SOBRE LA FILOSOFÍA DE LA UNIVERSIDAD







Arthur Schopenhauer. Parerga y Paralipómena I

SOBRE LA FILOSOFÍA DE LA UNIVERSIDAD


Que la filosofía se enseñe en las universidades es, sin duda, provechoso para ella de diversos modos. Con ello consigue una existencia pública y su estandarte se enarbola ante los ojos de los hombres, con lo que su existencia es siempre recordada y perceptible. Pero la ganancia principal será que algunas mentes jóvenes y capaces se familiaricen con ella y despierten a su estudio. Entretanto, hay que admitir que quien está capacitado para ella y, precisamente por eso, la necesita podría también encontrarla y llegar a conocerla por otras vías. Pues los que se aman y han nacido el uno para el otro se encuentran fácilmente: las almas afines se saludan ya de lejos. En efecto, a un individuo tal le estimulará más poderosa y eficazmente cualquier libro de un filósofo auténtico que caiga en sus manos de lo que pueda hacerlo la exposición de un filósofo de cátedra como los que la época le ofrece. También en los institutos se debería leer aplicadamente a Platón, que es el más eficaz medio de estimular el espíritu filosófico. Mas, en general, he llegado poco a poco a la opinión de que la mencionada ventaja de la filosofía de cátedra es superada por el perjuicio que ocasiona la filosofía como profesión a la filosofía como libre investigación de la verdad, o la filosofía por encargo del gobierno a la filosofía por encargo de la naturaleza y la humanidad. Ante todo, un gobierno no pagará un sueldo a una gente para contradecir directa o indirectamente lo que, a través de miles de sacerdotes o profesores de religión contratados por él, hace proclamar desde todos los púlpitos; porque tal gente, en la medida en que ejerciera efecto, tendría que hacer ineficaz aquella primera disposición. Pues es sabido que los juicios no solo se suprimen entre sí mediante la oposición contradictoria, sino también con la simple contraria: por ejemplo, al juicio «la rosa es roja» no solo se opone «no es roja» sino también «es amarilla», que aquí dice tanto o incluso más. De ahí el principio improbant secus docentes [los que enseñan cosas diferentes se anulan.]. Pero debido a esa circunstancia los filósofos universitarios caen en una situación totalmente peculiar, cuyo público secreto puede encontrar aquí expresión. En efecto, en todas las demás ciencias sus profesores tienen simplemente la obligación, según sus capacidades y posibilidad, de enseñar lo que es verdadero y correcto. Solo en el caso de los profesores de filosofía se ha de entender el tema cum grano salis. Aquí se trata de un caso particular, debido a que el problema de su ciencia es el mismo del que también la religión, a su manera, da explicación; por eso he caracterizado a esta como la metafísica popular. En consecuencia, los profesores de filosofía deben enseñar también, por supuesto, lo que es verdadero y correcto: pero precisamente eso tiene que ser en el fondo y en esencia lo mismo que enseña también la religión nacional, la cual es igualmente verdadera y correcta. De ahí nació la ingenua frase, ya citada en mi Crítica de la filosofía kantiana, que pronunció un reputado profesor de filosofía en 1840: «Si una filosofía niega las ideas fundamentales del cristianismo, o es falsa o, aunque sea verdadera, es inservible»4 . Aquí se ve que en la filosofía de la universidad la verdad solo ocupa un puesto secundario y, si es necesario, tiene que levantarse para dejar su sitio a otra cualidad. — Así pues, esto es lo que en las universidades diferencia la filosofía de todas las demás ciencias que sientan cátedra. Como consecuencia de esto, mientras se mantenga la Iglesia solo se podrá enseñar en las universidades una filosofía de esa clase que, concebida con continua atención a la religión nacional, en lo esencial corra paralela a esta; y por lo tanto —en todo caso con figura enrevesada, extrañamente adornada y así difícil de comprender— en el fondo y en lo principal no sea más que una paráfrasis y apología de la religión nacional. A los que enseñan con esas limitaciones no les queda entonces más que buscar nuevas versiones y formas, con las cuales presentan el contenido de la religión nacional revestido de expresiones abstractas y convertido en trivial, llamándolo entonces filosofía. Mas si el uno o el otro pretenden hacer algo más, o bien divagarán en materias próximas o bien recurrirá a toda clase de bufonadas, como acaso realizar complicados cálculos analíticos sobre el equilibrio de las representaciones en la mente humana y bromitas semejantes. Entretanto, los filósofos universitarios, limitados en tal medida, se hallan plenamente a gusto con el asunto; porque su verdadero celo se encuentra en conseguir con honor unos honrados ingresos para ellos junto con sus mujeres e hijos, y también gozar de un cierto prestigio ante la gente; en cambio, el ánimo que se agita en lo profundo del verdadero filósofo, cuyo total y enorme celo se halla en buscar una explicación de nuestra existencia, tan enigmática como penosa, es contado por ellos entre los seres mitológicos; a no ser que el afectado por él, si alguna vez tuviera que presentarse ante ellos, les parezca poseído por una monomanía. Pues por lo regular, que sea posible un ahínco tan verdadero y puro en la filosofía ningún hombre puede soñarlo menos que un docente de la misma; al igual que el Papa suele ser el cristiano más incrédulo. Por eso es sumamente infrecuente que un auténtico filósofo haya sido a la vez un docente de la filosofía. Que precisamente Kant representa este caso excepcional lo he discutido ya, junto con sus razones y consecuencias, en el segundo volumen de mi obra principal. Por lo demás, una confirmación de la existencia condicionada de toda filosofía universitaria que he desvelado la ofrece el conocido destino de Fichte, si bien en el fondo fue un simple sofista y no un verdadero filósofo. Él, en efecto, se había atrevido a prescindir de las doctrinas de la religión nacional en su filosofar; la consecuencia de ello fue su casación y además que la plebe le insultara. El castigo también surtió efecto en él por cuanto, tras su posterior nombramiento en Berlín, el Yo absoluto se había convertido obedientemente en el amado Dios y toda su teoría en general cobró una apariencia sumamente cristiana, cosa que evidencia en especial la Instrucción para la vida bienaventurada. En su caso es digna de observar la circunstancia de que se le imputara como principal delito la tesis de que Dios no es más que el orden moral del mundo, cuando esta difiere en poco de la sentencia de Juan Evangelista «Dios es amor». El mismo destino tuvo en 1853 en Heidelberg el profesor interino Fischer, a quien se le quitó el jus legendi porque enseñaba el panteísmo. Así pues, el lema es: «¡Cómete tu flan, esclavo, y haz pasar la mitología judía por filosofía!». — Pero lo divertido del tema es que esas gentes se denominan filósofos, juzgan en cuanto tales sobre mí (y, por cierto, con aires de superioridad) y hasta se las dan de distinguidos frente a mí y durante cuarenta años no se han dignado bajar la vista hacia mi persona, al no considerarme digno de atención alguna. — Mas el Estado ha de proteger a los suyos y debería promulgar una ley que prohibiera burlarse de los profesores de filosofía. Por consiguiente, es fácil ver que, en tales circunstancias, la filosofía de cátedra no puede por menos que hacer Como una de esas cigarras zanquilargas que siempre vuela y volando salta y enseguida canta en la hierba su vieja cantinela . Lo arriesgado del asunto es simplemente que se conceda la posibilidad de que la penetración última que el hombre puede alcanzar en la naturaleza de las cosas, en su propia esencia y la del mundo, no coincida exactamente con las doctrinas que en parte fueron reveladas al antiguo pueblecito de los judíos y en parte aparecieron en Jerusalén hace mil ochocientos años. Para anular ese riesgo de una vez por todas, el profesor de universidad Hegel inventó la expresión «religión absoluta», con la cual alcanzaba también su propio fin, dado que él conocía a su público: también ella es para la filosofía de cátedra real y verdaderamente absoluta, es decir, debe y tiene que ser absoluta y decididamente verdadera, si no ... — —! A su vez, otros de esos investigadores de la verdad funden la filosofía y la religión en un centauro al que llaman filosofía de la religión; también suelen enseñar que religión y filosofía son en realidad lo mismo, tesis esta que solo parece ser verdad en el sentido en que debió decir muy conciliadoramente Francisco I con relación a Carlos V: «Lo que quiere mi hermano Carlos, eso quiero yo», en concreto, Milán. Otros, por su parte, no se molestan tanto, sino que hablan directamente de una filosofía cristiana, lo cual viene a ser más o menos como si se quisiera hablar de una aritmética cristiana que hiciera la vista gorda. Tales epítetos tomados de los dogmas de fe son además claramente chocantes en filosofía, ya que esta se presenta como el intento de la razón de resolver el problema de la existencia por sus propios medios e independientemente de toda autoridad. En cuanto ciencia no tiene nada que ver con lo que se puede, se debe o se tiene que creer, sino solo con lo que se puede saber. Si esto debiera resultar diferente de lo que se tiene que creer, ello no supondría menoscabo para la fe: pues es fe porque contiene lo que no se puede saber. Si también se pudiera saber, entonces la fe sería totalmente inútil y hasta ridícula; más o menos como si sobre los objetos de las matemáticas se quisiera asentar además un dogma de fe. Mas si uno está acaso convencido de que la verdad total y plena se halla contenida en la religión nacional, entonces que se quede en ella y renuncie a todo filosofar. Pero no se pretenda aparentar lo que no se es. Fingir una investigación imparcial de la verdad con la determinación de convertir la religión nacional en su resultado y hasta en su medida y control es intolerable, y semejante filosofía, sujeta a la religión nacional como el mastín al muro, no es más que la desagradable caricatura de la más alta y noble aspiración de la humanidad. Entretanto, uno de los principales artículos de venta de los filósofos universitarios es justamente aquella filosofía de la religión antes calificada de centauro, que en realidad conduce a una especie de gnosis y también a un filosofar bajo ciertos supuestos en boga que en absoluto pueden ser justificados. También títulos de programas como De verae philosopiae erga religionem pietate, una inscripción apropiada para semejante redil filosófico, designan claramente la tendencia y los motivos de la filosofía de cátedra. Es cierto que esos filósofos domesticados toman a veces un curso que parece peligroso: pero uno puede aguardar tranquilo, convencido de que aun así llegarán al objetivo que se fijaron de una vez por todas. Incluso a veces se siente uno tentado a creer que sus investigaciones filosóficas, presuntamente serias, las habían realizado ya antes de los doce años, y ya entonces habían establecido para siempre su visión de la esencia del mundo y lo que de ella depende; porque, después de todas las discusiones filosóficas y extravíos arriesgados con guías temerarios, siempre llegaban otra vez a lo que a aquella edad se nos solía hacer plausible, y parecen incluso tomarlo como criterio de la verdad. Todas las doctrinas filosóficas heterodoxas de las que entretanto se han tenido que ocupar en el curso de su vida les parece que solo existen para ser refutadas y así establecer aquella primera con más solidez. Hasta hay que asombrarse de cómo, empleando su vida en tan graves herejías, sin embargo han sabido conservar tan pura su interior inocencia filosófica. A quien después de todo esto le quede aún alguna duda acerca del espíritu y finalidad de la filosofía universitaria, que contemple el destino de la pseudofilosofía hegeliana. ¿Acaso le ha perjudicado que su pensamiento fundamental fuera la ocurrencia más absurda, un mundo establecido en la cabeza, una bufonada filosófica, que su contenido fuera la más estéril y vacía palabrería que jamás haya satisfecho a las cabezas huecas, y que su exposición en las obras del propio autor sea el galimatías más enojoso y disparatado, y hasta recuerde los delirios de los manicomios? ¡Oh, no, ni en lo mínimo! Antes bien, durante veinte años ha prosperado y se ha hecho lucrativa como la más brillante filosofía de cátedra que alguna vez devengó sueldos y honorarios, y de hecho se ha proclamado en toda Alemania, a través de cientos de libros, como la cumbre de la sabiduría humana finalmente alcanzada y la filosofía de las filosofías, siendo incluso elevada hasta el cielo: de ella se examinó a los estudiantes y para ella se contrató a los profesores; quien no estaba de acuerdo era considerado un «loco por su propia cuenta»9 por los insolentes repetidores de su autor, tan dócil como trivial; e incluso los pocos que se atrevieron a presentar una débil oposición a esa payasada la plantearon de forma meramente apocada, bajo el reconocimiento del «gran espíritu y exagerado genio» de aquel filosofastro banal. La prueba de lo dicho aquí la ofrece toda la literatura de la esmerada maquinación que, como un acta ahora cerrada, se dirige a través del patio del vecino, que ríe burlonamente, hasta aquel tribunal donde nos volveremos a ver: el tribunal de la posteridad, que, entre otros complementos, está también provisto de una campana de oprobio que puede sonar incluso más allá de toda la época. — ¿Pero qué ha sido finalmente lo que ha dado tan repentino término a aquella gloria, ha arrastrado la caída de la bestia trionfante10 y ha destruido todo el ejército de mercenarios y mentecatos, salvo algunos restos de rezagados y merodeadores que, apiñados bajo la bandera de los Halle’schen Jahrbücher, pudieron durante un rato hacer de las suyas para escándalo público, así como algunos miserables tontos que todavía hoy creen aquello con lo que se les embaucó en sus años jóvenes y van comerciando con ello? — Nada más sino que uno ha tenido la maliciosa ocurrencia de demostrar que eso es una filosofía universitaria que solo coincide con la religión nacional en apariencia y en las palabras, pero no realmente y en sentido propio. El reproche era justo en y por sí mismo; pues eso ha demostrado después el neo-catolicismo. El germano- o neocatolicismo no es, en efecto, más que el hegelianismo popularizado. Como este, deja el mundo sin explicar, esta ahí, sin otra información. Simplemente recibe el nombre Dios, y la humanidad, el nombre Cristo. Ambos son «fin en sí mismos», es decir, existen justamente para procurarse el bienestar mientras dura la corta vida. Gaudeamus igitur! Y la apoteosis hegeliana del Estado es llevada hasta el comunismo. Una exposición muy fundada del neo-catolicismo en ese sentido la ofrece F. Kampe, Historia del movimiento religioso en la época moderna, vol. 3, 1856. Pero el que tal reproche pudiera ser el talón de Aquiles de un sistema filosófico dominante nos muestra Qué cualidad Decide, eleva al hombre11, o lo que constituye el auténtico criterio de la verdad y validez de una filosofía en las universidades alemanas, y de qué depende; además, un ataque de esa clase, aun prescindiendo de la bajeza de toda calumnia, habría tenido que ser despachado brevemente con oüdån pròV Diónyson. Quien precise pruebas ulteriores de esa misma visión considere el epílogo a la gran farsa de Hegel, en concreto, la subsiguiente y sumamente oportuna conversión del señor Schelling del spinozismo a la mojigatería y el consiguiente traslado de Múnich a Berlín entre los toques de trompeta de todos los periódicos, con cuyas alusiones se habría podido creer que llevaba allí a Dios en persona, por el que tan gran anhelo había, metido en la maleta. La afluencia de estudiantes allí se hizo tan grande que incluso trepaban por las ventanas hasta el auditorio; luego, al final del curso, el diploma de gran hombre que un número de profesores de universidad que habían sido sus oyentes le entregaron con la mayor humildad, y en general todo su papel en Berlín, sumamente brillante y no menos lucrativo, que desempeñó sin rubor; y ello en la edad avanzada, cuando la preocupación por el recuerdo que se deja atrás supera en las naturalezas nobles cualquier otra cosa. Por lo regular, uno podría afligirse con algo así, y hasta casi podría pensar que los profesores de filosofía tendrían que sonrojarse por ello: mas eso es una ilusión. Pero a quien después de contemplar una consumación tal no se le abran los ojos sobre la filosofía de cátedra y sus héroes, a ese no se le puede ayudar.
Entretanto, la equidad exige que se juzgue la filosofía de la universidad no solo, como ocurre aquí, desde el punto de vista de su fin presunto, sino también del verdadero y auténtico. Este, en efecto, viene a ser que los futuros referendarios, abogados, médicos, opositores y pedagogos, hasta en lo más íntimo de sus convicciones reciban aquella orientación que sea acorde con los propósitos que el Estado y su gobierno tienen para ellos. Contra eso nada tengo que objetar, así que me conformo en ese respecto. Pues no me considero competente para juzgar sobre el carácter necesario o superfluo de tal medio del Estado, sino que eso recae en aquellos que tienen la dura tarea de gobernar a los hombres, es decir, mantener la ley, el orden, la tranquilidad y la paz entre los muchos millones de individuos de un género en su gran mayoría ilimitadamente egoísta, injusto, inicuo, desleal, envidioso, malvado, además de muy limitado y obstinado, y proteger a los pocos a los que les ha tocado en suerte alguna posesión frente al sinnúmero de aquellos que no poseen más que sus fuerzas corporales. La tarea es tan difícil que yo verdaderamente no me atrevo a discutir con ellos acerca de los medios que hay que aplicar. Pues mi lema ha sido siempre: «Cada mañana doy gracias a Dios por no tener que preocuparme del Imperio Romano»[2]. Pero esos fines estatales de la filosofía universitaria fueron los que procuraron al hegelianismo tan inusual favor ministerial. Pues él consideraba el Estado «el organismo ético absolutamente perfecto», y hacía absorberse en el Estado todo el fin de la existencia humana. ¿Podía haber una mejor disposición para los futuros referendarios y, en breve, funcionarios estatales, que esa, conforme a la cual toda su esencia y su existencia, en cuerpo y alma, recaían plenamente en el Estado como las de la abeja en la colmena, y ellos no tenían que aspirar ni en este ni en otro mundo a nada más que a convertirse en los engranajes idóneos para contribuir a que la gran máquina estatal, ese ultimus finis bonorum, se mantuviera en marcha? El referendario y el hombre eran, según ello, una y la misma cosa. Era una verdadera apoteosis del filisteísmo. Sin embargo, una cosa sigue siendo la relación de tal filosofía universitaria con el Estado y otra, su relación con la filosofía en sí misma, que en este respecto podría distinguirse, en cuanto filosofía pura, de aquella, en cuanto aplicada. Esta, en efecto, no conoce más fin que la verdad, y entonces puede resultar que cualquier otra cosa a la que se aspire por medio de ella sea perniciosa para ese fin. Su finalidad suprema es la satisfacción de aquella noble necesidad que yo denomino metafísica, que en todas las épocas se hace íntima y vivazmente perceptible a la humanidad, pero con su mayor intensidad cuando, como justo ahora, se desmorona cada vez más el crédito del dogma. Este, en efecto, al estar calculado para la gran masa del género humano y adaptado a ella, solo puede contener verdad alegórica, aunque él tiene que hacerla valer como verdad sensu proprio. Pero de ese modo, al ampliarse cada vez más los conocimientos históricos, físicos y hasta filosóficos de todas clases, va creciendo el número de hombres a los que el dogma ya no les puede satisfacer, y estos exigirán cada vez en mayor medida una verdad sensu proprio. ¿Pero qué puede entonces ofrecer tal marioneta de cátedra nervis alienis mobile; frente a esa exigencia? ¿Hasta dónde se llegará aún con la filosofía de rueca impuesta o con huecos edificios de palabras, con retóricas que nada dicen o que con su verborrea oscurecen hasta las verdades más comunes y comprensibles, o con el absoluto sinsentido hegeliano? — Y, por otro lado, aun cuando el honrado Juan hubiera vuelto realmente del desierto vestido de pieles y alimentado de saltamontes, e, impasible a toda la confusión, se hubiera dedicado con puro corazón y con todo fervor a la investigación de la verdad y presentara ahora sus frutos, ¿qué recibimiento tendría que esperar de aquellos comerciantes de cátedras contratados para fines estatales, que han de vivir de la filosofía junto con sus mujeres e hijos, cuyo lema es, por tanto, primum vivere, deinde philosophari; que en consecuencia se han apoderado del mercado y ya han tenido cuidado de que aquí no valga más que lo que ellos permiten que valga, | por lo que solo existen méritos en la medida en que ellos y su mediocridad gustan reconocerlos? En efecto, ellos llevan las riendas de la atención del público que se ocupa de la filosofía, aun así, pequeño; porque este no dedicará su tiempo, esfuerzo y fatiga a cosas que no prometen entretenimiento como las producciones poéticas, sino instrucción —y, por cierto, instrucción pecuniariamente infructuosa— sin antes tener la plena seguridad de que serán ampliamente recompensados. De acuerdo con su creencia heredada de que quien vive de un asunto es también el que entiende de él, el público espera ver esa seguridad en los especialistas, que en las cátedras y en los compendios, periódicos y revistas literarias se comportan con confianza como los verdaderos maestros del asunto: por consiguiente, en ellos se puede degustar y seleccionar lo que es digno de atención y su contrario. — ¡Oh, qué será de ti, mi pobre Juan del desierto, cuando, como es de esperar, lo que tú ofreces no esté concebido conforme a la tácita convención de los señores de la filosofía lucrativa! Te verán como a uno que no ha comprendido el espíritu del juego y amenaza así con estropeárselo a todos; por lo tanto, como su enemigo y adversario común. Aunque lo que tú trajeras fuera la mayor obra maestra del espíritu humano, nunca podría caer en gracia a sus ojos. Pues no estaría concebido ad normam conventionis y por lo tanto no sería de tal clase que pudieran convertirlo en objeto de su exposición de cátedra para también vivir de ello. A un profesor de filosofía no se le ocurre en absoluto examinar si un nuevo sistema que aparece es verdadero, sino que enseguida analiza únicamente si se puede armonizar con las doctrinas de la religión nacional, las intenciones del gobierno y las opiniones dominantes. Luego decide sobre su destino. Pero si, no obstante, se abriera camino, si siendo instructivo y conteniendo explicaciones suscitara la atención del público y este lo encontrara digno de estudio, entonces en esa misma medida tendría que privar a la filosofía susceptible de cátedra de aquella misma atención, incluso de su crédito y, lo que es peor, de sus ventas. Di meliora! Por eso tal cosa no puede tolerarse y todos han de ponerse en su contra como un solo hombre. El método y la táctica para ello los ofrece un feliz instinto como el que se ha otorgado a todos los seres para su autoconservación. En efecto, la disputa y refutación de una filosofía que contraviene la norma conventionis es a menudo, sobre todo cuando se barruntan méritos y ciertas cualidades que el diploma de profesor no puede conferir, un tema delicado al que en último caso uno no se puede arriesgar, ya que las obras cuya supresión se aconseja recibirían notoriedad y atraerían a los curiosos; mas entonces podrían plantearse comparaciones sumamente desagradables y el desenlace podría ser adverso. Por el contrario, unánimemente, como hermanos de iguales intereses y capacidades, consideran esa importuna obra como non avenue20. Con gesto de máxima imparcialidad toman lo más relevante como insignificante, lo pensado en profundidad y existente por los siglos, como indigno de ser hablado, a fin de sofocarlo; maliciosamente aprietan los labios y callan, callan con aquel silentium, quod livor indixerit ya denunciado por el antiguo Séneca (Ep. 79); y entretanto, cacarean tanto más ruidosamente sobre los abortos espirituales y los engendros de la congregación, en la tranquila conciencia de que lo que nadie sabe es como si no existiera y que las cosas del mundo valen por lo que aparentan y por cómo se llaman, no por lo que son; — este es el método más seguro y carente de riesgo contra los méritos y que yo, por ende, quisiera recomendar encarecidamente, aunque sin responder de sus ulteriores consecuencias, a todos los memos que buscan su sustento en cosas para las que se requieren unas dotes superiores.
No obstante, en modo alguno deben ser invocados aquí los dioses como por un inauditum nefas: todo eso no es más que una escena de la comedia que tenemos ante nuestros ojos en todas las épocas, en todas las artes y ciencias: la antigua lucha de los que viven para un asunto con los que viven de él, o de los que son con los que representan. Para unos es el fin del que su vida es un simple medio; para los otros, el medio y hasta la molesta condición de la vida, el bienestar, el placer y la felicidad familiar, únicas cosas en las que | se halla su verdadero celo; porque aquí los límites de su esfera de acción están trazados por la naturaleza. Quien quiera ver esto ejemplificado y conocerlo más de cerca, que estudie la historia de la literatura y lea las biografías de los grandes maestros de todos los géneros y artes. Ahí verá que en todas las épocas ha sido así y comprenderá que así seguirá siendo. En el pasado lo conocen todos; en el presente, casi nadie. Las páginas brillantes de la historia de la literatura son casi sin excepción las trágicas. En todas las materias nos ponen a la vista cómo, por lo regular, el mérito ha tenido que esperar hasta que los bufones hubieran terminado con sus bufonadas, el banquete hubiera concluido y todos se hubieran ido a la cama: entonces se elevaba, como un fantasma en la noche profunda, para ocupar por fin, en forma de sombras, el puesto de honor que se le había negado.
Sin embargo, aquí solo nos las vemos con la filosofía y sus representantes. En ella encontramos, en primer lugar, que desde siempre muy pocos filósofos han sido profesores de filosofía y, proporcionalmente, aún menos profesores de filosofía han sido filósofos; por eso se podría decir que, así como los cuerpos idioeléctricos no son conductores de la electricidad, tampoco los filósofos son profesores de filosofía. De hecho, al que piensa por sí mismo esa función le contraría más que a ningún otro. Pues la cátedra filosófica es en cierta medida un confesionario público donde uno hace en presencia del pueblo su profesión de fe. Casi nada obstaculiza más el logro real de conocimientos fundados o profundos, es decir, llegar a ser verdaderamente sabio, que la continua necesidad de parecerlo, el alarde de aparentes conocimientos ante los discípulos ávidos de aprender y el hecho de tener siempre una respuesta preparada para todas las preguntas imaginables. Pero lo peor es que a un hombre en esa situación, con cada pensamiento que le pueda sobrevenir, le invade la preocupación de como se adecuaría a los propósitos de los altos jefes: esto paraliza tanto su pensar que las ideas mismas no se atreven ya a ocurrírsele. La atmósfera de libertad es imprescindible para la verdad. Sobre la exceptio, quae firmat regulam de que Kant hubiera sido profesor he mencionado ya lo necesario, y solamente añado que también la filosofía de Kant habría sido más grandiosa, resuelta, pura y hermosa si no hubiera estado revestida de aquel carácter profesoral; si bien él, muy sabiamente, mantuvo separados en lo posible el filósofo y el profesor, al no exponer en su cátedra su propia teoría. (Véase Rosenkranz, Historia de la filosofía kantiana, p. 148.)
Si ahora vuelvo la vista hacia los presuntos filósofos que han aparecido en el medio siglo que ha transcurrido desde la actividad de Kant, no veo desgraciadamente a ninguno en cuyo honor pudiera decir que su celo verdadero y total haya sido la búsqueda de la verdad: antes bien, encuentro que todos, aunque no siempre con clara conciencia, han pensado en la mera apariencia del asunto, en la notoriedad, en imponer y hasta mistificar, y se han esforzado con ahínco en conseguir la aprobación de los superiores y luego de los estudiantes; con lo que el fin último sigue siendo rebañar placenteramente el rendimiento del asunto junto con su mujer e hijos. Mas así es realmente conforme a la naturaleza humana, que, como toda naturaleza animal, no conoce más fin inmediato que comer, beber y cuidar de la prole, pero además, como su renta especial, ha recibido también el afán de brillar y aparentar. En cambio, la primera condición de los logros reales y auténticos en la filosofía, como en la poesía y las bellas artes, es una tendencia anómala que, contra la regla de la naturaleza humana, en lugar del afán subjetivo por el bienestar de la propia persona establece uno totalmente objetivo dirigido a una producción ajena a la persona y que, precisamente por eso, con gran acierto es denominado excéntrico y de vez en cuando es también caricaturizado como quijotesco. Pero ya Aristóteles dijo: [«Pero no conviene, contra lo que se aconseja, que el hombre sienta como hombre por ser hombre o como mortal por ser mortal sino que, en cuanto sea posible, debe volverse inmortal y hacer todo por vivir conforme a lo más noble que hay en él», Ética a Nicómaco X, 7, 1177b.]
Tal orientación espiritual es, desde luego, una anomalía sumamente infrecuente pero, precisamente por eso, sus frutos redundan en beneficio de la humanidad en el curso del tiempo; porque, afortunadamente, son de una especie que se puede conservar. Más en concreto: los pensadores se pueden dividir entre los que piensan para sí mismos y los que piensan para otros: estos son la regla; aquellos, la excepción. Los primeros son, por lo tanto, pensadores autónomos por partida doble y egoístas en el más noble sentido de la palabra: solo de ellos recibe enseñanza el mundo. Pues solo la luz que uno mismo se ha encendido ilumina después a los demás; de modo que lo que dice Séneca en sentido moral: alteri vivas oportet si vis tibi vivere27 (Ep. 48) vale de él a la inversa en sentido intelectual: tibi cogites oportet, si omnibus cogitasse volueris. Mas esa es precisamente la extraña anomalía que ninguna intención ni buena voluntad pueden forzar, pero sin la cual no es posible un progreso real en la filosofía. Pues para fines distintos, o en general mediatos, una mente no se pone nunca en la suprema tensión que eso requiere y que justamente exige el olvido de sí mismo y de todos los fines, sino que se queda en una mera apariencia y simulación del asunto. Entonces se combinan de formas diversas algunos conceptos descubiertos y se hace con ellos una especie de castillo de naipes: pero con ello no nace nada nuevo y auténtico. Añádase además que la gente para la que el verdadero fin es el propio bienestar y el pensar solo es un medio de este, siempre ha de tener en cuenta las necesidades y tendencias temporales de los contemporáneos, las intenciones de los que mandan, etc. Así no se puede ni aspirar a la verdad que, aun cuando se dirija honradamente la mirada hacia ella, es infinitamente difícil de encontrar. Pero, en general, ¿cómo podría el que busca un honrado sustento para sí, su mujer e hijos, consagrarse al mismo tiempo a la verdad? Una verdad que en todas las épocas ha sido una peligrosa compañera, un huésped mal recibido en todas partes, — y que, probablemente, por eso se la representa desnuda, porque no lleva nada consigo, no tiene nada que repartir sino que quiere ser buscada solo por sí misma. A dos señores tan distintos como el mundo [Welt] y la verdad [Wahrheit], que no tienen nada | en común más que las iniciales, no se les puede servir al mismo tiempo: el intento conduce a la hipocresía, al disimulo, a la doblez. Entonces puede ocurrir que de un sacerdote de la verdad salga un defensor del engaño que enseñe con celo lo que él mismo no cree, con lo que echa a perder el tiempo y la mente de la confiada juventud, y puede también que, negando todo escrúpulo literario, se preste a preconizar al muy influyente chapucero, es decir, al beato cabeza hueca; o, también que, puesto que está pagado por el Estado para fines estatales, se cuide de realizar la apoteosis del Estado, hacer de él el punto culminante de toda aspiración humana y de todas las cosas, y así no solo convierta el auditorio filosófico en una escuela del más trivial filisteísmo sino que al final, como, por ejemplo, Hegel, llegue a la indignante teoría de que el destino del hombre es absorbido en el Estado, — acaso como el de la abeja en la colmena; con lo que se aparta totalmente de la vista el elevado fin de nuestra existencia.
 Que la filosofía no es apropiada para ganarse la vida lo demostró ya Platón en sus descripciones de los sofistas, a quienes él contrapuso Sócrates; pero la más divertida es la descripción de la actividad y el éxito de aquella gente que, con una comicidad insuperable, hace en la introducción del Protágoras. Ganar dinero con la filosofía fue y siguió siendo entre los antiguos la señal que distinguía a los sofistas de los filósofos. La relación entre sofistas y filósofos era, por consiguiente, en todo semejante a la que hay entre la muchacha que se ha entregado por amor y la prostituta pagada.
[…]
Esa antigua opinión tiene su buena razón y se basa en que la filosofía tiene muchos puntos de contacto con la vida humana, tanto con la pública como con la privada; por eso, si con ella se estimula el lucro, entonces la intención adquiere preponderancia sobre el conocimiento y de los supuestos filósofos resultan meros parásitos de la filosofía: pero estos se opondrán de forma represiva y hostil a la acción de los filósofos auténticos y hasta se conjurarán contra ellos para hacer valer únicamente lo que exigen sus intereses. Pues tan pronto como está en juego el lucro puede ocurrir fácilmente que, allá donde el beneficio lo requiera, se apliquen toda clase de medios viles, acuerdos, coaliciones, etc., para dar acceso y validez a lo falso y lo malo con fines materiales; para ello se hará necesario suprimir lo verdadero, auténtico y valioso que se le opone. Ningún hombre es más incapaz en esas artes que el verdadero filósofo que acaso hubiera caído con su asunto en medio de la actividad de esos negociantes. — A las bellas artes, e incluso a la poesía, les perjudica poco servir también al lucro: pues cada una de sus obras tiene una existencia por sí misma, y lo malo no puede suprimir lo bueno, como tampoco oscurecerlo. Pero la filosofía es una totalidad, es decir, una unidad, y no está dirigida a la belleza sino a la verdad: hay muchas clases de belleza pero solo una verdad, al igual que hay muchas Musas pero solo una Minerva. Precisamente por eso el poeta puede tranquilamente negarse a censurar lo malo; pero el filósofo puede verse en el caso de tener que hacerlo. Pues lo malo que alcanza vigencia se opone aquí directa y hostilmente a lo bueno, y la mala hierba que prolifera desplaza a las plantas útiles.
La filosofía es, por su naturaleza, exclusiva: fundamenta la forma de pensar de la época: por eso el sistema dominante no soporta otro junto a sí, igual que las hijas de los sultanes. A eso se añade que aquí el juicio es sumamente difícil y ya la consecución de los datos para formularlo resulta fatigosa. Aquí lo malo es puesto en circulación a través de artimañas y proclamado por todas partes como lo verdadero y auténtico por voces estentóreas a sueldo; así es envenenado el espíritu de la época, la corrupción se apodera de todas las ramas de la literatura, se paraliza todo superior impulso espiritual y a lo realmente bueno y auténtico de cualquier clase se opone un bastión que dura largo tiempo. Esos son los frutos de la fðilosofðía misjðofðóroV35. Véanse, a modo de ilustración, las payasadas que se han hecho con la filosofía desde Kant y lo que de ellas ha resultado. Pero solo la verdadera historia de la charlatanería hegeliana y de sus vías de difusión ofrecerá un día una justa ilustración de lo dicho. Como consecuencia de todo esto, quien no aspire a una filosofía de Estado y una filosofía de broma sino al conocimiento y, por tanto, a la búsqueda de la verdad tomada en serio y sin consideraciones, tendrá que buscarla en cualquier parte antes que en las universidades, donde su hermana, la filosofía ad normam conventionis, ejerce el mando y escribe el menú. Hasta me inclino cada vez más a opinar que sería más provechoso para la filosofía que dejara de ser un oficio y no volviera a aparecer en la vida civil representada por profesores. Es una planta que, como la rosa de los Alpes y las flores de los despeñaderos, solo crece al aire libre de la montaña y, por el contrario, degenera con los cuidados artificiales. Aquellos representantes de la filosofía en la vida civil la encarnan en su mayor parte solo como el actor al rey. ¿Acaso los sofistas, con quienes Sócrates se querelló incansablemente y a los que Platón convirtió en tema de escarnio, fueron otra cosa que profesores de filosofía y retórica? De hecho, ¿no es realmente esa antigua querella la que, desde entonces nunca extinguida del todo, todavía hoy prosigo yo? Las más altas aspiraciones del espíritu humano nunca son compatibles con el lucro: su noble naturaleza no se puede amalgamar con él. — A lo sumo la filosofía universitaria podría pasar si los profesores contratados para ella pensaran cumplir con su oficio, al modo de los demás profesores, transmitiendo a la generación futura el saber existente que por el momento se da como verdadero en su materia; es decir, exponiendo a sus oyentes en forma fiel y exacta el sistema del último filósofo verdadero que ha existido, y masticándoles diminutas las cosas: — esto valdría, digo, a lo sumo si aportaran simplemente tanto juicio, o al menos tacto, como para no considerar filósofos a meros sofistas como, por ejemplo, a Fichte, Schelling, por no hablar de Hegel. Pero no solo les falta de ordinario la mencionada cualidad, sino que han caído en la desafortunada ilusión de que corresponde a su cargo jugar también ellos mismos a filósofos y obsequiar al mundo con los frutos de su meditación. De esa ilusión nacen aquellas producciones, tan lamentables como numerosas, en las que las mentes vulgares, e incluso entre ellas algunas que ni siquiera son mentes vulgares, tratan los problemas a cuya solución se han dirigido desde hace milenios los más patentes esfuerzos de las mentes más excepcionales, dotadas de extraordinarias capacidades, que olvidaron su propia persona por amor a la verdad y a las que a veces la pasión de su aspiración a la luz les llevó a la cárcel o incluso al cadalso; mentes cuya infrecuencia es tan grande que la historia de la filosofía, que desde hace dos mil quinientos años marcha junto a la historia de los Estados como su bajo continuo, apenas puede mostrar una cantidad de filósofos notables equivalente a la centésima parte de los monarcas notables de la historia de los Estados: pues aquellos no son sino mentes totalmente aisladas en las que la naturaleza llegó a una conciencia de sí misma más clara que en las demás. Mas precisamente estas están tan alejadas de la vulgaridad y de la masa, que la mayoría no han obtenido un justo reconocimiento hasta después de su muerte o, a lo sumo, en edad avanzada. Por ejemplo, incluso la enorme fama de Aristóteles, que después se extendió más que ninguna otra, no comenzó según todos los indicios hasta doscientos años después de su muerte. Epicuro, cuyo nombre es conocido aún hoy en día incluso para la gran masa, vivió en Atenas totalmente desconocido hasta su muerte (Sen. Ep. 79). Bruno y Spinoza no alcanzaron vigencia y honor hasta el segundo siglo después de su muerte. El mismo David Hume, escritor tan claro y popular, tenía cincuenta años cuando se le empezó a prestar atención, pese a que había producido sus obras mucho antes. Kant no fue famoso hasta después de los sesenta años. Con los filósofos de cátedra de nuestros días las cosas van, desde luego, mucho más rápidas; porque no tienen tiempo que perder: en efecto, un profesor proclama la teoría de su colega, en boga en la universidad vecina, como la cumbre finalmente alcanzada de la sabiduría humana; y enseguida este es un gran filósofo que sin demora ocupa su puesto en la historia de la filosofía, a saber, en la que está elaborando para la próxima feria un tercer colega, el cual agrega con toda naturalidad a los inmortales nombres de los mártires de la verdad de todos los siglos los valiosos nombres de sus bien colocados colegas hoy en boga, en cuanto otros tantos filósofos que también pueden aparecer en la serie, ya que han llenado mucho papel y encontrado una general atención colegial. Entonces se dice, por ejemplo, «Aristóteles y Herbart» o «Spinoza y Hegel» o «Platón y Schleiermacher»; y el asombrado mundo ha de ver que los filósofos que la tacaña naturaleza en otros tiempos solo fue capaz de producir ocasionalmente en el curso de los siglos, durante estos últimos decenios han brotado por todas partes como hongos entre los alemanes, tan altamente dotados, como es sabido. Naturalmente, esa gloria de la época es ayudada de todas las maneras; por eso, bien sea en las revistas eruditas o en sus propias obras, un profesor de filosofía no dejará de tomar en exacta consideración, con gesto grave y seriedad oficial, las erróneas ocurrencias del otro; de modo que parece totalmente como si aquí se tratara de un progreso real del conocimiento humano. A cambio, su aborto recibirá en breve los mismos honores, y de hecho sabemos que nihil officiosius, quam cum mutuum muli scabunt [«Nada hay más atento que cuando dos mulos se rascan mutuamente»; cf. el título de una sátira de Marco Terencio Varrón, Mutuum muli scabunt].
 Pero tantas mentes vulgares que se creen obligadas por cargo y oficio a representar lo que menos se había propuesto la naturaleza con ellas, y asumir cargas que requieren hombros de gigantes espirituales, ofrecen en verdad un espectáculo lamentable. Pues oír cantar a los roncos o ver bailar a los paralíticos es penoso; pero oír a una mente limitada filosofando es insoportable. Para ocultar la carencia de pensamientos reales algunos se montan un imponente aparato de largas palabras compuestas, intrincadas retóricas, periodos interminables, expresiones nuevas e inauditas, todo lo cual junto presenta una jerga todo lo difícil que sea posible y que suene erudita. Sin embargo, con todo eso no dicen nada: uno no recibe ningún pensamiento, no siente incrementado su conocimiento sino que ha de suspirar: «el traqueteo del molino lo oigo, pero no veo la harina»37; o también se ve con demasiada claridad qué pobres, vulgares, triviales y burdas opiniones se esconden tras la grandilocuente ampulosidad. ¡Oh, si se pudiera enseñar a tales filósofos de broma una idea de la verdadera y fructífera seriedad con la que el problema de la existencia conmueve al pensador y sacude su interior! Entonces no podrían ya ser filósofos de broma, nunca más inventarían tranquilamente inútiles patrañas sobre el pensamiento absoluto o la contradicción que debe esconderse en todos los conceptos fundamentales, ni tampoco se recrearían con envidiable suficiencia en nueces huecas como «el mundo es la existencia de lo infinito en lo finito» y «el espíritu es el reflejo de lo infinito en lo finito», etc. Sería malo para ellos: pues quieren ser filósofos y pensadores totalmente originales. Pero que una mente ordinaria tenga pensamientos extraordinarios es exactamente tan probable como que una encina produzca albaricoques. Los pensamientos ordinarios, en cambio, los posee ya cada cual y no necesita leerlos: por consiguiente, y dado que en la filosofía se trata solo de pensamientos y no de experiencias y hechos, con mentes ordinarias no se puede nunca hacer nada. Algunos, conscientes del inconveniente, han hecho acopio de pensamientos ajenos, en su mayoría incompletos y siempre superficialmente concebidos, que en su mente corren siempre el peligro de evaporarse en meras frases y palabras. Con ellos se columpian de acá para allá e intentan a lo sumo ajustar unos a otros como piezas de dominó: así, comparan lo que han dicho este y aquel, y también otro y todavía otro más, e intentan entenderlo. En vano buscaríamos entre tales gentes una sólida visión fundamental de las cosas y el mundo que descansara sobre una base intuitiva y fuera, por lo tanto, plenamente coherente: precisamente por eso no tienen una clara opinión o un juicio definido, firme, acerca de nada, sino que andan a tientas con sus pensamientos, opiniones y excepciones aprendidos, como entre la niebla. En realidad solo han aspirado al saber y la erudición para enseñarlo a su vez. Eso se podría aceptar: pero entonces no deberían jugar a filósofos sino, por el contrario, saber distinguir la paja del grano. Los verdaderos pensadores han aspirado al conocimiento, y por sí mismo; porque anhelaban fervientemente hacerse inteligible de cualquier modo el mundo en el que se encontraban, mas no para enseñar y parlotear. Por eso crece en ellos lenta y paulatinamente, como resultado de una meditación sostenida, una visión fundamental firme y coherente que tiene siempre como base la captación intuitiva del mundo y de la que se abren caminos para todas las verdades especiales que a su vez arrojan luz sobre aquella visión fundamental. De ahí resulta que sobre cada problema de la vida y del mundo tienen al menos una opinión decidida, bien entendida y coherente con el conjunto, y por eso no necesitan satisfacer a nadie con frases vacías como hacen, en cambio, aquellos primeros, a los que encontramos siempre ocupados con la comparación y ponderación de opiniones ajenas en vez de con las cosas mismas; por lo que se podría creer que hablan de países lejanos sobre los que hubiera que comparar críticamente los informes de los pocos viajeros que llegaron allá, y no del mundo real que se extiende y yace claramente también ante ellos. Sin embargo, en su caso se dice:

 Pour nous, Messieurs, nous avons l’habitude De rédiger au long, de point en point, Ce qu’on pensa, mais nous ne pensons point.
[«Por nuestra parte, señores, tenemos la costumbre / De redactar largamente y con cuidado / Lo que se piensa, mas nosotros no pensamos»[3]
 Voltaire

 Pero lo peor de toda la actividad, que en otro caso podría tener su continuidad para el curioso aficionado, es esto: en su interés se incluye que lo superficial y trivial sea tenido por algo. Pero eso no puede ocurrir si a lo auténtico, grande y profundamente pensado que eventualmente se presente se le hace justicia de inmediato. De ahí que, para sofocarlo y poner lo malo en libre circulación, se agolpen al modo en que lo hacen todos los débiles, formen facciones y partidos, y se apoderen de las revistas literarias en las que, al igual que en sus propios libros, con profunda reverencia y aire de importancia hablan de sus respectivas obras maestras y de ese modo toman el pelo al público corto de vista. Su relación con los filósofos reales es más o menos la de los antiguos maestros cantores con los poetas. Como ilustración de lo dicho, véanse los escritos de los filósofos de cátedra que aparecen en cada feria junto con las revistas literarias que les dan el acompañamiento: el que entienda algo, que considere la picardía con la que estos últimos, llegado el caso, se esfuerzan por disimular lo relevante como irrelevante, y las tretas que utilizan para privarlo de la atención del público, | recordando la sentencia de Publilio Siro: Jacet omnis virtus, fama nisi late patet39 (véase P. Syri et aliorum sententiae. Ex rec. J. Gruteri. Misenae 1790, v. 280). Pero sígase retrocediendo por esa vía y con esas consideraciones hasta el comienzo de este siglo y véase en lo que antes pecaron irreflexivamente los schellingianos pero luego, con malicia mucho mayor, los hegelianos: ¡sobrepongámonos, hojeemos la nauseabunda inmundicia! Pues no se puede exigir a ningún hombre que la lea. Después, reflexiónese y calcúlese el inestimable tiempo, además de papel y dinero, que el público ha tenido que perder durante medio siglo con esas chapuzas. Desde luego, también es incomprensible la paciencia del público, que año tras año lee los continuos chismorreos de triviales filosofastros a pesar del torturador aburrimiento que en ello incuba como una densa niebla, precisamente porque uno lee y lee sin llegar a obtener un solo pensamiento, ya que el escritor, que no piensa él mismo nada claro ni definido, acumula palabras sobre palabras, frases sobre frases; y sin embargo no dice nada porque no tiene nada que decir, nada sabe, nada piensa, pero quiere hablar; y por eso elige sus palabras, no según expresen acertadamente sus pensamientos y conocimientos, sino según oculten más hábilmente su carencia de ellos. Sin embargo, escritos de esa clase son impresos, comprados y leídos: y así está ocurriendo ya durante medio siglo sin que los lectores se percaten de que, como se dice en español, «papan viento», es decir simplemente tragan aire.
No obstante, para ser justo he de mencionar que, a fin de mantener en marcha ese molino, con frecuencia se aplica además un recurso totalmente peculiar cuya invención ha de atribuirse a los señores Fichte y Schelling. Me refiero a la pícara argucia de escribir oscura, es decir, incomprensiblemente; con lo que la verdadera artimaña está en disponer su galimatías de tal modo que el lector tenga que creer que si no lo entiende es debido a él, mientras que el escritor sabe muy bien que se debe a él mismo, ya que no tiene nada verdaderamente comprensible, es decir, claramente pensado, que comunicar. Sin esa argucia los señores Fichte y Schelling no habrían podido poner en pie su pseudofama. Mas es sabido que nadie ha practicado la misma argucia tan descaradamente y en tan alto grado como Hegel. Si este, nada más comenzar, hubiera expuesto el absurdo pensamiento fundamental de su pseudofilosofía, a saber: el poner de cabeza el curso verdadero y natural de las cosas y así hacer de los conceptos universales —los cuales abstraemos de la intuición empírica y por tanto nacen de la supresión de determinaciones, luego son más vacíos cuanto más universales— lo primero, lo originario, lo verdaderamente real (la cosa en sí, en lenguaje kantiano), solo a resultas de lo cual tiene su existencia el mundo empírico real; si, como digo, ya desde el comienzo hubiera expuesto nítidamente, con palabras claras y comprensibles, ese monstruoso, esa desatinada ocurrencia, junto con la apostilla de que tales conceptos se piensan y se mueven a sí mismos sin nuestra intervención, entonces todos se habrían reído en su cara o se habrían encogido de hombros, y la bufonada no habría merecido ninguna atención. Pero entonces en vano habrían podido la venalidad y la bajeza tocar las trompetas para mentir al mundo proclamando lo más absurdo jamás acaecido como la suprema sabiduría, y comprometer para siempre al mundo erudito alemán con su Juicio. En cambio, bajo la envoltura del incomprensible galimatías la cosa iba bien, el disparate hacía fortuna:

[«Pues los necios admiran y aman sobre todo / Lo que disciernen oculto bajo palabras embrolladas», Lucrecio[4].]

Animados por tales ejemplos, casi todos los miserables chupatintas intentaron desde entonces escribir algo con afectada oscuridad, para que pareciera que ninguna palabra era capaz de expresar sus elevados o profundos pensamientos. En vez de esforzarse de todas las maneras por resultar claros a su lector, con frecuencia parecen gritarle bromeando: «¡Eh, no puedes adivinar lo que estoy pensando!». Si aquel, en lugar de responder «¡Por eso me voy a ir al diablo!» y tirar el libro se afana en vano con él, al final piensa que tiene que tratarse de algo sumamente atinado que incluso supera su comprensión, y arqueando las cejas llamará a su autor un profundo pensador. Una consecuencia de todo ese | esmerado método es, entre otras, que cuando en Inglaterra se quiere calificar algo como muy oscuro e incluso del todo incomprensible, se dice it is like German metaphysics43; más o menos como se dice en francés c’est clair comme la bouteille à l’encre. Resulta totalmente superfluo mencionar aquí, aunque puede que no se haya dicho con demasiada frecuencia, que, por el contrario, los buenos escritores siempre se empeñan celosamente en obligar a sus lectores a pensar exactamente lo que ellos mismos han pensado: pues quien tiene algo adecuado que comunicar cuidará de que no se pierda. Por eso el buen estilo se basa principalmente en que se tenga realmente algo que decir: esa simple insignificancia es lo que le falta a la mayoría de los escritores de nuestros días y se convierte en la culpable de sus deplorables exposiciones. Pero en especial el carácter genérico de los escritos filosóficos de este siglo reside en escribir sin tener en verdad nada que decir: es algo común a todos ellos y puede por tanto ser estudiado de igual modo en Salat, en Hegel, en Herbart o en Schleiermacher. Ahí, conforme al método homeopático, el débil mínimo de un pensamiento se diluye en cincuenta páginas de verborrea y, con una ilimitada confianza en la paciencia verdaderamente alemana del lector, se sigue chismorreando página tras página con toda tranquilidad. En vano la mente condenada a esa lectura espera pensamientos verdaderos, sólidos y sustanciales: se desvive, se desvive por algún pensamiento, como el viajero en el desierto de Arabia por el agua, — y tiene que desfallecer. Si, por el contrario, tomamos algún filósofo real de cualquier época o país, bien sea Platón o Aristóteles, Descartes o Hume, Malebranche o Locke, Spinoza o Kant, siempre encontramos un espíritu hermoso y fecundo, que posee conocimiento y lo produce, pero que en especial siempre se esfuerza honradamente por comunicarse; por eso en cada línea recompensa inmediatamente al lector receptivo el esfuerzo de la lectura. Lo que hace que los escritos de nuestros filosofastros sean tan sumamente pobres y por ello tan torturadoramente aburridos es en último término la pobreza de su espíritu pero, en primer lugar, esto: que su exposición se mueve continuamente en conceptos sumamente abstractos, universales y amplios, por lo que también la mayoría de las veces avanza entre expresiones indefinidas, oscilantes y lánguidas. Pero están obligados a marchar por el aire; porque tienen que guardarse de tocar la tierra, donde, al topar con lo real, definido, individual y claro, encontrarían peligrosos escollos en los que podría encallar su buque de palabras. Pues en vez de dirigir los sentidos y el entendimiento de manera fija y constante al mundo intuitivamente presente, que es lo propia y verdaderamente dado, lo que no está falseado ni expuesto en sí mismo al error, y a través de lo cual hemos penetrado en la esencia de las cosas, ellos no conocen sino las más elevadas abstracciones, tales como existencia, esencia, devenir, absoluto, infinito, etc.; de ellas parten y construyen sistemas cuyo contenido termina en meras palabras y que no son, pues, más que pompas de jabón con las que jugar un rato, pero que no pueden tocar el suelo de la realidad sin reventar.

 Si, con todo ello, la única desventaja que acarrean a las ciencias los intrusos e incapaces fuera que no les aportan nada, lo cual en las bellas artes es ya bastante, nos podríamos consolar y pasarlo por alto. Pero aquí producen daños positivos; en primer lugar, porque para mantener el prestigio de lo malo todos se alían en una liga natural contra lo bueno y se afanan con todas sus fuerzas en no tolerarlo. Pues no nos engañemos: en todas las épocas, en todo el orbe terrestre y en todas las circunstancias, existe una conjura, urdida por la naturaleza misma, de todas las cabezas mediocres, malas y estúpidas contra el espíritu y el entendimiento. Contra estos, todas ellas son aliadas fieles y numerosas. ¿O acaso somos tan ingenuos como para creer que solo aguardan la superioridad para reconocerla, honrarla y publicarla, y después verse ellos mismos reducidos a nada? — ¡Obediente criado! Antes bien, tantum quisque laudat, quantum se posse sperat imitari45. «¡Ignorantes y nada más que ignorantes debe haber en el mundo, a fin de que también nosotros seamos algo!» Ese es su verdadero lema; y el no tolerar a los capaces, un instinto tan natural en ellos como en el gato atrapar ratones. Recordemos aquí también el bello pasaje de Chamfort citado al final del tratado anterior. Pero sea manifestado de una vez el secreto público; sea traído a la luz el engendro, por extraño aspecto que tenga en ella: siempre y en todas partes, en toda situación y circunstancia, nada han odiado la limitación y la estupidez tan íntima y ferozmente como el entendimiento, el espíritu, el talento. Que en eso se mantienen siempre fieles lo muestran en todas las esferas, asuntos y relaciones, al empeñarse siempre en reprimirlos y hasta en erradicarlos y aniquilarlos con el fin de existir solo ellas. Ninguna bondad, ninguna indulgencia puede reconciliarlas con la superioridad de la fuerza de espíritu. Así es la cosa, no tiene remedio y así seguirá. ¡Y qué terrible mayoría tiene de su lado! Es un obstáculo principal para el progreso de la humanidad en todos los aspectos. ¿Mas cómo pueden, en tales circunstancias, ir las cosas en aquel ámbito donde ni siquiera basta, como en las demás ciencias, una buena cabeza unida a la aplicación y la constancia sino que se requieren unas disposiciones totalmente peculiares que incluso solo se dan a costa de la felicidad personal? Pues, verdaderamente, la más desinteresada rectitud de intención, el afán irresistible por descifrar la existencia, la seriedad de la meditación que se esfuerza por penetrar en lo más íntimo de los seres, y el auténtico entusiasmo por la verdad: esas son las condiciones primeras e indispensables para la aventurada empresa de acercarse de nuevo ante la antigua esfinge en un reiterado intento de resolver su eterno enigma, a riesgo de precipitarse, junto con tantos predecesores, en el tenebroso abismo del olvido.
Otra desventaja que conlleva en todas las ciencias la actividad de los intrusos es que edifica el templo del error, en cuya posterior demolición tienen que trabajar a veces durante toda su vida buenas cabezas y ánimos honrados. ¡Y ello incluso en la filosofía, en el saber más general, importante y difícil! Si queremos pruebas especiales de esto, traigamos ante nuestros ojos el monstruoso  ejemplo del hegelianismo, aquella petulante pseudosabiduría que, en lugar del pensamiento y la investigación propios, reflexivos y honrados, ha establecido como método filosófico el automovimiento dialéctico de los conceptos, es decir, un autómata de pensamientos objetivo que da sus brincos por su cuenta libremente en el aire, o en el empíreo, y cuyas huellas, rastros o marcas fósiles serían los escritos de Hegel y los hegelianos; aunque estos no son más bien sino algo ideado bajo frentes muy planas y cascarudas, y que, lejos de ser absolutamente objetivo, es sumamente subjetivo y además inventado por sujetos muy mediocres. Según ello, considérese la altura y duración de esa torre de Babel y evalúense los incalculables daños que tal filosofía del absoluto sinsentido, impuesta a la juventud estudiosa con medios externos y extraños, ha tenido que acarrear a la generación que creció con ella y así a toda la época. ¿No se han trastornado y echado a perder radicalmente innumerables mentes de la presente generación de eruditos por esa causa? ¿No introducen opiniones corruptas y allá donde se esperan pensamientos dejan oír frases huecas, palabrerías que nada dicen, repugnante jerga hegeliana? ¿No se les ha trastornado toda la visión de la vida, y el modo de pensar más trivial, filisteo y hasta vil ha sustituido en ellos los nobles y elevados pensamientos que todavía animaban a sus antepasados inmediatos? En una palabra: ¿los jóvenes que han madurado en la incubadora del hegelianismo no quedan, al ser hombres castrados en el espíritu, incapacitados para pensar y llenos de la más ridícula presunción? En efecto: conformados en el espíritu como lo fueron en el cuerpo ciertos herederos del trono, a los que antiguamente se intentaba con vicios o fármacos incapacitar para el gobierno o la continuación de su linaje; debilitados espiritualmente, privados del uso correcto de la razón; un objeto de compasión, un tema permanente de las lágrimas paternas. — Pero óigase desde el otro lado qué escandalosos juicios sobre la filosofía misma y, en general, qué reproches infundados se divulgan contra ella. Investigando más de cerca se descubre entonces que esos timadores no entienden por filosofía más que la trivial y plenamente intencionada excrecencia de aquel miserable charlatán y su eco en las huecas cabezas de sus insulsos admiradores: ¡eso piensan realmente ellos que es filosofía! No conocen ninguna otra. Ciertamente, casi todos los jóvenes contemporáneos están tan infectados de hegelianismo como de sífilis; y así como este mal envenena todos los humores, aquel ha echado a perder todas sus capacidades espirituales; de ahí que hoy en día los eruditos más jóvenes sean en su mayoría incapaces de ningún pensamiento sano ni de ninguna expresión natural. En sus cabezas no existe un solo concepto de nada, no ya correcto, sino ni siquiera claro y definido: la confusa y vacía verborrea ha disuelto y confundido su capacidad de pensar. A eso se añade que el mal del hegelianismo no es menos difícil de expulsar que la enfermedad con que lo acabo de comparar, una vez que ha penetrado in succum et sanguinem [En el jugo y en la sangre.] En cambio, asentarlo y difundirlo en el mundo fue bastante fácil, ya que la comprensión es vencida con bastante prontitud cuando contra ella se hace marchar la intención, es decir, cuando se emplean medios y vías materiales para difundir opiniones y constatar juicios. La ingenua juventud llega a la universidad llena de pueril confianza y mira con veneración a los supuestos poseedores de todo el saber y al presunto indagador de nuestra existencia, al hombre cuya fama oye pregonar con entusiasmo a miles de bocas y cuyas clases ve escuchar a hombres de Estado de edad avanzada. Así pues, se dirige allí dispuesta a aprender, a creer y a venerar. Entonces, cuando bajo el nombre de filosofía se le presenta una mezcolanza de pensamientos totalmente invertidos, una doctrina de la identidad del ser y la nada, una combinación de palabras con las que a una mente sana se le acaba todo pensar, una palabrería que recuerda al manicomio, y además ataviada con rasgos de crasa ignorancia y una falta de entendimiento colosal como la de Hegel en su compendio para los estudiantes, según he demostrado de forma irrefutable e irrefutada en el prólogo de mi ética, a fin de restregarle en la nariz a la Academia Danesa, esa felizmente inoculada panegirista de los chapuceros y patrona de los charlatanes filosóficos, su summus philosophus: — entonces los jóvenes, carentes de malicia y de juicio, venerarán también tales pamplinas, pensarán que la filosofía ha de consistir precisamente en ese abracadabra y se marcharán con una mente paralizada para la que en adelante simples palabras valdrán por pensamientos; así que quedarán incapaces para siempre de producir pensamientos reales, es decir, castrados en el espíritu.
De ahí resulta, pues, una generación de mentes impotentes, confusas, pero sumamente pretenciosas, rebosantes de intención, pobres en comprensión, como la que ahora tenemos ante nosotros. Esa es la historia espiritual de miles de hombres cuya juventud y más hermosa fuerza ha sido infestada por aquella pseudosabiduría, cuando también ellos deberían haber participado del beneficio que la naturaleza preparó para muchas generaciones cuando logró una mente como Kant. Con la filosofía real, ejercida solamente por sí misma y sin ningún apoyo más que el de sus argumentos, semejante abuso nunca podría haberse practicado, sino solo con la filosofía de la universidad, que es ya de suyo un medio del Estado; por eso vemos también que en todas las épocas el Estado se ha inmiscuido y ha tomado partido en las disputas filosóficas de las universidades, bien se trate de realistas y nominalistas, de aristotélicos y ramistas, de cartesianos y aristotélicos, de Christian Wolff, Kant, Fichte, Hegel, o cualesquiera otros. Entre los perjuicios que ha acarreado la filosofía de la universidad a la real y tomada en serio se encuentra de manera especial la supresión de la filosofía kantiana por causa de las fanfarronadas de los tres pregonados sofistas. En efecto, primero Fichte y luego Schelling —aunque ninguno de los dos carecía de talento—, pero finalmente el burdo y repulsivo charlatán Hegel, ese hombre pernicioso que ha desorganizado y echado a perder completamente la mente de toda una generación, fueron proclamados como los hombres que habían desarrollado la filosofía de Kant, la habían transcendido y así, colocándose sobre sus hombros, habían alcanzado un grado incomparablemente superior de conocimiento y comprensión desde el cual miraban casi con compasión la fatigosa preparación kantiana de su magnificencia: solo ellos eran, pues, los verdaderos grandes filósofos. ¿Es de asombrar que los jóvenes —sin juicio propio y sin aquella desconfianza hacia los profesores, con frecuencia tan provechosa, que solo la mente excepcional, es decir, dotada de juicio y por lo tanto también sensible a él, lleva ya consigo a la universidad— creyeran justamente lo que oían y, por consiguiente, opinaran que no se podía perder mucho tiempo con los pesados preparativos de la nueva alta sabiduría, es decir, con el viejo y espeso Kant, sino que a grandes pasos corrieran hacia el nuevo templo de la sabiduría en el que conforme a ello, entre el canto de alabanza de adeptos idiotizados, aquellos tres fanfarrones se sientan ahora sucesivamente en el altar? Pero, por desgracia, nada se puede aprender de aquellos tres ídolos de la filosofía universitaria: sus escritos son una pérdida de tiempo y hasta una pérdida de inteligencia, sobre todo, por supuesto, los hegelianos. La consecuencia de esa marcha de las cosas ha sido que poco a poco han ido muriendo los verdaderos conocedores de la filosofía kantiana; así que, para vergüenza de la época, esa, la más importante de todas las teorías filosóficas jamás formuladas, no ha podido continuar su existencia como algo vivo y conservado en las mentes, sino que solo está presente en la letra muerta, en las obras de su autor, a la espera de una generación más sabia o, más bien, no fascinada y mistificada. Por consiguiente, es en apenas unos pocos eruditos de mayor edad donde se encontrará aún una comprensión profunda de la filosofía kantiana. En cambio, los autores filosóficos de nuestros días han puesto en evidencia el más escandaloso desconocimiento de la misma, que en su forma más chocante aparece en sus exposiciones de esa teoría, pero también destaca claramente en otras ocasiones, tan pronto como se ponen a hablar de la filosofía kantiana y afectan saber algo de ella: entonces uno se indigna al ver que gente que vive de la filosofía no conoce verdadera y realmente la más importante teoría que se ha formulado desde hace dos mil años y que es casi contemporánea de ellos. La cosa llega hasta tal punto que citan erróneamente los títulos de los escritos kantianos y en ocasiones ponen en boca de Kant exactamente lo contrario de lo que él ha dicho, mutilan sus termini technici hasta el sinsentido y los emplean sin idea alguna de lo que él designa con ellos. Pues, desde luego, con una hojeada superficial de las obras kantianas como solo corresponde a tales chupatintas y negociantes filosóficos, que además | suponen tenerlo todo «tras de sí» hace tiempo, es imposible llegar a conocer la teoría de aquel profundo espíritu, y se trata además de una ridícula osadía; ya dijo Reinhold, el primer apóstol kantiano, que solo después de estudiar intensamente cinco veces la Crítica de la razón pura llegó a penetrar en su verdadero sentido. ¡Y con las exposiciones que esa gente ofrece cree a su vez un público cómodo y burlado poder apropiarse en el más breve tiempo y sin esfuerzo de la filosofía kantiana! Mas eso es absolutamente imposible. Sin un estudio propio, diligente y frecuentemente repetido de las principales obras kantianas, nunca se obtendrá un solo concepto de ese, el más importante fenómeno filosófico que jamás existió. Pues Kant es quizás la mente más original que produjo nunca la naturaleza. Pensar con él y a su manera es algo que no puede compararse con ninguna otra cosa: porque él poseyó un grado de claro discernimiento totalmente peculiar, como nunca le ha caído en suerte a ningún otro mortal. Se consigue disfrutar con él cuando, iniciado con un estudio aplicado y serio, se llega al punto en que, al leer los profundos capítulos de la Crítica de la razón pura y entregarse totalmente al tema, se piensa realmente con la mente de Kant, con lo que uno queda elevado por encima de sí mismo. Así, por ejemplo, cuando se vuelven a repasar los «Principios del entendimiento puro», sobre todo cuando se examinan las «Analogías de la experiencia» y se penetra en los profundos pensamientos de la unidad sintética de la apercepción. Entonces, de una manera asombrosa, uno se siente arrebatado y extrañado de toda la onírica existencia en la que estamos sumidos, al tener en sus manos los primitivos elementos de ésta, cada uno por sí mismo; y ve cómo el tiempo, el espacio y la causalidad, vinculados por la unidad sintética de apercepción de todos los fenómenos, hace posible ese complejo empírico de la totalidad y su desarrollo, en el cual consiste nuestro mundo, condicionado en tan gran medida por el intelecto y, precisamente por ello, mero fenómeno. La unidad sintética de la apercepción es, en efecto, aquella conexión del mundo como totalidad, que se basa en las leyes de nuestro intelecto y es por ello inviolable. | En la exposición de la misma Kant demuestra las originarias leyes fundamentales del mundo allá donde confluyen con las de nuestro intelecto, y nos las presenta ensartadas en un solo hilo. Esta forma de consideración que es exclusiva de Kant puede ser descrita como la mirada más distante que jamás se ha lanzado sobre el mundo y como el grado máximo de objetividad. Seguirla nos brinda un placer espiritual quizás no igualado por ningún otro. Pues es de clase superior a la que ofrecen los poetas, que, ciertamente, son asequibles a todos, mientras que el placer aquí descrito ha de estar precedido de fatiga y esfuerzo. ¿Mas qué saben de él nuestros actuales filósofos profesionales? Verdaderamente nada. Hace poco leí una diatriba psicológica de uno de ellos49 en la que se hablaba mucho de la «apercepción sintética» (sic) kantiana: pues a ellos les gusta demasiado emplear las expresiones técnicas kantianas, aun cuando, como aquí, estén cogidas a medias y resulten de este modo carentes de sentido. ¡Y este pensaba que con esa expresión había que entender la atención aguzada! Esta y otras baratijas constituyen el tema favorito de su filosofía de parvulario. De hecho, los señores no tienen tiempo, ni ganas, ni inclinación a estudiar a Kant: — les resulta tan indiferente como yo. A su gusto refinado le es más apropiada otra gente distinta. En concreto, lo que han dicho el sagaz Herbart y el gran Schleiermacher, o «Hegel mismo», eso es materia para su meditación y les resulta adecuado. Además, con mucho gusto ven caído en el olvido al «omnidestructor Kant» y se apresuran a convertirlo en un fenómeno histórico muerto, en un cadáver, en una momia a la que luego pueden mirar sin miedo a la cara. Pues él, con el máximo celo, ha dado fin al teísmo judío en la filosofía; — lo cual ellos gustan de encubrir, disimular e ignorar; porque sin este no pueden vivir —quiero decir, comer y beber—. Tras semejante retroceso respecto del mayor progreso que nunca hiciera la filosofía, no puede sorprendernos que el supuesto filosofar de esta época haya caído en un procedimiento totalmente acrítico, una increíble rudeza oculta bajo frases grandilocuentes y un andar a tientas naturalista mucho peor que el que existió nunca antes de Kant. Así, por ejemplo, con la desvergüenza que proporciona la ruda ignorancia, se habla por todas partes y sin cumplidos de la libertad moral como cosa hecha y hasta inmediatamente cierta, así como de la existencia y esencia de Dios como cosas que van de suyo y del «alma» como de una persona de todos conocida; y hasta la expresión «ideas innatas», que desde tiempos de Locke se había tenido que esconder, se atreve a salir de nuevo. De esto forma parte también la burda desvergüenza con la que los hegelianos, en todos sus escritos, sin cumplidos ni introducción hablan largo y tendido del denominado «Espíritu», confiando en que su galimatías desconcierte demasiado como para que alguno, según sería justo, arremetiera contra el señor profesor con la pregunta: «¿Espíritu? ¿Quién es ese mozo? ¿Y de qué lo conocéis? ¿No es acaso una hipótesis arbitraria y cómoda que no definís una sola vez, por no hablar de deducirla o demostrarla? ¿Creéis que tenéis ante vosotros un público de viejas?». —
Ese sería el lenguaje apropiado frente a tales filosofastros. Como carácter divertido del filosofar de esos negociantes he señalado ya antes, con ocasión de la «apercepción sintética», que aunque ellos no utilizan la filosofía kantiana por resultarles muy incómoda y demasiado seria, y además tampoco son capaces de entenderla bien, sin embargo les gusta alardear con expresiones de aquella para dar a su parloteo un aire científico, al igual que los niños juegan con el sombrero, el bastón y la espada de papá. Así hacen, por ejemplo, los hegelianos con la palabra «categorías», con la que designan toda clase de amplios conceptos generales, sin preocuparse de Aristóteles ni de Kant, con una feliz inocencia. Además, en la filosofía kantiana se habla insistentemente del uso y validez inmanente y transcendente de nuestros conocimientos: meterse en tales distinciones peligrosas no sería, desde luego, conveniente para nuestros filósofos de broma. Pero las expresiones sí que les habían gustado, ya que sonaban muy doctas. Y entonces las emplean de modo que, puesto que su filosofía siempre tiene por objeto principal al buen Dios, que por ello aparece siempre como un antiguo conocido que no necesita presentación, disputan acerca de si se oculta en el mundo o queda fuera de él, es decir, si se mantiene en un espacio donde no hay ningún mundo: en el primer caso le ponen el título de inmanente, en el otro, de transcendente; actúan, naturalmente, de forma sumamente seria y docta, además hablan la jerga de Hegel, y resulta una broma de lo más graciosa; — broma que a nosotros, los más viejos, nos recuerda al grabado en el almanaque satírico de Falk, que representa a Kant conduciendo un globo aerostático hacia el cielo y arrojando toda su ropa, junto con el sombrero y la peluca, a la tierra, donde unos monos la recogen y se adornan con ellas. Es indudable que la supresión de la seria, profunda y honrada filosofía de Kant por medio de las fanfarronadas de simples sofistas guiados por fines personales ha tenido el más perjudicial influjo en la formación de la época. En especial, el elogio de una mente tan falta de valor y hasta perniciosa como la de Hegel como el primer filósofo de este y de todos los tiempos es con seguridad la causa de toda la degradación de la filosofía y, como consecuencia, de la decadencia de la alta literatura en general que se ha producido durante los últimos treinta años. ¡Ay de la época en la que la arrogancia y el sinsentido han expulsado a la comprensión y el entendimiento de la filosofía! Pues los frutos toman el sabor del terreno en que han crecido. Lo que se elogia en voz alta, públicamente y por todas partes, eso se lee y constituye así el alimento espiritual de la generación que se está formando: mas esa alimentación tiene el más decisivo influjo en sus jugos y después en sus frutos. De ahí que la filosofía dominante en una época determine su espíritu. Así pues, si ahora predomina la filosofía del absoluto sinsentido, si los absurdos tomados del aire y formulados en un parloteo de manicomio pasan por grandes pensamientos; — ahora, tras esa siembra, nace la limpia generación sin espíritu, sin amor a la verdad, sin honradez, sin gusto, sin impulso hacia algo noble, hacia algo que transcienda los intereses materiales, entre los que se cuentan también los políticos; — una generación como la que vemos ante nosotros. Así se puede explicar cómo a la época en que Kant filosofaba, Goethe hacía poesía y Mozart componía, ha podido seguir la actual, la de los poetas políticos, los filósofos aún más políticos, los literatos hambrientos que se ganan la vida con el fraude y la mentira de la literatura, y los emborronadores de todas clases que echan a perder intencionadamente el lenguaje. — Se denomina, con una de las palabras acuñadas por ella misma, tan característica como eufónica, «actualidad»: y bien que actualidad, es decir, que solo se piensa en el ahora y nadie se atreve a lanzar una mirada hacia el tiempo que vendrá y juzgará. Desearía poder mostrar esa «actualidad» en un espejo mágico tal y como aparecerá a los ojos de la posteridad. Entretanto, ella llama a aquella generación que acabo de elogiar «la época de las pelucas». Pero bajo aquellas pelucas había cabezas; ahora, en cambio, con el tallo parece haber desaparecido también el fruto.

Por consiguiente, los partidarios de Hegel tienen toda la razón cuando afirman que la influencia de su maestro sobre sus contemporáneos ha sido inmensa. Haber paralizado completamente en el espíritu a toda una generación de eruditos, haberla incapacitado para todo pensar y llevado hasta el punto de que ya no sabe lo que es pensar sino que considera como pensamiento filosófico el más petulante y a la vez trivial juego de palabras y conceptos, o bien la más atolondrada palabrería sobre los temas habituales de la filosofía, con afirmaciones tomadas del aire o con principios totalmente carentes de sentido o consistentes en contradicciones: — esa ha sido la famosa influencia de Hegel. Compárense simplemente los manuales de los hegelianos tal y como se atreven a aparecer aún hoy en día, con los de una época desdeñada, pero en especial contemplada con un infinito desprecio por ellos y por todos los filósofos postkantianos: el llamado periodo ecléctico, justo antes de Kant; entonces se encontrará que los últimos siguen siendo a aquellos lo que el oro, no ya al cobre, sino al estiércol. Pues en aquellos libros de Feder y Platner, entre otros, se encuentra un rico acopio de pensamientos reales y en parte verdaderos y hasta valiosos, y de acertadas observaciones; como también un ventilar honradamente los problemas filosóficos, un estímulo a la reflexión propia, una guía para el filosofar, pero sobre todo un íntegro proceder. | En cambio, en vano se busca algún pensamiento real en un producto así de la escuela hegeliana —no contiene ninguno—, o algún indicio de una seria y sincera reflexión — eso no viene al caso: nada se encuentra más que atrevidas agrupaciones de palabras que deben aparentar tener un sentido y hasta un sentido profundo, pero que con un par de pruebas se ponen en evidencia como retóricas y edificios de palabras huecos, carentes por completo de sentido y de pensamiento, con los que el escritor no pretende en modo alguno instruir a su lector sino simplemente engañarle, a fin de que crea tener ante sí un pensador, cuando lo que tiene es un hombre que no sabe en absoluto lo que es pensar, un pobre diablo carente de toda inteligencia y además sin conocimientos. Este es el resultado de que, mientras otros sofistas, charlatanes y oscurantistas solo falsearon y arruinaron los conocimientos, Hegel haya arruinado incluso el órgano del conocimiento, el entendimiento mismo. Porque él, en efecto, obligaba a los inducidos a meter en sus cabezas, como conocimiento de la razón, un galimatías consistente en el más grosero sinsentido, un tejido de contradictiones in adjecto, unos disparates como de manicomio; y el cerebro de los pobres jóvenes que leían con crédula abnegación cosas tales e intentaban apropiarse de la más alta sabiduría resultó tan dislocado que han quedado para siempre incapaces de un pensamiento real. En consecuencia, todavía en nuestros días se les ve andar de acá para allá, hablar en la más repugnante jerga hegeliana, ensalzar al maestro y creer con total seriedad que frases como «la naturaleza es la Idea en su ser otro»50 dicen algo. Desorganizar de tal manera un cerebro joven y fresco es verdaderamente un pecado que no merece perdón ni indulgencia.
Este ha sido, pues, el famoso influjo de Hegel sobre sus contemporáneos y, por desgracia, se ha extendido y propagado de forma realmente amplia. Pues la consecuencia fue también aquí proporcional a la causa. — En efecto, así como lo peor que puede suceder a un Estado es que llegue a gobernar la clase más depravada, la hez de la sociedad, a la filosofía y todo lo que de ella depende, es decir, a todo el saber y la vida espiritual de la humanidad, no le puede ocurrir nada peor sino que una mente vulgar que simplemente se ha distinguido, de un lado, por su obsequiosidad y, de otro, | por su osadía escribiendo sinsentidos, es decir, Hegel, sea proclamado con un énfasis máximo y hasta inaudito como el máximo genio y como el hombre en el que la filosofía ha conseguido por fin y para siempre su objetivo largamente buscado. Pues la consecuencia de semejante alta traición a lo más noble de la humanidad es la que ahora experimenta la filosofía y, con ella la literatura, en general, en Alemania: la ignorancia hermanada con la desvergüenza en la cumbre, la camaradería en el lugar del mérito, el total enrevesamiento de todos los conceptos fundamentales, la completa desorientación y desorganización de la filosofía, mentes planas como reformadoras de la religión, audaz irrupción del materialismo y el bestialismo, desconocimiento de las lenguas antiguas y deterioro de la propia, debido a descerebrados recortes de las palabras y a infames recuentos de sílabas según el peculiar parecer de los ignorantes y estúpidos, etc. etc. — ¡Simplemente mirad a vuestro alrededor! Incluso como el síntoma más patente de la rudeza predominante, mirad su constante compañera: la larga barba, ese distintivo sexual en medio del rostro, que significa que se prefiere la masculinidad, que se tiene en común con los animales, a la humanidad, ya que se quiere ser ante todo un varón, mas, y solo después un hombre. En todas las épocas y países cultos, el cortarse la barba ha nacido del correcto sentimiento de lo contrario, en virtud del cual se quiere ser ante todo un hombre, por así decirlo, un hombre in abstracto, sin atender a las diferencias de sexo animales. En cambio, la barba larga [Bartlänge] ha ido siempre acompasada con la barbarie [Barbarei], a la que ya su nombre recuerda. Por eso las barbas estuvieron en boga en la Edad Media, ese milenio de la rudeza y la ignorancia, cuyo estilo de barba y arquitectura se esfuerzan por imitar nuestros nobles actuales51. La | consecuencia ulterior y secundaria de la traición a la filosofía de la que hablamos no puede faltar: el desprecio de la nación entre las vecinas y de la época en la posteridad. Pues «haces mal, espera otro tal», y nada se regala. Antes he hablado del poderoso influjo de la alimentación espiritual sobre la época. Este es debido a que tal alimentación determina tanto la materia como la forma del pensar. Por eso importa mucho lo que se encomia y, por tanto, se lee. Pues pensar con un espíritu verdaderamente grande fortalece el propio, le confiere un movimiento metódico, le proporciona un ímpetu correcto: actúa de forma análoga a la mano del maestro de escritura, que guía la del niño. En cambio, pensar con gente que, como Fichte, Schelling y Hegel, ha puesto sus miras en la simple apariencia, por lo tanto en engañar al lector, arruina la mente justo en la misma medida; y no menos el pensar con mentes extravagantes o con las que se han puesto el entendimiento al revés, de las que es un ejemplo Herbart. Pero en general, el simple leer escritos de mentes vulgares en disciplinas en las que no se trata de hechos o de su constatación, sino que la materia la constituyen únicamente los pensamientos propios, es un pernicioso derroche de tiempo y energía. Pues lo que semejante gente piensa lo puede pensar también cualquier otro: el que se hayan preparado formalmente para pensar y se hayan esforzado en ello no mejora en absoluto la cosa; pues eso no incrementa sus capacidades, y la mayoría de las veces cuando menos se piensa es cuando uno se ha preparado formalmente para pensar.
 A eso se añade además que su intelecto sigue fiel a su destino natural, el de trabajar al servicio de la voluntad, según es normal. Por eso su actividad y su pensamiento se basan siempre en una intención: siempre tienen fines y solo conocen por referencia a ellos, por tanto, solo lo que concuerda con ellos. La actividad desinteresada del intelecto, que es la condición de la pura objetividad y con ella de todos los grandes logros, les resulta eternamente ajena, es una fábula para sus corazones. Solo los fines tienen interés para ellos, solo los fines tienen realidad, porque en ellos sigue predominando el querer. De ahí que sea doblemente necio desperdiciar el tiempo con sus producciones. Mas lo que el público nunca conoce ni comprende, porque tiene buenas razones para no querer conocerlo, es la aristocracia de la naturaleza. Por eso aparta tan pronto a los pocos e infrecuentes a los que a lo largo de los siglos la naturaleza había concedido el alto oficio de reflexionar sobre ella o de exponer el espíritu de sus obras, para familiarizarse con las producciones de los más recientes chapuceros. Cuando alguna vez ha existido un héroe, enseguida le ha colocado al lado un ladrón como más o menos su igual. Cuando alguna vez la naturaleza, en una favorable disposición, ha hecho salir de sus manos el más infrecuente de sus productos, un espíritu con dotes realmente muy por encima de la medida usual; cuando el destino, con ánimo clemente, ha permitido su instrucción, y hasta finalmente sus obras han «vencido la resistencia del torpe mundo»52 y son reconocidas y recomendadas como modelo, — eso no dura mucho: entonces viene la gente arrastrando a un pobre hombre de su calaña para colocarlo junto a aquel en el altar, precisamente porque no comprenden, no tienen ni idea de lo aristocrática que es la naturaleza: lo es hasta el punto de que por cada trescientos millones de sus mercancías no sale ni siquiera un espíritu verdaderamente grande; por eso, a este se lo debe entonces llegar a conocer a fondo, considerar sus obras como una especie de revelación, leerlas incansablemente y desgastarlas diurna nocturnaque manu53; y, en cambio, abandonar todas aquellas mentes vulgares como lo que son: algo tan común y cotidiano como las moscas en la pared. En la filosofía el proceso antes descrito ha acontecido de la forma más desconsoladora: junto a Kant se nombra constantemente y | por todas partes, como a su igual, a Fichte: «Kant y Fichte» se ha convertido en frase de uso corriente. «¡Ved cómo nadamos las manzanas!»54, decía el... El mismo honor se le dispensa a Schelling y hasta — proh pudor!55— ¡al emborronador de sinsentidos y corruptor de mentes Hegel! La cumbre de ese Parnaso se abría, pues, cada vez más.— «¿Tenéis ojos? ¿Tenéis ojos?», le gustaría a uno gritar a semejante público, como Hamlet56 a su indigna madre. ¡Ah, no tienen! Siguen siendo los mismos los que siempre y en todas partes han dejado marchitarse el mérito auténtico para ofrecer su homenaje a imitadores y manieristas de toda especie. Así, se figuran que estudian filosofía cuando leen los engendros que en todas las ferias presentan mentes en cuya sorda conciencia los simples problemas de la filosofía suenan tan poco como las campanas en recipientes al vacío; mentes que incluso, en sentido estricto, no fueron creadas y dotadas por la naturaleza para nada más que, igual que las otras, ejercer en silencio un oficio honrado o cultivar el campo y cuidar del aumento del género humano, y sin embargo piensan que han de ser por oficio y obligación «bufones agitando sus cascabeles»57. Su constante entrometerse y meter las narices se asemeja al de los sordos que se mezclan en la conversación, por lo que no hace más que producir un ruido perturbador y desconcertante sobre quienes en todas las épocas aparecen de forma totalmente aislada y tienen por naturaleza la vocación y, por tanto el verdadero impulso, de dedicarse a la investigación de las verdades supremas; ello, cuando ese ruido no sofoca intencionadamente sus voces —como ocurre con gran frecuencia—, porque lo que ellos exponen no conviene a aquella gente, para la que no puede haber más seriedad que la de las intenciones y los fines materiales, y que, debido a su número considerable, pronto lanza un grito con el que nadie oye ya su propia voz. Hoy en día se han propuesto la tarea de enseñar, pese a la filosofía kantiana y la verdad, teología especulativa, psicología racional, la libertad de la voluntad y la total y absoluta diversidad del hombre y los animales, ignorando la progresiva gradación del intelecto en la serie animal; con lo cual solo actúan como remora de la honrada investigación de la verdad. Cuando habla un hombre como yo, hacen como si no oyeran. El ardid es bueno, aunque no nuevo. Pero quisiera ver alguna vez si no se puede sacar al tejón de su madriguera. Pero las universidades son claramente el centro de todo aquel juego que casa la intención con la filosofía. Solo por medio de ellas pudieron los logros de Kant, que sentaron época mundial en la filosofía, ser desbancados por las patrañas de un Fichte, que a su vez fueron pronto desbancadas por compañeros semejantes a él. Esto no habría podido ocurrir nunca ante un público verdaderamente filosófico, es decir, uno que busque solamente la filosofía por sí misma sin otra intención; esto es, ante ese público, extremadamente exiguo en todas las épocas, de mentes realmente pensantes y conmovidas seriamente por la enigmática condición de nuestra existencia. Solamente a través de las universidades, ante un público de estudiantes que aceptan crédulamente todo lo que el señor profesor tenga a bien decir, ha sido posible todo el escándalo filosófico de esos últimos cincuenta años. Aquí el error fundamental está en que las universidades se arrogan también en cuestiones filosóficas la última palabra y la voz cantante, lo cual compete a lo sumo a las tres facultades superiores, cada una en su ámbito. Sin embargo, se pasa por alto que en la filosofía, en cuanto ciencia que primero ha de ser buscada, las cosas son diferentes; como también que en la provisión de cátedras filosóficas no entran en cuestión, como en las otras, exclusivamente las capacidades sino aún más las convicciones de los candidatos. En consecuencia, el estudiante piensa que, así como el profesor de teología tiene a su cargo y domina la dogmática, el profesor de derecho, sus pandectas y el de medicina, su patología, también el profesor de metafísica, colocado en el puesto más elevado de todos, habría de tener a su cargo y dominar esta. Conforme a ello, él asiste a sus clases con confianza pueril; y puesto que encuentra allí un hombre que, con gesto de superioridad consciente, critica desde la altura a todos los filósofos que jamás existieron, no duda de que ha acertado con lo que buscaba y se graba en la mente toda la sabiduría que allí brota, de forma tan crédula como si estuviera ante el trípode de la Pitia58. Naturalmente, a partir de entonces no hay | para él más filosofía que la de su profesor. Los filósofos auténticos, los maestros de los siglos y hasta de los milenios, que en las estanterías esperan callados y graves a quienes los aprecien, los deja sin leer por anticuados y rebatidos: él los tiene, igual que su profesor, «tras sí». En cambio, se compra los hijos espirituales de su profesor que aparecen en cada feria, cuyas repetidas ediciones solo se pueden explicar en virtud de esa marcha del asunto. Pues, por lo regular, tras los años de universidad todos conservan un crédulo apego a su profesor, cuya orientación intelectual asumieron tempranamente y con cuyo estilo se han familiarizado. De esa forma logran tales engendros filosóficos una difusión en otro caso imposible, y sus autores, una lucrativa celebridad. ¿Cómo si no habría podido suceder que, por ejemplo, un complejo de absurdos como la Introducción a la filosofía de Herbart llegara a las cinco ediciones? Por eso sigue apareciendo por escrito la necia arrogancia con la que (p. ej., pp. 235 y 235 de la cuarta edición) ese decidido extravagante mira distinguidamente a Kant desde lo alto y le reprende con benevolencia. — Consideraciones de este tipo y, en particular, la mirada a todo el ejercicio de la filosofía en las universidades desde la pérdida de Kant, me confirman cada vez más en la opinión de que, si debe haber en absoluto alguna filosofía, es decir, si le debe ser dado al espíritu humano poder dedicar sus más altas y nobles energías al que es sin comparación el más importante de todos los problemas, ello solo podrá resultar bien cuando la filosofía quede libre de toda influencia del Estado; y que, en consecuencia, este hace ya algo grande por ella y le demuestra suficientemente su humanidad y su nobleza cuando no la persigue sino que le deja libertad de acción y le permite existir como un arte libre que, además, tiene que ser su propia recompensa; a cambio, él se puede considerar dispensado del gasto en profesores de filosofía; porque la gente que quiere vivir de la filosofía raramente será la que en verdad viva para ella, y a veces puede incluso ser la que maquina ocultamente contra ella.
 Las cátedras públicas solo convienen a las ciencias ya establecidas y realmente existentes, que por esa razón solo se necesita haber aprendido para poderlas enseñar y que en su conjunto solo se han de trasmitir, como lo indica el tradere59 habitual en el tablón de anuncios; sin embargo, las mentes competentes pueden muy bien enriquecerlas, corregirlas y completarlas. Mas una ciencia que todavía no existe, que aún no ha alcanzado su fin y ni siquiera conoce con seguridad su camino, y cuya posibilidad incluso se sigue discutiendo: hacer que esa ciencia sea enseñada por profesores es verdaderamente absurdo. La consecuencia natural de esto es que cada uno de ellos cree que su oficio es crear esa ciencia que todavía falta, sin darse cuenta de que tal oficio solo lo puede otorgar la naturaleza y no el Ministerio de la enseñanza pública. Por eso lo intenta lo mejor que puede, pronto trae al mundo su engendro y lo hace pasar por la sabiduría largamente ansiada, en lo que ciertamente no le faltará un solícito colega que haga de padrino en su bautizo. Luego, los señores, dado que viven de la filosofía, se vuelven tan atrevidos como para llamarse a sí mismos filósofos y, según ello, piensan que les corresponde la voz cantante y la decisión en las cuestiones de la filosofía; y al final su osadía llega al punto de anunciar congresos de filósofos (una contradictio in adjecto, ya que los filósofos rara vez existen en el mundo en dual y casi nunca en plural al mismo tiempo) y reunirse en grupos para deliberar sobre el bien de la filosofía60. No obstante, tales filósofos universitarios se afanarán ante todo por dar a la filosofía aquella orientación que sea conforme a los fines que les preocupan o, más bien, que se les proponen; y para ello, en caso necesario, se esforzarán incluso por | modelar y tergiversar, de ser preciso incluso falsear, las teorías de los auténticos filósofos anteriores, con el único fin de que resulte lo que ellos necesitan. Y puesto que el público es tan pueril que siempre se aferra a lo más nuevo, pero sus escritos llevan el título de filosofía, la consecuencia es que, a causa de lo banal, o lo equivocado, o lo absurdo de los mismos, o al menos debido a lo torturadoramente aburridos que son, mentes capaces que experimentan inclinación a la filosofía son de nuevo espantadas por ella, con lo que ella misma cae paulatinamente en descrédito, como ya ocurre. Pero no solo están las cosas mal con las creaciones originales de los señores, sino que el periodo transcurrido desde Kant demuestra también que ni siquiera están en condiciones de retener y conservar lo que grandes cabezas han logrado, ha sido reconocido como tal y, en consecuencia, entregado a su custodia. ¿No han permitido que Fichte y Schelling jugasen con la filosofía kantiana? ¿No siguen nombrando continuamente y de la forma más escandalosa y denigrante al fanfarrón Fichte junto a Kant, como más o menos su igual? ¿No aparecieron, después de que los dos filosofastros mencionados hubieron desbancado y dado por anticuada la doctrina kantiana, las más desenfrenadas fantasías en el lugar del estricto control de toda metafísica establecido por Kant? Y ellos ¿no han participado por un lado en ellas y, por otro, se han abstenido de enfrentarse a ellas con la Crítica de la razón en la mano? Porque ellos, en efecto, consideraron más prudente aprovechar la laxa observancia que se había producido, bien para sacar al mercado las cosillas ideadas por ellos mismos, por ejemplo, las bufonadas de Herbart o el cotorreo de viejas de Fries y, en general, cada uno su propia manía, o también para poder introducir doctrinas de la religión nacional como resultados filosóficos. ¿No ha abierto todo eso el camino a la más escandalosa charlatanería filosófica de la que jamás tuvo que avergonzarse el mundo, a la actividad de Hegel y sus miserables compañeros? Incluso aquellos que se opusieron al abuso ¿no han hablado siempre entre profundas reverencias del gran genio y el poderoso espíritu de aquel charlatán y emborronador de sinsentidos, demostrando así que son imbéciles? ¿No hay que exceptuar ahí (dicho sea como tributo a la verdad) únicamente a Krug y Fries que, oponiéndose directamente al arruinacabezas, solo le han demostrado la indulgencia | que todo profesor de filosofía practica inamoviblemente con los demás? El alboroto y el griterío que los filósofos universitarios alemanes han formado en la admiración de aquellos tres sofistas ¿no ha despertado también en Inglaterra y Francia la atención generalizada que, sin embargo, tras investigar el asunto más de cerca, terminó en carcajada? — Pero en especial ellos se muestran como desleales vigilantes y guardianes de las verdades conquistadas con dificultad a lo largo de los siglos y finalmente confiadas a su custodia, tan pronto como estas son de tal clase que no les convienen, es decir, no concuerdan con los resultados de una teología trivial, racionalista, optimista y en realidad simplemente judía, que es el punto final, decidido calladamente antemano, de todo su filosofar y de sus sublimes expresiones. Así pues, tales teorías, que la filosofía tomada en serio no ha dado a luz sin gran esfuerzo, intentarán inutilizarlas, encubrirlas, tergiversarlas y reducirlas a lo que encaje en su plan de estudios y en su mencionada filosofía de rueca. Un indignante ejemplo de esa clase lo ofrece la teoría de la libertad de la voluntad. Después de que fuera demostrada irrefutablemente la estricta necesidad de todos los actos de voluntad humanos gracias a los esfuerzos unidos y sucesivos de grandes mentes como Hobbes, Spinoza, Priestley y Hume, y cuando también Kant había tomado el asunto por definitivamente resuelto61, ellos aparecen de repente como si nada hubiera ocurrido, cuentan con la ignorancia de su público, y en el nombre de Dios, aún hoy en día, toman en casi todos sus manuales la libertad de la voluntad como cosa hecha y hasta inmediatamente cierta. ¿Cómo merece ser llamado tal proceder? Si una doctrina fundamentada tan sólidamente como las demás por todos aquellos filósofos que acabo de mencionar es sin embargo encubierta o negada por ellos, para en su lugar cargar a los estudiantes con el rotundo absurdo de la libertad de la voluntad porque es una pieza necesaria de su filosofía de rueca, | ¿no son los señores verdaderamente enemigos de la filosofía? Y dado que (pues conditio optima est ultimi62, Sen. Ep. 79) la doctrina de la estricta necesidad de todos los actos de voluntad nunca ha sido expuesta de forma tan profunda, clara, coherente y completa como en mi escrito de concurso, rectamente premiado por la Sociedad Danesa de las Ciencias, de acuerdo con su alta política de tratarme siempre con resistencia pasiva, ese escrito no se encuentra citado en sus libros ni en sus periódicos eruditos ni en sus revistas literarias: ha sido guardado en el más estricto secreto y considerado comme non avenue63, al igual que todo lo que no conviene a su miseria, como mi ética en general y, de hecho, toda mi obra. Mi filosofía no interesa a los señores: mas eso se debe a que no les interesa la indagación de la verdad. Lo que, en cambio, les interesa son sus sueldos, los luises de oro de sus honorarios y sus títulos de consejeros de corte. Ciertamente, también les interesa la filosofía, por cuanto reciben el pan de ella: en esa medida les interesa. Son lo que ya Giordano Bruno caracteriza como sordidi e mercenarii ingegni, che, poco o niente solleciti circa la verità, si contentano saper, secondo che comunmente è stimato il sapere, amici poco di vera sapienza, bramosi di fama e reputazion di quella, vaghi d’ apparire, poco curiosi d’ essere64 (véase Opere de Giordano Bruno publ. Da A. Wagner. Lips. 1830, vol. II, p. 83).
¿Qué les ha de importar, pues, mi escrito de concurso Sobre la libertad de la voluntad, aunque fuera premiado por diez academias? En cambio, han dado importancia y recomendado lo que las mentes banales de su cuadrilla han disparatado sobre el tema desde entonces. ¿Necesito calificar semejante conducta? ¿Es esa la gente que representa la filosofía, los derechos de la razón, la libertad de pensamiento? — Otro ejemplo de esa especie lo ofrece la teología especulativa. Después de que Kant le ha privado de todas las demostraciones que constituían sus apoyos, demoliéndola así radicalmente, ello no retiene en modo alguno a mis señores de la filosofía lucrativa de hacer pasar, aún sesenta años después, la teología especulativa por el objeto verdadero y esencial de la filosofía; y, puesto que | no se atreven a retomar aquellas pruebas demolidas, ahora hablan sin reparo continuamente del Absoluto, palabra esta que no es más que un entimema, un silogismo con premisas no explícitas, que tiene como fin el cobarde enmascaramiento y la pérfida subrepción del argumento cosmológico, que desde Kant no ha podido dejarse ver en su forma propia y por eso tiene que introducirse con ese disfraz. Como si hubiera tenido el presentimiento de esa treta, dice Kant expresamente: «En todas las épocas los hombres han hablado del ser absolutamente necesario y no se han molestado tanto por entender si y cómo una cosa de esa especie puede siquiera ser pensada, como por demostrar su existencia. — — Pues suprimir por medio de la palabra incondicionado todas las condiciones que siempre necesita el entendimiento para considerar algo como necesario, no me permite ni con mucho comprender si con el concepto de un necesario incondicionado todavía pienso algo, o quizás absolutamente nada» (Crítica de la razón pura, 1.ª ed., p. 592; 5.ª ed., p. 620).
Recuerdo aquí de nuevo mi teoría de que ser necesario no significa en absoluto otra cosa más que seguirse de una razón existente y dada: tal razón es, pues, justamente la condición de toda necesidad: por consiguiente, el necesario incondicionado es una contradictio in adjecto, esto es, no un pensamiento sino una palabra hueca — desde luego, un material utilizado con frecuencia en el edificio de la filosofía de los profesores. Con esto se relaciona el que, a pesar de la gran teoría fundamental de Locke sobre la inexistencia de ideas innatas, que hizo época, y de todos los progresos que desde entonces y sobre su base se hicieron en filosofía, en particular por parte de Kant, los señores de la fðilosofðía misjðofðóroV65, sin ningún cumplido, embaucan a sus estudiantes con una «conciencia de Dios», un conocimiento o percepción inmediatos de objetos metafísicos. De nada sirve que Kant, haciendo ostentación de la sagacidad y profundidad más infrecuentes, haya demostrado que la razón teórica nunca puede alcanzar objetos que transcienden la posibilidad de toda experiencia: los señores no hacen caso de algo así sino que sin cumplidos | enseñan desde hace cincuenta años que la razón tiene conocimientos absolutos totalmente inmediatos y es en realidad una facultad originalmente constituida para la metafísica; y que, más allá de toda posibilidad de la experiencia, conoce inmediatamente y concibe con seguridad lo denominado suprasensible, el Absoluto, el buen Dios y todas las demás cosas por el estilo. Pero que nuestra razón sea una facultad que conoce los buscados objetos de la metafísica, no a través de razonamientos sino de forma inmediata, es a todas luces una fábula o, dicho a las claras, una mentira palpable; porque solo hace falta un honrado autoexamen, por lo demás nada difícil, para convencerse de lo infundado de tal alegación: en caso contrario, las cosas tendrían que ser totalmente diferentes con la metafísica. Mas el que tal mentira, radicalmente funesta para la filosofía y carente de toda base que no sea la confusión y los taimados propósitos de sus difusores, se haya convertido desde hace medio siglo en el permanente dogma de cátedra repetido miles de veces, y el que a pesar de los testimonios de los más grandes pensadores se embauque con ella a la juventud estudiante, figura entre los peores frutos de la filosofía universitaria.
Conforme a tales preparativos, entre los filósofos de cátedra el tema propio y esencial de la metafísica está en explicar la relación de Dios con el mundo: las más extensas discusiones al respecto llenan sus manuales. Se creen que se les contrata y se les paga ante todo para poner en claro ese punto; y es divertido ver lo presumidos y doctos que se ponen al hablar del Absoluto o de Dios, adoptando un aire de total seriedad, como si realmente supieran algo del tema: recuerdan la seriedad con la que los niños practican sus juegos. En cada feria aparece una nueva metafísica consistente en un amplio informe sobre el buen Dios, y que discute cómo le va y cómo ha llegado a hacer el mundo, o a engendrarlo o a producirlo de cualquier otro modo, de modo que parece que reciben semestralmente las últimas noticias sobre él. Pero algunos caen en un cierto atolladero cuyo efecto resulta altamente cómico. En efecto, han de enseñar un Dios como es debido, personal, como el que aparece en el Antiguo Testamento: eso lo saben. Pero, por otro lado, desde hace unos cuarenta años el panteísmo spinoziano, según el cual la palabra «Dios» es sinónimo de «mundo», es una moda predominante entre los doctos e incluso entre los simplemente instruidos: tampoco ellos quieren renunciar del todo a eso; pero no pueden alargar la mano hacia esa llave prohibida. Entonces intentan ayudarse con su medio habitual: frases oscuras, enrevesadas y confusas, y palabrería hueca, andándose con rodeos de forma lastimosa: entonces se ve cómo algunos aseguran sin pausa que Dios es total, infinita y enormemente, muy enormemente distinto del mundo, pero al mismo tiempo completamente vinculado y uno con él, e incluso está metido en él hasta las orejas; con lo que siempre me recuerdan al tejedor Bottom en El sueño de la noche de San Juan66, que promete rugir como un terrible león, pero al mismo tiempo con tanta dulzura como solo un ruiseñor puede cantar.
En la exposición caen en el más extraño atolladero: afirman, en efecto, que fuera del mundo no hay lugar para Dios: pero luego puede que no lo necesiten tampoco dentro, enrocan con él aquí y allá, hasta que se sientan con él entre dos sillas67. En cambio, la Crítica de la razón pura, con sus demostraciones a priori de la imposibilidad de todo conocimiento sobre Dios, es para ellos una sandez por la que no se dejan engañar: ellos saben para qué están ahí. Objetarles que no se puede concebir nada menos filosófico que seguir hablando de algo de cuya existencia es notorio que no se puede tener un conocimiento ni de su esencia un concepto, es una objeción impertinente: ellos saben para qué están ahí. — Es sabido que yo soy para ellos alguien que está muy por debajo de su atención y cuidado, | y, al hacer caso omiso de mis obras, han creído poner de manifiesto lo que soy (si bien precisamente con ello han puesto de manifiesto lo que son ellos): por eso será hablar al aire, como lo es todo lo que he expuesto desde hace treinta y cinco años, el que les diga que Kant no bromeaba, que realmente, y con la máxima seriedad, la filosofía no es teología ni puede serlo nunca; que, antes bien, es otra cosa totalmente distinta de aquella. Y así como es sabido que cualquier otra ciencia se corrompe cuando se entromete la teología, lo mismo ocurre con la filosofía y, por cierto, más que en ninguna; así lo atestigua su historia: que eso vale incluso de la moral lo he expuesto claramente en mi tratado sobre el fundamento de la misma; por eso los señores han guardado el más absoluto silencio también acerca de este, fieles a su táctica de la resistencia pasiva. La teología, en efecto, cubre con su velo todos los problemas de la filosofía, haciendo así imposible, no solo la solución, sino incluso la comprensión de los mismos. Así pues, según se dijo, la Crítica de la razón pura ha sido con todo rigor la carta de despido de la hasta ahora ancilla theologiae, en la que de una vez por todas ha renunciado al servicio de su severa ama. Desde entonces esta se ha contentado con un mercenario que ocasionalmente, solo por salvar las apariencias, viste la librea abandonada por el antiguo criado; como en Italia, donde tales sustitutos se pueden ver a menudo, sobre todo los domingos, y por eso se les conoce con el nombre de Domenichini69. Pero en la filosofía de la universidad han tenido que fracasar las críticas y argumentos kantianos. Pues ahí se dice: sic volo, sic jubeo, sit pro ratione voluntas70: la filosofía debe ser teología, aun cuando la imposibilidad del asunto sea demostrada por veinte Kants: sabemos para qué estamos aquí: estamos aquí in majorem Dei gloriam71. Todo profesor de filosofía es, como Enrique VIII, un defensor fidei y reconoce en ese su oficio primero y principal. De este modo, después de que Kant hubiera seccionado el nervio a todas las posibles demostraciones de la teología especulativa tan limpiamente que desde entonces nadie ha querido volver a ocuparse de ellas, desde hace casi cincuenta años el empeño filosófico consiste en toda clase de intentos | por insinuar sutilmente la teología, y los escritos filosóficos no son en su mayoría más que infructuosas tentativas de vivificar un cadáver inanimado. Así, por ejemplo, los señores de la filosofía lucrativa han descubierto en el hombre una conciencia de Dios que hasta entonces había escapado a todo el mundo y, envalentonados por su mutuo acuerdo y por la ingenuidad de su público cercano, alardean de ella de forma arrogante y atrevida, con lo que al final han seducido incluso a los honrados holandeses de la universidad de Leiden; de modo que estos, considerando los subterfugios de los profesores de filosofía como progresos de la ciencia, con toda candidez han planteado el 15 de febrero de 1844 la pregunta de concurso: quid statuendum de Sensu Dei, qui dicitur, menti humanae indito72, etc. En virtud de tal «conciencia de Dios», aquello que todos los filósofos hasta Kant trabajaron duramente por demostrar sería algo de lo que se es inmediatamente consciente. Qué simples tuvieron que ser entonces todos aquellos filósofos anteriores, que durante toda su vida se esforzaron en formular demostraciones de un asunto del que somos directamente conscientes, lo cual significa que lo conocemos de forma aún más inmediata que el que dos por dos son cuatro, que ya necesita reflexión. Pretender demostrar un asunto así tendría que ser como pretender demostrar que los ojos ven, las orejas oyen y la nariz huele. Y qué clase de ganado irracional tendrían que ser los partidarios de la religión más distinguida de la Tierra por el número de sus adeptos, los budistas, cuyo celo religioso es tan grande que en el Tíbet casi un hombre de cada seis pertenece al estado sacerdotal, con lo que se consagra al celibato, y cuyo dogma, pese a conllevar y sostener una moral altamente pura, sublime, caritativa y estrictamente ascética (que no ha olvidado, como la cristiana, a los animales), no solo es claramente ateo sino que incluso aborrece expresamente el teísmo. La personalidad es, en efecto, un fenómeno que solo nos es conocido a partir de nuestra naturaleza animal y que por tanto, separado de esta, no resulta ya claramente pensable: convertir eso en origen y principio del mundo es siempre una tesis que no a todos les cabe enseguida en la cabeza; por no hablar de que ya en origen arraigue y exista en ella. En cambio, un Dios impersonal es una mera patraña de los profesores de filosofía, una contradictio in adjecto, una palabra vacía para satisfacer a los distraídos o apaciguar a los despiertos. Ciertamente, los escritos de nuestros profesores de universidad respiran el más vivo celo por la teología; muy exiguo, en cambio, por la verdad. Pues emplean y hasta acumulan sin recato alguno, y con un atrevimiento inaudito, sofismas, afirmaciones subrepticias, tergiversaciones, aserciones falsas, llegando incluso, como antes se indicó, a atribuir o, mejor, a engañar atribuyendo a la razón conocimientos suprasensibles inmediatos —es decir, ideas innatas—; todo ello, con el único y exclusivo fin de recuperar la teología: ¡solo teología! ¡solo teología! ¡Teología a toda costa! —
Quisiera humildemente hacer reflexionar a esos señores sobre el hecho de que la teología podrá tener mucho valor; pero yo conozco algo que en cualquier caso tiene más valor: la honradez; honradez en los negocios, como en el pensar y enseñar: eso no debería venderse por ninguna teología. Mas, tal y como están las cosas, quien se haya tomado en serio la Crítica de la razón pura, sea sincero y por consiguiente no tenga ninguna teología que vender, tendrá que quedarse con las ganas frente a esos señores. Aunque presentara lo más excelente que jamás haya visto el mundo y pusiera sobre la mesa toda la sabiduría del cielo y la tierra, ellos apartarán los ojos y los oídos si no se trata de una teología; e incluso cuanto más mérito tenga el asunto, más suscitará, no su admiración, sino su rencor; más decidida será la resistencia pasiva que le oponga, es decir, con un silencio tanto más malicioso intentarán sofocarlo y, al mismo tiempo, tanto más ruidosos encomios entonarán a los encantadores hijos espirituales de la fecunda congregación, solo para que no se imponga la voz de la comprensión y la franqueza que ellos odian. Así lo exige, en esta época de teólogos escépticos y filósofos ortodoxos, la política de los señores, que se sustentan, junto con sus mujeres e hijos, de la ciencia a la que uno como yo sacrifica todas sus fuerzas durante una larga vida. Para ellos lo único que importa es, según las indicaciones de sus jefes supremos, la teología: todo lo demás es secundario. Pero ellos, cada uno en su lenguaje, giros y expresiones veladas, definen de antemano la filosofía como teología especulativa y señalan ingenuamente como fin último de la filosofía perseguir la teología. No tienen ni idea de que se debe abordar el problema de la existencia de forma libre e imparcial, y considerar el mundo, junto con la conciencia en la que se presenta, como lo único dado, el problema, el enigma de la antigua esfinge ante la que nos hemos presentado audazmente. Ignoran astutamente que la teología, cuando reclama entrar en la filosofía, primero ha de exhibir su acreditación, al igual que todas las demás teorías; acreditación que luego es examinada en el despacho de la Crítica de la razón pura, que aún goza entre todas las mentes pensantes de un alto crédito, el cual no ha sufrido menoscabo alguno por las cómicas muecas que los filósofos de cátedra actuales se empeñan en hacer contra ella.
Así pues, sin una acreditación vigente ante ella la teología no tiene entrada, y no debe conseguirla a fuerza de amenazas, ni de astucia, ni de súplicas, apelando a que los filósofos de cátedra no han podido vender otra cosa: — ojalá cerrasen la tienda. Pues la filosofía no es una iglesia ni una religión. Es el pequeño lugar del mundo, accesible solo a muy pocos, donde la verdad, siempre y en todas partes odiada y perseguida, ha de estar de una vez libre de toda opresión y violencia; donde, por así decirlo, ha de celebrar sus saturnales73, que permiten hablar libremente hasta a los esclavos; donde ha de tener incluso la prerrogativa y la última palabra, dominar absolutamente sola y no tolerar ninguna otra cosa junto a sí. En efecto, todo el mundo, y todo en él, es por completo intención [Absicht], y en la mayoría de los casos vil, vulgar y mala intención: solo un pequeño lugar debe, excepcionalmente, quedar libre de esta y permanecer abierto únicamente a la comprensión [Einsicht] y, por cierto, a la comprensión de la más importante de todas las relaciones planteadas: — Eso es la filosofía. ¿O acaso se entiende con ella otra cosa? En tal caso, todo es broma y comedia, — «como a veces puede ocurrir»74. — Claro está que, a juzgar por los compendios de los filósofos de cátedra, antes se debería pensar que la filosofía es una iniciación a la piedad, un instituto para formar feligreses; porque de hecho en la mayoría de los casos la teología especulativa | está supuesta sin disimulo como el fin y objetivo esencial del asunto, y solo a ella se va a parar a toda vela y remo. Pero es cierto que todos y cada uno de los artículos de fe, bien se incorporen a la filosofía de manera clara y abierta, como ocurrió en la escolástica, o bien se introduzcan subrepticiamente con petitiones principii, axiomas falsos, ficticias fuentes internas de conocimiento, conciencias de Dios, pseudodemostraciones, frases grandilocuentes y galimatías, como es la moda hoy en día, son claramente funestos para la filosofía; porque todo ello hace imposible la clara, imparcial y puramente objetiva captación del mundo y de nuestra existencia, esa condición primera de toda investigación de la verdad. Presentar bajo el nombre y firma de la filosofía y en un ropaje extraño los dogmas fundamentales de la religión nacional, que entonces, con una expresión digna de Hegel, llevan el título de «Religión absoluta» puede ser una cosa bien útil, por cuanto sirve para amoldar mejor a los estudiantes a los fines del Estado, así como para reafirmar en la fe al público lector: pero hacer pasar semejante cosa por filosofía significa vender una cosa por lo que no es. Si eso y todo lo anterior mantiene su avance ininterrumpido, la filosofía universitaria habrá de convertirse en una remora de la verdad cada vez mayor. Pues eso es lo que ocurre a toda filosofía cuando se toma como medida de su enjuiciamiento o como pauta de sus principios algo distinto de la sola y exclusiva verdad, esa verdad tan difícil de alcanzar aun con toda la honradez de la investigación y el esfuerzo de las más eminentes fuerzas espirituales: ello lleva a que se convierta en una mera fable convenue, como llama Fontenelle a la historia. Nunca se avanzará un solo paso en la solución del problema que desde todos lados nos plantea nuestra existencia, tan infinitamente enigmática, si se filosofa conforme a un fin preestablecido. Mas nadie negará que ese es el carácter genérico de las diversas especies de la filosofía universitaria actual: pues es demasiado evidente cómo todos sus sistemas y principios orientan sus miras a un mismo fin. Además, este no es ni siquiera el cristianismo verdadero, el neotestamentario, o su espíritu, que para ellos es demasiado sublime, etéreo, excéntrico y ajeno a este mundo, por lo tanto excesivamente pesimista y así totalmente inapropiado para la apoteosis del Estado; antes bien, se trata del simple judaísmo, la doctrina de que el mundo recibe su existencia de un ser personal sumamente perfecto, por lo que es también una cosa adorable y pánta kalà lían. Ese es para ellos el núcleo de toda sabiduría y a él debe conducir la filosofía o, si se resiste, ser conducida. De ahí también la guerra que desde la caída del hegelianismo mantienen todos los profesores contra el denominado panteísmo, rivalizando en abominarlo y condenándolo severamente de forma unánime. ¿Acaso ha nacido ese celo del descubrimiento de razones concluyentes y decisivas contra él? ¿O no se ve más bien con qué perplejidad y miedo buscan razones contra aquel oponente que se encuentra tranquilo con sus fuerzas originarias y se ríe de ellos? Por eso es indudable que la simple incompatibilidad de aquella doctrina con la «religión absoluta» es la razón por la que no debe ser verdadera; no debe, aun cuando toda la naturaleza lo proclame con miles y miles de gargantas.
La naturaleza debe callar para que hable el judaísmo. Si hay algo que junto a la «religión absoluta» sea objeto de su consideración, se entiende que serán los especiales deseos de un alto Ministerio, en el que se halla el poder de dar y quitar plazas de profesores. Esa es la musa que les inspira y dirige sus lucubraciones, por lo que está ya de ordinario invocada desde la introducción, en forma de dedicatoria. Esa es para mí la gente que ha de sacar la verdad de su fuente, rasgar el velo del engaño y oponerse a toda ocultación. Por la naturaleza del asunto, ninguna disciplina requeriría tan claramente gente de capacidades superiores y penetrada de amor a la ciencia y celo por la verdad, como aquella en la que los resultados de los supremos esfuerzos del espíritu humano en la más importante de todas las cuestiones deben ser entregados en palabras vivas a lo más selecto de una nueva generación, e incluso se debe despertar en ella el espíritu de investigación. Pero, por otra parte, los Ministerios a su vez juzgan que ninguna disciplina tiene tanta influencia en el ánimo interno de los futuros eruditos, es decir, la clase que realmente dirige el Estado y la sociedad, como esta; de ahí que solo pueda estar ocupada por los hombres más devotos, que cortan completamente sus teorías conforme a la voluntad y las eventuales opiniones del Ministerio. Entonces, naturalmente, es el primero de esos dos requisitos el que ha de quedar postergado. Pero quien no esté familiarizado con ese estado de cosas puede a veces tener la sensación de que, de manera extraña, los decididamente más borricos se han consagrado a la ciencia de Platón y Aristóteles. No puedo reprimir aquí la observación incidental de que una perjudicial escuela preparatoria para ser profesor de filosofía son los puestos de profesor particular, que han desempeñado durante varios años tras sus estudios universitarios casi todos los que alguna vez ocuparon aquel cargo. Pues tales puestos son una buena escuela de sumisión y obediencia. Uno se acostumbra en especial a someter por completo sus teorías a la voluntad de su patrón y no conocer más fines que los de este. Esa costumbre tempranamente adoptada arraiga y se convierte en una segunda naturaleza, de modo que después, en cuanto profesor de filosofía, nada se encuentra más natural que cortar y modelar también la filosofía de acuerdo con los deseos del Ministerio que cubre las plazas de profesor; de ahí surgen al final opiniones filosóficas, o sistemas completos, como por encargo. ¡Buen juego tiene ahí la verdad! — Ahí se manifiesta, desde luego, que para rendir tributo incondicional a la verdad, para filosofar realmente, a las muchas condiciones se añade inexcusablemente la de ser independiente y no conocer ningún señor, por lo cual el «Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo»[5] en cierto sentido tendría validez también aquí. Al menos, la mayoría de aquellos que produjeron algo grande en la filosofía se hallaron en ese caso. Spinoza fue tan claramente consciente del tema, que precisamente por ello rehusó la plaza de profesor que le ofrecieron.

[«Pues el tronante Zeus arrebata la mitad de la excelencia / Del hombre, el mismo día en que es sometido a la esclavitud», Homero, Odisea XVII, 322 s.]
El filosofar real requiere independencia:
[«Pues todo hombre sometido a la penuria nada puede / Decir ni hacer, le falta la lengua», Theognis, 177-178.]

También en el Gulistan de Sadi (traducido por Graf, Leipzig, 1846, p. 185) se dice que quien se preocupa por el sustento nada puede producir. Pero a cambio, el auténtico filósofo es por naturaleza un ser frugal y no necesita mucho para vivir con independencia: pues su lema será siempre el principio de Shenstome: liberty is a more invigorating cordial than Tokay81 (La libertad es un tónico cardiaco más potente que el vino de Tokay). Así pues, si no se tratara más que del fomento de la filosofía y el avance en el camino hacia la verdad, recomendaría como el mejor medio que se hicieran cesar los embustes que se practican en las universidades. Pues estas no son verdaderamente el lugar para tomar en serio y con honradez la filosofía, cuyo puesto allí lo tiene que ocupar con demasiada frecuencia un fantoche revestido y ataviado con las ropas de ella, que ha de fanfarronear y gesticular como un nervis alienis mobile lignum82. Pero si una tal filosofía de cátedra pretende reemplazar los pensamientos reales con frases incomprensibles y que aturden el cerebro, con palabras de nueva creación y ocurrencias inauditas cuyo absurdo se denomina especulativo y transcendental, entonces se convierte en una parodia de la filosofía que le hace caer en descrédito; lo cual ha sido el caso en nuestros días. ¿Cómo puede entonces, entre toda esa actividad, perdurar siquiera la posibilidad de aquella profunda seriedad que todo lo menosprecia frente a la verdad y que es la primera condición de la filosofía? — El camino hacia la verdad es escarpado y largo: nadie lo recorrerá con un bloque en los pies; más bien harían falta alas. Por consiguiente, yo sería partidario de que la filosofía dejara de ser una profesión: el carácter sublime de su afán no es compatible con eso, como lo supieron ya los antiguos. No es en absoluto necesario que en cada universidad se mantengan unos cuantos charlatanes triviales para quitar a los jóvenes de por vida las ganas de toda filosofía.
También Voltaire dice con todo acierto: les gens de lettres, qui ont rendu le plus de services au petit nombre d’êtres pensans répandus dans le monde, sont les lettrés isolés, les vrais savans, renfermés dans leur cabinet, qui n’ont ni argumenté sur les bancs de l’université, ni dit les choses à moitié dans les académies: et ceux-là ont presque | toujours été persécutés83. — Toda ayuda que se ofrece a la filosofía desde fuera es por naturaleza sospechosa. Pues el interés de aquella es de clase demasiado elevada como para que pudiera entablar una franca relación con este mundo de bajos sentimientos. En cambio, ella tiene su propio norte que nunca se oculta. Por eso, dejémosla en libertad sin ayudas pero también sin obstáculos; y no demos al serio peregrino consagrado y dotado por la naturaleza, en su camino al elevado templo de la verdad, un compañero al que en realidad no le importa más que un buen alojamiento y una buena cena: pues es de preocupar que, a fin de desviarse en dirección a estos, ponga a aquel un obstáculo en el camino.
Como consecuencia de todo eso yo, prescindiendo, como dije, de los fines del Estado y teniendo en cuenta únicamente el interés de la filosofía, considero deseable que toda la enseñanza de esta en las universidades se limite estrictamente a la exposición de la lógica en cuanto ciencia cerrada y estrictamente demostrable, y a una historia de la filosofía desde Tales hasta Kant, que se explique completamente succincte y se curse en un semestre, a fin de que, debido a su brevedad y carácter sinóptico, deje el menor lugar posible a las opiniones propias del señor profesor y se presente simplemente como guía de un futuro estudio personal. Pues el verdadero conocimiento de los filósofos solo se puede lograr en sus propias obras y de ningún modo a través de relaciones de segunda mano; — la razón de esto la he expuesto ya en el prólogo a la segunda edición de mi obra principal. Además, la lectura de las obras originales de los auténticos filósofos ejerce siempre un influjo beneficioso y estimulante en el espíritu, por cuanto le pone en relación inmediata con una mente superior y que piensa por sí misma, mientras que en aquellas historias de la filosofía no recibe nunca más que el movimiento que le puede transmitir el torpe pensamiento de una cabeza vulgar que ha dispuesto las cosas a su manera. Por eso yo quisiera limitar aquella exposición de cátedra a la finalidad de dar una orientación general en el campo de los logros filosóficos habidos hasta el momento, suprimiendo todas las explicaciones, así como toda pragmática de la exposición que pretenda ir más allá de demostrar los innegables | puntos de conexión entre los sistemas que aparecen sucesivamente y los anteriormente existentes; lo contrario, pues, de la arrogancia de los historiadores de la filosofía hegelianos, que exponen cada sistema como surgido necesariamente y luego, construyendo a priori la historia de la filosofía, nos demuestran que cada filósofo ha tenido que pensar justamente aquello que ha pensado y ninguna otra cosa; con lo que entonces el señor profesor los abarca a todos cómodamente desde arriba, cuando no se sonríe ¡El pobre diablo! Como si no hubiera sido todo la obra de mentes aisladas y únicas que se han tenido que mover durante un tiempo en la mala compañía de este mundo para que fuera salvado y redimido de los lazos de la barbarie y el embrutecimiento; mentes que son tan individuales como infrecuentes, por eso de cada una de ellas vale en su plena medida el natura il fece, e poi ruppe lo stampo84 de Ariosto; — y como si, en el caso de que Kant hubiera muerto de viruela, otro hubiera podido escribir la Crítica de la razón pura; — tal vez uno de aquellos, salido de los productos manufacturados de la naturaleza y con su marca de fábrica en la frente, uno con la ración normal de tres libras de tosco cerebro de textura bien consistente, bien guardado en un cráneo de una pulgada de grosor, con un ángulo facial de setenta grados, con pulso débil, ojos turbios y al acecho, con la estructura bucal altamente desarrollada, el habla atropellada y el andar torpe y arrastrado que va al compás de la agilidad de sapo de sus pensamientos: — ¡sí, sí, esperad solamente, esos os harán críticas de la razón pura y también sistemas, tan pronto como llegue el momento calculado por el profesor y les toque su turno, — entonces, cuando las encinas den albaricoques. — Los señores tienen, desde luego, buenas razones para atribuir lo máximo posible a la educación y la instrucción; e incluso, como realmente hacen algunos, para negar por completo los talentos innatos y atrincherarse por todos los medios contra la verdad de que todo depende de cómo uno haya salido de las manos de la naturaleza, qué padre le ha engendrado y qué madre lo ha concebido, y hasta a qué hora; por eso uno no escribirá ninguna Ilíada si ha tenido por madre una gansa y por padre un pasmarote; tampoco aunque estudie en seis universidades. Sin embargo, no es de otro modo: la naturaleza es aristocrática, | más aristocrática que cualquier feudalismo o sistema de castas. Por consiguiente, su pirámide parte de una base muy amplia para terminar en una cumbre muy afilada. Y aunque el populacho y la chusma, que no toleran nada por encima de ellos, lograran derribar todas las demás aristocracias, esta tendrían que dejarla subsistir, — y no se les debe dar las gracias por eso: pues ella es así verdaderamente «por la gracia de Dios».


Fin














[2] [Goethe, Fausto I, 2093 ss., «Bodega de Auerbach».]
[3] Voltaire, le temple du goût, éd. de Louis Moland, Garnier, Paris, 1877, tom. VIII, p. 557.]
[4] De la naturaleza de las cosas I, 641-642
[5] expresión de Arquímedes según Pappus VIII, p. 1060, ed. Hultsch.]

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