Schopenhauer. SOBRE LECTURA Y LIBROS




Parerga y Paralipómena

SOBRE LECTURA Y LIBROS

§ 291

Cuando leemos hay otro que piensa para nosotros: nos limitamos a repetir su proceso mental. Ocurre en eso como cuando, al aprender a escribir, el alumno repasa con la pluma los trazos que el maestro ha escrito con el lápiz. Por consiguiente, al leer se reduce en su mayor parte el trabajo del pensar. De ahí el sensible alivio cuando pasamos de ocuparnos en nuestros propios pensamientos a leer. Pero durante la lectura nuestra mente es en realidad la mera palestra de pensamientos ajenos. ¿Y qué queda si se descuentan estos? De ahí resulta que quien lee mucho y casi todo el día, pero en el medio descansa con entretenimientos irreflexivos, pierde poco a poco la capacidad de pensar; — del mismo modo que quien siempre va a caballo se olvida de andar. Mas ese es el caso de muchos eruditos: han leído hasta volverse tontos. Pues una lectura continuada que se retoma enseguida a cada momento libre paraliza más el espíritu que el trabajo manual constante; porque al realizar este podemos dedicarnos a nuestros propios pensamientos. Pero así como un muelle termina perdiendo su elasticidad con la presión sostenida de un cuerpo extraño, también el espíritu pierde la suya cuando se le imponen continuamente pensamientos ajenos. Y así como la alimentación excesiva echa a perder el estómago dañando así todo el cuerpo, también se puede congestionar y ahogar el espíritu cuando se lo alimenta en demasía. Pues cuanto más leemos, menos huella deja lo leído en el espíritu: se convierte en un tablero sobre el que se han escrito muchas cosas unas encima de otras. Por eso no se llega a la reflexión : pero solamente por medio de esta llegamos a apropiarnos de lo leído, del mismo modo que los alimentos no nos nutren mediante la comida sino a través de la digestión. En cambio, si leemos continuadamente y sin pensar después en el contenido de la lectura, este no echa raíces y la mayoría de las veces se pierde. Generalmente el alimento espiritual no difiere del corpóreo: apenas es asimilada la quinceava parte de lo que se ha tomado; el resto se elimina a través de la evaporación, la respiración, etc.

A todo eso se añade que los pensamientos llevados al papel no son en general sino la huella de un viandante en la arena: se ve bien el camino que ha tomado; pero para saber qué ha visto en el camino hace falta utilizar sus propios ojos.




§ 293

Así como los estratos de la Tierra conservan en fila los seres vivos de las épocas pasadas, también los estantes de las bibliotecas conservan en fila los errores del pasado y sus exposiciones, que, como aquellos primeros, en su tiempo estaban muy vivos e hicieron mucho ruido, pero ahora están rígidos y petrificados allá donde solamente los examina la paleontología literaria.


§ 294

Según Heródoto, Jerjes lloró al ver a su inabarcable ejército, pensando que después de cien años de todos ellos ninguno quedaría vivo: ¿quién no lloraría al ver el grueso catálogo de la Feria del Libro, cuando pensara que de todos esos libros no quedará ninguno vivo ya dentro de diez años?





§ 295

En la literatura las cosas no son diferentes que en la vida: a donde uno se dirija, se encuentra enseguida con el incorregible populacho de la humanidad que está presente a legiones por todas partes, que todo lo llena y todo lo ensucia, igual que las moscas en verano. De ahí el sinnúmero de libros malos, esa proliferante maleza de la literatura que priva al trigo de su alimento y lo asfixia. En efecto, arrastran hacia sí mismos el tiempo, el dinero y la atención del público, los cuales pertenecen por derecho a los buenos libros y sus nobles fines, mientras que aquellos se han escrito con la sola intención de ganar dinero o de conseguir empleo. Así que no son simplemente inútiles sino positivamente dañinos. Las nueve décimas partes de nuestra literatura actual no tienen más finalidad que quitarle al público algunos táleros: para ello se han conjurado el autor, el editor y el crítico.

Una jugada pícara y mala, pero considerable, es la que han conseguido realizar los literatos, los escritores a jornal y los prolíficos, en contra del buen gusto y la verdadera cultura de la época: han conseguido poner las riendas a todo el mundo elegante de tal forma que este ha sido amaestrado para leer a tempo; en concreto, para leer siempre lo mismo, lo más reciente, con el propósito de tener una materia de conversación en sus círculos: a ese fin sirven las malas novelas y otras producciones análogas procedentes de renombradas plumas, como lo fueron antes las de Spindler, Bulwer, Eugen Sue, etc. ¿Pero qué puede ser más miserable que el destino de tal público de literatura amena, que se considera obligado a leer siempre los más recientes garabatos de mentes sumamente vulgares que escriben solo por dinero y por eso son siempre numerosas; un público que a cambio ha de conocer solo de nombre las obras de los espíritus más infrecuentes y eximios de todas las épocas y países? — En particular, la prensa diaria de carácter ameno es un medio astutamente ideado para robar al público estético el tiempo que debería emplear en las auténticas producciones de su género para beneficio de su formación, haciendo que lo dedique a las chapuzas cotidianas de las cabezas vulgares.

Dado que la gente, en vez de lo mejor de todas las épocas, solamente lee lo más nuevo, los escritores se mantienen dentro del estrecho ámbito de las ideas en circulación y la época se encenaga cada vez más en su propia inmundicia.

Por eso, con respecto a nuestras lecturas es muy importante el arte de no leer. Consiste en no echar mano a lo que en cada momento ocupa al gran público, precisamente por esa razón; por ejemplo, los panfletos políticos o literarios, las novelas, las poesías, etc., que justo ahora hacen ruido e incluso han sido objeto de varias ediciones en sus primeros y últimos años de vida: antes bien, pensemos entonces que quien escribe para chiflados siempre encuentra un gran público; y el tiempo siempre escaso que destinamos a la lectura, dediquémoslo exclusivamente a las obras de los grandes espíritus de todas las épocas y pueblos que sobresalen entre el resto de la humanidad y que son señalados como tales por la voz de la fama. Solo ellos instruyen y enseñan realmente.

Una condición para leer lo bueno es no leer lo malo: pues la vida es corta; y las fuerzas, limitadas.



§ 295a

Se escriben libros sobre este o aquel gran espíritu de épocas pasadas, y el público los lee pero no al autor mismo; porque no quiere leer más que lo recién impreso y el superficial e insulso chismorreo de un mentecato actual le resulta más homogéneo y agradable que los pensamientos del gran espíritu. Mas yo agradezco al destino que ya en mi juventud hiciera que me topase con un hermoso epigrama de A. W. Schlegel que desde entonces ha sido mi norte: 

«Leed diligentes a los antiguos, los verdaderos y auténticos antiguos: Lo que de ellos dicen los modernos no tiene gran relevancia».


¡Cómo se parece una mente vulgar a otra! ¡Hasta qué punto están fundidas todas en el mismo molde! ¡Cómo se le ocurre a uno de ellos lo mismo en igual ocasión, y ninguna otra cosa! Y además están sus viles intenciones personales. Y el indigno chismorreo de esos desgraciados lo lee un público estúpido simplemente con tal de que esté impreso hoy, dejando a los grandes espíritus descansar en los estantes. Es increíble la necedad y lo absurdo del público, que deja sin leer a los más nobles e infrecuentes espíritus de cada género, de todas las épocas y países, para leer los escritos que publican a diario mentes vulgares como las que cada año incuba en incontable número, igual que moscas; — y ello, simplemente porque se han impreso hoy y están todavía húmedos de las prensas. Esas producciones deberían más bien quedar abandonadas y olvidadas ya el día de su nacimiento, como lo serán después de pocos años; y entonces serán para siempre una simple materia de risa sobre los tiempos pasados y sus patrañas. —



§ 296a

Estaría bien comprar libros si con ellos pudiéramos comprar el tiempo para leerlos, pero la mayoría de las veces se confunde la compra de libros con apropiarse de su contenido. —

Pretender que uno retenga en la memoria todo lo que alguna vez ha leído es como pretender que siguiera llevando en sí mismo todo lo que alguna vez comió. Él ha vivido de esto desde el punto de vista corpóreo y de aquello desde el punto de vista espiritual, y de ese modo ha llegado a ser lo que es. Pero así como el cuerpo asimila lo que le es homogéneo, cada cual retendrá lo que le interese, es decir, lo que se adapte a su sistema de pensamiento o a sus fines. Estos últimos, por supuesto, los tienen todos; pero son pocos los que tienen algo parecido a un sistema de pensamiento: de ahí que no tengan un interés objetivo en nada; y a su vez esa es la razón de que cuando leen nada quede asentado en ellos: no retienen nada.

Cualquier libro importante debe ser leído enseguida dos veces; por una parte, porque la segunda vez se comprenden mejor las cosas en su conexión, y el comienzo se entiende bien cuando se conoce el final; por otra, porque la segunda vez llevamos a cada pasaje otro ánimo y otro humor distintos de la primera, con lo que la impresión resulta diferente y es como cuando se ve un objeto a otra luz. Las obras son la quintaesencia de un espíritu: por eso, aun cuando este sea el más grande, ellas son siempre incomparablemente más valiosas que el trato con él, y también lo sustituyen en lo esencial e incluso lo sobrepasan y lo dejan atrás. Hasta los escritos de una mente mediocre pueden ser instructivos, entretenidos y merecedores de ser leídos, justo porque son su quintaesencia, el resultado y el fruto de todo su pensamiento y estudio; — mientras que su trato puede no satisfacernos. De ahí que podamos leer libros de gente cuyo trato no nos complacería; y por eso la elevada cultura del espíritu nos lleva poco a poco a que encontremos distracción casi exclusivamente en los libros y no ya en los hombres.

No obstante, no existe mayor recreo para el espíritu que la lectura de los antiguos clásicos: tan pronto como hemos tomado uno de ellos en nuestras manos, aunque solo sea media hora, nos sentimos enseguida refrescados, aliviados, purificados, elevados y fortalecidos, igual que si nos hubiéramos refrescado en una fuente entre las rocas. ¿Se debe esto a las lenguas antiguas y su perfección? ¿O a la grandeza de los espíritus cuyas obras han permanecido intactas y con su misma energía durante milenios? Quizás a ambas cosas. Pero sé que si alguna vez, tal y como amenaza nuestra época, se dejan de enseñar las lenguas antiguas, vendrá una nueva literatura consistente en escritos tan bárbaros, vulgares e indignos como jamás los ha habido; sobre todo porque el alemán, que conserva algunas de las perfecciones de las lenguas antiguas, está siendo celosa y metódicamente dilapidado y estropeado por los indignos emborronadores de la «actualidad», de modo que, empobrecido y mutilado, va degenerando poco a poco en una miserable jerga.

 Existen dos historias: la política y la de la literatura y el arte. Aquella es la de la voluntad; esta, la del intelecto. De ahí que aquella sea siempre angustiosa y hasta terrible: miedo, necesidad, engaño y espantosos asesinatos en masa. La otra, en cambio, es siempre agradable y alegre, igual que el intelecto aislado, aun cuando describa caminos errados. Su rama principal es la historia de la filosofía. En realidad esta constituye su bajo fundamental, que incluso resuena en las demás historias y que guía la opinión en ellas desde el fundamento: mas la opinión domina el mundo. Por eso la filosofía verdadera y bien entendida tiene el más enérgico poder material; si bien actúa muy lentamente.




§ 297


En Hegel y sus camaradas la arrogancia del garabatear sinsentidos, por un lado, y la del elogio sin escrúpulos, por otro, unidas a la patente intencionalidad de toda la esmerada actividad, han alcanzado una magnitud tan colosal que al final a todos se les tuvieron que abrir los ojos acerca de toda esa charlatanería; y también la boca cuando, como consecuencia de ciertas revelaciones, el asunto perdió la protección procedente de arriba. Los antecedentes fichteanos y schellingianos de esa, la más miserable pseudofilosofía que jamás existió, fueron arrastrados por ella al abismo del descrédito. Por eso se revela ahora toda la incompetencia filosófica de la primera mitad del siglo que siguió a Kant en Alemania, mientras nos ufanamos ante el extranjero de las dotes filosóficas de los alemanes — en especial desde que un escritor inglés ha tenido la maliciosa ironía de llamarlos «un pueblo de pensadores»



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