el ladrón de la casa vacía
Todos los libros de Jean-François Revel son interesantes y polémicos, pero sus memorias, que acaban de aparecer con el enigmático título de Le voleur dans la maison vide, son, además, risueñas, una desenfadada confesión de pecadillos, pasiones, ambiciones y frustraciones, escrita en un tono ligero y a ratos hilarante por un marsellés al que las travesuras de la vida apartaron de la carrera universitaria con que soñó en su juventud y convirtieron en ensayista y periodista político.Ese cambio de rumbo a él parece provocarle cierta tristeza retrospectiva. Sin embargo, desde el punto de vista de sus lectores, no fue una desgracia, más bien una suerte que, por culpa de Sartre y una guapa periodista a la que embarazó cuando era muy joven, debiera abandonar sus proyectos académicos y partir a México y luego a Italia a enseñar la lengua y la cultura francesas. Decenas de profesores de filosofía de su generación languidecieron en las aulas universitarias enseñando una disciplina que, con rarísimas excepciones (una de ellas, Raymond Aron, de quien Revel traza en ese libro un perfil cariñosamente perverso), se ha especializado de tal modo que parece tener ya poco que ver con la vida de la gente. En sus libros y artículos, escritos en salas de redacción o en su casa, azuzado por la historia en agraz, Revel no ha dejado nunca de hacer filosofía, pero a la manera de Diderot o de Voltaire, a partir de una problemática de actualidad, y su contribución al debate de ideas de nuestro tiempo, lúcida y valerosa, ha demostrado, como en el ámbito de nuestra lengua lo hizo un Ortega y Gasset, que el periodismo podía ser altamente creativo, un género compatible con la originalidad intelectual y la elegancia estilística.
El libro, a través de episodios y personajes claves, evoca una vida intensa y trashumante, donde se codean lo trascendente -la resistencia al nazismo durante la segunda guerra mundial, los avatares del periodismo francés en el último medio siglo- y lo estrambótico, como la regocijante descripción que hace Revel de un célebre gurú, Gurdjieff, cuyo círculo de devotos frecuentó en sus años mozos. Esbozado a pinceladas de diestro caricaturista, el célebre iluminado que encandiló a muchos incautos y esnobs en su exilio parisino, aparece en estas páginas como una irresistible sanguijuela beoda, esquilmando las bolsas y las almas de sus seguidores, entre los que, por sorprendente que parezca, junto a gentes incultas y desprevenidas fáciles de engatusar, había intelectuales y personas leídas que tomaron la verborrea confusionista de Grudjieff por una doctrina que garantizaba el conocimiento racional y la paz del espíritu.
El retrato es devastador, pero, como en algunos otros de la galería de personajes del libro, amortigua la severidad una actitud jovial y comprensiva del narrador, cuya sonrisa benevolente salva en el último instante al que está a punto de desintegrarse bajo el peso de su propia picardía, vileza, cinismo o imbecilidad. Algunos de los perfiles de estos amigos, profesores, adversarios o simples compañeros de generación y oficio, son afectuosos e inesperados, como el de Louis Althusser, maestro de Revel en la École Normale, que aparece como una figura bastante más humana y atractiva de lo que podía esperarse del talmúdico y asfixiante glosador estructuralista de El Capital, o la de Raymond Aron, quien, pese a ocasionales entredichos y malentendidos con el autor cuando ambos eran los colaboradores estrellas de L'Express, es tratado siempre con respeto intelectual,- aun cuando exasperaba a Revel su incapacidad para tomar una posición rectilínea en los conflictos que, a menudo, él mismo suscitaba.
Otras veces, los retratos son feroces y el humor no consigue moderar la tinta vitriólica que los delinea. Es el caso de la furtiva aparición del ministro socialista francés cuando la guerra del Golfo, Jean-Pierre Chevènement ("Lenin provinciano y beato, perteneciente a la categoría de imbéciles con cara de hombres inteligentes, más traperos y peligrosos que los inteligentes con cara de imbéciles") o la del propio François Mitterrand, de quien estuvo muy cerca Revel antes de la subida al poder de aquél, que se disputa con Jimmy Goldsmith el título del bípedo más inusitado y lamentable de los que desfilan en el gran corso de estas páginas.
Revel define a Mitterrand como un hombre mortalmente desinteresado de la política (también de la moral y las ideas), que se resignó a ella porque era un requisito inevitable para lo único que le importaba: llegar al poder y atornillarse en él lo más posible. La semblanza es memorable, algo así como un identikit de cierta especie de político exitoso: envoltura simpática, técnica de encantador profesional, una cultura de superficie apoyada en gestos y citas bien memorizadas, una mente glacial y una capacidad para la mentira rayana en la gemahdad, más una aptitud fuera de lo común para manipular seres humanos, valores, palabras, teorías y programas en función de la conyuntura. No sólo los prohombres de la izquierda son maltratados con jocosa irreverencia en las memorias; muchos dignatarios de la derecha, empezando por Valéry Giscard d'Estaing, asoman también como dechados de demagogia e irresponsabilidad, capaces de poner en peligro las instituciones democráticas o el futuro de su país por miserables vanidades y una visión mezquina, cortoplacista, de la política.
El más delicioso (y también el más cruel) de los retratos, una pequeña obra maestra dentro del libro, es el del billonario anglofrancés Jimmy Goldsmith, dueño de L'Express durante los años que Revel dirigió el semanario, años en que, sea dicho de paso, esa publicación alcanzó una calidad informativa e intelectual que no tuvo antes ni ha tenido después. Scott Fitzgerald creía que "los ricos eran diferentes" y el brillante, apuesto y exitoso Jimmy (que ahora distrae su aburrimiento dilapidando veinte millones de libras esterlinas en un Partido del Referéndum para defender, en estas elecciones en el Reino Unido, la soberanía británica contra los afanes colonialistas de Bruselas y el Canciller Kohl) parece darle la razón. Pero tal vez sea difícil en este caso compartir la admiración que el autor de El Gran Gatsby sentía por los millonarios. Un ser humano puede tener un talento excepcional para las finanzas y al mismo tiempo, como el personaje en cuestión, ser un patético megalómano, autodestructivo y torpe para todo lo demás. La relación de los delirantes proyectos políticos, periodísticos y sociales que Goldsmith concebía y olvidaba casi al mismo tiempo, y de las intrigas que urdía contra sí mismo, en un permanente sabotaje a una empresa que, pese a ello, seguía dándole beneficios y prestigio, es divertidísima, con escenas y anécdotas que parecen salidas de una novela balzaciana y provocan carcajadas en el lector.
De todos los oficios, vocaciones y aventuras de Revel -profesor, crítico de arte, filósofo, editor, antólogo, gastrónomo, analista político, escritor y periodista- son estos dos últimos los que más ama y en los que ha dejado una huella más durable. Todos los periodistas deberían leer su testimonio sobre las grandezas y miserias de este oficio, para enterarse de lo apasionante que puede llegar a ser, y, también, de las bendiciones y estragos que de él pueden derivarse. Revel refiere algunos episodios cimeros de la contribución del periodismo en Francia al esclarecimiento de una verdad hasta entonces oculta por "la bruma falaz del conformismo y la complicidad". Por ejemplo, el increíble hallazgo, por un, periodista zahorí, en unos tachos de basura apilados en las afueras de un banco, durante una huelga de basureros en París, del tinglado financiero montado por la URSS en Francia para subvencionar al Partido Comunista.
No menos notable fue la averiguación de las misteriosas andanzas de George Marchais, secretario general de aquel Partido, durante la segunda guerra mundial (era trabajador voluntario en fábricas de Alemania). Esta segunda primicia, sin embargo, no tuvo la repercusión que era de esperar, pues, debido al momento político, no sólo la izquierda tuvo interés en acallarla. También la escamoteó la prensa de derecha, temerosa de que la candidatura presidencial de Marchais quedara mellada con la revelación de las debilidades pro-nazis del líder comunista en su juventud y sus potenciales votantes se pasaran a Mitterrand, lo que hubiera perjudicado al candidato Giscard. De este modo, rechazada a diestra y siniestra, la verdad sobre el pasado de Marchais, minimizada y negada, terminó por eclipsarse, y aquél pudo proseguir su carrera política sin sombras, hasta la apacible jubilación.
Estas memorias muestran a un Revel en plena forma: fogoso, pendenciero y vital, apasionado de las ideas y de los placeres, curioso insaciable y condenado, por su enfermiza integridad intelectual y su vocación polémica, a vivir en un perpetuo entredicho con casi todo lo que lo rodea. Su lucidez para detectar las trampas y autojustificaciones de sus colegas y su coraje para denunciar el oportunismo y la cobardía de los intelectuales que se ponen al servicio de los poderosos por fanatismo o apetito prebendario, han hecho de él un 'maldito' moderno, un heredero de la gran tradición de los inconformistas franceses, aquella que provocaba revoluciones e incitaba a los espíritus libres a cuestionarlo todo, desde las leyes, sistemas, instituciones, principios éticos y estéticos, hasta el atuendo y las recetas de cocina. Esta tradición agoniza en nuestros días y yo al menos, por más que escruto el horizonte, no diviso continuadores en las nuevas hornadas de escribas. Mucho me temo, pues, que con Revel, desaparezca. Pero, eso sí, con los máximos honores.
Copyright Mario Vargas Llosa 1997. Copyright Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SA, 1997.
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