado —la terre et les morts—, como sostenían los historicistas alemanes, los teócratas franceses o los neoconservadores de los países de habla inglesa, dicho criterio, si es suficientemente inflexible, tiene forzosamente que encontrarse con algún tipo imprevisto e imprevisible del desarrollo humano en el que no encajará, y entonces será utilizado para justificar las barbaridades a priori de Procusto: la vivisección de las sociedades humanas existentes en algún esquema fijo, dictado por nuestra falible comprensión de un pasado en gran medida imaginario, o de un futuro imaginario por completo. Preservar nuestras categorías o ideales absolutos a expensas de las vidas humanas ofende igualmente a los principios de la ciencia y de la historia; es una actitud que se encuentra, en la misma medida, en las derechas y en las izquierdas de nuestros días, y no es reconciliable con los principios que aceptan los que respetan los hechos.
El pluralismo, con el grado de libertad «negativa» que lleva consigo, me parece un ideal más verdadero y más humano que los fines de aquellos que buscan en las grandes estructuras autoritarias y disciplinadas el ideal del autodominio «positivo» de las clases sociales, de los pueblos o de toda la humanidad. Es más verdadero porque, por lo menos, reconoce el hecho de que los fines humanos son múltiples, no todos ellos conmensurables, y están en perpetua rivalidad unos con otros. Suponer que todos los valores pueden ponerse en los diferentes grados de una sola escala, de manera que no haga falta más que mirar a ésta para determinar cuál es el superior, me parece que es falsificar el conocimiento que tenemos de que los hombres son agentes libres, y representar las decisiones morales como operaciones que, en principio, pudieran realizar las reglas de cálculo. Decir, que en una última síntesis que todo lo reconcilia, pero que es realizable, el deber es interés, o que la libertad individual es democracia pura o un estado totalitario, es echar una manta metafísica bien sobre el autoengaño o sobre una hipocresía deliberada. Es más humano porque no priva a los hombres (en nombre de algún ideal remoto o incoherente —como les privan los que construyen sistemas—) de mucho de lo que han visto que les es indispensable para su vida como seres humanos que se transforman a sí mismos de manera imprevisible[27]. En último término, los hombres eligen entre diferentes valores últimos, y eligen de esa manera porque su vida y su pensamiento están determinados por categorías y conceptos morales fundamentales que, por los menos en grandes unidades de espacio y tiempo, son parte de su ser, de su pensamiento, y del sentido que tienen de su propia identidad; parte de lo cual les hace humanos.
Puede ser que el ideal de libertad para elegir fines sin pretender que éstos tengan validez eterna, y el pluralismo de valores que está relacionado con esto, sea el último fruto de nuestra decadente civilización capitalista; ideal que no han reconocido épocas remotas ni sociedades primitivas, y que la posteridad mirará con curiosidad, incluso con simpatía, pero con poca comprensión. Esto no puede ser así, pero a mí me parece que de esto no se sigue ninguna conclusión escéptica. Los principios no son menos sagrados porque no se pueda garantizar su duración. En efecto, el deseo mismo de tener garantía de que nuestros valores son eternos y están seguros en un cielo objetivo quizá no sea más que el deseo de certeza que teníamos en nuestra infancia o los valores absolutos de nuestro pasado primitivo. «Darse cuenta de la validez relativa de las convicciones de uno —ha dicho un admirable escritor de nuestro tiempo—, y, sin embargo, defenderlas sin titubeo, es lo que distingue a un hombre civilizado de un bárbaro.» Pedir más es quizá una necesidad metafísica profunda e incurable, pero permitir que ella determine nuestras actividades es un síntoma de una inmadurez política y moral, igualmente profunda y más peligrosa.



[1] Esta conferencia fue dada como «Inaugural lecture» en la Universidad de Oxford el 31 de octubre de 1958, y publicada ese mismo año por la Clarendon Press.
[2] Por supuesto, no quiero implicar con esto que sea verdad lo contrario.

[3] Helvétius hizo observar esto de manera muy clara: «El hombre libre es el hombre que no está encadenado, ni encerrado en una cárcel, ni tampoco aterrorizado como un esclavo por el miedo al castigo... no es falta de libertad no volar como un águila, ni no nadar como una ballena.»
[4] La concepción que tiene el marxismo de las leyes sociales es, por supuesto, la versión más conocida de esta teoría, pero es también una parte importante de algunas doctrinas cristianas y utilitaristas, y de todas las socialistas.
[5] «Un hombre libre —dijo Hobbes— es aquel que no tiene ningún impedimento para hacer lo que quiere hacer.» La ley es siempre una «cadena», incluso aunque proteja de estar atado por cadenas que sean más pesadas que las de la ley, como, por ejemplo, una ley o costumbre que sea más represiva, el despotismo arbitrario, o el caos. Bentham dijo algo muy parecido.
[6] Esto no es más que otro ejemplo de la tendencia que tienen no pocos pensadores a creer que todas las cosas que ellos consideran buenas tienen que estar íntimamente relacionadas o, por lo menos, ser compatibles entre sí. La historia del pensamiento, igual que la historia de las naciones, está sembrada de ejemplos de elementos inconsecuentes, o por lo menos dispares, unidos artificialmente en un sistema despótico, o reunidos por el miedo al peligro de un enemigo común. A su debido tiempo para este peligro, y entonces surgen los conflictos que hay entre esos elementos, lo cual destroza frecuentemente dicho sistema, a veces a beneficio de la humanidad.

[7] Véase el valioso examen que se hace de esto en el libro Leçons d'histoire de la philosophie du droit, de Michel Villey, que lleva hasta Occam el origen de la idea de los derechos subjetivos.
[8] La creencia cristiana (judía y musulmana) en la autoridad absoluta de las leyes naturales y divinas, y en la igualdad de todos los hombres a los ojos de Dios, es muy diferente de la creencia en la libertad de vivir como se prefiera.
[9] En efecto, es discutible que en la Prusia de Federico el Grande o en la Austria de José II los hombres con imaginación, originalidad y genio creador, o, por supuesto, las minorías de todo tipo, fuesen menos perseguidos y sintiesen menos la represión de las instituciones y costumbres que en otras muchas democracias anteriores o posteriores.

[10] La «libertad negativa» es algo cuya amplitud es difícil de estimar en un caso determinado. A primera vista puede parecer que depende simplemente del poder que se tenga para elegir, en todo caso, entre dos posibilidades. Sin embargo, no todas las decisiones son igualmente libres, ni siquiera libres. Si en un estado totalitario yo traiciono a un amigo mío bajo la amenaza de tortura, e incluso, quizá, si obro por miedo a perder mi empleo, puedo decir con razón que no obré libremente. Por supuesto, en ese caso yo tomé una decisión, y, por lo menos en teoría, podía haber elegido que me mataran, me torturaran o me metieran en la cárcel. La mera existencia de dos posibilidades no es, por tanto, suficiente para hacer que mi acción sea libre (aunque puede que sea voluntaria) en el sentido normal que tiene esta palabra. La amplitud de mi libertad parece depender de lo siguiente: a) de cuántas posibilidades tenga (aunque el método que haya para contarlas no pueda ser nunca más que un método basado en impresiones. Las posibilidades de acción no son entidades separadas como manzanas, que se puedan enumerar de una manera exhaustiva); b) de qué facilidad o dificultad haya para realizar estas posibilidades; c) de qué importancia tengan éstas, comparadas unas con otras, en el plan que tenga de mi vida, dados mi carácter y circunstancias; d) de hasta qué punto estén abiertas o cerradas por los actos deliberados que ejecutan los hombres; e) de qué valor atribuyan a estas varias posibilidades, no sólo el que va a obrar, sino también el sentir general de la sociedad en que éste vive. Todas estas magnitudes tienen que «integrarse», y de este proceso hay que sacar una conclusión, que no es nunca necesariamente precisa ni indiscutible. Bien puede suceder que haya muchos tipos y grados inconmensurables de libertad y que éstos no se puedan determinar en una sola escala de magnitud. Más aún, en lo que se refiere a las sociedades nos enfrentamos con cuestiones (absurdas lógicamente) como esta: ¿aumentaría la situación X la libertad del señor A más que la que tienen entre sí los señores B, C y D sumados todos juntos? Estas mismas dificultades surgen aplicando criterios utilitarios. Sin embargo, suponiendo que no pidamos una medida precisa, podemos dar razones válidas para decir que el término de los súbditos del rey de Suecia son hoy día, en general, mucho más libres que el término medio de los ciudadanos de España o de Albania. Los modelos totales de vida hay que compararlos directamente en conjunto, aunque sea difícil o imposible demostrar el método con el que hacemos esta comparación y la verdad de las conclusiones que sacamos. Pero la vaguedad de los conceptos y la multiplicidad de los criterios que van implicados en el objeto que tratamos, son atributos de este mismo objeto, y no de nuestros métodos de medir o de nuestra incapacidad de pensar con precisión.
[11] «El ideal de la verdadera libertad consiste en que todos los que forman parte de la sociedad humana tengan, por igual, el máximo poder para hacer de ellos lo mejor», dijo T. H. Green en 1881. Además de confundir la libertad con la igualdad, esto implica que si un hombre eligiese un placer inmediato que no le permitiese (¿según quién?) hacer de él (¿y qué es él?) lo mejor, lo que ejercitaba en ese caso no era la «verdadera» libertad, y que si le privaba de ella, no perdía nada que importase. Green era un auténtico liberal; pero muchos tiranos podrían haber utilizado esta misma fórmula para justificar sus peores actos de represión.
[12]  «Un hombre sabio, aunque sea un esclavo, está en libertad, y de esto se deduce que, aunque sea una regla estúpida, está en la esclavitud», dijo San Ambrosio. Igualmente lo podía haber dicho Epicteto o Kant.
[13] «La coacción proletaria en todas sus formas, desde las ejecuciones a los trabajos forzados, es, aunque esto pueda sonar paradójico, el método de moldear la sociedad comunista a partir del material humano del período capitalista.» Estas frases, escritas por el líder bolchevique Nicolas Bujarin en una obra que apareció en 1920, y especialmente el término «material humano», expresan vivamente esta actitud.
[14] La psicología kantiana, así como la de los estoicos y cristianos, suponía que había un elemento en el hombre —la «interna firmeza de su mente»— que podía asegurarle contra el condicionamiento. El desarrollo de la técnica de la hipnosis, de los «lavados de cerebro», de las sugestiones subiminales y de otras cosas parecidas, ha hecho que sea menos plausible esta suposición a priori, por lo menos como hipótesis empírica.
[15] Quizá no sea demasiado rebuscado suponer que el quietismo de los sabios orientales era igualmente una reacción frente al despotismo de las grandes autocracias, y que floreció en los períodos en que los individuos se prestaban a que fuesen humillados, ignorados o, en todo caso, manipulados despiadadamente por los que tenían los instrumentos de la coacción física.
[16] Es importante observar que en Francia, durante este período de quietismo alemán, no cayeron en esta actitud los que pidieron la libertad del individuo y de la nación (y lucharon por ella). ¿No podría ser esto precisamente porque, a pesar del despotismo de la monarquía francesa y de la arrogancia y comportamiento arbitrario de los grupos privilegiados que había en el estado francés, Francia era una nación orgullosa y poderosa en la que la realidad del poder político no estaba más allá del alcance de los hombres de talento, de tal manera que no era la única salida retirarse del combate y meterse en un paraíso tranquilo, desde donde la batalla podía ser observada sin pasión por el filósofo autosuficiente? Lo mismo es válido para Inglaterra en el siglo XIX, y mucho después, para Estados Unidos.
[17] O, como sostienen algunos teóricos modernos, porque me las he inventado yo mismo (o podría habérmelas inventado), ya que las normas las hacen los hombres.
[18] En la práctica incluso más que en teoría.
[19] A mí me parece que sobre esto Bentham dijo la última palabra: «¿No es libertad la libertad de hacer el mal? Si no, ¿qué es? ¿No decimos que es necesario quitarles la libertad a los idiotas y a los malos porque abusan de ella?» Compárese esto con la típica afirmación de un club jacobino de la misma época: «Ningún hombre es libre para hacer el mal. Impedírselo es hacerle libre.» Los idealistas británicos repitieron esto, casi con las mismas palabras, a finales del siglo siguiente.
[20] «Obligar a los hombres a que adopten la forma de gobierno que es buena e imponerles el Derecho por la fuerza, no sólo es el derecho, sino también el sagrado deber de todo hombre que tenga tanto la inteligencia cuanto el poder de hacerlo»
[21] Kant casi llegó a afirmar el ideal «negativo» de libertad cuando declaró (en uno de sus tratados políticos) que «el mayor problema de la raza humana, a cuya solución está obligada por naturaleza, es el establecimiento de una sociedad civil que administre universalmente bien, con arreglo a la ley. Solamente en una sociedad que tenga la máxima libertad... —junto con... la determinación más exacta y la garantía de los límites de [la] libertad [de cada individuo] para que pueda coexistir con la libertad de los demás— es donde puede conseguirse la suprema finalidad de la naturaleza en cl caso de la humanidad, que es el desarrollo de todas sus capacidades». Aparte de las implicaciones teleológicas que lleva consigo, esta formulación no parece diferir mucho del liberalismo ortodoxo a primera vista. Sin embargo, el punto fundamental es cómo determinar el criterio para «la determinación exacta y la garantía de los límites» de la libertad individual. La mayoría de los liberales modernos, en su postura más consecuente, quieren una situación en la que el mayor número posible de individuos pueda llevar a cabo el mayor número posible de sus fines, sin fijar el valor que tengan éstos como tales fines, excepto en cuanto que frustren los propósitos de otros individuos. Quieren que la delimitación de fronteras entre los individuos o entre los grupos humanos se establezca solamente con vistas a impedir que haya conflictos entre los propósitos que tengan los hombres, todos los cuales tienen que ser considerados en sí mismos fines igualmente últimos y no criticables. Kant y los racionalistas de su estilo no consideran que todos los fines tienen igual valor. Para ellos, los límites de la libertad se determinan aplicando las normas de la «razón», la cual es mucho más que la mera generalidad de normas en cuanto tales, por cuanto que es una facultad que crea o revela una finalidad que es idéntica en todos los hombres y para todos ellos. En nombre de la razón se puede condenar todo lo que no sea racional, de modo que, por lo menos en teoría, para dar cabida a las exigencias de la razón, pueden suprimirse despiadadamente los diversos fines personales que la imaginación e idiosincrasia individual de los hombres conduce a perseguir; por ejemplo, los fines estéticos y otros tipo no nacionales de autorrealización. La autoridad de la razón y de los deberes que ésta impone a los hombres se identifica con la libertad individual, sobre la base de que los fines racionales son los únicos que pueden ser objetos «verdaderos» de la «auténtica» naturaleza «libre» del hombre.
Tengo que confesar que nunca he entendido qué significa la palabra «razón» en este contexto; solamente quiero señalar aquí que los presupuestos a priori de esta psicología filosófica no son compatibles con la actitud empírica: es decir, con cualquier doctrina que se base en el conocimiento que se deriva de la experiencia de lo que son los hombres y de lo que quieren.
[22] Esto tiene una evidente afinidad con la doctrina kantiana de la libertad humana; pero es una versión empírica y socializada de ella y, por tanto, es casi su contraria. El hombre libre de que habla Kant no necesita para su libertad interna que se la reconozca públicamente. Si se le trata como medio para un fin externo, esto constituye un acto malo por parte de los que le explotan, pero su status «nouménico» permanece intacto y sigue siendo completamente libre y completamente hombre, se le trate como se le trate. La necesidad de que aquí se habla está totalmente ligada a la relación que yo tenga con los demás; yo no soy nada si no me reconocen. No puedo ignorar con desdén byroniano la actitud de los demás, totalmente consciente de mi propia vocación y valor intrínseco, y huir a mi vida interior; pues yo soy para mí mismo tal como me ven los demás. Yo me identifico con el punto de vista de mi medio ambiente; me siento alguien, o no me siento nadie, según la posición y función que tenga en el conjunto de la sociedad; esta es la condición más «heterónoma» que se puede imaginar.
[23] Hay que distinguir esta manera de pensar de la actitud tradicional que tienen algunos de los discípulos de Burke o de Hegel, que dicen que, puesto que yo soy lo que me han hecho la sociedad y la historia, es imposible huir de éstas y es irracional intentarlo. Sin duda alguna, yo no puedo salirme de mi piel ni inspirar fuera de mi propio elemento; es una mera tautología decir que yo soy lo que soy y que no puedo querer liberarme de mis características esenciales, algunas de las cuales son sociales. Pero de aquí no se sigue que todos mis atributos sean intrínsecos e inalienables y que no pueda querer cambiar mi status dentro de la «trama social» o de la «estructura cósmica» que determinan mi naturaleza; si así fuera, no se podría dar ningún significado a palabras tales corno «elección», «decisión» o «actividad». Si éstas han de significar algo, no se pueden excluir protegerme de la autoridad, o incluso para huir de mi «situación y de los deberes que ésta lleva consigo».
[24] Pero véase Introducción, p. 10.
[25] En Gran Bretaña, por supuesto, este poder legal está investido constitucionalmente en el soberano absoluto, que es el Rey en el Parlamento. Lo que hace que este país sea comparativamente libre es, por tanto, el hecho de que esta entidad teóricamente omnipotente esté restringida, por la costumbre o la opinión pública, para actuar como tal. Está claro que lo que importa no es la forma que adopten estas restricciones impuestas al poder —sean legales, morales o constitucionales—, sino la efectividad que tengan.
[26] Condorcet, de cuyo Esquisse se citan estas palabras, dice que la tarea que tiene la ciencia de la sociedad es mostrar «con qué lazos la naturaleza ha unido el progreso de la cultura con el de la libertad, la virtud y el respeto a los derechos naturales del hombre, y cómo estos ideales, que, solos, son verdaderamente buenos, pero que están con tanta frecuencia separados entre sí que incluso se cree que son incompatibles, deberían, por el contrario, hacerse inseparables en cuanto la cultura haya alcanzado simultáneamente un cierto nivel entre un gran número de naciones». Y sigue diciendo que «los hombres conservan todavía los errores de su niñez, de su país y de su época, mucho después de haber reconocido todas las verdades que son necesarias para destruirlos». Irónicamente, bien puede suceder que el que Condorcet crea en la necesidad y posibilidad de unir todas las cosas buenas sea precisamente el tipo de error que él mismo describe tan bien.
[27] A mí me parece que también sobre esto Bentham dijo lo que había que decir: «Los intereses individuales son los únicos intereses verdaderos..., ¿puede concebirse que haya hombres tan absurdos que... prefieran al hombre que no es para él mismo el que es, y que atormenten su vida pretendiendo promover la felicidad de los que no han nacido y puede que no nazcan nunca?» Esta es una de las pocas ocasiones en que Burke está de acuerdo con Bentham, pues este pasaje está en el fondo mismo de la concepción empírica de la política, por contraposición a la concepción metafísica de la misma.

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