Dos conceptos de libertad
Isaiah
Berlin
DOS
CONCEPTOS DE LIBERTAD[1]
Si los hombres no hubieran estado en
desacuerdo sobre la finalidad de la vida y nuestros antepasados hubiesen
seguido imperturbables en el jardín del Edén, los estudios a los que está
dedicada la cátedra Chichele de teoría política y social apenas podrían haber
sido concebidos. Pues estos estudios tienen su origen y se desarrollan en la
existencia de la discordia. Puede que alguien ponga esto en cuestión, basándose
en que incluso en una sociedad de santos anarquistas, en la que no puede haber
ningún conflicto sobre el fin último, todavía pudieran surgir problemas
políticos, como por ejemplo cuestiones constitucionales o legislativas. Pero
esta objeción se basa en un error. Cuando se está de acuerdo en los fines, los
únicos problemas que quedan son los de los medios, y éstos no son políticos,
sino técnicos; es decir, capaces de ser resueltos por los expertos o por las
máquinas, al igual que las discusiones que se producen entre los ingenieros o
los médicos. Es por esto por lo que aquellos que ponen su fe en algún inmenso
fenómeno que transformará el mundo, como el triunfo final de la razón o la
revolución proletaria, tienen que creer que todos los problemas morales y
políticos pueden ser transformados en problemas tecnológicos. Este es el
significado que tiene la famosa frase de Saint-Simon sobre «la sustitución del
gobierno de personas por la administración de cosas», y las profecías marxistas
sobre la supresión del Estado y el comienzo de la verdadera historia de la humanidad.
Esta concepción es llamada utópica por aquellos que consideran que especular
sobre esta condición de perfecta armonía social es un juego de ociosa fantasía.
Sin embargo, quizá se pudiera perdonar a algún marciano que viniera a ver hoy
día cualquier universidad británica —o americana— y defendiese la impresión de
que sus profesores y alumnos vivían en una realidad muy parecida a esa
situación inocente e idílica, a pesar de toda la seria atención que los
filósofos profesionales prestan a los problemas fundamentales de la política.
Sin embargo, esto es sorprendente y
peligroso. Sorprendente, porque quizá no haya habido ninguna época de la
historia moderna en que tantos seres humanos, tanto en Oriente como en
Occidente, hayan tenido sus ideas y, por supuesto, sus vidas tan profundamente
alteradas, y en algunos casos violentamente trastornadas, por doctrinas
sociales y políticas sostenidas con tanto fanatismo. Peligroso, porque cuando
las ideas son descuidadas por los que debieran preocuparse de ellas —es decir,
por lo que han sido educados para pensar críticamente sobre ideas—, éstas
adquieren a veces un carácter incontrolado y un poder irresistible sobre
multitudes de seres humanos que pueden hacerse demasiado violentos para ser
afectados por la crítica de la razón. Hace más de cien años el poeta alemán
Heine advirtió a los franceses que no subestimaran el poder de las ideas; los
conceptos filosóficos criados en la quietud del cuarto de estudio de un
profesor podían destruir una civilización. El hablaba de la Crítica de la razón pura, de Kant,
como la espada con que había sido decapitado el deísmo europeo; describía a las
obras de Rousseau como el arma ensangrentada que, en manos de Robespierre,
había destruido el antiguo régimen, y profetizaba que la fe romántica de Fichte
y de Schelling se volvería un día contra la cultura liberal de Occidente. Los
hechos no han desmentido por completo esta predicción; pero si los profesores
pueden ejercer verdaderamente este poder fatal, ¿no es posible que sólo otros profesores,
o por lo menos otros pensadores (y no los gobiernos o los comités de
congresos), sean los únicos que puedan desarmarles?
Es extraño que nuestros filósofos no
parezcan estar enterados de estos efectos devastadores de sus actividades.
Puede ser que, intoxicados por sus magníficos logros en ámbitos más abstractos,
los mejores de ellos miren con desdén a un campo en el que es menos probable
que se hagan descubrimientos radicales y sea recompensado el talento empleado
en hacer minuciosos análisis. Sin embargo, a pesar de todos los esfuerzos que,
llevados por una ciega pedantería escolástica, se han hecho para separarlas, la
política ha seguido estando entremezclada con todas las demás formas de la
investigación filosófica. Descuidar el campo del pensamiento político porque su
objeto inestable, de aristas confusas, no puede ser atrapado por los conceptos
fijos, los modelos abstractos y los finos instrumentos que son apropiados para
la lógica o el análisis lingüístico
—pedir una unidad de método en Filosofía y rechazar todo lo que el
método no pueda; manejar con éxito— no es más que permitirse el quedar a merced
de creencias políticas primitivas que no han tenido ninguna crítica. Un
materialismo histórico muy vulgar es el que niega el poder de las ideas y dice
que los ideales no son más que intereses materiales disfrazados. Puede ser que
las ideas políticas sean algo muerto si no cuentan con la presión de las
fuerzas sociales, pero lo que es cierto es que estas fuerzas son ciegas y
carecen de dirección si no se revisten de ideas.
Esta verdad no se les ha escapado a
todos los profesores de Oxford, incluso en nuestra época. Porque ha comprendido
la importancia que tienen las ideas políticas en la teoría y en la práctica, y
ha dedicado su vida a su análisis y propagación, es por lo que el primer
titular de esta cátedra ha producido tanto impacto en el mundo en que ha
vivido. El nombre de Douglas Cole es conocido dondequiera que haya hombres que
tengan en su alma problemas políticos o sociales. Su fama se extiende mucho más
allá de los límites de esta Universidad y de este país. Pensador político de
total independencia, honradez y valor, escritor y orador de extraordinaria
lucidez y elocuencia, poeta y novelista, profesor dotado como ningún otro, y animateur des idées, es, por encima
de todo, un hombre que ha dado su vida por el mantenimiento valiente de
principios que no siempre eran populares, y por la firme y apasionada defensa
de la justicia y la verdad, frecuentemente en circunstancias de gran facilidad y
desaliento. Estas son las cualidades por las que principalmente es hoy día
conocido en el mundo este generoso e imaginativo socialista inglés. El hecho no
menos notable y quizá más característico acerca de él, es que» ha conseguido
este puesto en la consideración social sin sacrificar su natural humanidad, su
espontaneidad de sentimientos, su inacabable bondad personal y, sobre todo, su
profunda y escrupulosa dedicación a su vocación de profesor de cualquiera que
quisiese aprender; dedicación que estaba reforzada por muchos conocimientos
polifacéticos y una fabulosa memoria. Es para mí motivo de profundo placer y
orgullo intentar hacer constar lo que yo y muchos otros sentimos acerca de esta
gran figura de Oxford, cuyo carácter moral e intelectuales un preciado valor
para su país y para la causa de la justicia y, de la igualdad humana en todas
partes.
Es de él, por lo menos tanto como de
sus escritos, de quien muchos miembros de mi generación de Oxford hemos
aprendido que la teoría política es una rama de la filosofía moral, que
comienza con el descubrimiento de las ideas morales en el ámbito de las
relaciones políticas y con la aplicación de aquéllas a éstas. No quiero decir,
como creo que han pensado algunos filósofos idealistas, que todos los
movimientos o conflictos históricos que se hayan producido entre los seres
humanos sean reductibles a movimientos o conflictos de ideas o fuerzas
espirituales, ni siquiera que sean efectos (o aspectos) de ellas. Quiero decir
(y no creo que el profesor Cole estuviera en desacuerdo con ello) que entender
tales movimientos o conflictos es, ante todo, entender las ideas o actitudes
sobre la vida que van implicados en ellos, las cuales son las únicas que hacen
que tales movimientos sean parte de la historia humana y no meros
acontecimientos que ocurren en la naturaleza. Las palabras, las ideas y los
actos políticos no son inteligibles sino en el contexto de las cuestiones que
dividen a los hombres, a los que pertenecen dichas palabras, ideas y actos. Por
consiguiente, es muy probable que nuestras propias actitudes y actividades
queden oscuras para nosotros, a no ser que entendamos las cuestiones dominantes
de nuestro propio mundo. La mayor de éstas es la guerra declarada que se está
llevando a cabo entre dos sistemas de ideas que dan respuestas diferentes y
antagónicas a lo que ha sido desde hace mucho tiempo el problema central de la
política: el problema de la obediencia y de la coacción. «¿Por qué debo yo (o
cualquiera) obedecer a otra persona?» «¿Por qué no vivir como quiera?» «¿Tengo
que obedecer?» «Si no obedezco, ¿puedo ser coaccionado? ¿Por quién, hasta qué
punto, en nombre de qué y con motivo de qué?»
Hoy día se sostienen en el mundo ideas
opuestas acerca de las respuestas que se dan a la pregunta de cuáles sean los
límites que pueden permitirse a la coacción, pretendiendo contar cada una de
estas respuestas con la lealtad de un gran número de hombres. Por tanto, me
parece que merece la pena examinar todos los aspectos de esta cuestión.
I
Coaccionar a un hombre es privarle de
la libertad: libertad, ¿de qué? Casi todos los moralistas que ha habido en la
historia de la humanidad han ensalzado la libertad. Igual que la felicidad y la
bondad, y que la naturaleza y la realidad, el significado de este término se
presta a tantas posibilidades que parece que haya pocas interpretaciones que no
le convengan. No pretendo comentar la historia ni los muchísimos sentidos que
de esta palabra han sido consignados por los historiadores de las ideas.
Propongo examinar nada más que dos de los sentidos que tiene esta palabra,
sentidos que son, sin embargo, fundamentales; que tienen a sus espaldas una
gran parte de la historia de la humanidad y, me atrevería a decir, que la van a
seguir teniendo. El primero de estos sentidos que tienen en política las
palabras freedom o liberty (libertad) —que emplearé con el mismo
significado— y que, siguiendo muchos precedentes, llamaré su sentido
«negativo», es el que está implicado en la respuesta que contesta a la pregunta
«cuál es el ámbito en que al sujeto —una persona o un grupo de personas— se le
deja o se le debe dejar hacer o ser lo que es capaz de hacer o ser, sin que en
ello interfieran otras personas». El segundo sentido, que llamaré positivo, es
el que está implicado en la respuesta que contesta a la pregunta de «qué o
quién es la causa de control o interferencia que puede determinar que alguien
haga o sea una cosa u otra». Estas dos cuestiones son claramente diferentes
incluso aunque las soluciones que se den a ellas puedan mezclarse mutuamente.
La idea de
libertad «negativa»
Normalmente se dice que yo soy libre en
la medida en que ningún hombre ni ningún grupo de hombres interfieren en mi
actividad. En este sentido la libertad política es, simplemente, el ámbito en
que un hombre puede actuar sin ser obstaculizado por otros. Yo no soy libre en
la medida en que otros me impiden hacer lo que yo podría hacer si no me lo
impidieran; y si, a consecuencia de lo que me hagan otros hombres, este ámbito
de mi actividad se contrae hasta un cierto límite mínimo, puede decirse que
estoy coaccionado o, quizá, oprimido. Sin embargo, el término coacción no se
aplica a toda forma de incapacidad. Si yo digo que no puedo saltar más de diez
metros, o que no puedo leer porque estoy ciego, o que no puedo entender las
páginas más oscuras de Hegel, sería una excentricidad decir que, en estos
sentidos, estoy oprimido o coaccionado. La coacción implica la intervención
deliberada de otros seres humanos dentro del ámbito en que yo podría actuar si
no intervinieran. Sólo se carece
de libertad política si algunos seres humanos le impiden a uno conseguir un fin[2].
La mera incapacidad de conseguir un fin no es falta de libertad política[3].
Esto se ha hecho ver por el uso de expresiones modernas, tales como «libertad
económica» y su contrapartida «opresión económica». Se dice, muy
plausiblemente, que si un hombre es tan pobre que no puede permitirse algo,
respecto a lo cual no hay ningún impedimento legal —una barra de pan, un viaje
alrededor del mundo, o el recurso a los tribunales—, él tiene tan poca libertad
para obtenerlo como si la ley se lo impidiera. Si mi pobreza fuera un tipo de
enfermedad que me impidiese comprar pan, pagar el viaje alrededor del mundo o
recurrir a los tribunales, de la misma manera que la cojera me impide correr,
naturalmente no se diría que esta incapacidad es falta de libertad, y mucho
menos falta de libertad política. Sólo porque creo que mi incapacidad de
conseguir una determinada cosa se debe al hecho de que otros seres humanos han
actuado de tal manera que a mí, a diferencia de lo que pasa con otros, se me
impide tener suficiente dinero para
apoder pagarla, es por lo que me considero víctima de coacción u
opresión. En otras palabras, este uso del término depende de una especial
teoría social y económica acerca de las causas de mi pobreza o debilidad. Si mi
falta de medios materiales se debe a mi falta de capacidad mental o física,
diré que me han quitado la libertad (y no hablaré meramente de pobreza) sólo en
el caso de que acepte esta teoría[4].
Si además creo que no me satisfacen mis necesidades como consecuencia de
determinadas situaciones que yo considero injustas e ilegítimas, hablaré de
opresión o represión económica. Rousseau dijo: «La naturaleza de las cosas no
nos enoja; lo que nos enoja es la mala voluntad.» El criterio de opresión es el
papel que yo creo que representan otros hombres en la frustración de mis
deseos, lo hagan directa o indirectamente, y con intención de hacerlo o sin
ella. Ser libre en este sentido quiere decir para mí que otros no se
interpongan en mi actividad. Cuanto más extenso sea el ámbito de esta ausencia
de interposición, más amplia es mi libertad.
Esto es lo que querían decir los
filósofos políticos ingleses clásicos cuando usaban esta palabra[5]. No estaban de acuerdo sobre cuál
podía o debía ser la extensión del ámbito de esa libertad. Suponían que, tal
como eran las cosas, no podía ser ilimitada porque si lo fuera, ello llevaría
consigo una situación en la que todos los hombres podrían interferirse
mutuamente de manera ilimitada, y una clase tal de libertad «natural»
conduciría al caos social en el que las mínimas necesidades de los hombres no
estarían satisfechas, o si no, las libertades de los débiles serían suprimidas
por los fuertes. Como veían que los fines y actividades de los hombres no se
armonizan mutuamente de manera automática, y como (cualesquiera que fuesen sus
doctrinas oficiales) valoraban mucho otros fines como la justicia, la
felicidad, la cultura, la seguridad o la igualdad en diferentes grados, estaban
dispuestos a reducir la libertad en aras de otros valores y, por supuesto, en
aras de la libertad misma. Pues sin esto era imposible crear el tipo de
asociación que ellos creían que era deseable. Por consiguiente, estos
pensadores presuponían que el ámbito de las acciones libres de los hombres debe
ser limitado por la ley. Pero igualmente presuponían, especialmente libertarios
tales como Locke y Mill, en Inglaterra,
y Constant y Tocqueville, en Francia, que debía existir un cierto ámbito mínimo
de libertad personal que no podía ser
violado bajo ningún concepto, pues si tal ámbito se traspasaba, el individuo
mismo se encontraría en una situación demasiado restringida, incluso para ese mínimo desarrollo
de sus facultades naturales, que es lo único que hace posible perseguir, e
incluso concebir, los diversos fines que los hombres consideran buenos, justos
o sagrados. De aquí se sigue que hay que trazar una frontera entre el ámbito de
la vida privada y el de la autoridad pública. Dónde haya que trazarla es una cuestión
a discutir y, desde luego, a regatear. Los hombres dependen en gran medida los
unos de los otros, y ninguna actividad humana es tan completamente privada como
para no obstaculizar nunca en ningún sentido la vida de los demás. «La libertad
del pez grande es la muerte del pez chico»; la libertad de algunos tiene que
depender de las restricciones de otros. Y se sabe que otros han añadido: «La
libertad de un profesor de Oxford es una cosa muy diferente de la libertad de
un campesino egipcio.»
Esta proposición cobra su fuerza en
algo que es al mismo tiempo verdadero e importante, pero la frase misma sigue
siendo una engañifa política. Es verdad que ofrecer derechos políticos y
salvaguardias contra la intervención del Estado a hombres que están medio desnudos,
mal alimentados, enfermos y que son analfabetos, es reírse de su condición;
necesitan ayuda médica y educación antes de que puedan entender qué significa
un aumento de su libertad o que puedan
hacer uso de ella. ¿Qué es la libertad para aquellos que no pueden
usarla? Sin las condiciones adecuadas para el uso de la libertad, ¿cuál es el
valor de ésta? Lo primero es lo primero. Como dijo un escritor radical ruso del
siglo XIX, hay situaciones en las que las botas son superiores a las obras de Shakespeare;
la libertad individual no es la primera necesidad de todo el mundo. Pues la
libertad no es la mera ausencia de frustración de cualquier clase; esto
hincharía la significación de esta palabra hasta querer decir demasiado o
querer decir muy poco. El campesino egipcio necesita ropa y medicinas antes que
libertad personal, y más que libertad personal, pero la mínima libertad que él
necesita hoy y la mayor cantidad de la misma que puede que necesite mañana no
es ninguna clase de libertad que le sea peculiar a él, sino que es idéntica a
la de los profesores, artistas y millonarios.
A mí me parece que lo que preocupa a la
conciencia de los liberales occidentales no es que crean que la libertad que
buscan los hombres sea diferente en función de las condiciones sociales y
económicas que éstos tengan, sino que la minoría que la tiene la haya
conseguido explotando a la gran mayoría que no la tiene o, por lo menos, despreocupándose de ella. Creen, con
razón, que si la libertad individual es un último fin del ser humano, nadie
puede privar a nadie de ella, y mucho menos aún deben disfrutarla a expensas de
otros. Igualdad de libertad, no tratar a los demás como yo no quisiera que
ellos me trataran a mí, resarcimiento de mi deuda a los únicos que han hecho
posible mi libertad, mi prosperidad y mi cultura; justicia en su sentido más
simple y más universal: estos son los fundamentos de la moral liberal. La
libertad no es el único fin del hombre. Igual que el crítico ruso Belinsky, yo
puedo decir que si otros han de estar privados de ella —si mis hermanos han de
seguir en la pobreza, en la miseria y en la esclavitud—, entonces no la quiero
para mí, la rechazo con las dos manos, y prefiero infinitamente compartir su
destino. Pero con una confusión de términos no se gana nada. Yo estoy dispuesto
a sacrificar parte de mi libertad, o toda ella, para evitar que brille la
desigualdad o que se extienda la miseria. Yo puedo hacer esto de buena gana y
libremente, pero téngase en cuenta que al hacerlo es libertad lo que estoy cediendo,
en aras de la justicia, la igualdad o el amor a mis semejantes. Debo sentirme
culpable, y con razón, si en determinadas circunstancias no estoy dispuesto a
hacer este sacrificio. Pero un sacrificio no es ningún aumento de aquello que
se sacrifica (es decir, la libertad), por muy grande que sea su necesidad moral
o su compensación. Cada cosa es lo que es: la libertad es libertad, y no
igualdad, honradez, justicia, cultura, felicidad humana o conciencia tranquila.
Si mi libertad, o la de mi clase o nación, depende de la miseria de un gran
número de otros seres humanos, el sistema que promueve esto es injusto e
inmoral. Pero si yo reduzco o pierdo mi libertad con el fin de aminorar la
vergüenza de tal desigualdad, y con ello no aumento materialmente la libertad
individual de otros, se produce de manera absoluta una pérdida de libertad.
Puede que ésta se compense con que se gane justicia, felicidad o paz, pero esa
pérdida queda, y es una confusión de valores decir que, aunque vaya por la
borda mi libertad individual «liberal», aumenta otra clase de libertad: la
libertad «social» o «económica». Sin embargo, sigue siendo verdad que a veces
hay que reducir la libertad de algunos para asegurar la libertad de otros. ¿En
base a qué principio debe hacerse esto? Si la libertad es un valor sagrado e
intocable, no puede haber tal principio. Una u otra de estas normas —o
principios— conflictivas entre sí tiene que ceder, por lo menos en la práctica;
no siempre por razones que puedan manifestarse claramente o generalizarse en
normas o máximas universales. Sin embargo, hay que encontrar un compromiso
práctico.
Los filósofos que tenían una idea
optimista de la naturaleza humana y que creían en la posibilidad de armonizar
los intereses humanos, filósofos tales como Locke o Adam Smith y, en algunos
aspectos, Mill, creían que la armonía social y el progreso eran compatibles con
la reserva de un ámbito amplio de vida privada, al que no había que permitir
que lo violase ni el Estado ni ninguna otra autoridad. Hobbes y los que comulgaban
con él especialmente los pensadores conservadores y reaccionarios defendían que
si había que evitar que los hombres se destruyesen los unos a los otros e
hicieran de la vida social una jungla o una selva, había que instituir mayores
salvaguardias para mantenerlos en su sitio y, por tanto, deseaban aumentar el
ámbito del poder central y disminuir el de poder del individuo. Pero ambos
grupos estaban de acuerdo en que una cierta parte de la vida humana debía
quedar independiente de la esfera del control social. Invadir este vedado, por
muy pequeño que fuese, sería despotismo. Benjamín Constant, el más elocuente de
todos los defensores de la libertad y la intimidad, que no había olvidado la
dictadura jacobina, declaraba que por lo menos la libertad de religión, de
opinión, de expresión y de propiedad debían estar garantizadas frente a
cualquier ataque arbitrario. Jefferson, Burke, Paine y Mill recopilaron
diferentes catálogos de las libertades individuales, pero el argumento que
empleaban para tener a raya a la autoridad era siempre sustancialmente el
mismo. Tenemos que preservar un ámbito mínimo de libertad personal, si no hemos
de «degradar o negar nuestra naturaleza». No podemos ser absolutamente libres y
debemos ceder algo de nuestra libertad para preservar el resto de ella. Pero
cederla toda es destruirnos a nosotros mismos. ¿Cuál debe ser, pues, este
mínimo? El que un hombre no puede ceder sin ofender a la esencia de su
naturaleza humana. ¿Y cuál es esta esencia? ¿Cuáles son las normas que ella implica?
Esto ha sido, y quizá será siempre, tema de discusiones interminables. Pero,
sea cual sea el principio con arreglo al cual haya que determinar la extensión
de la no-interferencia en nuestra actividad, sea éste el principio de la ley
natural o de los derechos naturales, el principio de sutilidad o los
pronunciamientos de un imperativo categórico, la santidad del contrato social,
o cualquier otro concepto con el que los hombres han intentado poner en claro y
justificar sus convicciones, libertad en este sentido significa estar libre de: que no interfieran en mi
actividad más allá de un límite, que es cambiable, pero siempre reconocible.
«La única libertad que merece este nombre es la de realizar nuestro propio bien
a nuestra manera», dijo el más celebrado de sus campeones. Y si esto es así,
¿puede justificarse jamás la compulsión? Mill no tuvo ninguna duda de que sí se
podía. Puesto que la justicia exige que cada individuo tenga derecho a un
mínimo de libertad, sería necesario reprimir a todas las demás, en caso
necesario por la fuerza, para impedir que privaran a alguno de su libertad. En
efecto, la única función de la ley era prevenir estos conflictos, y el Estado
se reducía a ejercitar las funciones de un sereno o de un guardia de tráfico,
como desdeñosamente las describía Lasalle.
Según Mill, ¿qué es lo que hacía que
fuese tan sagrada la protección de la libertad individual? En su famoso ensayo
nos dice que, a menos que se deje a los hombres vivir como quieran, «de manera
que su vida sólo concierna a ellos mismos», la civilización no podrá avanzar,
la verdad no podrá salir a la luz por faltar una comunicación libre de ideas, y
no habrá ninguna oportunidad para la espontaneidad, la originalidad, el genio,
la energía mental y el valor moral. Todo lo que es sustancioso y diverso será
aplastado por el peso de la costumbre y de la constante tendencia que tienen
los hombres hacia la conformidad, que sólo da pábulo a «capacidades marchitas»
y a seres humanos «limitados y dogmáticos» y «restringidos y pervertidos». «La
autoafirmación pagana tiene tanto valor como la autonegación cristiana.» «Todos
los errores que probablemente puede cometer un hombre contra los buenos
consejos y advertencias están sobrepasados, con mucho, por el mal que
representa permitir a otros que le reduzcan a lo que ellos creen que es lo
bueno.» La defensa de la libertad consiste en el fin «negativo» de prevenir la
interferencia de los demás. Amenazar a un hombre con perseguirle, a menos que
se someta a una vida en la que él no elige sus fines, y cerrarle todas las puertas menos una —y no importa lo
noble que sea el Futuro que ésta va a hacer posible, ni lo buenos que sean los
motivos que rigen a los que dirigen esto—, es pecar contra la verdad de que él
es un hombre y un ser que tiene una vida que ha de vivir por su cuenta. Esta es
la libertad tal como ha sido concebida por los liberales del mundo moderno,
desde la época de Erasmo (algunos dirían desde la época de Occam) hasta la
nuestra. Toda defensa de las libertades civiles y de los derechos individuales,
y toda protesta contra la explotación y la humillación, contra el abuso de la
autoridad pública, la hipnotización masiva de las costumbres, o la propaganda
organizada, surge de esta concepción individualizada del hombre, que es muy
discutida.
Sobre esta posición pueden destacarse
tres hechos. En primer lugar, Mill confunde dos ideas distintas. Una es que
toda coacción, en tanto que frustra los deseos humanos, es mala en cuanto tal,
aunque puede que tenga que ser aplicada para prevenir otros males mayores;
mientras que la no-interferencia, que es lo opuesto a la coacción, es buena en
cuanto tal, aunque no es lo único que es bueno. Esta es la concepción
«negativa» de la libertad en su forma clásica. La otra idea es que los hombres
deben intentar descubrir la verdad y desarrollar un cierto tipo de carácter que
Mill aprobaba —crítico, original, imaginativo, independiente, no conformista
hasta el extremo de la excentricidad, etc.—, que la verdad puede encontrarse, y
que este carácter sólo puede desarrollarse en condiciones de libertad. Estas
dos ideas son ideas liberales, pero no son idénticas, y la conexión que existe
entre ellas es, en el mejor de los casos, empírica. Nadie defendería que la verdad, la libertad y la expresión puedan
florecer donde el dogma aplaste todo el pensamiento. Pero las pruebas que
proporciona la historia tienden a mostrar (como, en efecto, sostuvo James
Stephen en el formidable ataque que hizo a Mill en su libro Libertad, igualdad, fraternidad) que
la integridad, el amor a la verdad y el ardiente individualismo se desarrollan
por lo menos con la misma frecuencia en comunidades que están regidas por una
severa disciplina, como, por ejemplo, los calvinistas puritanos de Escocia o de
Nueva Inglaterra, o que están bajo la disciplina militar, que en sociedades que
son más tolerantes o indiferentes; y si esto es así, el argumento de Mill en
favor de la libertad como condición necesaria para el desarrollo del genio
humano cae por su base. Si sus dos metas resultasen ser incompatibles, Mill se
encontraría frente a un cruel dilema, además de las otras dificultades
originadas por la inconsecuencia que guardan sus doctrinas con el utilitarismo
estricto, incluso en la propia versión humanista que tiene de él[6].
En segundo lugar, la doctrina de Mill
es relativamente moderna. Parece que en el mundo antiguo casi no hay ninguna
discusión sobre la libertad como ideal político consciente (a diferencia del
mundo actual en que sí la hay). Ya había hecho notar Condorcet que la idea de
los derechos individuales estaba ausente de las ideas jurídicas de los griegos
y romanos, y esto parece ser igualmente válido para los judíos, los chinos y
otras civilizaciones antiguas que han salido a la luz desde entonces[7].
La dominación de este ideal ha sido más bien la excepción que la regla, incluso
en la reciente historia de Occidente. Tampoco la libertad considerada en este
sentido ha constituido con frecuencia el gran grito de las manifestaciones de
las grandes masas de la humanidad. El deseo de que no se metan con uno y le
dejen en paz ha sido el distintivo de una elevada civilización, tanto por parte
de los individuos como por parte de las comunidades. El sentido de la intimidad
misma, del ámbito de las relaciones personales como algo sagrado por derecho
propio, se deriva de una concepción de la libertad que, a pesar de sus orígenes
religiosos, en su estado desarrollado apenas es más antigua que el Renacimiento
o la Reforma[8]. Sin
embargo, su decadencia marcaría la muerte de una civilización y de toda una
concepción moral.
La tercera característica de esta idea
de libertad tiene mayor importancia. Consiste en que la libertad, considerada
en este sentido, no es incompatible con ciertos tipos de autocracia o, en todo
caso, con que la gente no se gobierne a sí misma. La libertad, tomada en este
sentido, se refiere al ámbito que haya de tener el control, y no a su origen.
De la misma manera que una democracia puede, de hecho, privar al ciudadano
individual de muchas libertades que pudiera tener en otro tipo de sociedad,
igualmente se puede concebir perfectamente que un déspota liberal permita a sus
súbditos una gran medida de libertad personal. El déspota que deja a sus
súbditos un amplio margen de libertad puede ser injusto, dar pábulo a las
desigualdades más salvajes o interesarse muy poco por el orden, la virtud o el
conocimiento; pero, supuesto que no disminuya la libertad de dichos súbditos o
que, por lo menos, la disminuya menos que otros muchos regímenes, concuerda con
la idea de libertad que ha especificado Mill[9].
La libertad, considerada en este sentido, no tiene conexión, por lo menos
lógicamente, con la democracia o el autogobierno. Este, en general, puede dar
una mayor garantía de la conservación de las libertades civiles de la que dan
otros regímenes, y como tal ha sido defendido por quienes creen en el libre
albedrío. Pero no hay una necesaria conexión entre la libertad individual y el
gobierno democrático. La respuesta a la pregunta «quién me gobierna» es
lógicamente diferente de la pregunta «en qué medida interviene en mí el
Gobierno». En esta diferencia es en lo que consiste en último término el gran
contraste que hay entre los dos conceptos de libertad negativa y libertad
positiva[10]. El
sentido «positivo» de la libertad sale a relucir, no si intentamos responder a
la pregunta «qué soy libre de hacer o de ser», sino si intentamos responder a
«por quién estoy gobernado» o «quién tiene que decir lo que yo tengo y lo que
no tengo que ser o hacer». La conexión que hay entre la democracia y la
libertad individual es mucho más débil que lo que les parece a muchos
defensores de ambas. El deseo de ser gobernado por mí mismo o, en todo caso, de
participar en el proceso por el que ha de ser controlada mi vida, puede ser tan
profundo como el deseo de un ámbito libre de acción y, quizá, históricamente,
más antiguo. Pero no es el deseo de la misma cosa. En efecto, es tan diferente
que ha llevado en último término al gran conflicto ideológico que domina
nuestro mundo. Pues esta concepción «positiva» de la libertad —no el estar
libre de algo, sino el ser libre para algo, para llevar una determinada forma
prescrita de vida—, es la que los defensores de la idea de libertad «negativa
consideran como algo que, a veces, no es mejor que el disfraz y engañoso en pro
de una brutal tiranía.
II
La idea de
libertad «positiva»
El sentido «positivo» de la palabra
«libertad» se deriva del deseo por parte del individuo de ser su propio dueño.
Quiero que mi vida y mis decisiones dependan de mí mismo, y no de fuerzas
exteriores, r sean éstas del tipo que sean. Quiero ser el instrumento de mí
mismo y no de los actos de voluntad de otros hombres. Quiero ser sujeto no
objeto, ser movido por razones y por propósito ser conscientes que son míos, y
no por causas que me afectan, por así decirlo, desde fuera. Quiero ser alguien,
no nadie; quiero actuar, decidir, no que decidan por mí; dirigirme a mí mismo y
no ser movido por la naturaleza exterior o por otros hombres como si fuera una
cosa, un animal o un esclavo incapaz de representar un papel humano; es decir,
concebir fines y medios propios y realizarlas. Esto es, por lo menos, parte de
lo que quiero decir cuando digo que soy racional y que mi razón es lo que me
distingue como ser humano del resto del mundo.
Sobre todo, quiero ser consciente de mí
mismo como ser activo que piensa y que quiere, que tiene responsabilidad de sus
propias decisiones y que es capaz de explicarlas en función de sus propias
ideas y propósitos. Yo me siento libre en la medida en que creo que esto es
verdad y me siento esclavizado en la medida en que me hacen darme cuenta de que
no lo es.
La libertad que consiste en ser dueño
de sí mismo y la libertad que consiste en que otros hombres no me impidan
decidir como quiera pueden parecer a primera vista conceptos que lógicamente no
distan mucho uno del otro y que no son más que las formas negativa y positiva
de decir la misma cosa. Sin embargo, las ideas «positiva» y «negativa» de
libertad se desarrollaron históricamente en direcciones divergentes, no siempre
por pasos lógicamente aceptables, hasta que al final entraron en conflicto
directo la una con la otra.
Una manera de aclarar esto es hacer referencia
al carácter de independencia que adquirió la metáfora del ser dueño de uno
mismo, que en sus comienzos fue, quizá, inofensiva. «Yo soy mi propio dueño»;
«no soy esclavo de ningún hombre»; pero ¿no pudiera ser (como tienden a decir
los platónicos o los hegelianos) que fuese esclavo de la naturaleza, o de mis
propias «desenfrenadas» pasiones? ¿No son éstas especies del mismo género «esclavo»,
unas políticas o legales y otras morales o espirituales? ¿No han tenido los
hombres la experiencia de liberarse de la esclavitud del espíritu o de la
naturaleza y no se dan cuenta en el transcurso de esta liberación de un yo que
domina, por una parte, y por otra, de algo de ellos que es sometido? Este yo
dominador se identifica entonces de diversas maneras con la razón, con mi
«naturaleza superior», con el yo que calcula y se dirige a lo que satisfará a
largo plazo, con mi yo «verdadero», «ideal» o «autónomo», o con mi yo «mejor»,
que se contrapone por tanto al impulso racional, a los deseos no controlados, a
mi naturaleza «inferior» y a la consecución de los poderes inmediatos, a mi yo
«empírico» o «heterónomo», arrastrado por todos los arrebatos de los deseos y
las pasiones, que tiene que ser castigado rígidamente si alguna vez surge en
toda su «verdadera» naturaleza. Posteriormente estos dos yos pueden estar
representados como separados por una distancia aún mayor: puede concebirse al
verdadero yo como algo que es más que el individuo (tal como se entiende este
término normalmente), como un «todo» social del que el individuo es un elemento
o aspecto: una tribu, una raza, una iglesia, un Estado, o la gran sociedad de los vivos, de los muertos y de los
que todavía no han nacido. Esta entidad se identifica entonces como el
«verdadero» yo, que imponiendo su única voluntad colectiva u «orgánica» a sus
recalcitrantes «miembros», logra la suya propia y, por tanto, una libertad
«superior» para estos miembros. Frecuentemente se han señalado los peligros que
lleva consigo usar metáforas orgánicas para justificar la coacción ejercida por
algunos hombres sobre otros con el fin de elevarlos a un nivel «superior» de
libertad. Pero lo que le da la plausibilidad que tiene a este tipo de lenguaje,
es que reconozcamos que es posible, y a veces justificable, coaccionar a los
hombres en nombre de algún fin (digamos p. e. la justicia o la salud pública)
que ellos mismos perseguirían, si fueran más cultos, pero que no persiguen
porque son ciegos, ignorantes o están corrompidos. Esto facilita que yo conciba
coaccionar a otros por su propio bien, por su propio interés, y no por el mío.
Entonces pretendo que yo sé lo que ellos verdaderamente necesitan mejor que
ellos mismos. Lo que esto lleva consigo es que ellos no se me opondrían si
fueran racionales, tan sabios como yo, y comprendiesen sus propios intereses
como yo los comprendo. Pero puedo pretender aun mucho más que esto. Puedo decir
que en realidad tienden a lo que conscientemente se oponen en su estado de
ignorancia porque existe en ellos una entidad oculta —su voluntad racional
latente, o su fin «verdadero»—, que esta entidad, aunque falsamente
representada por lo que manifiestamente sienten, hacen y dicen, es su «verdadero»
yo, del que el pobre yo empírico que está en el espacio y en el tiempo puede
que no sepa nada o que sepa muy poco, y que este espíritu interior es el único
yo que merece que se tengan en cuenta sus deseos[11].
En el momento en que adopto esta manera de pensar, ya puedo ignorar los deseos
reales de los hombres y de las sociedades, intimidarlos, oprimirlos y
torturarlos en nombre y en virtud de sus «verdaderos» yos, con la conciencia
cierta de que cualquiera que sea el verdadero fin del hombre (la felicidad, el
ejercicio del deber, la sabiduría, una sociedad justa, la autorrealización)
dicho fin tiene que identificarse con su libertad, la libre decisión de su «verdadero» yo, aunque
frecuentemente esté oculto y desarticulado.
Esta paradoja se ha desenmascarado
frecuentemente. Una cosa es decir que yo sé lo que es bueno para X, mientras
que él mismo no lo sabe, e incluso ignorar sus deseos por el bien mismo y por
su bien, y otra cosa muy diferente es decir que eo ipso lo ha elegido, por supuesto no conscientemente, no como
parece en la vida ordinaria, sino en su papel de yo racional que puede que no
conozca su yo empírico, el «verdadero» yo, que discierne lo bueno y no puede
por menos de elegirlo una vez que se ha revelado. Esta monstruosa
personificación que consiste en equiparar lo que X decidiría si fuese algo que
no es, o por lo menos no es aún, con lo que realmente quiere y decide, está en
el centro mismo de todas las teorías políticas de la autorrealización. Una cosa
es decir que yo pueda ser coaccionado por mi propio bien, que estoy demasiado
ciego para verlo; en algunas ocasiones puede que esto sea para mi propio
beneficio y desde luego puede que aumente el ámbito de mi libertad. Pero otra
cosa es decir que, si es mi bien, yo no soy coaccionado, porque lo he querido,
lo sepa o no, y soy libre (o «verdaderamente» libre) incluso cuando mi pobre
cuerpo terrenal y mi pobre estúpida inteligencia lo rechazan encarnizadamente y
luchan con la máxima desesperación contra aquellos que, por muy benévolamente
que sea, tratan de imponerlo.
Esta transformación mágica o juego de
manos (por el que con tanta razón se rió William James de los hegelianos) sin
duda alguna puede también perpetrarse tan fácilmente con el concepto «negativo»
de libertad en el que el yo, que no debiera ser violentado, ya no es el
individuo con sus deseos y necesidades reales tal como se conciben normalmente,
sino el «verdadero» hombre por dentro, identificado con la persecución de algún
fin ideal, no soñado por su yo empírico. Al igual que en el caso del yo
«positivamente» libre, esta entidad puede ser hinchada hasta convertirla en
alguna entidad superpersonal —un Estado, una clase, una nación o la marcha
misma de la historia—, considerada como sujeto de atributos más «verdaderos»
que el yo empírico. Pero la concepción «positiva» de la libertad como
autodominio, con la sugerencia que lleva consigo de un hombre dividido que
lucha contra sí mismo, se ha prestado de hecho, en la historia, en la teoría y
en la práctica, a esta división de la personalidad en dos: el que tiene el
control, dominante y trascendente, y el manojo empírico de deseos y pasiones
que han de ser castigados y reducidos. Este hecho histórico es el que ha tenido
influencia. Esto demuestra (si es que se necesita demostración para una verdad
tan evidente) que las concepciones que se tengan de la libertad se derivan
directamente de las ideas que se tengan sobre lo que constituye el yo, la
persona, el hombre. Se pueden hacer suficientes manipulaciones con las
definiciones de hombre y de libertad para que signifiquen todo lo que quiera el
manipulador. La historia reciente ha puesto muy en claro que esta cuestión no
es meramente académica.
Las consecuencias que lleva consigo
distinguir dos yos se harán incluso más claras si se consideran las dos formas
más importantes que históricamente ha tomado el deseo de autodirigirse
—dirigirse por el «verdadero» yo de uno mismo—: la primera, la de la
autoabnegación con el fin de conseguir la independencia; la segunda, la de la
autorrealización o total autoidentificación con un principio o ideal
específico, con el fin de conseguir el propio fin.
III
La retirada
a, la ciudadela interna
Yo tengo razón y voluntad; concibo
fines y deseo perseguirlos; pero si me impiden conseguirlos, ya no me siento
dueño de la situación. Puede que me lo impidan las leyes de la naturaleza, o
determinados accidentes, o las actividades de los hombres, o el efecto,
frecuentemente no intencionado, que traen consigo las instituciones humanas.
Puede que estas fuerzas sean demasiado para mí. ¿Qué he de hacer para evitar
que me destruyan? Tengo que liberarme de los deseos que sé que no puedo
realizar. Quiero ser dueño de mi reino, pero mis fronteras son largas e
inseguras; por tanto, las reduzco con el fin de disminuir o eliminar el área
que es vulnerable. Empiezo por desear la felicidad, el poder, la sabiduría o la
consecución de algún objeto específico; pero no puedo dominarlos. Elijo evitar
la derrota y el desgaste y, por tanto, decido no luchar por nada que no pueda
estar seguro de obtener. Me determino a no desear lo que es inalcanzable. El
tirano me amenaza con la destrucción de mis propiedades, con la prisión, con el
exilio o con la muerte de aquellos a quienes quiero. Pero si ya no me siento
ligado a ninguna propiedad ni me importa estar o no en la cárcel, y si he
matado en mí mismo mis afectos naturales, ya no puede dominarme, pues todo lo
que ha quedado de mí ya no es sujeto de miedos o deseos empíricos. Es como si
hubiera efectuado una retirada estratégica a una ciudadela interior —mi razón,
mi alma, mi yo «nouménico»— que no pueden tocar, hagan lo hagan, ni las ciegas
fuerzas exteriores ni la malicia humana. Me retirado a mí mismo; ahí y sólo
ahí, estoy seguro. Es como si dijera: «tengo una herida en la pierna; hay dos
maneras de librarme del dolor: una es curar la herida, pero si la cura es
demasiado difícil o incierta, hay también otra manera: puedo librarme de la
herida cortándome la pierna; si me acostumbro a no querer nada para lo que
indispensable tener la pierna, no sentiré su falta». Esta es la tradicional
autoemancipación de los ascetas y quietistas, de los estoicos o de los sabios
budistas, de los hombres de diversas religiones, o de ninguna, que han huido
del mundo y se han librado del yugo de la sociedad o de la opinión pública
mediante un proceso de autotransformación deliberada que les permite dejar de
preocuparse de todos valores y quedar al
margen, aislados e independientes, y no vulnerables ya a sus armas[12]
. Todo aislacionismo político, toda autarquía económica y toda forma de
autonomía tienen algún elemento esta actitud. Elimino los obstáculos que hay en
mi camino dejando el camino. Me retiro a mi propia secta, a mi propia economía
planificada o a mi propio territorio deliberadamente aislado, donde no necesita
oír ninguna voz del exterior ni puede tener efecto ninguna fuerza externa. Esto
es una forma de la búsqueda de la seguridad, pero también se le ha llamado
búsqueda de la libertad o independencia personal o nacional.
En lo que se refiere a los individuos,
esta doctrina no dista mucho de las concepciones de aquellos que, como Kant,
identifican la libertad, no con la eliminación de los deseos, sino con
resistirse a ellos y controlarlos. Yo me identifico con el que controla y me
libro de la esclavitud de lo que es controlado. Soy libre porque soy autónomo y
en la medida que lo soy. Obedezco leyes, pero me las he impuesto yo a mi propio
yo no coaccionado, o las he encontrado en él. La libertad es obediencia, pero
«obediencia a una ley que nos damos a nosotros mismos» y ningún hombre puede
esclavizarse a sí mismo. La heteronomía es depender de factores externos,
prestarse a ser un juguete del mundo exterior que yo no puedo controlar por
completo y que por tanto me
controla y me «esclaviza». Soy libre solamente en la medida en que mi persona
no está «encadenada» por nada que obedezca a fuerzas sobre las que yo no tenga
ningún control; yo no puedo controlar las leyes de la naturaleza; por tanto, ex hypothesi, mi actividad libre
tiene que ser puesta por encima del mundo empírico de la causalidad. No es este
el lugar de discutir la validez de esta
antigua y famosa doctrina; sólo quiero hacer notar que la relación que
guardan las ideas de libertad como resistencia a los deseos irrealizables (o
liberación de ellos) y como independencia de la esfera de la causalidad, ha
tenido un papel muy importante no menos en la Política que en la Etica.
Si la esencia de los hombres consiste
en que son seres autónomos —autores de valores y de fines en sí mismos, cuya
autoridad consiste precisamente en el hecho de que están dotados de una
voluntad libre—, nada hay peor que tratarles como si no lo fueran, como si
fueran objetos naturales manipulados por influencias causales, y criaturas que
están a merced de estímulos externos, cuyas decisiones pueden ser manejadas por
sus gobernantes por medio de amenazas de fuerza o de ofrecimientos de
recompensas. Tratar a los hombres de esta manera es tratarlos como si no
estuviesen determinados por sí mismos. «Nadie puede obligarme a ser feliz a su
manera decía Kant. «El paternalismo es el mayor despotismo imaginable.» Esto es
así porque es tratar a los hombres como si no fuesen libres, sino material
humano para que yo, benevolente reformador, los moldee con arreglo a los fines
que yo he adoptado libremente, y no con arreglo a los suyos. Precisamente esta
es, por supuesto, la política que recomendaron los primeros utilitaristas.
Helvétius (y Bentham) creían que no se debía contradecir, sino utilizar, la
tendencia que tienen los hombres a ser esclavos de sus pasiones, y querían
ofrecerles premios y castigos —la forma más aguda posible de heteronomía— si
mediante éstos se podía hacer más felices a los «esclavos»[13].
Pero manipular a los hombres y lanzarles hacia fines que el reformador social
ve, pero que puede que ellos no vean, es negar su esencia humana, tratarlos
como objetos sin voluntad propia y, por tanto, degradarlos. Por esto es por lo
que mentir a los hombres o engañarles, es decir, usarlos como medios para los
fines que yo he concebido independientemente, y no para los suyos propios,
incluso aunque esto sea para su propio beneficio, es, en efecto, tratarles como
subhumanos y actuar como si sus fines fuesen menos últimos y sagrados que los
míos. ¿En nombre de qué puede estar justificado forzar a los hombres a hacer lo
que no han querido o aquello a lo que no han consentido? Solamente en nombre de
algún valor que sea superior a ellos mismos. Pero si, como sostenía Kant, todos
los valores se constituyen como tales en virtud de los actos libres de los hombres
y sólo se llaman valores en cuanto que son así, no hay ningún valor superior al
individuo. Por tanto, hacer esto es coaccionar a los hombres en nombre de algo
que es menos último que ellos mismos, someterles a mi voluntad o al deseo
particular de otro (u otros) para su felicidad, ventaja personal, seguridad o
conveniencia. Tiendo hacia algo deseado (por cualquier motivo, no importa lo
noble que sea) por mí o por mi grupo y para ello utilizo a otros hombres como
medios. Pero esto está en contradicción con lo que yo sé que son los hombres; a
saber, fines en sí mismos. Todas las formas de forzar a los seres humanos, de
intimidarles, de conformarles contra su voluntad con la propia norma, todo
control de pensamiento y todo condicionamiento[14]
son, por tanto, una negación de lo que constituye a los hombres como tales y a
sus valores como esenciales.
El individuo libre que proponía Kant es
un ser trascendente que está más allá del ámbito de la causalidad natural. Pero
en su forma empírica —en que la idea del hombre es la que se tiene en la vida
corriente— esta doctrina fue el núcleo central del humanismo liberal, tanto
moral como político, que estuvo profundamente influido tanto por Kant como por
Rousseau en el siglo XVIII. En su versión a priori es una forma del individualismo protestante
secularizado en el que el puesto de Dios está ocupado por la idea de la vida
racional y el puesto del alma individual que tiende a la unión con El está
sustituido por la idea del individuo, dotado de razón, que tiende a ser gobernado
por la razón y sólo por la razón y a no depender de nada que pueda desviarle o
engañarle comprometiendo a su naturaleza irracional. Autonomía, no heteronomía:
actuar yo y no que actúen sobre mí. La idea de la esclavitud de las pasiones es
más que una metáfora para los que piensan de esta manera. Liberarme del miedo,
del amor o del deseo de conformidad es liberarme del despotismo de algo que yo
no puedo controlar. Sófocles, del que Platón nos dice que afirmaba que
solamente la vejez le liberó de la pasión del amor —yugo de un amo cruel—, nos
dice que esta experiencia es tan auténtica como la de la liberación de un
tirano o de un propietario de esclavos. A esta manera de pensar y de hablar
corresponde la experiencia psicológica de observarme a mí mismo rindiéndome a
algún impulso «inferior», obrando por un motivo que me desagrada, o haciendo
algo que deteste en el mismo momento de hacerlo, observando después que «no era
yo mismo» o que «no tenía control de mí mismo» cuando lo hacía. Me identifico
con mis momentos críticos y racionales. No pueden importar las consecuencias de
mis actos puesto que yo no tengo control de ellos; sólo lo tengo de mis
motivos. Tal es el credo del pensador solitario que ha desafiado al mundo y se
ha emancipado de las cadenas de los hombres y de las cosas. Esta doctrina, en
esta forma, puede parecer primariamente una doctrina ética y apenas política;
sin embargo, sus implicaciones políticas son claras y está dentro de la
tradición del individualismo político, por lo menos de una manera tan profunda
como el concepto «negativo» de libertad.
Quizá merezca la pena observar que, en
su forma individualista, el concepto del sabio racional que ha huido a la
fortaleza interna de su verdadero yo, parece surgir cuando el mundo exterior ha
resultado ser excepcionalmente árido, cruel o injusto. «Es verdaderamente libre
—decía Rousseau— quien desea lo que puede hacer y hace lo que desea.» En un
mundo en el que puede hacer muy poco un hombre que busca la felicidad, la
justicia o la libertad (en el sentido que sea) porque encuentra obstaculizadas
demasiadas posibilidades de actuación, puede hacerse irresistible la tentación
de retirarse a sí mismo. Pudo haber sucedido así en Grecia, donde el ideal
estoico no debe desconectarse por completo del hundimiento de las democracias
independientes ante la autocracia macedónica centralizada. También fue así en
Roma, por razones parecidas, después de la República[15].
Surgió en Alemania en el siglo XVII en el período de la más profunda
degradación nacional de los estados alemanes que siguió a la guerra de los
Treinta Años, en el momento en que el carácter que cobró la vida pública,
especialmente en los pequeños principados, forzó a una especie de emigración
interna —no por primera ni última vez— a los que estimaban la dignidad de la
vida humana. La doctrina que sostiene que tengo que enseñarme a mí mismo a no
desear lo que no puedo tener y que un deseo eliminado o refrenado con éxito es
tan bueno como un deseo satisfecho, es una doctrina sublime; pero a mí me
parece, sin temor a errar, que es una forma de la doctrina que enseña la fábula
de la zorra y las uvas: no puedo querer verdaderamente aquello de lo que no
puedo estar seguro.
Esto pone en claro por qué no vale la
definición de libertad negativa como posibilidad de hacer lo que uno quiera —la
cual es, en efecto, la definición que adoptó Mill. Si veo que puedo hacer muy
poco o no puedo hacer nada de lo que quiero, lo único que necesito es limitar o
extinguir mis deseos y con ello me hago libre. Si el tirano (o «el que persuade
de manera disimulada») consigue condicionar a sus súbditos (o clientes) para
que dejen de tener su deseos originales y adopten («internalicen») la forma de
vida que ha inventado para ellos, habrá conseguido, según esta definición,
liberarlos. Sin duda alguna les habrá hecho sentirse libres —de la misma manera que Epicteto se siente más
libre que su amo (y que, según se dice, el proverbial hombre bueno se siente
feliz en la miseria). Pero lo que ha creado es la antítesis misma de la
libertad política.
La autonegación ascética puede ser una
fuente de integridad, serenidad o fuerza espiritual, pero es difícil ver cómo
se la puede llamar aumento de libertad. Si me libro de mi adversario
retirándome puertas adentro y cerrando todas las entradas y salidas, puede que
sea más libre que si hubiese sido capturado por él, pero ¿soy más libre que si
yo le hubiese vencido o capturado a él? Si voy en esto demasiado lejos y me
retraigo a un ámbito demasiado pequeño, me ahogaré y moriré. La culminación
lógica del proceso de destrucción de todo aquello que puede hacerme daño es el
suicidio. En tanto exista en el mundo natural, nunca puedo estar seguro por
completo. En este sentido, la liberación total (como muy bien se dio cuenta
Schopenhauer) sólo puede conferirla la muerte[16].
Estoy en un mundo en el que me
encuentro con obstáculos a mi voluntad. A los que están vinculados al concepto
«negativo» de libertad quizá se le puede perdonar si creen que la
autoabnegación no es el único método para superar obstáculos y que también es
posible quitarlos: en el caso de objetos no humanos, por la fuerza; y en el
caso de resistencia humana, mediante la fuerza y la persuasión, como cuando yo
induzco a alguien a que me haga sitio para mi coche o conquisto un país que
amenaza los intereses del mío. Puede que tales actos sean injustos e impliquen
violencia, crueldad y esclavitud de otros, pero difícilmente se puede negar
que, con ellos, el que los ejecuta tiene la posibilidad, en el sentido más
literal de la palabra, de aumentar su propia libertad. Es una ironía de la
historia que esta verdad sea repudiada por algunos de los que la practican con
más intensidad, hombres que, incluso cuando conquistan poder y libertad de
acción, rechazan el concepto «negativo» de ésta en favor de su contraparte
«positiva». Sus ideas gobiernan la mitad de nuestro mundo; veamos en qué
fundamentos metafísicos se apoyan.
IV
La
autorrealización
Se nos dice que el único método para
conseguir la libertad es usar la razón crítica y la comprensión de lo que es necesario
y lo que es contingente. Si soy un chiquillo que va a la escuela, las verdades
más simples de las matemáticas se imponen como obstáculo al libre
funcionamiento de mi inteligencia, como teorema cuya necesidad yo no entiendo;
son enunciadas como verdaderas por una autoridad externa y se me presentan como
cuerpos extraños que yo debo absorber mecánicamente en mi sistema. Pero cuando
entiendo las funciones que tienen los símbolos, los axiomas, las leyes de
formación y transformación —la lógica mediante la cual se obtienen las
conclusiones—, y comprendo que todas estas cosas no pueden ser de otra manera
porque parecen seguirse de las leyes que rigen los procesos de mi propia razón[17],
entonces las verdades matemáticas ya no se imponen como entidades externas que
me han metido en la cabeza y que tengo que aceptar quiera o no quiera, sino
como algo a lo que yo ahora me adhiero libremente en el curso del
funcionamiento natural de mi propia actividad racional. Para el matemático, la
prueba de estos teoremas pertenece al libre ejercicio de su capacidad natural
de razonar. Para el músico, una vez que ha asimilado la estructura de la
partitura del compositor y ha hecho suyos los propósitos de éste, la
interpretación de la música no constituye ninguna obediencia a leyes externas,
ninguna obligación ni ninguna limitación a su libertad, sino un ejercicio libre
carente de impedimentos. El intérprete no está vinculado a la partitura como un
buey al arado o como el trabajador de una fábrica a la máquina. Ha absorbido la
partitura en su propio sistema; al entenderla, la ha identificado consigo mismo
y de ser un impedimento para su actividad libre la ha transformado en un
elemento de esta actividad misma. Se nos dice que lo que vale para la música o
para las matemáticas en principio también tiene que valer para todos los demás
obstáculos que se presentan como bloques del material ex' temo que impide el
propio desarrollo libre. Este es el programa del racionalismo ilustrado desde
Spinoza hasta los últimos (a veces inconscientes) discípulos de Hegel. Sapere aude. En tanto que eres racional, no puedes querer que sea de otra
manera lo que conoces, aquello cuya necesidad —necesidad racional— entiendes.
Pues querer que algo sea diferente a lo que tiene que ser es, dadas las premisas
—las necesidades que rigen el mundo—, ser pro tanto o bien ignorante o irracional. Las pasiones, los
prejuicios, los miedos y las neurosis surgen de la ignorancia y toman la forma
de mitos e ilusiones. Estar regido por mitos, surjan éstos de las vívidas imaginaciones
de charlatanes sin escrúpulos que nos engañan para explotarnos, o de causas
psicológicas o sociológicas, es una forma de heteronomía, una forma de estar
dominado por factores exteriores en una dirección que no es necesariamente
querida por el que obra. Los deterministas científicos del siglo XVIII
supusieron que el estudio de las ciencias de la naturaleza y la creación de las
ciencias sociales, basadas sobre el mismo modelo, pondrían muy en claro las
operaciones de tales causas, capacitando así a los individuos para reconocer el
propio papel que representan en el funcionamiento de un mundo racional, que
sólo es decepcionante cuando no se le entiende bien. Como ya enseñó Epicuro
hace tiempo, el conocimiento libera eliminando automáticamente los miedos y
deseos irracionales.
Herder, Hegel y Marx sustituyeron los
viejos modelos mecanicistas por sus propios modelos vitalistas de la vida
social, pero, no menos que sus adversarios, creían que entender el mundo es
liberarse. Sólo diferían de ellos en que subrayaban el papel que tienen el
cambio y el desarrollo en lo que hace humanos a los hombres. La vida social no
podía entenderse por analogía con las matemáticas o la física. También hay que
entender la historia; es decir, las leyes peculiares del desarrollo continuo
(prodúzcase éste por conflicto «dialéctico» o de otra manera) que rige a los
individuos y a los grupos en la actividad recíproca que éstos llevan a cabo
entre ellos mismos y con la naturaleza. Según estos pensadores, no entender
esto es caer en un tipo especial de error; a saber, creer que la naturaleza
humana es estática, que sus propiedades esenciales son las mismas en todo
tiempo y lugar, y que tal naturaleza está regida por leyes naturales
invariables, sean éstas concebidas en términos teológicos o materialistas, lo
cual lleva consigo el corolario falaz de que un sabio legislador puede, en
principio, crear en cualquier momento una sociedad perfectamente armoniosa con
la apropiada educación y legislación, ya que los hombres racionales tienen que
pedir en todas las épocas y países las mismas satisfacciones invariables de las
mismas necesidades básicas también invariables. Hegel creía que sus
contemporáneos (y, por supuesto, todos sus predecesores) entendieron mal la
naturaleza de las instituciones porque no entendieron las leyes —leyes
inteligibles racionalmente, ya que surgen de la actividad de la razón— que
crean y cambian las instituciones y transforman la actividad y el carácter
humanos. Marx y sus discípulos sostenían que la trayectoria de los seres
humanos estaba obstruida no sólo por las fuerzas naturales o por las
imperfecciones de su propio carácter, sino, aún más, por el funcionamiento de
sus propias instituciones sociales que originariamente habían creado (no
siempre de manera consciente) para ciertos fines, pero cuyo funcionamiento
llegaron sistemáticamente a concebir equivocadamente[18],
por lo que se convirtieron en obstáculos en el progreso de sus creadores.
Presentó hipótesis sociales y económicas para argumentar la inevitabilidad de
tal equívoco, y en particular de la ilusión de que tales arreglos hechos por el
hombre fuesen fuerzas independientes tan necesarias como las leyes de la oferta
y la demanda, de la institución de la propiedad, o de la eterna división de la
sociedad en ricos y pobres, o propietarios y trabajadores, como tantas
categorías humanas inalterables. Hasta que no hubiésemos alcanzado una etapa en
la que se pudiesen eliminar los hechizos de estas creencias ilusorias; es
decir, hasta que suficientes hombres alcanzasen una situación social que, sólo
ella, les permitiese entender que estas leyes e instituciones eran obra de las
inteligencias y de las manos humanas, necesarias históricamente en su día y
posteriormente mal entendidas como fuerzas inexorables y objetivas, no podría
destruirse el viejo mundo ni ser sustituido por una maquinaria social más
adecuada y liberadora.
Estamos esclavizados por déspotas
—instituciones, creencias o neurosis— que sólo pueden ser eliminados
analizándolos y entendiéndolos. Estamos aprisionados por malos espíritus que
hemos creado nosotros mismos, aunque no conscientemente, y sólo podemos
exorcizarlos haciéndonos conscientes y actuando de manera apropiada; en efecto,
para Marx entender es una
acción apropiada. Soy libre solamente si planeo mi vida de acuerdo con mi
propia voluntad; los planes implican reglas, y una regla no me oprime o me
esclaviza, si me la impongo a mí mismo conscientemente o la acepto libremente,
habiéndola entendido, fuese inventada por mí o por otros, suponiendo que sea
racional; es decir, que se conforme a la necesidad de las cosas. Entender por
qué las cosas tienen que ser como tienen que ser es querer que sean así. El
conocimiento libera, no sólo dándonos más posibilidades entre las cuales
podamos elegir, sino preservándonos de la frustración de intentar lo imposible.
Querer que las leyes necesarias sean diferentes de lo que son es ser presa de
un deseo irracional: el deseo de lo que tiene que ser X también debe ser no X.
Ir más lejos y creer que estas leyes son diferentes de lo que necesariamente
son es estar loco. Este es el núcleo metafísico del racionalismo. La idea de
libertad que contiene no es la concepción «negativa» de un ámbito que
(idealmente) no tiene obstáculos, un vacío en el que nada me estorba, sino la
idea de la autodirección o autocontrol. Puedo hacer lo que quiera conmigo
mismo. Soy un ser racional, y al serlo no puedo querer apartar de mi camino
todo lo que pueda demostrarme a mí mismo como necesario, como incapaz de ser de
otra manera en una sociedad racional —es decir, en una sociedad dirigida por
mentes racionales hacia fines tales como los que tendría un ser racional. Yo lo
asimilo en mi sustancia, como asimilo las leyes de la lógica, de las
matemáticas, de la física, las reglas del arte y los principios que rigen todo
aquello cuyo fin racional entiendo y, por tanto, quiero, y por lo cual no puedo
ser nunca frustrado, ya que no puedo querer que sea diferente a como es.
Esta es la doctrina positiva de la
liberación por la razón. Sus formas socializadas, aunque sean muy dispares y
opuestas, están en el corazón mismo de los credos nacionalistas, comunistas,
autoritarios y totalitarios de nuestros días. Puede que en el curso de su
evolución se hayan apartado mucho de su entronque racionalista. Sin embargo
ésta es la libertad que se defiende en democracias y dictaduras, y por la que
se lucha hoy día en muchos lugares de la tierra. Sin intentar trazar la
evolución histórica de esta idea, quiero comentar algunas de sus vicisitudes.
V
El templo de
Sarastro
Los que creían en la libertad como
autodirección se vieron obligados, tarde o temprano, a considerar cómo había
que aplicar esto, no sólo a la vida interior del hombre, sino también a sus
relaciones con otros miembros de su sociedad. Incluso los más individualistas
—y desde luego Rousseau, Kant y Fichte empezaron siendo individualistas—
llegaron a preguntarse si era posible una vida racional, no sólo para el
individuo, sino también para la sociedad, y si lo era, cómo es posible
conseguirla. Quiero ser libre para vivir como me manda mi voluntad racional (mi
«verdadero yo»), pero igualmente lo tienen que ser otros. ¿Cómo he de evitar
conflictos con sus voluntades? ¿Dónde se encuentra la frontera que está entre
mis derechos (determinados racionalmente) y los idénticos derechos de los
demás? Ya que si soy racional, no puedo negar que lo que está bien para mí
tiene que estar bien por la misma razón, para los demás, que son racionales
como yo. Un Estado racional (o libre) sería un Estado gobernado por leyes que
fuesen aceptadas por todos los hombres racionales; es decir, por leyes que
ellos mismos hubieran promulgado si les hubiesen preguntado qué querían como
seres racionales; así, las fronteras que separarían los derechos serían las que
todos los hombres racionales considerarían justas para los seres racionales.
Pero, de hecho, ¿quién había de determinar cuáles eran estas fronteras? Los
pensadores de este tipo defendían que si los problemas morales y políticos eran
auténticos —y desde luego lo eran—, tienen que ser, en principio, solubles; es
decir, tiene que haber una única solución verdadera para todo problema. En
principio, todas las verdades podían ser descubiertas por cualquier pensador
racional y podían ser demostradas tan claramente que todos los demás hombres
racionales no podían más que aceptarlas, y, en efecto, en gran medida este ya
era el caso de las nuevas ciencias naturales. Con este supuesto, el problema de
la libertad política era soluble estableciendo un orden justo que diese a cada
hombre toda la libertad a que tiene derecho un ser racional. Mi pretensión de
libertad sin cortapisas puede, a primera vista, no estar reconciliada a veces
con tu pretensión que tampoco tiene limitaciones, pero la solución racional de
un problema no puede entrar en conflicto con la solución igualmente verdadera
de otro, pues dos verdades no pueden ser incompatibles lógicamente; por lo
tanto, en principio tiene que poder descubrirse un orden justo, cuyas reglas
hagan posibles soluciones correctas para todos los posibles problemas que
surjan en él. A veces se imaginó que esta situación ideal y armoniosa había
sido el paraíso terrenal antes de la caída del hombre, del que fuimos
expulsados, pero que todavía anhelamos, o como una edad de oro que todavía no
ha llegado, en la que los hombres, habiéndose hecho racionales, ya no serán
«dirigidos unos por otros» ni se «alinearán» ni frustrarán entre sí. En las
sociedades actuales la justicia y la igualdad son ideales que todavía exigen
cierta medida de coacción porque la prematura supresión de los controles
sociales conduciría a la opresión del más débil y más tonto por el más fuerte,
más capaz o más enérgico y carente de escrúpulos. Pero (de acuerdo con esta
doctrina) sólo la irracionalidad de los hombres es la que les lleva a querer
oprimirse, explotarse o humillarse unos a otros. Los hombres racionales
respetarán, en relación con el otro, el principio de la razón y les faltará
todo deseo de luchar o dominarse entre sí. Este deseo mismo de dominar es un
síntoma de irracionalidad y puede ser explicado y curado por métodos
racionales. Spinoza expone un tipo de explicación y remedio, Hegel otro, y Marx
un tercero. Quizá algunas de estas teorías se complementen entre sí, hasta
cierto punto; otras no se pueden combinar. Pero todas ellas presuponen que en
una sociedad de seres perfectamente racionales el deseo de dominar a los
hombres estará ausente o será ineficaz. La existencia de la opresión, o el
anhelo de ella, será el primer síntoma de que no se ha conseguido la verdadera
solución al problema de la vida social.
Esta cuestión también puede expresarse
de otra manera. La libertad es autodominio, la eliminación de los obstáculos
que se oponen a mi voluntad, cualesquiera que sean estos obstáculos: la
resistencia de la naturaleza, de mis pasiones no dominadas, de las
instituciones irracionales, o de las opuestas voluntades o conductas de los
demás. A la naturaleza, por lo menos en principio, siempre la puedo moldear
mediante la técnica y configurarla con arreglo a mi voluntad. Pero ¿cómo he de
tratar a los recalcitrantes seres humanos? También, si puedo, tengo que
imponerles mi voluntad, «moldearlos» con arreglo a mis normas, repartirles los
papeles que tienen que representar en mi juego. Pero ¿no significará esto que
yo soy el único que es libre, mientras que los demás son esclavos? Y lo serán
si mi plan no tiene nada que ver con sus deseos o valores, sino solamente con
los míos. Pero si mi plan es completamente racional, permitirá el completo
desarrollo de sus «verdaderas» naturalezas y la realización de su capacidad de
tomar decisiones racionales «para hacer lo mejor de sí mismos», como parte de
la realización de mi propio yo «verdadero». Todas las soluciones verdaderas a
todos los auténticos problemas tienen que ser compatibles; más aún, tienen que
encajar en una única totalidad, pues esto es lo que quiere decirse cuando se
las denomina a todas racionales y se dice que el universo es armónico. Cada
hombre tiene su carácter, sus habilidades, sus aspiraciones y sus fines
específicos. Si yo comprendo tanto lo que son estos fines cuanto lo que son
estas naturalezas y cómo se relacionan unos con otros, puedo, por lo menos en
principio, y si tengo conocimientos y fuerzas para ello, satisfacerles a todos,
siempre que la naturaleza y los fines en cuestión sean racionales. Racionalidad
es conocer las cosas y a la gente tal como son: yo no debo utilizar piedras
para hacer violines ni debo intentar que toquen la flauta los que han nacido
para tocar el violín. Si el universo está regido por la razón, no habrá
necesidad de coacción; una vida correctamente planeada para todos coincidirá
con la libertad completa —la libertad de la autodirección racional— para todos.
Esto será así solamente si este plan es el verdadero: la única norma que
satisface las pretensiones de la razón. Sus leyes serán las que prescribe la
razón; éstas sólo serán molestas para aquellos cuya razón está dormida, para
aquellos que no enrienden las verdaderas «necesidades» de sus propios yos
«verdaderos». En tanto que cada actor reconoce e interpreta el papel que le ha
asignado la razón —la facultad que entiende su verdadera naturaleza y discierne
sus verdaderos fines—, no puede haber ningún conflicto. Cada hombre será un
actor liberado y autodirigido en el drama cósmico. Así Spinoza nos dice que
«los niños, aunque son coaccionados, no son esclavos» porque «obedecen leyes
que han sido dadas para sus propios intereses», y que «el sujeto de una
verdadera comunidad no es esclavo, porque los intereses comunes tienen que
incluir el suyo propio». Igualmente Locke dice: «Donde no hay ley no hay
libertad», porque las leyes racionales son direcciones que se dan para los
«intereses apropiados» de un hombre o «bien general»; añade que puesto que
tales leyes son lo que «nos preserva de los pantanos y precipicios,
difícilmente merecen el nombre de confinamientos», y dice que los deseos de
librarse de tales leyes son deseos «brutos» y formas irracionales de
«licencia». Montesquieu, olvidando sus momentos liberales, dice que la libertad
política no es dar permiso para hacer lo que queramos, ni incluso para hacer lo
que permita la ley, sino sólo «el poder de hacer lo que deberíamos querer», lo
cual repite virtualmente Kant. Burke proclama el «derecho» del individuo a
restringirse en su propio interés, porque «el supuesto consentimiento de toda
criatura racional está al unísono con el predispuesto orden de las cosas». La
presuposición común a estos pensadores (y a otros muchos pensadores anteriores,
así como a los jacobinos y comunistas, posteriores a ellos) es que los fines
racionales de nuestras «verdaderas» naturalezas tienen que coincidir, o hay que
hacerles coincidir, por muy violentamente que griten en contra de este proceso
nuestros pobres yos, empíricos, ignorantes, apasionados y guiados por los
deseos. La libertad no es libertad para hacer lo que es irracional, estúpido o
erróneo. Forzar a los yos empíricos a acomodarse a la norma correcta no es
tiranía, sino liberación[19].
Rousseau me dice que si yo entrego libremente todas las partes de mi vida a la
sociedad, creo una entidad que, puesto que ha sido construida por la igualdad
de sacrificios de todos sus miembros, no puede desear hacer daño a ninguno de
ellos; en tal sociedad —se nos dice— no puede haber ningún interés de nadie que
dañe al de cualquier otro. «Al darme a todos» no me doy a ninguno», y recobro
tanto como pierdo, con la suficiente nueva fuerza para preservar lo que he
ganado recientemente. Kant nos dice que cuando «el individuo ha abandonado por
completo su libertad salvaje e ilegal, para encontrarla de nuevo, no
deteriorada, en un estado de dependencia de acuerdo con la ley», solamente
entonces tiene verdadera libertad, «pues esta dependencia es obra de mi propia
libertad, que actúa como legislador. La libertad, lejos de ser incompatible con
la autoridad, se convierte virtualmente en idéntica a ella. Estos son e)
pensamiento y el lenguaje de todas las declaraciones de derechos humanos del
siglo XVIII y de todos aquellos que consideran a la sociedad como un modelo
construido según las leyes racionales del sabio legislador, o de la naturaleza,
o de la Historia, o del Ser Supremo. Prácticamente solo, Bentham seguía
repitiendo tenazmente que no era de la incumbencia de las leyes liberar sino
restringir: «Toda ley es una infracción de la libertad», incluso si tal
«infracción» lleva a un aumento del total de libertad.
Si estos presupuestos fundamentales
hubiesen sido correctos, si el método de resolver los problemas sociales se
pareciera a la manera como están fundamentadas las soluciones a los problemas
de las ciencias de la naturaleza, y si la razón fuese lo que los racionalistas
dijeron que era, quizá se seguiría todo esto que se acaba de decir. En el caso
ideal, la libertad coincide con la ley: la autonomía con la autoridad. Una ley
que me prohíbe hacer lo que yo, como ser sensato, no puedo querer hacer, no es
una restricción de mi libertad. En la sociedad ideal, compuesta por seres
totalmente responsables, las leyes irían desapareciendo poco a poco porque yo
apenas sería consciente de ellas. Tan sólo un movimiento social fue lo
suficientemente audaz para hacer explícita esta suposición y aceptar sus
consecuencias: el movimiento de los anarquistas. Pero todas las formas del
liberalismo fundamentadas en una metafísica racionalista son versiones más o menos
difuminadas de este credo.
Los pensadores que pusieron sus
energías en resolver el problema de esta manera, llegaron a enfrentarse a su
debido tiempo con la cuestión de cómo había que hacer racionales a los hombres
en este sentido. Por supuesto, tienen que ser educados, pues los que no lo
están son irracionales, heterónomos y necesitan ser coaccionados, al menos para
hacer tolerable la vida a los racionales, si han de vivir en la misma sociedad
y no van a ser obligados a retirarse a un desierto o a algún monte olímpico.
Pero no se puede esperar que el que no está educado entienda los propósitos de
sus educadores o coopere con ellos. La educación —dice Fichte— debe actuar
inevitablemente de tal manera que «reconozcas después las razones de lo que
estoy haciendo ahora». No se puede esperar que los niños entiendan por qué se
les obliga a ir a la escuela, ni que los ignorantes —es decir, por el momento,
la mayoría de la humanidad— comprendan por qué se les hace obedecer las leyes
que después les harán racionales. «El obligar es también un tipo de educación.»
Se aprende la gran virtud de la obediencia a las personas superiores. Si no
puedes entender tus propios intereses como ser racional, no se puede esperar de
mí que te consulte o me atenga a tus deseos en el proceso de hacerte racional.
En último término, tengo que forzarte a que te protejas de las viruelas,
incluso aunque no quieras. Incluso Mill está dispuesto a decir que yo puedo,
por la fuerza, impedir a un hombre que cruce un puente, si no hay tiempo para
avisarle de que éste está a punto de caerse, ya que yo sé, o estoy justificado
a suponer, que él no puede querer caerse al agua. Fichte sabe lo que quieren
ser o hacer los alemanes de su época que no están educados, mejor que lo pueden
saber ellos mismos. El sabio te conoce mejor de lo que te conoces a ti mismo,
pues tú eres la víctima de tus pasiones, un esclavo que vive una vida
heterónoma, un miope, incapaz de entender tus verdaderos fines. Quieres ser un
ser humano. El propósito del Estado es satisfacer tu deseo. «El obligar está
justificado por la educación para la futura comprensión.» La razón que hay en
mí, si ha de triunfar, tiene que eliminar y suprimir mis «bajos» instintos, mis
pasiones y deseos, que me hacen esclavo; de igual manera (este paso fatal de
los conceptos que se refieren al individuo a los que se refieren a la sociedad
es casi imperceptible) los elementos superiores de la sociedad —los que están
educados mejor, los que son más racionales, los que «poseen la más elevada
comprensión de su época y de su gente— pueden ejercer la coacción para
racionalizar a la parte irracional de la sociedad. Pues —así nos lo han
asegurado frecuentemente Hegel, Bradley y Bosanquet— al obedecer al hombre
racional nos obedecemos a nosotros mismos, desde luego no tal como somos,
sumidos en la ignorancia y las pasiones, débiles criaturas afligidas por
enfermedades que necesitan alguien que las cure, pupilos que requieren un
tutor, sino como podríamos ser si fuésemos racionales; como podríamos ser
incluso ahora, si al menos oyésemos el elemento racional que ex hyphotesi está en todo ser humano
que merece tal nombre.
Los filósofos de la «razón objetiva»,
desde el duro y rígidamente centralizado estado «orgánico» de Fichte hasta el
suave y humano liberalismo de T. H. Green, han supuesto indudablemente que
ellos cumplían, sin resistirse, las exigencias de la razón que, por muy
incipientes que fuesen, tenían que encontrarse en el corazón de todo ser
consciente. Pero puedo rechazar tal optimismo democrático y, apartándome del
determinismo teleológico de los hegelianos para ir hacia una filosofía más
voluntarista, concebir la idea de imponer a mi sociedad —para su propio
mejoramiento— un plan mío que he elaborado con mi sabiduría racional, y que, a
no ser que actúe por mi cuenta, quizá en contra de los deseos permanentes de la
gran mayoría de mis conciudadanos, no se logre nunca en absoluto. O bien,
abandonando por completo el concepto de razón, puedo concebirme a mí mismo como
un inspirado artista que moldea a los hombres con arreglo a determinadas
estructuras a la luz de su visión única, de la misma manera que los pintores
combinan colores o los compositores combinan sonidos; la unidad es la materia
prima sobre la que yo impongo mi voluntad creadora; incluso aunque los hombres
sufran y mueran en este proceso, mediante él son elevados a una altura a la que
nunca hubieran podido ascender sin mi violación coactiva—pero creadora— de sus
vidas. Este es el argumento que emplean todos los dictadores, inquisidores y
matones que pretenden alguna justificación moral, o incluso ascética, de su
conducta. Tengo que hacer por los hombres (o con ellos) lo que ellos no pueden
hacer por sí mismos, y no les puedo pedir su permiso o consentimiento, porque
no están en condiciones de saber qué es lo mejor para ellos; en efecto, lo que
ellos permitirán y aceptarán puede significar una vida de mediocridad
despreciable, o incluso su ruina y su suicidio. Permítaseme citar al verdadero
creador de esta heroica doctrina, Fichte una vez más: «Nadie tiene... derechos
contra la razón.» «El hombre tiene miedo de subordinar su subjetividad a las
leyes de la razón. Prefiere la tradición o la arbitrariedad.» Sin embargo,
tiene que estar subordinado[20].
Fichte defiende los derechos de lo que él llamó la razón; Napoleón, Carlyle o
los autoritarios románticos pueden rendir culto a otros valores y ver en su
establecimiento por la fuerza el único camino para la «verdadera» libertad.
Esta misma actitud fue expresada de
manera aguda por Auguste Comte cuando preguntaba: «Si no permitimos la libertad
de pensamiento en la Química o en la Biología, ¿por qué habríamos de hacerlo en
la Moral o en la Política?» En efecto, ¿por qué? Si tiene sentido hablar de
verdades políticas, todos los hombres, puesto que son hombres, tienen que estar
de acuerdo en que lo son tales las afirmaciones que se hagan sobre los fines de
la sociedad, una vez que son descubiertos, y si, como Comte creía, el método
científico los revelará a su debido tiempo, entonces ¿qué sentido tiene en
estos asuntos la libertad de opinión o de acción, al menos como fin en sí
mismo, y no sólo como clima intelectual estimulante para individuos o para
grupos? ¿Por qué debe ser tolerada una conducta que no está autorizada por los
expertos adecuados? Comte expresó de manera directa lo que había estado
implícito en la teoría política racionalista desde sus antiguos orígenes
griegos. En principio, sólo puede haber una sola manera correcta de vivir; los
sabios la llevan espontáneamente; por eso se les llama sabios. Los que no lo
son tienen que ser empujados hacia ella por todos los medios sociales que están
en poder de los que son sabios; pues ¿por qué ha de soportarse que sobreviva y
crezca el error que puede ser demostrado como tal? A los inmaduros y faltos de
tutela hay que hacerles decirse a sí mismos: «Sólo la verdad libera, y la única
manera de que yo pueda aprender la verdad es haciendo hoy ciegamente lo que tú,
que la conoces, me mandes hacer o me coacciones a que haga, con la certeza de
que solamente así llegaré a tu clara visión y seré libre como tú.»
Nos hemos apartado, por supuesto, de
nuestros comienzos liberales. Este argumento, empleado por Fichte en su última
fase, y después de él por otros defensores de la autoridad, desde los maestros
de escuela de la época victoriana y los administradores de las colonias hasta
los últimos dictadores nacionalistas o comunistas, es precisamente aquello
contra lo cual más amargamente protesta la moralidad kantiana y estoica en
nombre de la razón del individuo libre que sigue su propia luz interior. De
este modo, el argumento racionalista, con su supuesto de la única solución
verdadera, ha ido a parar (por pasos que, si no son válidos lógicamente, son
inteligibles histórica y psicológicamente) desde una doctrina ética de la
responsabilidad y autoperfección individual a un estado autoritario, obediente
a las directrices de una élite
de guardianes platónicos.
¿Qué puede haber llevado a tan extraña
inversión: a la transformación del severo individualismo de Kant en algo
cercano a una pura doctrina totalitaria, defendida por pensadores, algunos de
los cuales pretendían ser sus discípulos? Esta cuestión no es sólo de interés
histórico, ya que no pocos liberales contemporáneos han pasado por esta misma
peculiar evolución. Es verdad que Kant, siguiendo a Rousseau, insistió en que
la capacidad para dirigirse a sí mismos pertenecía a todos los hombres, que no
podía haber expertos en cuestiones morales, ya que la moralidad no era cuestión
de ningún conocimiento especializado (como habían sostenido los utilitaristas y
philosophes), sino del uso
correcto de una facultad humana universal, y que, por tanto, lo que hacía
libres a los hombres no era obrar de cierta manera que les mejorase, a lo cual
podían estar coaccionados, sino saber por qué debían obrar así, lo cual nadie
podía hacer por nadie ni en nombre de nadie. Pero incluso Kant, cuando llegó a
tratar de temas políticos, concedió que ninguna ley (suponiendo que ésta fuese
una ley tal que yo aprobase como ser racional, si me lo consultaran) podía
privarme de ninguna parte de mi libertad racional. Con esto quedaba la puerta
abierta de par en par para el papel de los expertos. Yo no puedo consultar en
todo momento a todos los hombres sobre todas las leyes. El Gobierno no puede
ser un continuo plebiscito. Más aún, algunos hombres no tienen el oído tan fino
como otros para la voz de su propia razón; algunos parecen especialmente
sordos. Si soy legislador o gobernante, tengo que suponer que si la ley que
impongo es racional (y sólo puedo consultar a mi propia razón), será
automáticamente aprobada por todos los miembros de mi sociedad en tanto que son
seres racionales; ya que si no la aprueban, tienen que ser pro tanto irracionales, entonces
necesitarán ser reprimidos por la razón, no puede importar si por la suya o por
la mía, pues los pronunciamientos de la razón tienen que ser los mismos en
todas las mentes. Yo doy mis órdenes, y si te resistes a ellas, me encargo de
reprimir el elemento irracional que hay en ti, que se opone a la razón. Mi
tarea sería más fácil si tu lo reprimieras en ti mismo; intento educarte para
que lo hagas; pero soy responsable del bienestar público y no puedo esperar
hasta que todos los hombres sean completamente racionales. Kant puede que
proteste de esto diciendo que la esencia de la libertad del sujeto consiste en
que éste, y sólo éste, es el que se ha dado a sí mismo la orden de obedecer.
Pero esto es un consejo de perfección. Si dejas de disciplinarte a ti mismo, yo
tengo que hacerlo por ti, y no puedes quejarte de falta de libertad, pues el
hecho de que el Juez racional que proponía Kant te haya llevado a la cárcel es
prueba de que no has escuchado a tu propia razón interior y de que, al igual
que un niño, un salvaje o un idiota, no estás maduro para dirigirte a ti mismo,
o de que eres permanentemente incapaz de ello[21].
Si esto lleva al despotismo, aunque sea
por el mejor de los más sabios —al templo de Sarastro de la Flauta mágica—, pero a fin de
cuentas, despotismo que resulta ser idéntico a la libertad, ¿no puede ser que
haya algo erróneo en las premisas de este argumento, que los propios supuestos
básicos sean defectuosos en alguna parte? Permítaseme enunciarlos una vez más:
primero, que todos los hombres tienen un fin verdadero, y sólo uno: el de
dirigirse a sí mismos racionalmente; segundo, que los fines de todos los seres
racionales tienen que encajar por necesidad en una sola ley universal armónica,
que algunos hombres pueden ser capaces de discernir más claramente que otros;
tercero, que todos los conflictos y, por tanto, todas las tragedias, se deben
solamente el choque de la razón con lo irracional o lo insuficientemente
racional —los elementos de la vida que son inmaduros o que no están
desarrollados—, sean éstos individuales o comunales, y que tales choques son,
en principio, evitables, e imposibles para los seres totalmente racionales, y
finalmente, que cuando se haya hecho a todos los hombres racionales, éstos
obedecerán las leyes racionales de su propia naturaleza, que es una sola y la
misma en todos ellos, y serán así sujetos de la ley por completo, y al mismo
tiempo, totalmente libres. ¿No será que Sócrates, y los creadores de lo
fundamental de la tradición occidental en Etica y Política que le siguieron,
hayan estado equivocados durante más de dos milenios, y que la virtud no sea
conocimiento, ni la libertad idéntica a la una ni al otro? ¿No será que, a
pesar del hecho de que actualmente dirijan las vidas de más hombres que en
cualquier otro momento de su larga historia, no sea demostrable, ni, quizá
siquiera verdadero, ninguno de los supuestos básicos de esta famosa doctrina?
VI
La búsqueda
del «status»
Aún hay otro enfoque, históricamente
importante, de este tema; el cual, confundiendo la libertad con sus hermanas la
igualdad y la fraternidad, lleva a conclusiones que tampoco son liberales.
Desde que se sacó a relucir esta cuestión a fínales del siglo XVIII se ha
estado haciendo persistentemente, y cada vez con mayores consecuencias, la
pregunta de qué quiere decir «un individuo». En tanto yo vivo en sociedad, todo
lo que hago inevitablemente afecta a lo que hacen otros, y es, a su vez,
afectado por esto. Incluso los arduos esfuerzos que hizo Mill para señalar la
distinción que hay entre la esfera de la vida privada y la de la vida social se
desvanecen cuando se la examina de cerca. Virtualmente, todos los críticos de
Mill han señalado que todo lo que yo haga puede tener resultados que
perjudiquen a otros seres humanos. Más aún, yo soy un ser social en un sentido
más profundo que el que significa la interacción con los demás. Pues ¿en cierta
medida, no soy yo lo que soy en virtud de lo que los demás piensan y creen que
soy? Cuando me pregunto qué soy y respondo que un inglés, un chino, un
comerciante, un hombre de importancia, un millonario o un convicto, si analizo
la respuesta, veo que poseer estos atributos lleva consigo ser reconocido por
otras personas de mi sociedad como perteneciente a un determinado grupo o
clase, y que este reconocimiento es parte del significado de la mayoría de los
términos que denotan algunas de mis características más personales y
permanentes. Yo no soy una razón despersonificada. Tampoco soy Robinson Crusoe,
solo en su isla. No se trata solamente de que mi vida material dependa de la
interacción con otros hombres, ni de que sea lo que soy como resultado de las
fuerzas sociales, sino de que algunas de mis ideas sobre mí mismo, quizá todas,
y en particular la concepción que tengo de mi propia moral y de mi idéntica
social, inteligibles en función de la red social de la que soy un elemento (la
metáfora no debe llevarse demasiado lejos). La falta de libertad de la que
muchos hombres y grupos se quejan, la mayoría de las veces no es más que falta
de reconocimiento adecuado. Puede que no busque lo que Mill quisiera que
buscase; a saber, seguridad contra la coacción, contra el arresto arbitrario,
contra la tiranía, contra la privación de ciertas oportunidades de acción, o un
espacio en el que no sea responsable de ninguno de mis movimientos. Igualmente,
puede que no quiera un plan racional de vida social o la autoperfección de un
sabio sin pasiones. Puede que lo que quiera evitar es simplemente que me
ignoren, que sean paternalistas conmigo, que me desprecien, o que me consideren
muy poca cosa; en pocas palabras, que no me traten como individuo, que tenga mi
singularidad insuficientemente reconocida y que sea clasificado como miembro de
una amalgama sin caracteres, como una unidad estadística sin cualidades
identificables, especialmente humanas y sin propósitos propios. Esta es la
degradación contra la que lucho; no lucho por la igualdad de derechos que
otorga la ley, ni por la libertad de hacer lo que desee (aunque puede que
también quiera estas cosas), sino por una condición en la que pueda sentirme
que soy, porque se me considera que lo soy, un agente responsable, cuya
voluntad se toma en consideración porque tengo derecho a ello, incluso si se me
ataca y se me persigue por ser lo que soy o por decidir lo que decido. Esto es
desear status y reconocimiento.
«El más pobre de Inglaterra tiene una vida que vivir tanto como el más grande.»
Quiero que me entiendan y me reconozcan, aunque esto signifique que no
requieran y que no le guste a la gente. Las únicas personas que pueden
reconocerme en este sentido y, por tanto, darme la sensación de ser alguien,
son los miembros de la sociedad a la que siento que pertenezco histórica,
moral, económica y, quizá étnicamente[22].
Mi yo individual no es algo que se pueda desligar de mi relación con los demás,
o de aquellos atributos míos que consisten en la actitud que tienen los otros
hacia mí. Por tanto, cuando pido que se me libere, por ejemplo, del status de dependencia social o
política, lo que pido es un cambio de actitud respecto a mí por parte de
aquellos cuyas opiniones y conducta contribuyen a determinar mi propia imagen
de mí mismo. Y lo que es verdad para d individuo lo es para los grupos
sociales, políticos, económicos o religiosos, es decir, para los hombres
conscientes de las necesidades y fines que tienen como miembros de tales
grupos. Por regla general, lo que piden las clases o las nacionalidades
oprimidas no es simplemente libertad de acción no coartada para sus miembros,
ni, sobre todo, igualdad de oportunidades sociales o económicas, ni menos aún d
que se les asigne un lugar en un estado orgánico y carente de fricciones,
ideado por un legislador racional. Lo que quieren, por regla general, es
simplemente que se les reconozca (su clase, nación, color, raza) como fuente
independiente de actividad humana, como entidad con voluntad propia que intenta
obrar de acuerdo con ella (sea o buena o legítima), y no ser gobernados,
educados o guiados, como si no fueran completamente humanos y, por tanto,
totalmente libres. Esto da un sentido mucho más amplio que d de un puro
racionalismo a la idea kantiana de que «d paternalismo es d mayor despotismo
imaginable». El paternalismo es despótico, no porque sea más opresivo que la tiranía brutal,
descarada e inculta, ni sólo porque ignore la razón trascendental que está
encarnada en mi cuerpo, sino porque es un insulto a la concepción que tengo de
mí mismo como ser humano, determinado a realizar mi propia vida de acuerdo con
mis propios fines (no necesariamente racionales o benéficos) y, sobre todo, con
derecho a ser reconocido como tal por los demás. Pues si no soy reconocido como
tal, puede que deje de reconocer mi propia pretensión de ser un ser humano
completamente independiente, o que dude de ella; ya que lo que yo soy está
determinado en gran parte por lo que creo y pienso, y esto a su vez está
determinado, por las creencias e ideas que prevalecen en la sociedad a la que
pertenezco; de la que, en el sentido que decía Burke, yo no constituyo un átomo
que se pueda aislar, sino un ingrediente de una estructura social (para usar
una metáfora peligrosa, pero indispensable). Puede que no me sienta libre en el
sentido de no ser reconocido como un ser humano individual que se gobierna a sí
mismo; pero puede que tampoco me sienta libre en cuanto que sea miembro de un
grupo no reconocido o no respetado suficientemente; entonces es cuando quiero
la emancipación de toda mi clase, comunidad, nación, raza o profesión. Y puedo
desearla tanto que, en mi gran anhelo de status,
quizá prefiera ser atropellado y mal gobernado por alguien que pertenezca a mi
propia raza o a mi propia clase social, por el que, sin embargo, soy reconocido
como hombre y como rival —es decir, como un igual—, a ser tratado bien y de
manera tolerante por alguien de algún grupo más elevado y remoto, que no me
reconoce lo que yo quiero sentir que soy. Esto es lo que hay de fundamental en
el gran rito que lanzan tanto los individuos como los grupos que piden su
reconocimiento, y en nuestros días, en el que lanzan las clases sociales, las
profesiones, las naciones y las razas. Aunque quizá no me den libertad
«negativa» los que pertenecen a mi propia sociedad, ellos son, sin embargo,
miembros de mi propio grupo, me entienden, como yo les entiendo a ellos, y este
entendimiento crea en mí la sensación de ser alguien en el mundo. Este deseo de
reconocimiento recíproco es el que lleva a que, los que están bajo las más
autoritarias democracias, a veces las prefieran conscientemente a las más
ilustradas oligarquías; y algunas veces es la causa de que alguien que
pertenece a algún estado asiático o africano recientemente liberado se queje
menos hoy día que es tratado con rudeza por miembros de su propia raza o
nación, que cuando era gobernado por algún administrador de fuera, cauteloso,
justo, suave y bienintencionado. A no ser que se comprenda este fenómeno, se
convierten en una ininteligible paradoja los ideales y la conducta de pueblos
enteros, que, en el sentido que daba Mill a esta palabra, sufren la privación
de los derechos humanos elementales y, con toda apariencia de sinceridad, dicen
que gozan de más libertad que cuando tenían estos derechos en más amplia
medida.
Sin embargo, no es con la libertad
individual, tanto en el sentido «negativo» de esta palabra como en el
«positivo», con la que puede identificarse fácilmente este deseo de status y reconocimiento. Es con algo
que los seres humanos necesitan no menos profundamente y por lo que luchan de
manera apasionada, algo emparentado con la libertad, pero no la libertad misma;
aunque lleva consigo la libertad negativa de todo el grupo, está relacionado
más estrechamente con la solidaridad, la fraternidad, el mutuo entendimiento,
la necesidad de asociación en igualdad de condiciones, todo lo que se llama a
veces —pero de manera engañosa— libertad social. Los términos sociales y
políticos son necesariamente vagos. El intento de hacer demasiado preciso el
vocabulario político puede hacerlo inútil. Pero no es ningún tributo a la
verdad debilitar el uso de las palabras más de lo necesario. La esencia de la
idea de libertad, tanto en su sentido «positivo» como «negativo», es el frenar
algo o a alguien, a otros que se meten en mi terreno o afirman su autoridad
sobre mí, frenar obsesiones, miedos, neurosis o fuerzas irracionales: intrusos
y déspotas de un tipo u otro. El deseo de ser reconocido es un deseo de algo
diferente: de unión, de entendimiento más íntimo, de integración de intereses,
una vida de dependencia y sacrificio comunes. Y es sólo el confundir d deseo de
libertad con este profundo y universal anhelo de status y comprensión (confundido aún más cuando se identifica
con la idea de autodirección social, en la que el yo que ha de ser liberado ya
no es el individuo, sino el «todo social») lo que hace posible que los hombres
digan que en cierto sentido esto les libera, aunque se sometan a la autoridad
de oligarcas o de dictadores.
Mucho se ha escrito sobre la falacia de
considerar a los grupos sociales como personas o yos —en el sentido literal de
la palabra—, el control y disciplina de cuyos miembros no es más que
autodisciplina y autocontrol voluntario que deja libre al agente individual.
Pero incluso en la concepción «orgánica» de la sociedad ¿sería natural o
deseable llamar a la exigencia de reconocimiento y de status exigencia de libertad en un tercer sentido? Es verdad que
d grupo por d que d individuo pide ser reconocido tiene que tener un grado
suficiente de libertad «negativa»
—estar libre del control de cualquier autoridad exterior—, ya que, si
no, el reconocimiento por parte del grupo no dará al que lo pretende el status que éste pide. Pero ¿puede
llamarse lucha por la libertad a la lucha por un status más elevado y el deseo de salir de una posición inferior?
¿Es mera pedantería limitar el sentido de la palabra libertad a los principales
sentidos que se han estudiado anteriormente, o, como sospecho, estamos en
peligro de llamar aumento de libertad a
cualquier mejora de la situación social que quiere un ser humano, lo cual hace
a este término tan vago y extenso que le conviene virtualmente en un término
inútil? Y sin embargo, no podemos simplemente dar de lado a esta cuestión como
si fuera una mera confusión de la idea de libertad con la idea de status, solidaridad, fraternidad,
igualdad o alguna combinación de éstas. Pues el anhelo de status está muy cerca, en ciertos
aspectos, del deseo de ser alguien que obra independientemente.
Podemos negarle a esta meta el título
de libertad, pero esto sería una idea superficial que supondría que las
analogías entre los individuos y los grupos, las metáforas orgánicas, o los
diversos sentidos de la palabra libertad, son meras falacias, que se deben, o
bien a una confusión semántica, o bien a que se dice que son iguales unas
entidades en aspectos en que no lo son. Lo que quieren aquellos que están
dispuestos a cambiar su propia libertad de acción individual, y la de otros,
por el status de su grupo y su
propio status dentro de ese
grupo, no es simplemente una entrega de su libertad en aras de la seguridad y
de un puesto asegurado en una jerarquía armónica en la que todos los hombres y
todas las clases saben el puesto que les corresponde; tales personas están
dispuestas a cambiar el penoso privilegio de decidir —«el peso de la libertad»—
por la paz, la comodidad y la relativa innecesariedad de tener que pensar que
lleva consigo una estructura autoritaria o totalitaria. Sin duda alguna, tales
entregas de la libertad individual pueden ocurrir, y, por supuesto, han
ocurrido frecuentemente. Pero es entender profundamente mal el temperamento de
nuestro tiempo suponer que esto es lo que hace que sean atractivos el
nacionalismo o el marxismo para naciones que han sido gobernadas por dirigentes
extranjeros, o para clases sociales, cuyas vidas fueron dirigidas por otras
clases en un régimen feudal o en algún otro régimen organizado jerárquicamente.
Lo que quieren estas naciones y clases es más afín a lo que Mill llamó «la
autoafirmación pagana», pero de una forma colectiva y socializada. En efecto,
mucho de lo que él dice sobre sus propias razones para desear la libertad —d
valor que atribuye a la audacia y al no conformismo, a la afirmación de los propios
valores del individuo frente a la opinión que prevalece, y a las fuertes
personalidades que dependen de si mismas y están libres de las directrices de
los legisladores oficiales y de los instructores de la sociedad— tiene bastante
poco que ver con su concepción de la libertad como no interferencia, y mucho
que ver con el deseo que tienen los hombres de que no pongan su personalidad a
un nivel demasiado bajo y de que no se les suponga capaces de una conducta
autónoma, original y «'auténtica», aunque tal conducta haya de enfrentarse con
el oprobio, con las restricciones que imponga la sociedad, o con una
legislación que les inhiba. Este deseo de afirmar la «personalidad» de mi
clase, de mi grupo, o de mi nación, tiene relación tanto con la contestación que
responde a la pregunta sobre cuál ha de ser el ámbito de la autoridad (pues d
grupo no debe ser mediatizado por dirigentes de fuera) cuanto —e incluso más
estrechamente— con la que responde a la de quién ha de gobernarnos; gobernarnos
bien o mal, con liberalidad o con opresión, pero, sobre todo «¿quién?».
Respuestas tales como «representantes elegidos por mí y por otros, elegidos sin
ninguna traba», «todos nosotros reunidos en asambleas regulares», «los
mejores», «los más sabios», «la nación en cuanto que está encarnada en estas o
en aquellas personas o instituciones», o «el líder divino», son respuestas que
son independientes lógicamente, y a veces también política y socialmente, del
grado de libertad «negativa» que yo pida para mis propias actividades o para
las de mi grupo. En el caso de que la respuesta a la pregunta sobre quién me va
a gobernar sea alguien o algo que yo pueda representar como «mío», como algo
que me pertenece, o alguien a quien pertenezco, puedo definir a este algo o
alguien como una forma híbrida de libertad, usando palabras que llevan la idea
de fraternidad y solidaridad, así como, en parte, la connotación del sentido
«positivo» de la palabra libertad (que es difícil de especificar con más
precisión); en todo caso, puedo definirlo como un ideal que hoy día es más
prominente que cualquier otro en el mundo, pero al que no parece convenir con
precisión ningún término de los que existen. Los que compran al precio de su
libertad «negativa», que es la que Mill defendía, pretenden, desde luego, que
se «liberan» por estos medios, en este sentido confuso que tiene esta palabra,
pero que es vivido con pasión. De este modo la expresión «estar al servicio de
Dios es la perfecta libertad» puede ser secularizada, y el Estado, la nación,
la raza, una asamblea, un dictador, mi familia, mi medio ambiente, o yo mismo,
podemos sustituir a la Divinidad, sin que por ello deje de tener sentido por
completo la palabra «libertad»[23]
Es indudable que toda interpretación de
la palabra libertad, por rara que sea, tiene que incluir un mínimo de lo que yo
he llamado libertad «negativa». Tiene que haber un ámbito en el que no sea
frustrado. Ninguna sociedad suprime literalmente todas las libertades de sus
miembros; un ser al que los demás no le dejan hacer absolutamente nada por su
cuenta, no es un agente moral en absoluto, y no se le puede considerar moral ni
legalmente un ser humano, aunque un fisiólogo, o un biólogo, o incluso un
psicólogo se inclinase a clasificarle como hombre. Pero los padres del
liberalismo, Mill y Constant, quieren más que este mínimo; piden un grado
máximo de no interferencia, compatible con el mínimo de exigencias de vida
social. No parece probable que esta extrema exigencia de libertad haya sido
nunca hecha más que por una pequeña minoría de seres humanos, muy civilizados y
conscientes de sí mismos. La mayoría de la humanidad ha estado casi siempre
dispuesta a sacrificar esto a otros fines: la seguridad, el status, la prosperidad, el poder, la
virtud, las recompensas en el otro mundo, o la justicia, la igualdad, la
fraternidad y muchos otros valores que parecen ser incompatibles por completo,
o en parte, con el logro del máximo de libertad individual, y que desde luego
no necesitan ésta como condición previa a su propia realización. No ha sido la
exigencia de Lebensraum
(espacio vital) para cada individuo lo que ha estimulado las relaciones y las
guerras de liberación por las que los hombres estuvieron dispuestos a morir en
el pasado, o, desde luego, lo están en el presente. Los hombres que han luchado
por la libertad han luchado generalmente por el derecho a ser gobernados por
ellos mismos o por sus representantes; gobernados severamente, si era
necesario, como los espartanos, con poca libertad individual, pero de una
manera que les permitiese participar, o en todo caso, creer que participaban,
en la legislación y administración de sus vidas colectivas. Y los hombres que
han hecho las revoluciones han entendido por libertad algo que no era más que
la conquista del poder por parte de alguna determinada secta de creyentes en
alguna doctrina, o de una clase, o de algún otro grupo social, antiguo o
moderno. Sus victorias frustraron desde luego a los que eliminaron, y a veces
reprimieron, esclavizaron o exterminaron a un gran número de seres humanos. Sin
embargo, tales revolucionarios generalmente han considerado que era necesario
defender que, a pesar de esto, ellos representaban al partido de la libertad,
de la «verdadera» libertad, proclamando universalmente su ideal y alegando que
también lo querían los «verdaderos yos» de aquellos mismos que se les oponían,
aunque considerando que estos últimos habían perdido el camino que les conducía
a este fin, o que se habían equivocado en el fin mismo a causa de alguna
ceguera moral o espiritual. Todo esto tiene muy poco que ver con la idea que
tiene Mill de la libertad, solamente limitada por el peligro de hacer daño a
los demás. No haber reconocido este hecho psicológico y político (que está
oculto tras la aparente ambigüedad del término «libertad») es lo que quizá ha
cegado a algunos liberales contemporáneos para el mundo en que viven. Lo que
éstos piden es claro y su causa es justa. Pero no tienen en cuenta la variedad
de las necesidades humanas básicas, ni la ingenuidad con que los hombres pueden
probar, para su propia satisfacción, que el camino que conduce a un ideal
también conduce a su contrario.
VII
Libertad y
soberanía
La Revolución francesa, como todas las
grandes revoluciones, fue, por lo menos en su forma jacobina, precisamente una
tal erupción del deseo de libertad «positiva» de autodirección colectiva por
parte de un gran número de franceses que se sentían liberados como nación,
aunque, para muchos de ellos, el resultado fue una fuerte restricción de las
libertades individuales. Rousseau había dicho con regocijo que las leyes de la
libertad pueden resultar más austeras que el yugo de la tiranía. La tiranía es
servir a amos humanos. La ley no puede ser un tirano. Rousseau no entiende por
libertad la libertad «negativa» del individuo para que no se metan con él
dentro de un determinado ámbito, sino el que todos los miembros idóneos de una
sociedad, y no solamente unos cuantos, tengan participación en el poder
público, el cual tiene derecho a interferirse en todos los aspectos de todas
las vidas de los ciudadanos. Los liberales de la primera mitad del siglo XIX
previeron correctamente que la libertad entendida
en este sentido «positivo» podía
destruir fácilmente demasiadas libertades «negativas», que ellos consideraban
sagradas. Señalaron que la soberanía del pueblo podía destruir fácilmente la de
los individuos. Mill explicó paciente e incontestablemente que, bajo su punto
de vista, el gobierno del pueblo no implicaba necesariamente la libertad. Pues
los que gobiernan no son necesariamente el mismo «pueblo» que los que son
gobernados, y el autogobierno democrático no es gobernarse «cada uno a sí
mismo», sino, en el mejor de los casos, que «a cada uno le gobierne el resto».
Mill y sus discípulos hablaron de la tiranía de la mayoría y de «las ideas y opiniones
que prevalecen», no viendo gran diferencia entre este tipo de tiranía y otro
cualquiera que invada las actividades humanas más allá de las fronteras
sagradas de la vida privada.
Nadie vio mejor —o lo expresó con más
claridad— el conflicto que hay entre estos dos tipos de libertad que Benjamin
Constant. El señaló que la transferencia de libertad de unas manos a otras,
mediante el aumento de la autoridad ilimitada, comúnmente llamada soberanía, no
aumenta la libertad, sino simplemente desplaza el peso de la esclavitud. Con
mucha razón preguntaba por qué un hombre debe preocuparse profundamente de si
es oprimido por un gobierno popular, por un monarca, o incluso por un conjunto
de leyes represivas. Se dio cuenta de que el problema fundamental que tienen los
que quieren libertad individual «negativa» no es el de quién ejerce la
autoridad, sino el de cuánta autoridad debe ponerse en unas manos. Pues él
creía que una autoridad en manos de cualquiera, tarde o temprano tenía que
destruir a alguien. Sostenía que generalmente los hombres protestaban contra
cualquier grupo determinado de gobernantes porque los consideraban opresivos,
cuando la verdadera causa de la opresión está en el mero hecho de la
acumulación misma de poder, esté donde esté, ya que la libertad se pone en
peligro por la mera existencia de la autoridad absoluta como tal. «No es el
brazo el que es injusto —escribió—, sino el arma la que es demasiado pesada;
algunos pesos son demasiado pesados para la mano humana.»
La democracia puede desarmar a una
determinada oligarquía o a un determinado individuo o grupo de individuos, pero
también puede oprimir a las personas de manera tan implacable como las oprimían
los gobernantes anteriores. En un trabajo en que compara la libertad de los
modernos con la de los antiguos dice que el tener igual derecho a oprimir, o a
interferirse en los demás, no es equivalente a la libertad. Tampoco el
consentimiento universal a la pérdida de la libertad preserva ésta de manera un
tanto milagrosa porque aquél sea universal o sea consentimiento. Si consiento
que me opriman, o acepto mi condición con una actitud distante o irónica,
¿estoy por ello menos oprimido? Si me vendo como esclavo, ¿soy por eso menos
esclavo? Si me suicido, ¿estoy menos muerto porque me haya quitado la vida
libremente? «El gobierno popular es una tiranía espasmódica, la monarquía, un
despotismo más eficazmente centralizado.» Constant vio en Rousseau al más
peligroso enemigo de la libertad individual porque éste había dicho que «al
darme a todos, no me doy a ninguno». Constant no podía comprender por qué,
aunque el soberano sea «todo el mundo», no debía oprimir a ninguno de los
«miembros» de su yo invisible, si así lo decidía. Por supuesto, yo puedo
preferir ser privado de mis libertades por una asamblea, por una familia, o por
una clase social, en las que soy minoría. Puede que ello me dé algún día la
oportunidad de convencer a los demás para que hagan por mí aquello a lo cual yo
creo que tengo derecho. Pero estar privado de mi libertad en manos de mi familia,
amigos o conciudadanos, es estar privado de ella de una manera igualmente
efectiva. En codo caso Hobbes fue más ingenuo: no pretendía que el soberano no
esclavizase, justificó su esclavitud; pero por lo menos no tuvo la desfachatez
de llamarla libertad.
Durante todo el siglo XIX los
pensadores liberales sostuvieron que si la libertad implicaba un límite en los
poderes de cualquier hombre para forzarme a hacer lo que no quería o quisiera
hacer, si yo era coaccionado, cualquiera que fuese el ideal en nombre del cual
se hiciese, yo no era libre, y que la doctrina de la soberanía absoluta era
tiránica en sí misma. Si quiero preservar mi libertad, no es bastante decir que
no debe ser violada a no ser que su violación sea autorizada por alguien: por d
gobernante absoluto, la asamblea popular, el rey en d parlamento, los jueces,
una combinación de autoridades, o las leyes mismas —pues las leyes pueden ser
opresivas. Tengo que establecer una sociedad en la que tiene que haber unas
fronteras de libertad que nadie esté autorizado a cruzar. Se pueden dar nombres
o naturalezas a las normas que determinen estas fronteras; pueden llamarse
derechos naturales, la Palabra divina, la Ley natural, las exigencias que lleva
consigo la utilidad, o las que llevan consigo «los intereses permanentes del
hombre»; puedo creer que son válidas a
priori, o afirmar que son mi propio fin último, o el fin de mi sociedad
o de mi cultura. Lo que estas normas o mandamientos tendrán en común es que son
aceptados por tanta gente y están fundados tan profundamente en la naturaleza
real de los hombres tal y como se han desarrollado a través de la historia,
que, por ahora, son parte esencial de lo que entendemos por un ser humano
normal. La creencia auténtica en la inviolabilidad de un mínimo de libertad
individual implica una postura absoluta de este tipo. Está claro que la
libertad tiene poco que esperar del gobierno de las mayorías; la democracia
como tal no está, lógicamente, comprometida con ella, e históricamente a veces
ha dejado de protegerla, permaneciendo fiel a sus propios principios. Se ha
observado que pocos gobiernos han encontrado mucha dificultad en hacer que sus
súbditos quisieran lo que quería el gobierno. «El triunfo del despotismo es
forzar a los esclavos a declararse libres.» Puede que no sea necesaria la
fuerza, puede que los esclavos proclamen su libertad sinceramente; pero por eso
no son menos esclavos. Quizá para los liberales el valor principal de los
derechos políticos —«positivos»—, de participar en el gobierno, es el de ser medios para proteger lo que ellos
consideraron que era un valor último: la libertad individual «negativa».
Pero si las democracias, sin dejar de
serlo, pueden suprimir la libertad, al menos en el sentido en el que los
liberales usaron esta palabra, ¿qué es lo que haría verdaderamente libre a una
sociedad? Para Constant, Mill, Tocqueville y la tradición liberal a la que
ellos pertenecen, una sociedad no es libre a no ser que esté gobernada por dos principios que guardan relación entre sí:
primero, que solamente los derechos, y no el poder, pueden ser considerados
como absolutos, de manera que todos los hombres, cualquiera que sea el poder
que les gobierne, tienen el derecho absoluto de negarse a comportarse de una
manera que no es humana, y segundo, que hay fronteras, trazadas no
artificialmente, dentro de las cuales los hombres deben ser inviolables, siendo
definidas estas fronteras en función de normas aceptadas por tantos hombres y
por tanto tiempo que su observancia ha entrado a formar parte de la concepción
misma de lo que es un ser humano normal y, por tanto, de lo que es obrar de
manera inhumana o insensata; normas de las que sería absurdo decir, por
ejemplo, que podrían ser derogadas por algún procedimiento formal por parte de
algún tribunal o de alguna entidad soberana. Cuando digo de un hombre que es
normal, parte de lo que quiero decir es que no puede violar fácilmente estas
normas sin una desagradable sensación de revulsión. Tales normas son las que se
violan cuando a un hombre se le declara culpable sin Juicio o se le castiga con
arreglo a una ley retroactiva; cuando se les ordena a los niños denunciar a sus
padres, a los amigos, traicionarse uno al otro, o a los soldados, utilizar
métodos bárbaros; cuando los hombres son torturados o asesinados, o cuando se
hace una matanza con las minorías porque irritan a una mayoría o a un tirano.
Tales actos, aunque sean legalizados por el soberano, causan horror incluso en
estos días, y esto proviene del reconocimiento de la validez moral
—prescindiendo de las leyes— de unas barreras absolutas a la imposición de la
voluntad de un hombre o de otro[24].
La libertad de una sociedad, de una clase social o de un grupo, en este sentido
de la palabra libertad, se mide por la fuerza que tengan estas barreras y por
el número e importancia de las posibilidades que ofrezcan a sus miembros; si no
a todos, por lo menos a un gran número de ellos.[25]
Esto es casi el polo opuesto de los
propósitos que tienen los que creen en la libertad en su sentido «positivo»: el
sentido que lleva la idea de autodirección. Los primeros quieren disminuir la
autoridad como tal. Los segundos quieren ponerla en sus propias manos. Esto es
una cuestión fundamental. No constituyen dos interpretaciones diferentes de un
mismo concepto, sino dos actitudes propiamente divergentes e irreconciliables
respecto a la finalidad de la vida. Hay que reconocer que es así, aunque, a
veces, en la práctica sea necesario hacer un compromiso entre ellas. Pues cada
una tiene pretensiones absolutas. Ambas pretensiones no pueden ser satisfechas
por completo. Pero es una profunda falta de comprensión social y moral no
reconocer que la satisfacción que cada una de ellas busca es un valor último
que, tanto histórica como moralmente, tiene igual derecho a ser clasificado
entre los intereses más profundos de la humanidad.
VIII
Lo uno y lo
múltiple
Una creencia, más que ninguna otra, es
responsable del holocausto de los individuos en los altares de los grandes
ideales históricos: la justicia, el progreso, la felicidad de las futuras
generaciones, la sagrada misión o emancipación de una nación, raza o clase, o
incluso la libertad misma, que exige el sacrificio de los individuos para la
libertad de la sociedad. Esta creencia es la de que en alguna parte, en el
pasado o en el futuro, en la revelación divina o en la mente de algún pensador
individual, en los pronunciamientos de la historia o de la ciencia, o en el
simple corazón de algún hombre bueno no corrompido, hay una solución final.
Esta vieja fe se basa en la convicción de que todos los valores positivos en
los que han creído los hombres tienen que ser comparables en último término, e
incluso quizá tienen que implicarse unos a otros. «La naturaleza une a la
verdad, a la felicidad y a la virtud como por un indiscutible lazo», dijo uno
de los mejores hombres que hayan vivido nunca, y que habló en términos
semejantes de la libertad, de la igualdad y de la justicia[26].
Pero ¿es esto verdad? Es un lugar común que ni la igualdad política, ni la
organización eficaz, ni la justicia social son compatibles con más de una
pequeña cantidad de libertad individual —y desde luego no lo son con un laissez faire ilimitado—, y que la
justicia y la generosidad, las lealtades públicas y privadas, las exigencias
del genio y las pretensiones de la sociedad pueden entrar en conflicto violento unas
con otras. Y no difiere mucho de esto la idea general de que todas las cosas
buenas no son compatibles, y menos aún todos los ideales de la humanidad. Pero
se nos dirá que en alguna parte y de alguna manera tiene que ser posible que
coexistan juntos todos estos valores, pues, de no ser así, el universo no es un
cosmos, una armonía, y cabe la posibilidad de que los conflictos de valores
sean un elemento intrínseco e inamovible de la vida humana. Admitir que la realización
de algunos de nuestros ideales pueda hacer imposible la realización de otros es
decir que la realización total humana es una contradicción formal y una quimera
metafísica. Para todo metafísico racionalista, desde Platón a los últimos
discípulos de Hegel o de Marx, este abandono de la idea de una armonía final en
la que se resuelven todos los problemas y se reconcilian todas las
contradicciones es un crudo empirismo, una abdicación ante los hechos brutos,
una intolerable bancarrota de la razón ante las cosas tal como son, y un
fracaso en explicar, justificar y reducir todas las cosas a un sistema, lo cual
lo rechaza la razón con indignación. Pero si no estamos armados con una
garantía a priori para la
proposición de que en alguna parte ha de encontrarse una total armonía de los
verdaderos valores —quizá en algún ámbito ideal, cuyas características no
podemos más que concebir en nuestra condición de finitud—, tenemos que volver a
los resortes ordinarios de la observación empírica y del conocimiento ordinario
humano. Y éstos, desde luego, no nos dan ninguna garantía para suponer que
todas las cosas buenas —o, en este aspecto, también todas las malas —son reconciliables entre sí, ni siquiera
para entender qué quiere decirse cuando se dice esto. El mundo con el que nos
encontramos en nuestra experiencia ordinaria es un mundo en el que nos
enfrentamos con que tenemos que elegir entre fines igualmente últimos y
pretensiones igualmente absolutas, la realización de algunos de los cuales
tiene que implicar inevitablemente el sacrificio de otros. En efecto, porque su
situación es ésta es por lo que los hombres dan un valor tan inmenso a la
libertad de decidir, pues si tuvieran la segundad de que en un estado perfecto,
realizable en la tierra, no entrasen nunca en conflicto ninguno de los fines
que persiguen, desaparecerían la necesidad y la agonía de decidir, y con ello
la importancia fundamental que tiene la libertad de decisión. Entonces
parecería completamente justificado todo método que acercase más este estado final,
sin que importase mucho cuánta libertad se sacrificaba para estimular su
avance. No tengo ninguna duda de que esta certeza dogmática es la que ha sido responsable
de la convicción profunda, serena e inamovible, existente en la mente de
algunos de los más ir placables tiranos y perseguidores de la historia, de que
lo que hacían estaba totalmente justificado por su propósito. No digo que el
ideal de autoperfección —sea de los individuos, de las naciones, de las
iglesias o de las clases sociales— haya de ser condenado en sí mismo, ni que el
lenguaje que se utilizó en su defensa fuese en todos los casos resultado de un
uso confuso o fraudulento de las palabras, o de una perversión moral o
intelectual. En efecto, yo he intentado hacer ver que la idea de libertad en su
sentido «positivo» es la que está en fondo mismo de las exigencias de
autodirección nacional o social que animan a los más poderosos movimientos
públicos, moralmente justos, de nuestra época, y que no reconocer esto es
entender mal los hechos y las ideas más vitales de nuestros días. Pero
igualmente me parece que puede demostrarse que es falsa la creencia de que en
principio pueda encontrarse una única fórmula con la que puedan realizarse de
manera armónica todos los diversos propósitos de los hombres. Si, como yo creo,
éstos son múltiples y todos ellos no son en principio compatibles entre sí, la
posibilidad de conflicto y tragedia no puede ser nunca eliminada por completo
de la vida humana, personal o social. La necesidad de elegir entre diferentes
pretensiones absolutas es, pues, una característica de la vida humana, que no
puede eludir. Esto da valor a la libertad tal como la concibió Acton: como un
fin en sí misma, y no como una necesidad temporal que surge de nuestras
confusas ideas y de nuestras vidas irracionales y desordenadas, ni como un
trance apurado que un día pueda resolver una panacea.
No quiero decir que la libertad
individual sea, incluso en las sociedades más liberales, el único criterio, ni
siquiera el dominante, para obrar socialmente. Obligamos a los niños a que se
eduquen y prohibimos las ejecuciones públicas. Esto es, desde luego,
disminución de la libertad, y lo justificamos basándonos en que la ignorancia,
la educación bárbara o los placeres y excitaciones crueles son peores para
nosotros que la cantidad de restricciones que se necesitan para reprimirlos. A
su vez, este juicio depende de cómo determinemos lo que es bueno y lo que es
malo; es decir, de nuestros valores morales, religiosos, intelectuales,
económicos y estéticos, que, a su vez, están vinculados a la concepción que
tengamos del hombre y de las exigencias básicas de su naturaleza. En otras
palabras, nuestra solución a tales problemas está basada en la visión que
tengamos de lo que constituye
la realización de una vida humana —visión que nos guía consciente o
inconscientemente—, puesta en contraste con las naturalezas «restringidas y
pervertidas», «limitadas y fanáticas» de que habla Mill. Protestar contra las
leyes que dirigen la censura o la moral personal diciendo que son infracciones
intolerables de la libertad personal, presupone la creencia de que las
actividades que tales leyes prohíben son necesidades fundamentales de los
hombres en cuanto que son hombres, en una sociedad que sea buena (y, por
supuesto, en cualquier sociedad). Defender tales leyes es defender que estas
necesidades no son esenciales, o que no pueden ser satisfechas sin sacrificar
otros valores que son superiores a la libertad individual y que satisfacen
necesidades más profundas que ésta, estando determinados dichos valores por
alguna norma que no es meramente subjetiva, y de la cual se dice que tiene un status objetivo, empírico o a priori.
El grado de libertad que goce un
hombre, o un pueblo, para elegir vivir como quiera tiene que estar medido por
contraste con lo que pretendan significar otros valores, de los cuales quizá
sean los ejemplos más evidentes la igualdad, la justicia, la felicidad, la
seguridad o el orden público. Por esta razón la libertad no puede ser
ilimitada. R. H. Tawney nos recuerda acertadamente que hay que restringir la
libertad del fuerte, sea su fuerza física o económica. Esta máxima pide respeto
no como consecuencia de alguna norma a
priori por la que el respeto por la libertad de un hombre implique
lógicamente el respecto de la libertad de otros que son como él, sino
simplemente porque el respeto por los principios de la justicia, o la deshonra
que lleva consigo tratar a la gente de manera muy desigual, son tan básicos en
los hombres como el deseo de libertad. Que todo no lo podemos tener es una
verdad necesaria, y no contingente. Lo que Burke pedía: la necesidad constante
de compensar, reconciliar y equilibrar; lo que pedía Mill: nuevos «experimentos
de vida» con su permanente posibilidad de error, y la conciencia de que no sólo
en la práctica, sino también en principio, es imposible lograr respuestas
tajantes y ciertas, incluso en un mundo ideal de hombres totalmente buenos y
racionales y de ideas completamente claras, puede que enoje a los que buscan
soluciones finales y sistemas únicos omnicomprensivos, garantizados como
eternos. Sin embargo, esto es una conclusión que no pueden eludir aquellos que
han aprendido con Kant la verdad de que del torcido madero de la humanidad
nunca se hizo nada derecho.
No es muy necesario recalcar el hecho
de que el monismo y la fe en un solo criterio único han resultado ser siempre una
fuente de profunda satisfacción tanto para el entendimiento como para las
emociones. Bien se derive este criterio de la visión de una perfección futura,
como se derivaba en las mentes de los philosophes
del siglo XVIII y se deriva en la de sus sucesores tecnócratas de nuestros
días, o se base en el pasado —la terre
et les morts—, como sostenían los historicistas alemanes, los teócratas
franceses o los neoconservadores de los países de habla inglesa, dicho
criterio, si es suficientemente inflexible, tiene forzosamente que encontrarse
con algún tipo imprevisto e imprevisible del desarrollo humano en el que no
encajará, y entonces será utilizado para justificar las barbaridades a priori de Procusto: la vivisección
de las sociedades humanas existentes en algún esquema fijo, dictado por nuestra
falible comprensión de un pasado en gran medida imaginario, o de un futuro
imaginario por completo. Preservar nuestras categorías o ideales absolutos a
expensas de las vidas humanas ofende igualmente a los principios de la ciencia
y de la historia; es una actitud que se encuentra, en la misma medida, en las
derechas y en las izquierdas de nuestros días, y no es reconciliable con los
principios que aceptan los que respetan los hechos.
El pluralismo, con el grado de libertad
«negativa» que lleva consigo, me parece un ideal más verdadero y más humano que
los fines de aquellos que buscan en las grandes estructuras autoritarias y disciplinadas
el ideal del autodominio «positivo» de las clases sociales, de los pueblos o de
toda la humanidad. Es más verdadero porque, por lo menos, reconoce el hecho de
que los fines humanos son múltiples, no todos ellos conmensurables, y están en
perpetua rivalidad unos con otros. Suponer que todos los valores pueden ponerse
en los diferentes grados de una sola escala, de manera que no haga falta más
que mirar a ésta para determinar cuál es el superior, me parece que es
falsificar el conocimiento que tenemos de que los hombres son agentes libres, y
representar las decisiones morales como operaciones que, en principio, pudieran
realizar las reglas de cálculo. Decir, que en una última síntesis que todo lo
reconcilia, pero que es realizable, el deber es interés, o que la libertad individual es democracia pura o un estado totalitario, es echar una manta
metafísica bien sobre el autoengaño o sobre una hipocresía deliberada. Es más
humano porque no priva a los hombres (en nombre de algún ideal remoto o
incoherente —como les privan los que construyen sistemas—) de mucho de lo que
han visto que les es indispensable para su vida como seres humanos que se transforman a sí mismos de
manera imprevisible[27]. En último término, los hombres
eligen entre diferentes valores últimos, y eligen de esa manera porque su vida
y su pensamiento están determinados por categorías y conceptos morales
fundamentales que, por los menos en grandes unidades de espacio y tiempo, son
parte de su ser, de su pensamiento, y del sentido que tienen de su propia
identidad; parte de lo cual les hace humanos.
Puede ser que el ideal de libertad para
elegir fines sin pretender que éstos tengan validez eterna, y el pluralismo de
valores que está relacionado con esto, sea el último fruto de nuestra decadente
civilización capitalista; ideal que no han reconocido épocas remotas ni
sociedades primitivas, y que la posteridad mirará con curiosidad, incluso con
simpatía, pero con poca comprensión. Esto no puede ser así, pero a mí me parece
que de esto no se sigue ninguna conclusión escéptica. Los principios no son
menos sagrados porque no se pueda garantizar su duración. En efecto, el deseo
mismo de tener garantía de que nuestros valores son eternos y están seguros en
un cielo objetivo quizá no sea más que el deseo de certeza que teníamos en
nuestra infancia o los valores absolutos de nuestro pasado primitivo. «Darse
cuenta de la validez relativa de las convicciones de uno —ha dicho un admirable
escritor de nuestro tiempo—, y, sin embargo, defenderlas sin titubeo, es lo que
distingue a un hombre civilizado de un bárbaro.» Pedir más es quizá una
necesidad metafísica profunda e incurable, pero permitir que ella determine
nuestras actividades es un síntoma de una inmadurez política y moral,
igualmente profunda y más peligrosa.
[1] Esta conferencia fue dada como
«Inaugural lecture» en la Universidad de Oxford el 31 de octubre de 1958, y
publicada ese mismo año por la Clarendon Press.
[3] Helvétius hizo observar esto de manera
muy clara: «El hombre libre es el hombre que no está encadenado, ni encerrado
en una cárcel, ni tampoco aterrorizado como un esclavo por el miedo al
castigo... no es falta de libertad no volar como un águila, ni no nadar como
una ballena.»
[4] La concepción que tiene el marxismo de
las leyes sociales es, por supuesto, la versión más conocida de esta teoría,
pero es también una parte importante de algunas doctrinas cristianas y
utilitaristas, y de todas las socialistas.
[5] «Un hombre libre —dijo Hobbes— es aquel
que no tiene ningún impedimento para hacer lo que quiere hacer.» La ley es
siempre una «cadena», incluso aunque proteja de estar atado por cadenas que
sean más pesadas que las de la ley, como, por ejemplo, una ley o costumbre que
sea más represiva, el despotismo arbitrario, o el caos. Bentham dijo algo muy
parecido.
[6] Esto no es más que otro ejemplo de la
tendencia que tienen no pocos pensadores a creer que todas las cosas que ellos
consideran buenas tienen que estar íntimamente relacionadas o, por lo menos,
ser compatibles entre sí. La historia del pensamiento, igual que la historia de
las naciones, está sembrada de ejemplos de elementos inconsecuentes, o por lo
menos dispares, unidos artificialmente en un sistema despótico, o reunidos por
el miedo al peligro de un enemigo común. A su debido tiempo para este peligro,
y entonces surgen los conflictos que hay entre esos elementos, lo cual destroza
frecuentemente dicho sistema, a veces a beneficio de la humanidad.
[7] Véase el valioso examen que se hace de
esto en el libro Leçons d'histoire de
la philosophie du droit, de Michel Villey, que lleva hasta Occam el
origen de la idea de los derechos subjetivos.
[8] La creencia cristiana (judía y
musulmana) en la autoridad absoluta de las leyes naturales y divinas, y en la
igualdad de todos los hombres a los ojos de Dios, es muy diferente de la
creencia en la libertad de vivir como se prefiera.
[9] En efecto, es discutible que en la
Prusia de Federico el Grande o en la Austria de José II los hombres
con imaginación, originalidad y genio creador, o, por supuesto, las minorías de
todo tipo, fuesen menos perseguidos y sintiesen menos la represión de las
instituciones y costumbres que en otras muchas democracias anteriores o
posteriores.
[10] La «libertad negativa» es algo cuya
amplitud es difícil de estimar en un caso determinado. A primera vista puede
parecer que depende simplemente del poder que se tenga para elegir, en todo
caso, entre dos posibilidades. Sin embargo, no todas las decisiones son igualmente
libres, ni siquiera libres. Si en un estado totalitario yo traiciono a un amigo
mío bajo la amenaza de tortura, e incluso, quizá, si obro por miedo a perder mi
empleo, puedo decir con razón que no obré libremente. Por supuesto, en ese caso
yo tomé una decisión, y, por lo menos en teoría, podía haber elegido que me
mataran, me torturaran o me metieran en la cárcel. La mera existencia de dos
posibilidades no es, por tanto, suficiente para hacer que mi acción sea libre
(aunque puede que sea voluntaria) en el sentido normal que tiene esta palabra.
La amplitud de mi libertad parece depender de lo siguiente: a) de cuántas posibilidades tenga
(aunque el método que haya para contarlas no pueda
ser nunca más que un método basado en impresiones. Las posibilidades de acción
no son entidades separadas como manzanas, que se puedan enumerar de una manera
exhaustiva); b) de qué
facilidad o dificultad haya para realizar estas posibilidades; c) de qué
importancia tengan éstas, comparadas unas con otras, en el plan que tenga de mi
vida, dados mi carácter y circunstancias; d) de hasta qué punto estén abiertas o cerradas por los actos
deliberados que ejecutan los hombres; e)
de qué valor atribuyan a estas varias posibilidades, no sólo el que va a obrar,
sino también el sentir general de la sociedad en que éste vive. Todas estas
magnitudes tienen que «integrarse», y de este proceso hay que sacar una
conclusión, que no es nunca necesariamente precisa ni indiscutible. Bien puede
suceder que haya muchos tipos y grados inconmensurables de libertad y que éstos
no se puedan determinar en una sola escala de magnitud. Más aún, en lo que se
refiere a las sociedades nos enfrentamos con cuestiones (absurdas lógicamente)
como esta: ¿aumentaría la situación X la libertad del señor A más que la que
tienen entre sí los señores B, C y D sumados todos juntos? Estas mismas
dificultades surgen aplicando criterios utilitarios. Sin embargo, suponiendo
que no pidamos una medida precisa, podemos dar razones válidas para decir que
el término de los súbditos del rey de Suecia son hoy día, en general, mucho más
libres que el término medio de los ciudadanos de España o de Albania. Los
modelos totales de vida hay que compararlos directamente en conjunto, aunque
sea difícil o imposible demostrar el método con el que hacemos esta comparación
y la verdad de las conclusiones que sacamos. Pero la vaguedad de los conceptos
y la multiplicidad de los criterios que van implicados en el objeto que
tratamos, son atributos de este mismo objeto, y no de nuestros métodos de medir
o de nuestra incapacidad de pensar con precisión.
[11] «El ideal de la verdadera libertad
consiste en que todos los que forman parte de la sociedad humana tengan, por
igual, el máximo poder para hacer de ellos lo mejor», dijo T. H. Green en 1881.
Además de confundir la libertad con la igualdad, esto implica que si un hombre
eligiese un placer inmediato que no le permitiese (¿según quién?) hacer de él
(¿y qué es él?) lo mejor, lo que ejercitaba en ese caso no era la «verdadera»
libertad, y que si le privaba de ella, no perdía nada que importase. Green era
un auténtico liberal; pero muchos tiranos podrían haber utilizado esta misma
fórmula para justificar sus peores actos de represión.
[12] «Un hombre sabio, aunque sea un esclavo, está
en libertad, y de esto se deduce que, aunque sea una regla estúpida, está en la
esclavitud», dijo San Ambrosio. Igualmente lo podía haber dicho Epicteto o
Kant.
[13] «La coacción proletaria en todas sus
formas, desde las ejecuciones a los trabajos forzados, es, aunque esto pueda sonar
paradójico, el método de moldear la sociedad comunista a partir del material
humano del período capitalista.» Estas frases, escritas por el líder
bolchevique Nicolas Bujarin en una obra que apareció en 1920, y especialmente
el término «material humano», expresan vivamente esta actitud.
[14] La psicología kantiana, así como la de
los estoicos y cristianos, suponía que había un elemento en el hombre —la
«interna firmeza de su mente»— que podía asegurarle contra el condicionamiento.
El desarrollo de la técnica de la hipnosis, de los «lavados de cerebro», de las
sugestiones subiminales y de otras cosas parecidas, ha hecho que sea menos
plausible esta suposición a priori,
por lo menos como hipótesis empírica.
[15] Quizá no sea demasiado rebuscado
suponer que el quietismo de los sabios orientales era igualmente una reacción
frente al despotismo de las grandes autocracias, y que floreció en los períodos
en que los individuos se prestaban a que fuesen humillados, ignorados o, en
todo caso, manipulados despiadadamente por los que tenían los instrumentos de
la coacción física.
[16] Es importante observar que en Francia,
durante este período de quietismo alemán, no cayeron en esta actitud los que
pidieron la libertad del individuo y de la nación (y lucharon por ella). ¿No podría
ser esto precisamente porque, a pesar del despotismo de la monarquía francesa y
de la arrogancia y comportamiento arbitrario de los grupos privilegiados que
había en el estado francés, Francia era una nación orgullosa y poderosa en la
que la realidad del poder político no estaba más allá del alcance de los hombres de talento, de tal manera
que no era la única salida retirarse del combate y meterse en un paraíso
tranquilo, desde donde la batalla podía ser observada sin pasión por el
filósofo autosuficiente? Lo mismo es válido para Inglaterra en el siglo XIX, y
mucho después, para Estados Unidos.
[17] O, como sostienen algunos teóricos
modernos, porque me las he inventado yo mismo (o podría habérmelas inventado),
ya que las normas las hacen los hombres.
[19] A mí me parece que sobre esto Bentham
dijo la última palabra: «¿No es libertad la libertad de hacer el mal? Si no,
¿qué es? ¿No decimos que es necesario quitarles la libertad a los idiotas y a
los malos porque abusan de ella?» Compárese esto con la típica afirmación de un
club jacobino de la misma época: «Ningún hombre es libre para hacer el mal.
Impedírselo es hacerle libre.» Los idealistas británicos repitieron esto, casi
con las mismas palabras, a finales del siglo siguiente.
[20] «Obligar a los hombres a que adopten la
forma de gobierno que es buena e imponerles el Derecho por la fuerza, no sólo
es el derecho, sino también el sagrado deber de todo hombre que tenga tanto la
inteligencia cuanto el poder de hacerlo»
[21] Kant casi llegó a afirmar el ideal
«negativo» de libertad cuando declaró (en uno de sus tratados políticos) que
«el mayor problema de la raza humana, a cuya solución está obligada por
naturaleza, es el establecimiento de una sociedad civil que administre universalmente
bien, con arreglo a la ley. Solamente en una sociedad que tenga la máxima
libertad... —junto con... la determinación más exacta y la garantía de los
límites de [la] libertad [de cada individuo] para que pueda coexistir con la
libertad de los demás— es donde puede conseguirse la suprema finalidad de la
naturaleza en cl caso de la humanidad, que es el desarrollo de todas sus
capacidades». Aparte de las implicaciones teleológicas que lleva consigo, esta
formulación no parece diferir mucho del liberalismo ortodoxo a primera vista.
Sin embargo, el punto fundamental es cómo determinar el criterio para «la
determinación exacta y la garantía de los límites» de la libertad individual.
La mayoría de los liberales modernos, en su postura más consecuente, quieren
una situación en la que el mayor número posible de individuos pueda llevar a
cabo el mayor número posible de sus fines, sin fijar el valor que tengan éstos
como tales fines, excepto en cuanto que frustren los propósitos de otros
individuos. Quieren que la delimitación de fronteras entre los individuos o
entre los grupos humanos se establezca solamente con vistas a impedir que haya
conflictos entre los propósitos que tengan los hombres, todos los cuales tienen
que ser considerados en sí mismos fines igualmente últimos y no criticables.
Kant y los racionalistas de su estilo no consideran que todos los fines tienen
igual valor. Para ellos, los límites de la libertad se determinan aplicando las
normas de la «razón», la cual es mucho más que la mera generalidad de normas en
cuanto tales, por cuanto que es una facultad que crea o revela una finalidad
que es idéntica en todos los hombres y para todos ellos. En nombre de la razón
se puede condenar todo lo que no sea racional, de modo que, por lo menos en teoría,
para dar cabida a las exigencias de la razón, pueden suprimirse despiadadamente
los diversos fines personales que la imaginación e idiosincrasia individual de
los hombres conduce a perseguir; por ejemplo, los fines estéticos y otros tipo
no nacionales de autorrealización. La autoridad de la razón y de los deberes
que ésta impone a los hombres se identifica con la libertad individual, sobre
la base de que los fines racionales son los únicos que pueden ser objetos
«verdaderos» de la «auténtica» naturaleza «libre» del hombre.
Tengo que confesar que nunca he
entendido qué significa la palabra «razón» en este contexto; solamente quiero
señalar aquí que los presupuestos a
priori de esta psicología filosófica no son compatibles con la actitud
empírica: es decir, con cualquier doctrina que se base en el conocimiento que
se deriva de la experiencia de lo que son los hombres y de lo que quieren.
[22] Esto tiene una evidente afinidad con la
doctrina kantiana de la libertad humana; pero es una versión empírica y socializada
de ella y, por tanto, es casi su contraria. El hombre libre de que habla Kant
no necesita para su libertad interna que se la reconozca públicamente. Si se le
trata como medio para un fin externo, esto constituye un acto malo por parte de
los que le explotan, pero su status
«nouménico» permanece intacto y sigue siendo completamente libre y
completamente hombre, se le trate como se le trate. La necesidad de que aquí se
habla está totalmente ligada a la relación que yo tenga con los demás; yo no
soy nada si no me reconocen. No puedo ignorar con
desdén byroniano la actitud de los demás, totalmente consciente de mi propia
vocación y valor intrínseco, y huir a mi vida interior; pues yo soy para mí
mismo tal como me ven los demás. Yo me identifico con el punto de vista de mi
medio ambiente; me siento
alguien, o no me siento nadie, según la posición y función que tenga en el
conjunto de la sociedad; esta es la condición más «heterónoma» que se puede
imaginar.
[23] Hay que distinguir esta manera de
pensar de la actitud tradicional que tienen algunos de los discípulos de Burke
o de Hegel, que dicen que, puesto que yo soy lo que me han hecho la sociedad y
la historia, es imposible huir de éstas y es irracional intentarlo. Sin duda
alguna, yo no puedo salirme de mi piel ni inspirar fuera de mi propio elemento;
es una mera tautología decir que yo soy lo que soy y que no puedo querer
liberarme de mis características esenciales, algunas de las cuales son
sociales. Pero de aquí no se sigue que todos mis atributos sean intrínsecos e
inalienables y que no pueda querer cambiar mi status dentro de la «trama social» o de la «estructura cósmica»
que determinan mi naturaleza; si así fuera, no se podría dar ningún significado
a palabras tales corno «elección», «decisión» o «actividad». Si éstas han de
significar algo, no se pueden excluir protegerme de la autoridad, o incluso
para huir de mi «situación y de los deberes que ésta lleva consigo».
[25] En Gran Bretaña, por supuesto, este
poder legal está investido constitucionalmente en el soberano absoluto, que es
el Rey en el Parlamento. Lo que hace que este país sea comparativamente libre
es, por tanto, el hecho de que esta entidad teóricamente omnipotente esté
restringida, por la costumbre o la opinión pública, para actuar como tal. Está
claro que lo que importa no es la forma que adopten estas restricciones
impuestas al poder —sean legales, morales o constitucionales—, sino la
efectividad que tengan.
[26] Condorcet, de cuyo Esquisse se citan estas palabras,
dice que la tarea que tiene la ciencia de la sociedad es mostrar «con qué lazos
la naturaleza ha unido el progreso de la cultura con el de la libertad, la
virtud y el respeto a los derechos naturales del hombre, y cómo estos ideales,
que, solos, son verdaderamente buenos, pero que están con tanta frecuencia
separados entre sí que incluso se cree que son incompatibles, deberían, por el
contrario, hacerse inseparables en cuanto la cultura haya alcanzado
simultáneamente un cierto nivel entre un gran número de naciones». Y sigue
diciendo que «los hombres conservan todavía los errores de su niñez, de su país
y de su época, mucho después de haber reconocido todas las verdades que son
necesarias para destruirlos». Irónicamente, bien puede suceder que el que Condorcet
crea en la necesidad y posibilidad de unir todas las cosas buenas sea
precisamente el tipo de error que él mismo describe tan bien.
[27] A mí me parece que también sobre esto
Bentham dijo lo que había que decir: «Los intereses individuales son los únicos
intereses verdaderos..., ¿puede concebirse que haya hombres tan absurdos que...
prefieran al hombre que no es para él mismo el que es, y que atormenten su vida
pretendiendo promover la felicidad de los que no han nacido y puede que no
nazcan nunca?» Esta es una de las pocas ocasiones en que Burke está de acuerdo
con Bentham, pues este pasaje está en el fondo mismo de la concepción empírica
de la política, por contraposición a la concepción metafísica de la misma.
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