Entrevista Orlando Mazeyra Guillén
Agosto de 2012
CÉSAR HILDEBRANDT
“Borges era un brillantísimo
escritor y un ser humano deplorable, ¡repugnante!”
Entrevista Orlando
Mazeyra Guillén
César Hildebrandt (Lima, 1948), «lector entusiasta y
promiscuo», como él mismo se define, me recibe en la sala de su casa y le
parece excelente mi deseo de centrar la entrevista en su travesía como adicto
de la ficción (no sólo la lee, también la escribe: ganó el célebre Concurso
de Cuento de las Mil Palabras de la revista peruana Caretas en 1986,
y es el autor de la novela Memoria del abismo, que apareció en 1994).
Le digo que
no quisiera preguntarle nada de política, sino de literatura. Es harto sabido que,
sobre todo en las entrevistas, las cosas casi nunca salen como uno las planea.
Además con un personaje como él se puede empezar hablando del autor de El fantasma de Canterville
y terminar —pasando antes por el Leoncio Prado, Vargas Llosa, Cortázar, Scorza,
Reynoso, Lima, el periodismo, Ollanta Humala, el liberalismo, Alan García,
Borges, Bryce, la CIA, la vejez y la religión— imaginando, con una mueca de
desagrado, su propio obituario. «Mi carrera de lector comienza leyendo a Oscar Wilde. Tomaba
apuntes en un cuaderno escolar. Saqué muchas frases porque Wilde es un escritor
plagado de frases y aforismos ingeniosos. Yo tenía once años en ese
momento. Mi segundo libro, como lector, fue un libro audaz, robado, entre
comillas, de una biblioteca familiar, porque me lo habrían negado si hubiese
hecho un pedido formal. Se llamaba Buenos días, tristeza de Françoise
Sagan que era, en esa época, una novela prohibida para menores; ahora se
leería casi como una prosa benedictina, pero fue mi segundo libro. Y, bueno, yo
he leído con una voracidad anárquica».
—A los once
años, ¿en qué colegio estudiaba? —le pregunto de inmediato.
—En un
colegio privado, El buen ángel.
EL COLEGIO
COMO MEDIO DE SOCIABILIZACIÓN FORZADA
—El traslado
de esa institución privada al colegio militar Leoncio Prado habrá sido muy
brusco para usted.
—El cambio
fue brusco, sí. Lo que pasa es que yo era un ermitaño vocacional…
—Pertinaz
—lo interrumpo.
—Pertinaz y
vocacional. Era un huraño
gozoso. Y, claro, tenía una serie de rebeldías que acompañaban esa
soledad. Mis padres consideraron que una sociabilización forzosa era un buen
camino: «así
que si no quieres ser sociable, pues aquí vas a ser sociable». Y estuve
tres años en el colegio militar llenándome de papeletas y castigos. Llegó un
momento en el que no salí durante dos meses seguidos.
—Entonces en su caso la razón
para matricularlo en el Leoncio Prado fue sociabilizarlo…
—Exacto. Pero lo único que lograron fue confirmar en
mí un montón de rebeldías. El colegio me producía tal ira por, digamos, su estructura: un chico
de quince años mandando a un chico de catorce y un chico de dieciséis mandando
a un chico de quince; es decir, nos tratábamos como militares entre
adolescentes, una ocurrencia medio perversa. Entonces yo era el pecador
constante: fumaba, usaba prendas antirreglamentarias, no estaba a la hora en la
formación, me escapaba de ciertos regímenes…
—Pero a
su vez era el número uno…
—No, no era
el número uno pero sí era un alumno destacado. Siempre fui un cadete
distinguido. Se nos llamaba así: «cadete
distinguido». Porque siempre tenía un promedio por arriba de 80, o sea,
por arriba de 16.
—Y
dirigía el club de periodismo…
—Ah sí,
dirigía el club de oratoria, dirigía el club de periodismo, me dieron la
responsabilidad de hacer el anuario. Entonces fue una experiencia inolvidable
para mí.
EL AJUSTE DE
CUENTAS DE UN GRAFÓMANO
—Justifica,
como exalumno del colegio militar, la venganza de Vargas Llosa cuando dice, en
la crónica que escribió en su semanario luego de que ganara el premio Nobel,
que con La ciudad y los perros, entre otras cosas, él había «ajusticiado
al colegio que lo había hecho infeliz»…
—Sí, digamos
que reducir La ciudad y los perros a un acto de venganza me parece
un poco abusivo. ¡La ciudad y los perros es una gran novela! Se
nutre del desasosiego que a Mario Vargas Llosa le produjo la disciplina
surrealista del colegio militar. Y en el caso de Mario es mucho más entendible
porque el padre de Mario mete a Mario en el Leoncio Prado precisamente para que
el Leoncio Prado sea la continuidad del carácter del padre: el Leoncio Prado es
el padre pertinaz y persecutorio que le exige a Mario Vargas Llosa una serie de
disciplinas y una serie de virilidades que Mario no acepta. ¡Mario odia a su
padre! Y, por lo tanto, odia al colegio porque es el colegio que ha elegido su
padre y que además se parece a su padre en materia de marcialidad, solemnidad y
propósitos «grandes», entre comillas. Pero, fundamentalmente, La ciudad y
los perros es una extraordinaria novela, posee una de las mejores
estructuras, de verdad. Mario
tiene tres grandes libros: sus tres primeras novelas. Todo lo demás de Mario es
menor: ¡todo, absolutamente todo! Pero con esos tres libros Mario pasó a la
historia. ¡No necesitó más! Es un maniaco de la palabra, es un grafómano.
—En su
caso fue algo muy especial: usted leyó esa novela siendo alumno del
Leoncio Prado. Es más, su profesor de literatura les leía la novela…
—Rubén
Lingán, un gran profesor, que era además profesor de teatro, nos lee emocionado
y con la voz baja por si acaso no fuera a escuchar algún teniente que paseara
por los pasadizos.
—Con
fruición les leía la novela…
—Con
fruición, y nosotros escuchando con una emoción porque era impresionante: una
novela sobre nosotros. ¡Increíble! «Cuatro», dijo el Jaguar. Jamás olvidaré esa
voz de Rubén Lingán leyéndonos La ciudad y los perros, capítulo
por capítulo, ¡en clase!, media hora dedicada a la novela: en fin, fue una
manera de reconocernos. Después todos, en la primera salida que tuvimos,
compramos el libro. Bueno, no digo todos, pero un buen grupo, y luego de leer
la novela intercambiamos impresiones. La leí y la volví a leer y me gustó más
porque entendí muchas más cosas.
—Al terminar
de leer su crónica, don César, uno quiere volver a leer a Vargas Llosa. Por
ejemplo, cuando usted cuenta que en la parte en la que el Jaguar defeca frente
a su pandilla cerró el libro porque sintió ganas de vomitar está invitando al
lector a volver a la novela…
—Es que soy
un lector entusiasta. Entonces la lectura, en mi caso, equivale a más de la
mitad de mi vida, me he perdido de muchas cosas en la vida, pero no me
arrepiento.
HACER
PERIODISMO DESDE LA REBELDÍA
—Usted sabe
que hay lectores que, así como perseguimos las novelas de Vargas Llosa, también
perseguimos sus columnas, don César, porque al leerlo en el semanario nos
sentimos mejorados.
—Nunca uno
piensa que hace el bien. Uno piensa que hace estrictamente su trabajo. Pero, en
fin, cuando uno percibe beneficios colaterales como el que usted me acaba de
mencionar, y los que recibo a través de los correos también de muchos lectores,
bueno uno piensa, ¡caramba!, en qué gratificante resulta el trabajo que uno
encara con modestia. Esto está basado en algo fundamental que es la promesa implícita que yo me hice
hace muchos años: no renunciar a mi indignación y jamás profesar el estoicismo
peruano. En general, el estoicismo global. Un mundo donde se acepta que
los asesinos sean los protagonistas, los canallas sean héroes, y la política
esté infestada de podridos, como diría Basadre. Yo no acepto ese mundo. Y
quiero morirme desde la rebeldía.
¿Cuál es su receta para no amistarse con el mundo?
—Examinarlo. Leerlo. Padecerlo. Y no permitir que sus
mentiras me seduzcan. La mentira de que éste es un sistema que no tiene alternativa, la mentira
de que el crecimiento es desarrollo, la mentira de que el desarrollo es
civilización, la mentira de que los mercados existen y
son libres, la mentira, en fin, de que Europa es un continente agraciado
por la democracia y por los valores… la mentira de que los Estados Unidos es
una gran potencia, más allá de lo militar; y la mentira de que Latinoamérica es un continente
condenado a ser siempre el eco tardío de todo aquello que nos envuelve: todo
eso me subleva, y todo eso es mentira, todo eso es tan mentira como
decirnos que las culebras hablan.
LOS NERDS
ORGÁNICOS QUE LEÍAN A CORTÁZAR
—Usted
cuenta que empieza escribiendo artículos sobre Julio Cortázar, ¿cómo descubre a
este autor?
—Bueno,
leyendo el suplemento Dominical de El Comercio que en ese tiempo
tenía a José Miguel Oviedo y él recomendaba libros. Y, además, juntándome con
dos grandes amigos del colegio militar: Igor Calvo, hermano del poeta César
Calvo, que también es poeta, y otro de ellos, mi amigo Cornejo, no sé qué será
de su vida, pero era tan inteligente, tan sensible, y tenía tanta voracidad por
la cultura. Nosotros éramos lectores precoces, nosotros hablábamos de libros,
éramos los raros, los freaks del colegio, nos miraban raro… nos
apartaban, éramos los enfermitos…
—¿Los nerds?
—Los nerds
también. Éramos nerds pero así orgánicos: claro que sí. «Leen, hablan
de libros, son idiotas, qué les pasa, no tienen vida, ¡no viven!». Así
descubrí tantas cosas. Cortázar fue para mí un mundo revelado. Cortázar me enseñó que la puntuación
podía ser aluviónica, y me enseñó que escribir bien no es precisamente una
buena medida sino que aceptar el desaliño de la oralidad es literatura también.
Cortázar me asomó a ese mundo en donde el castellano no se pavonea ni se engola, sino discurre.
Cortázar es un río… ¡Con Cortázar uno viaja! Yo sé cómo era la Maga,
conozco casi todo de la Maga. Sus personajes son tan extraordinariamente vivos
que uno, de verdad, los asume como auténticos. Cortázar da la impresión de estar escribiendo una crónica
más que una novela, hay partes de Rayuela que son casi
crónicas por la solidez que tienen sus caracteres.
—Usted
recuerda que cuando tenía diecinueve años era «un lector profesional y un
inútil orgulloso de su inutilidad». Fernando Savater afirma que sería
espectacular si nos pagaran por leer…
—Claro. Y
sería maravilloso que los padres se maravillaran por tener un hijo lector y no
dijeran lo que dicen: «¡Madre!, éste está mal, éste está por el mal camino,
este va al fracaso». No, ¡Dios mío!, la lectura es imprescindible para la cultura y la cultura es imprescindible
para los valores.
—Pero si uno quiere ser escritor de verdad tiene
que escapar del Perú.
—Bueno, pues, hay que largarse entonces. Sin culpas y sin arrepentimientos.
Si el Perú obliga a sus talentos a emigrar, pues que emigren, pero que no se conviertan en gacetilleros
de algún periódico de provincia, porque ésa sí que es una condena de la
que se van a arrepentir toda su vida. ¡Que se vayan pues! Busquen una beca o sin beca, viajen a
la aventura y lárguense. No permitan que el país los martirice y luego los haga
polvo. El Perú, en
muchos casos, es una moledora de carne. He visto a gente así:
frustrarse, amargarse y, luego, aceptarse.
—¿Por qué quiso ser profesor de Lengua y Literatura en
la Universidad Federico Villarreal?
—Sí, escogí mal. Fue una horrorosa opción, lo
reconozco. Además ni siquiera llegué a graduarme.
—Pero,
¿terminó la carrera?
—No. No la
terminé, la dejé al cuarto año. Fui un muy mal alumno, porque mis clases las hacía en el café. Yo hablaba mucho
con mi profesor de sintaxis que era un español, un ex cura que se había casado
con una boliviana, Fermín Valverde, inolvidable profesor que ojalá que esté
vivo y que ojalá le haya ido bien. Y junto con otros tres o cuatro profesores
de primera, que sí los había, y que organizaban tertulias fuera del salón. Cuando iba al salón, en cambio,
lo que veía era una masa brutal de setenta personas asistiendo a una perorata
paporretera, ¡de verdad yo salía corriendo! A mí lo tumultuario me espanta.
Entonces también descubrí que no hubiese tenido jamás la vocación y la paciencia que exigen la
pedagogía y la educación.
Me ha
sucedido, después lo comprobé: he tenido la oportunidad de dar charlas que
pretendían ser clases en la Vallejo y en la San Martín, y me di cuenta de que mi intolerancia respecto de la
ignorancia sigue intacta, y mi intolerancia respecto de la estupidez sigue
invicta, yo soy lo
menos apropiado para enseñar, no tengo paciencia alguna, no tolero una pregunta
boba, soy un auténtico intolerante, un desagradable intolerante, lo
reconozco.
—En ese aspecto, podemos decir que se parece mucho a
su hermana Martha.
—¡Muchísimo! Tenemos ahí un gen Hildebrandt
marcadísimo. Créame que es algo que yo quisiera no tener. Veo a veces a gente
amable, dulce, compasiva, con la carencia esa de la persona que no se toma en
serio las cosas y siento envidia. Siempre he tenido envidia por esta gente. ¿Por
qué nunca he podido ser así? ¿Por qué me sublevan de inmediato la ignorancia,
la vulgaridad, la ordinariez, la ingenuidad extrema, la bobada? ¿Por qué no las
resisto?
LIMA O LA
SUPRESIÓN DEL PRÓJIMO COMO DOCTRINA
—Mario
Vargas Llosa lo elogia mucho en El pez en el agua pero también habla de
su temperamento atrabiliario.
—Sí, lo
reconozco. Puedo ser atrabiliario, de eso no tengo ninguna duda. Ahora, es
evidente que al margen de una identidad genética, el Perú es un país que excita mucho este tipo de conducta
porque es un país que estresa, que provoca, que desafía. Uno sale a la calle y
se encuentra con la hostilidad, no la metafórica sino la concreta: el tráfico, la violencia, el
desasosiego, la absoluta carencia de modales, la supresión del prójimo casi
como doctrina, como concepto, esta aniquilación del otro. Esta es una ciudad invivible: yo vivo en mi casa y me subo a
un coche y me voy a la oficina y de la oficina a mi casa, y salgo con mi
esposa y con mi hijastra a otros sitios más o menos programados, pero yo no
vivo la ciudad por una sencilla razón: porque en Lima no se vive.
—Es, creo, una ciudad que condena
a la misantropía o al encierro.
—O, por lo
menos, a la reclusión
selectiva, ¿no? Vivimos en refugios con los que elegimos. Porque, usted
se habrá dado cuenta de que en esta zona de Lima no hay veredas. En muchas
zonas de este distrito no
hay veredas, las veredas se han suprimido: no hay peatones, sólo hay coches. No es broma. Hay
zonas donde no hay veredas, salga usted a ver, o las veredas son tan angostas
que ya no son veredas. Aquí
no tenemos eso que tienen otros países, lugares donde el área verde, el oxígeno
se comparte, el ocio se comparte, los columpios se comparten, los niños se
entremezclan y hay una mutua fecundación de emociones. ¡Aquí no, aquí no! Que se lo
diga la chica que trabaja en la casa de mi esposa, porque debo decirle que
siendo mi esposa vivimos, frente a frente, en casas separadas para mantener
nuestros espacios, ella fue a el Olivar, vino un sereno y la quiso echar porque
no era de ahí, porque no pertenecía a San Isidro ni a la clase que San
Isidro cree que debe ser la única que debería poblarlo, ¡es impresionante! Lima es un desastre. Es
un fracaso. Es un fracaso
humano, arquitectónico. Es una suerte de Babilonia impura.
LA PRENSA
PERUANA: ENEMIGA MORTAL DE LA BUENA PROSA
—En su
devenir como periodista, ¿cuáles han sido sus grandes maestros?
—Escritores.
Me he dejado llevar poco por los periodistas porque yo creo que la desdicha del periodismo
empieza cuando la literatura y el periodismo se pelean. Primero, se
distancian, luego se divorcian, y ahora son enemigos irreconciliables. El
periodismo hasta los años treinta, no sólo en el Perú, sino también en otras
partes, pero eminentemente en el Perú, era una magnífica asociación de la buena prosa con la
comunicación. Y ahí están las pruebas. Ahí está Amauta, uno lee Amauta
y se encuentra con literatura, uno lee Mundial y ahí está César Vallejo con sus crónicas,
hasta Variedades que era la revista frívola de la época, es un cuaderno
de bitácora con mucha literatura… y no hablemos de Valdelomar, de Federico More que era
fundamentalmente un escritor, y por supuesto Mariátegui, y por supuesto César Falcón, y toda
esa gente que se reunió alrededor de Amauta, incluyendo a César Miró que escribía
muy buenas notas. Luego
viene, claro, una etapa industrial de la prensa en donde empieza la separación:
la literatura por un lado, el periodismo por el otro. La sensibilidad y la
inteligencia más o menos arrinconada por un lado; y la eficacia
periodística por el otro. Y eso ya es divorcio pleno y luego una enemistad
plena. Hoy, el periodismo en el Perú, me refiero al escrito (ya no al
oral), es un mortal enemigo de la buena prosa. Uno lee las publicaciones que pueblan el Perú y se da
cuenta cuánto odian los periodistas a la literatura y de qué modo la han
suprimido y de qué modo demuestran su no procedencia. Yo, en cambio,
lo poco que sé, lo aprendí leyendo lo que me gustaba y me gustaba todo, es la
verdad. Me gustaba mucho la prosa americana, también los clásicos y también los
autores franceses. Mejor dicho, yo soy un lector promiscuo: no tengo nortes
definidos. Si a mí me dan un poemario interesante de alguien que no conozco lo
leo con el mismo fervor con el que puedo releer una novela de García Márquez.
—De repente es usted un escritor
ganado por el periodismo que no se retiró a tiempo. Hemingway recomendaba
incursionar en el periodismo pero saber retirarse a tiempo…
—Puede ser mi caso, pero no me arrepiento porque creo
que también es una opción luchar contra la corriente y hacer lo que modestamente hacemos
en el semanario, por ejemplo, ¿no? Que es aportar un poco de belleza a la vida.
Decir con cierto profesionalismo lo que la indignación nos suscita.
—Con
bastante ironía.
—Y con
sarcasmos también.
—En la
biografía falaz de Ollanta Humala, por ejemplo, leía «el Programa de la Gran Transformación no era sino
el resumen de las ideas necesarias para cambiar a este país de cojudos
gobernados por rufianes al servicio de unos pendejos, tal como lo decía el
sociólogo Melcochita» (César Hildebrandt ríe con goce mientras le leo el
texto), y mientras me desternillaba de risa me preguntaba, al momento de
escribir esto, usted se reirá pero, a la vez, sentirá también un punzón…
—A mí me
divierte mucho hacer esa columna, pero como usted dice, efectivamente, es un bumerán que a uno le cae
en la cabeza, siempre. Siempre termina uno con un chichón en la cabeza porque
esa columna al final da la vuelta en «u» y le da a uno un bofetón, un
golpe, es cierto. Da risa,
pero es que damos eso. Es que el Perú da risa. Es que en muchos sentidos
somos involuntariamente cómicos, cómicos de la legua. Cómicos con fama mundial.
A mí me da mucha risa que nos creamos tan centrales, tan importantes… hemos llegado a decir que
estamos ya próximos al primer mundo, Alan García lo ha dicho. Nos
consideramos los mejores en casi todo, y los segundos en todo lo que sobra, o
sea, es la autoestima de
un borracho, es la autoestima de una persona inconsciente. El Perú
padece de narcisismo.
Me refiero al Perú actual construido por el discurso político que es narcisista: «estamos
bien, nos va cada día mejor», pero tenemos un tercio de pobres y en
Huancavelica el 47%, ¿qué es esto? A ver, examinemos. La capacidad de
autocrítica en el Perú siempre ha sido casi nula. Cuando uno lee la historia del Perú, se da
cuenta. Nos hemos jactado de las cosas más atroces que hubiesen avergonzado a
muchos otros países. Si hubiese habido una clase dominante con capacidad
crítica y con capacidad de convocatoria seríamos muy distintos. Hemos perdido guerras de un modo
atroz por miserias, cobardías y desatinos y nunca nos hemos echado en un diván a examinarnos,
no tenemos un análisis crítico de lo que nos pasó…
—Sería muy devastador, quizá no nos levantaríamos del
diván…
—O quizá sí, quizá nos levantaríamos contusos, lesionados, pero
con un horizonte. Al final de cuentas la sanación puede ser muy dolorosa y muy lenta, pero por
algo hay que empezar. El
Perú nunca ha hecho autocrítica. La historia de Basadre es una historia muy esforzadamente
construida, sin embargo no tiene pizca de análisis crítico respecto del Perú.
Tres o cuatro párrafos dedicados a episodios que hubiesen merecido ensayos
enteros sobre por qué fuimos lo que fuimos: en este país hubo peruanos que
pelearon en contra de la Confederación Peruano-Boliviana que tanto habría
significado para el Perú, en este país hubo peruanos que quisieron a matar a
Andrés Avelino Cáceres cuando Cáceres estaba resistiendo. No es que lo
desconocieran, es que fueron a matarlo: tropas peruanas se juntaron con las
chilenas para asesinar al héroe de la resistencia.
—Alguna
vez dijo en algún artículo: la derecha chilena, a diferencia de la peruana, sí tiene
bandera.
—Tiene
bandera y tiene metas. Al final de cuentas, una cosa es ser Portales y otra
cosa es ser Riva Agüero. Pero, en fin, no tenemos esa autocrítica y, por lo tanto, vivimos en
esta neblina piadosa y mentirosa que nos cubre y, claro, detrás de la cual podemos ser
felices, sí, claro. Pero
si alguien despejara la neblina vería el espectáculo: vería esta ciudad
en donde hay barrios como éste, pero hay cuatro millones de gente que vive en
condiciones no humanas, ni siquiera infrahumanas, son no humanas, ¡cuatro
millones, usted se da cuenta! Viven sin agua, sin desagüe, en pisos de tierra,
con la tifoidea merodeando, con la tuberculosis más o menos cerca, el desempleo
o el pluriempleo, o
la venta de golosinas para
sacar siete soles diarios, el té en la mañana, el almuerzo frugal, la no cena.
Y la prensa nos quiere hacer creer que estamos en el camino correcto. Yo jamás
voy a aceptar el discurso oficial.
LA
AUTOCRÍTICA
—Hablando
de autocrítica, muchos
enemigos suyos dicen César Hildebrandt no tiene autocrítica, opinan que
usted cree que está más allá del bien y del mal.
—Bueno, le
dejo a mis lectores, o a mis adversarios en todo caso, ese papel. Ocurre que yo
no pretendo ser infalible ni pretendo evangelizar. Yo doy mi opinión y mi
opinión es una de tantas. Hay gente que me cree y hay gente que rechaza mis
opiniones. Pero yo no puedo criticar aquello que no me merece crítica y no puedo estar en este plan de
complacer a aquellos que piensan que uno tiene que retractarse constantemente
para demostrar honestidad intelectual o bonhomía, ¿yo por qué voy a
desdecirme respecto de lo que vengo sosteniendo desde hace años? ¿Por qué
debería decir: «no, me he
equivocado, el Perú es un gran país»? ¿En nombre de qué voy a decir
eso? Para complacer a un señor
que cree que la autoflagelación es un rito indispensable para obtener un diploma
de humanidades. Yo no
quiero ser débil. Yo no quiero ser el monje que se castiga, no me
interesa. Yo quiero ser
fuerte. Y una manera de ser fuerte es no desdecirse constantemente.
Ahora, puedo meter la pata, pero por supuesto que puedo meter la pata, pero lo
que firmo, mis columnas, son opiniones, entonces no puede haber ahí
metidas de pata. Puedo meter la pata en el semanario, puedo equivocarme en
relación a una crónica
que autoricé porque no estuvo bien, digamos, cruzada la información y todo lo demás,
pero en cuanto a mis columnas por qué
voy a decir que mis opiniones son mudables, deleznables y, por lo tanto,
modificables al año o a los dos años. Eso lo hacen los políticos, y yo no
quiero hacer eso. Es cierto, no tengo autocríticas respecto a mis
columnas porque son opiniones que pueden ser bienvenidas o muy mal recibidas.
Pues lo acepto, pero sería el colmo que yo desmontara mis propias columnas y
dijera, en fin, como Vidaurre: «me
retracto de todo lo dicho sobre el virrey». Probablemente, hay ahí
un concepto falso de la probidad intelectual: si uno no acepta que se equivocó
entonces uno está más allá del bien y del mal. Falso. Esa humildad judeocristiana,
eclesiástica, ciprianesca, es la que nos ha hecho tanto daño, ¿no? Porque, claro, si siento que no me equivoqué, ¿tengo que
arrodillarme y decir «perdón por no arrepentirme»?
HUMALA O LA
PROSTITUCIÓN DE LA DEMOCRACIA
—Todavía
tengo pegado, en la pared de mi cuarto, su artículo publicado antes de la
segunda vuelta electoral del 2011: «Votar por Humala».
—Lo dejé
firmado y no me arrepiento de haberlo escrito. Sin embargo, tengo que decir que
Humala es una enorme decepción. Pero es que ahí no había alternativa.
—Don
César, creo que actitudes como las de Humala fomentan la violencia, ¿no mueven
a la gente a medidas que son antidemocráticas?
—La
respuesta es sí. La
violencia en el Perú es la respuesta popular a la prostitución de la
democracia. Porque es prostituir la democracia plantear un programa que luego
se suaviza y que después desaparece. Y gobernar con aquellos que eran los
adversarios y cuyo programa resultaba inaceptable. Eso se llama felonía, está bien claro:
la institución que fundó Judas Iscariote, para el Occidente. En ese caso, el
desasosiego popular, expresado en violencia, no sólo es necesario, es
absolutamente legítimo. Ahora, claro, la siguiente pregunta es: «¿entonces usted propende la anarquía?».
No, yo lo que quisiera es
la democracia. Que la democracia no fuera un rito fotogénico quinquenal, poner
un voto doblado en un ánfora, ¡eso no es la democracia, hombre! La
democracia es la aceptación del mandato de la mayoría. En este caso ha habido
una burla absoluta del mandato de la mayoría.
ALAN GARCÍA,
UN MONUMENTO A LA PENDEJADA
—Y
también hay impunidad en el caso de Alan García, una
impunidad clamorosa que a uno lo enardece.
—Pero es una
impunidad que viene de la historia: Nicolás de Piérola, el gran estúpido y
traidor, fue presidente dos veces, Manuel Prado, hijo de Mariano Ignacio, el
hiper-traidor, fue presidente de la república dos veces. Nuestra historia está
plagada de impunidades casi monárquicas. Hay gente que, efectivamente, está más
allá de la ley. Y eso tiene que ver con un concepto peruano muy laxo de la
virtud. El Perú es un país que no aprecia la virtud, todo lo contrario: el Perú
es un país que ensalza el demérito, la criollada, la pendejada. Si pudiésemos
hacer un monumento a la pendejada lo haríamos en la plaza San Martín.
—El gran
pendejo contemporáneo es Alan García.
—Sí, yo creo
que sí, es el top, está por encima de todos. Y es curioso, yo conocí a
Víctor Raúl Haya de la Torre, lo entrevisté un par de veces, y él tenía muchos
defectos y había hecho lo que piden algunos: había hecho una autocrítica pero
sin reconocer que era autocrítica y se había convertido en alguien muy distinto
a quien había sido. Pero tenía una virtud, era un hombre honesto. ¿Cómo Haya
pudo producir un delfín como Alan García, un delfín que resultó un tiburón?
¿Cómo el entorno de Haya pudo proferir a alguien como García? Bueno, no es tan
misterioso, porque al final el Apra se transformó en nuestro PRI. Y el Apra era
el equivalente de Acción Democrática, el «partido del pueblo» en Venezuela y ya
sabemos cómo terminó eso. En realidad, es el proceso de descomposición de la
democracia latinoamericana. Claro, dicen: «¡Chávez indeseable!» Pero a Hugo
Chávez lo hicieron entre el Copei y Acción Democrática. A Chávez lo hicieron
Carlos Andrés Pérez y todos aquellos que se robaron la Venezuela petrolera de
los años 60 y 70, los dos grandes partidos: el social-cristianismo del Copei,
con Rafael Caldera como ejemplo, y Acción Democrática, con Carlos Andrés Pérez
que terminó con una cuenta bancaria de siete millones de dólares en Nueva York,
una cuenta a nombre de su secretaria, que era su amante…
BORGES Y LA
DEPRAVACIÓN MORAL
—¿No cree que Vargas Llosa, en su fuero íntimo, aceptó
las condecoraciones de Alan García como para contrastar su gloria, su auténtica
gloria literaria, con una gloria que García, una escoria política, nunca
tendrá?
—Es una interpretación muy generosa la suya, bien
amical, yo diría que bien arequipeña. Bien paisana. ¿Usted se imagina a
Salinger siendo recibido por Nixon? ¿Usted se imagina a Sartre con Charles de
Gaulle? ¡Borges saludó a Augusto Pinochet y a Jorge Rafael Videla! Pero Jorge
Luis Borges tenía una depravación moral, Borges era un tipo completamente escindido: brillantísimo escritor y un ser
humano deplorable, ¡repugnante! Entonces no mezclemos las cosas. Ir a saludar a Alan García es una
canallada, porque es aceptar su autoridad, legitimarlo, aproximarse a
García es reconocer en él una suerte de autoridad que puede repartir
reconocimiento. ¡No! Ese
fue un error monstruoso. No es que se le vio superior a Mario, él se empequeñeció con eso.
Nadie le quita lo del gran novelista ni lo del Nobel, pero ése fue un gesto que
a mí me produjo estupor.
LA CAMPAÑA
POLÍTICA DE 1990 COMO GERMEN DE UNA NOVELA QUE NO SE ESCRIBIÓ
«Vargas
Llosa no es político —me dice convencido César Hildebrandt, quien estuvo muy
cerca de él durante buena parte de la campaña de 1990—. Mario es una
persona que incursionó en la política para tener una aventura. Mario hizo una novela cuando fue candidato.
Después la iba a escribir. Y, bueno, no le salió, así que tuvo que escribir
sobre la frustración, El pez en el agua. Pero Mario no es una persona que
tenga convicciones políticas, lo que él tiene es un monotema, liberal, ultraliberal,
que adquiere cuando tiene que matarse intelectualmente al renunciar a su
izquierdismo. Mario incurre en un acto de inmolación, de haraquiri, entonces
Mario mata a Mario el año 1971. La mejor manera de matarse, en este caso, de
abolir el pasado, de renunciar a la identidad, desaparecer como lo que era, fue
precisamente yéndose a las antípodas. Se compró el liberalismo con todo
y se tuvo que comer un montón de sapos, porque el liberalismo no es sólo una
doctrina agradable, simpática, acogedora, llamativa y casi fascinante para un
intelectual: sí, la libertad; sí, el estado mínimo que apenas regule. No, el
liberalismo es mucho más: es una estructura económica de poder que está
apadrinando ese discurso sobre la libertad y ofendiéndolo. Vargas Llosa construye una muy
complicada, muy sofisticada coartada intelectual: pasa de la Casa de las
Américas al castillo del liberalismo. El problema es que el liberalismo, como
le decía, no es sólo esa doctrina de la libertad. Es la aldea global, las
grandes corporaciones y, ahora lo sabemos, en muchos casos es la CIA. Ahora estoy
leyendo un libro sobre la Historia Cultural y la CIA, escrito por una
norteamericana muy rigurosa, en donde entre otras cosas se demuestra que el
Congreso por la Libertad Cultural era un organismo financiado por la CIA. El
congreso por la Libertad que fue tan extraordinariamente famoso en la
posguerra, y hasta los años 60. Aquí hubo una filial del Congreso por la
Libertad que la dirigió Jorge Luis Recabarren. Era todo, absolutamente
todo, financiado por la CIA. Ahora sabemos que la CIA ayudó muchísimo a
edificar el mito sobre el impresionismo abstracto de Nueva York de los años
50-60. Ese estallido extraordinario de la pintura norteamericana estuvo
financiado por la CIA. Entonces, claro, el liberalismo es también eso. El
liberalismo es Carlos Slim proponiendo un estado pequeño. El liberalismo es
Ronald Reagan, un vasto asesino, proclamando un estado pequeñito y la no
regulación de los bancos, ya sabemos cómo terminó eso. El liberalismo es Bankia
de España quebrando y pidiéndole al gobierno español plata cuando quiebra y la
Unión Europea dándole esa plata para que no quiebre mientras hay 45% de parados
entre la juventud española, ¡eso es el liberalismo!, y esos sapos se los tragan
aquellos defensores del liberalismo».
—Guillermo Giacosa me decía que al escribir sus
artículos producía mucho cortisol, ¿usted siente o cree que le pasa lo mismo?
—No, yo no siento eso. En todo caso envidio la perspectiva deportiva de mi amigo
Giacosa a quien leo frecuentemente y que me parece un gran tipo. Yo no
siento eso. Yo siento que elaboro mi sublevación constante. Pero mi construcción es más bien
morosa. No escribo con la pasión, con la intensidad de un tipo que está,
efectivamente, vomitando adrenalina. No.
—¿Escribe sus artículos semanales de un tirón?
—Sí, de un tirón. A veces muy rápido, a veces no tan rápido. A veces con correcciones, y
otras sin correcciones, dependiendo de la tiranía del tiempo. Pero trato de
calmarme cuando escribo, no escribo al calor. Al contrario, yo siento que me enfrío cuando
escribo, porque si
yo pusiera en el papel —en el papel hipotético y virtual de la
computadora en este caso— lo
que siento y la desazón que me gobierna a veces, si yo pusiera eso, sería una
columna onomatopéyica y
procaz, sería coprolalia con onomatopeya, ¡sería algo de la puta madre! Lo que tengo que hacer
precisamente es ponerme
hielo en la cabeza.
REDOBLE DE
RECUERDOS DE UNA ACALORADA ENTREVISTA: SCORZA
«Scorza fue
un personaje tan complejo. Ahí, por ejemplo, puedo decirle, y haré felices a
aquellos que me piden autocrítica, que yo me excedí, traté mal a Scorza, lo
traté como no se merecía. Mi vargasllosismo de esa época me empujó a una
visión, digamos, formalista en exceso y Scorza no se mereció esa entrevista.
Creo que yo tampoco me la merezco».
—Fue
usted injusto con él.
—Fui
extraordinariamente injusto con Manuel Scorza. Me gustó mucho Historia de
Garabombo el invisible, me gustó casi más que Redoble por Rancas,
había un encanto en él. Ahora, lo que pasa es que Manuel dejaba demasiadas huellas de sus filiaciones:
estaba García Márquez metido en su lenguaje. Pero, cuando pasen los años
y esas deudas ya no se mencionen, Scorza va a sobrevivir. No tengo ninguna duda
de que va a pasar la prueba del tiempo.
UN MUNDO
NUEVO: OSWALDO REYNOSO VENTILÓ MI COVACHA
«Oswaldo
Reynoso, que posee una producción muchísimo menor, ha tenido un mérito que ha
sido el de abordar desde la entidad la Lima urbana, y pocos lo han hecho bien.
Congrains quiso hacerlo, tiene muchos méritos, pero creo que no lo logró. Luis
Loayza no escribió la novela que todos esperábamos de él. A mí, Ribeyro me
gusta con muchas intermitencias: la verdad, no es un escritor que me fascine.
Pero a mí me gustó mucho Los inocentes: me descubrió un mundo, un
lenguaje y una violencia que yo no conocía, que mi aislamiento me había
impedido conocer…»
—Había un
mundo allá, afuera de su alcoba.
—Exactamente.
Y Reynoso me abrió las puertas y me abrió las ventanas y ventiló mi covacha. Y
metió un montón de ruido. Es
contundente, coral, callejero, eso es lo que más me gustó. Al final de
cuentas es lo que puede a uno gustarle de un escritor tan raro como Bukowski: justamente esa
turbidez primaria y casi salvaje de la calle, ¿no?
—Muchos escritores le hacen ascos a Bukowski, está de
moda…
—¡Bueno, allá ellos, no saben lo que se pierden! No
tienen la menor idea de lo que se pierden. Para
amar a Góngora hay que leer a Bukowski.
EL OBRERO
QUE SE CONVIRTIÓ EN ARQUITECTO DE BRASILIA
—Justamente
un gran amante de la poesía de Góngora es Mario Vargas Llosa, usted sigue
siendo un vargasllosiano rendido.
—Respecto a
sus tres novelas fundacionales, sí, sin lugar a dudas. Y si tuviera que
escoger, y si me dijeran
que es de vida o muerte que escoja, me quedaría con La Casa Verde
que es una novela espléndida, a la que no le sobra una palabra.
—Pero considera que las entrevistas
que le hizo a Vargas Llosa han sido fallidas.
—Sí, muy amigueras, muy devotas. Había mucha
admiración, complicidad, yo he sido muy próximo a
Mario como lector, como amigo, y así no se pueden hacer entrevistas, así se
pueden hacer tertulias.
—¿Qué
pregunta incómoda le haría ahora?
—Bueno la
que usted mencionó con esa pregunta: qué sintió al darle la mano a Alan García.
Y estoy hablando en términos literales y metafóricos: qué sintió al darle una
mano a Alan García, porque le dio una mano. Ayudó a García a que se luciera con
el mayor escritor del Perú, ¡cosa que García no habría ni soñado! Esa
fotografía la va a ocultar Mario y la va exhibir siempre Alan García jactándose
de su poder de convocatoria.
—Pero
tampoco duda de que va a quedar Vargas Llosa y no va a quedar García…
—Hombre,
imagínese, ¡cómo voy a dudar de eso! En doscientos años, ciento ochenta años,
Alan García será otro Piérola, otro Prado, ¿me entiende? Vamos a ver, a mí
cuando me hablan del futuro, siento que la mezcla de humanidad con eternidad
siempre me parece ridícula, no sé cuánto duraremos ni qué seremos…
—Quizá un
libro se convierta en un objeto en obsolescencia.
—Un libro
siempre, no sólo hoy, no olvidemos eso. No olvidemos cuántos libros quemó la
iglesia. Los libros siempre fueron amenazas contra el poder. Pero para
responder a la pregunta de si Mario prevalecerá: sin lugar a dudas. Prevalecerá
por lo que hizo, no por el Perú, sino por la literatura. Las tres primeras novelas de
Vargas Llosa son universales y son de una calidad extraordinaria,
sinceramente. Y además es
más extraordinario si uno piensa que Mario era un escritor muy mediano cuando
empezó, o sea, los Los Jefes es horrrible, ¡un libro horrible! Es decir,
si uno lee Los Jefes no puede asociar Los Jefes con La ciudad
y los perros. Es imposible: parecen dos personas distintas, dos
estilos distintos. A Mario le ha costado una enormidad aprender a escribir.
—Es un obrero, ¿verdad?
—Sí, pero es un obrero que se convierte en el
arquitecto de Brasilia, es increíble, ¿no?, o sea, ¡es el albañil más esforzado
del mundo! Porque
llega a escribir extraordinariamente bien en esas tres novelas. A partir
de allí produce industrialmente.
JULIUS
FRENTE AL PELOTÓN DE FUSILAMIENTO
—Mi
pregunta sobre si Mario Vargas Llosa va a quedar o no viene a cuento también
por el sarcasmo que apareció en su semanario acerca de la novela inédita de
Alfredo Bryce Echenique que, según la nota, será el acontecimiento literario de
la década. La primicia venía con un fragmento del comienzo de la novela de
Bryce: «Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el
coronel Aureliano Buendía, había de recordar aquella tarde remota en que su
padre lo llevó a conocer el hielo»
—¡Bueno!
—exclama con sorna.
—¿No cree
que a pesar del tropezón de los plagios va a quedar Un mundo para Julius
u otra novela de Bryce?
—Yo creo que
de Bryce no va a quedar nada. Un mundo para Julius no es una gran
novela, es una novela querendona, simpática, tierna, dable y ta, ta, ta… pero,
digamos, es la
presentación proustiana de una derecha, de una clase conservadora, que no se
parece en nada a lo que pinta Alfredo ahí: un mundo relativamente casto en donde gente bien
distraída, generalmente de procedencia inglesa, vive y se entreteje, ¡no!
No es un testimonio y no es una gran novela y a mí lo que no me gusta de Bryce
es su estilo: los diminutivos reiterados, su falsa oralidad. No niego que Un
mundo para Julius tiene méritos. No lo niego, desde luego. Estoy hablando
de mi gusto, porque usted me ha preguntado por mi gusto y yo creo que de
Alfredo no va a quedar nada, pero, en fin, es una opinión. Me puedo equivocar y
creo que, en este caso, quisiera equivocarme.
—Pero hay
una actitud muy condescendiente con él, perdonavidas…
—No. Es que
ahora resulta que es la víctima, es increíble. El hombre que plagia dieciséis
textos, y es descubierto, multado y comprobadamente castigado, ahora resulta
ser la víctima de una conspiración más o menos truculenta y diabólica y de lo
más perversa. Es que eso es el Perú, ¿no? Y lo que he hecho ahora es
responderle con ironía, o con sarcasmo, o con crueldad, pero yo creo que se lo
merece porque me parece que es el colmo que se presente como víctima. Claro, ¿a
qué apela? Al viejo tic peruano de la amnesia. El Perú tiene una vocación
enorme por la amnesia. Hace tres años la condena era más o menos clara, ya
prescribió desde el punto de vista de la memoria, y ahora es una víctima.
Hombre, ya, por favor, ¡que viva tranquilo sus últimos años y que deje de fastidiar!
TODOS NOS
CREEMOS DORIAN GRAY
—Don César, ¿cómo se aprende a ser viejo?
—¡No se aprende! No se aprende. Y lo peor de todo es
que la vejez existe para los otros, pero los viejos nunca creen que son viejos.
Y los viejos vivimos en la ficción de Dorian Gray. Todos los viejos nos creemos
Dorian Gray y creemos
que nuestra juventud es eterna.
—Lo recuerdo
citando a Juan Gonzalo Rose: «deberían haber catedrales para los que no creen».
¿No le vienen raptos o ansias de buscar a Dios? Yo creo, por ejemplo, que en la
poesía de Vallejo hay un afán desesperado de encontrar a Dios.
—Sí, es una
opinión debatible. Me parece interesante. Pero yo practico un agnosticismo sin fisuras. Yo no puedo creer en ese Dios
inventado, interesado en matar, en elegir a algunos como privilegiados y a los
demás como réprobos. En el Dios judeocristiano no creo en absoluto, y no
creo en el Dios mahometano, ni
en el Dios budista, no creo en ninguna divinidad, no creo en el dios Sol
ni en los Apus, no
creo en el Dios católico y menos creo en sus vicarios, en sus mensajeros, en
sus embajadas, no creo en la chacana y no creo en la primera comunión. La mayor
tragedia es que la vida no tiene sentido y sin embargo es maravillosa.
UN
OBITUARIO, POR FAVOR…
—¿Usted
cree que la vida no tiene sentido al estilo onettiano?
—Y, sin
embargo, es maravillosa. Quizá porque no tenga sentido es maravillosa. Porque
es un destino que tenemos que obedecer. La vida es un mandato y al final la muerte es el fracaso
absoluto. Entonces yo soy un agnóstico doctrinario. No es que Dios se portó mal conmigo
y dejé de creer. Es que nunca creí, es que nunca pude, es que jamás pude aceptar esta
mitología hirsuta, esta mentira absolutamente canalla. Un Dios que manda a matar, que
manda a degollar, que manda a exterminar. ¡Pero qué rezago neardental tenemos
que tener para inventar un Dios así! ¡Un Dios asesino! Quizá por eso dicen que somos
hechos a su imagen y semejanza, probablemente.
—Pero Dios, o la idea de Dios está por encima de eso,
de los errores humanos…
—No, no creo. Creo que somos un producto inexplicable
del azar y de la química y navegamos hacia la nada en un planeta extraño,
anómalo.
—¿Ha leído la Biblia?
—No, no he leído la Biblia. He podido leer capítulos
de la Biblia algunas veces, pero la Biblia completa jamás.
—¿Le aburre?
—No, no me aburre. Quizá sea fuerte lo que le voy a
decir: me deprime y a veces me asquea. Me asquea porque pretende ser una
mentira con impunidad y no puedo aceptarlo.
—En un
programa de televisión invitó a Marco Aurelio Denegri. Ambos parecían dos
escépticos del amor occidental. Sin embargo, ahora resulta que usted se ha
vuelto a casar. Quizá ha vuelto a tener fe pero en el amor…
—Sí, es algo
privado, personal. Pero yo creo que sí he vuelto a tener fe en la felicidad, en
la profundidad de ser feliz en
compañía de alguien afín, interesante y además, en este caso, bella. Pero el consuelo de la religión
nunca me ha tentado. Será porque nunca he aceptado el miedo como gobernador de
mi vida.
—Nunca le ha tenido miedo a la muerte.
—No le temo a la muerte, pero lo mejor de todo es que
no le temo a la vida. Creo que eso es lo más importante. No le temo a la vida, por lo tanto no
tengo esa propensión a creer en un gran Señor Celestial de todas las comarcas,
que va a influir en mi vida y va a hacer que obtenga la fortuna que no se me
dio y de todos aquellas cosas que se piden en el pozo de los deseos de Santa
Rosa…
—¿Tiene
alguna frase o máxima que lo haya marcado en su vida?
—En ese
sentido, no. Como le digo, la
religión es la más grande construcción del miedo, el gran templo del miedo.
Se basa en eso: el miedo. No significa que yo sea un envalentonado, un héroe o
un laico que desee la muerte, ¡no! Significa que jamás he podido sobornar a mi razón para abrirle las
puertas a la religión. Mi
razón es insobornable. Hay algo en mí, racional, que no cede, que no
puede ceder, y eso me ha evitado la religión. ¿Y sabe qué? Agradezco eso porque si yo fuese religioso,
entonces creería que Dios me ampara y, cuando hablo con usted, imaginaría que
yo, de algún modo, interpreto a Dios, y que usted, desde su réproba crítica, es
un adversario o es un perdido o es una oveja descarriada. Tendría la falsa
superioridad de los profetas.
—¿No visita
a sus parientes muertos en los cementerios?
—A mi madre.
Pero la verdad es que tampoco creo en el asunto de la permanencia de las almas.
Somos lo que somos y la valentía consiste en aceptarlo. La religión es una cobardía multitudinaria,
gigantesca, planetaria. Tenemos miedo, por lo tanto: «Diosito, ayúdame». No,
hombre, no. Venimos de la nada y vamos a la nada.
—¿Qué le gustaría que pusieran en su obituario?
—Bueno, es
una pregunta bastante desagradable pero, dado que es usted, le contestaré: «no creyó en casi nada por pura
convicción».
—¿Y qué cree que pondrían sus enemigos?
—No me interesa —y, abruptamente, se pone de pie dando
por terminada la entrevista.
—Por favor,
¿me firmaría su libro Una piedra en el zapato?
—Cómo no
—accede y, mientras me autografía la publicación, lo reitera con convicción—:
no me interesa, es la verdad.
Antes de
despedirme, pido un último instante para tomarme una fotografía con el
periodista. Le indico a su ayudante de casa que «aprete» el botón del medio de
mi equipo MP4 para la captura de la imagen. César Hildebrandt, antes de posar, me mira, algo
contenido, intentando no amonestarme: «en estos momentos voy a hacer de Martha
Hildebrandt: no se dice “aprete”, sino “apriete”». Y yo, en efecto,
siento que, a manera de colofón, acabo de recibir una amonestación de su
temperamental —y atrabiliaria— hermana.
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