La derrota del cello
(Hildebrandt)
Cuando
quiero reconciliarme con la especie humana, pienso en Jacqueline du Pré, la
asombrosa cellista británica que asombró al mundo desde su primer concierto
como solista a los doce años de edad, fue la discípula preferida del enorme
William Pleeth y se hizo judía para casarse con el pianista Daniel Barenboim.
La
llamaban algo así como “Sonrisas” por su facilidad para ser feliz en la música
y con la música. Todas las imágenes documentales que de ella quedan la muestran
dominada por una energía dulcificada por su amor a lo que hacía y por una
sonrisa que postulaba, sin quererlo, a ser el centro del universo.
Interpretó
a Schumann como nadie, a Elgar como éste hubiese soñado, a Franck con matices
que ninguno de sus colegas de instrumento pudo percibir.
Porque
el cello tiene un rango de registros que no parece extenderse a los costados
sino en profundidad o hacia arriba, hacia la tierra grave o los azules ligeros
de la atmósfera, vertical hacia abajo con Schumann y su albedrío hecho pedazos
por la demencia, vertical hacia arriba con Bach y sus ensayos de autista
estratosférico y maravilloso. Puede haber pianistas tocando en piloto
automático, perfectos en su gelidez como Claudio Arrau. Pero nadie ha escuchado
jamás a un cellista que no dé la vida a la hora de escoger el ángulo del arco y
la delicadeza del esfuerzo. Y los que se vuelven mercancía como Yoyoma corren
el riesgo de sonar demasiado, de extender demasiado su repertorio y de perder
cada día que pasa un poco más de intensidad en esos dominios dictados por la
industria fonográfica.
Jacqueline
era rubia hasta el sol y sola –aun después de casarse– al natural. La verdad es
que sólo se casó con el cello y el cello la amó como a muy pocas.
Tenía
26 años y estaba en la cima de su carrera cuando las manos empezaron a
entumecérsele y la fatiga a postrarla. Luego vinieron, lentamente, a paso de
procesión devastadora y de ensañamiento inexplicable, la doble visión, la
debilidad muscular, las dificultades para tragar. Batalló durante años en contra
de la esclerosis múltiple pero la inevitable derrota se produjo el 19 de
octubre de 1987. Tenía en ese momento 42
años y había sido maravillosa y doliente como suelen ser las personas más allá
de lo común, las fascinadas por el arte y las tocadas por el mal de la
perfección imposible.
A
la hora de su agonía, el viejísimo maestro Pleeth le puso el concierto para
cello de Schumann interpretado por ella misma. En esos momentos, los de su
muerte próxima, Pleeth debió recordar que Du Pré no aparecía en un concierto
desde 1972, la noche aquella en que debió tocar a Brahms, en Nueva York, sin
sentir nada en las manos por la esclerosis, calculando la digitación por
instinto y teniendo crisis de rigidez muscular en la mano del arco. El público
la aplaudió como nunca pero la atmósfera de la sala, con Leonard Bernstein en
la batuta, era trágica.
Cuando
todo se me hace repulsivo, vuelvo al cello. No a tocarlo, como hubiese querido
y me fue negado con justicia, sino a oírlo.
De
él obtengo mis mejores momentos: a ese grado de aislamiento he llegado (y no me
quejo, lo proclamo con aire liberado).
El
cello es la voz de una garganta primordial que nos grita o susurra que todo
pudo ser arte (aunque fue guerra), que todo debió ser vitalidad creadora (y fue
aflicción), que toda la ciencia debió reducirse a la transformación de algunas
maderas y ciertas tripas en música celestial, en Bach o Elgar, Bruch o Fauré.
Si
Dios existiera debiera tocar cello en vez de trompetas de anunciación y debería
recibirnos –si llegáramos– encabezando una orquesta de cámara que tocara a
Marais con la antigua exactitud del cuarteto Espectro de la rosa.
Pero
no: Dios no existe ni puede estar detrás de la creación de una entidad tan
maligna como el ser humano, alguien que pudo dedicarse al cello y a actividades
del ramo pero prefirió, como tarea esencial, matar a sus semejantes, erigir
muros con púas para resguardar lo que jamás fue suyo e inventar dioses con
patria y sello étnico para justificar el exterminio de los otros.
Dios
no podría haberse equivocado tanto como para permitir la derrota del cello.

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