El monje y la hija del verdugo. Ambrose Bierce
Ambrose Bierce
I
El primer día de mayo del año de
nuestro Señor de 1680, los monjes franciscanos Egidio, Romano y Ambrosio fueron
mandados por su Superior desde la ciudad cristiana de Passau hasta el Monasterio
de Berchtesgaden, en los alrededores de Salzburgo. Yo, Ambrosio, era entonces
el más joven y fuerte de ellos, ya que sólo tenía veintiún años.
Sabíamos que
el monasterio de Berchtesgaden se encontraba en una comarca agreste y
montañosa, cubierta de oscuros bosques infestados de osos y espíritus
perversos, y nuestros corazones se hallaban llenos de pesadumbre al pensar qué
podría ocurrirnos en un lugar tan horrible. No obstante, como es un deber
cristiano ofrecer el sacrificio de nuestra obediencia a la Iglesia, no
protestamos, e incluso nos sentimos alegres de acatar de esta forma el deseo de
nuestro reverendo Superior.
Después de
recibir la bendición y de rezar por última vez en la iglesia de nuestro Santo,
cerramos nuestras capuchas, nos calzamos sandalias nuevas e iniciamos nuestra
marcha acompañados por las bendiciones de todos. A pesar de que el trayecto era
largo y peligroso, no perdimos la esperanza, ya que ésta es en el fondo el
principio y fin de toda religión, y además una característica de la juventud,
que también sirve de apoyo en la vejez. Por ese motivo, nuestros corazones
superaron enseguida la tristeza de la partida y se alegraron con los nuevos y
diversos paisajes que nos ofrecía nuestro primer contacto verdadero con la
hermosura de la tierra, tal y como Dios la creó. El colorido y el brillo de la
atmósfera recordaban al manto de la Santísima Virgen: el sol resplandecía como
el Áureo Corazón del Salvador, del que brota luz y vida para la humanidad
entera. La bóveda azul oscura que se desplegaba en las alturas formaba,
también, un precioso oratorio en el que cada hoja de hierba, cada flor y cada
criatura ensalzaba la gloria de Dios.
Mientras
atravesábamos las múltiples aldeas y ciudades que se escalonaban a lo largo de
nuestra travesía, miles de personas atareadas en todos los trabajos de la vida
cotidiana nos ofrecían a nosotros, pobres monjes, un espectáculo nuevo e
insólito que nos llenaba de asombro y admiración. Muchas iglesias se nos
presentaban conforme avanzábamos en nuestro itinerario, y la caridad y el
fervor popular se ponía de manifiesto en el júbilo con que éramos acogidos y en
la velocidad con que satisfacían cualquier necesidad que manifestáramos,
haciendo que nuestros corazones se encontrasen plenos de gratitud y alborozo.
Todos los emplazamientos de la Iglesia eran prósperos y opulentos, lo que
demostraba que eran vistos con buenos ojos, y protegidos por el buen Dios a
quien servimos. Los huertos y jardines de monasterios y conventos estaban muy
bien cultivados, mostrando así la habilidad y dedicación de los piadosos
campesinos y de los honrados habitantes de los claustros. Era una gloria poder
escuchar el repique de las campanas que anunciaban cada hora del día, y los
dulces tañidos parecían las voces de ángeles que entonasen alabanzas al Señor.
Allí donde
llegábamos, saludábamos a las personas en nombre de nuestro santo superior.
Encontrábamos todos los ejemplos imaginables de humildad y alegría; mujeres y
niños se echaban a la vera del camino y se apelotonaban a nuestro alrededor
para besarnos las manos y pedirnos que les bendijéramos. Casi podría decirse
que ya no éramos los humildes esclavos del Señor, sino los amos y señores de
toda aquella hermosa tierra. Pero que no se arraigue la soberbia en nuestro
espíritu; debemos conservar la modestia para no desviarnos de las reglas de
nuestra Orden, ni pecar tampoco contra nuestro bienaventurado Santo.
Yo, el
hermano Ambrosio, debo confesar con vergüenza y remordimiento, que mi alma se
dejó arrastrar con demasiada frecuencia por pensamientos muchas veces mundanos
y pecaminosos. Me parecía que las mujeres se empeñaban con mayor afán en besar
mis manos que las de mis hermanos, lo que sin duda no era cierto, ya que no soy
en absoluto más santo que ellos y, además, soy más joven y menos experto en el
temor y los mandamientos del Señor. Cuando percibí el error en que incurrían
las mujeres y noté la forma en que las doncellas fijaban en mí sus ojos, me
sentí aterrado y me pregunté si estaría en condiciones de mantenerme indemne en
caso de que me llegara la tentación; y con frecuencia pensé, tembloroso y
asustado, que los votos, las oraciones y la penitencia no bastan en sí mismos
para convertirlo a uno en santo; es necesario tener un corazón cuya pureza sea
tanta que ignore la tentación. ¡Infeliz de mí!
Al caer la noche siempre nos alojábamos en
algún monasterio, e invariablemente éramos calurosamente recibidos. Nos daban
comida y bebida en abundancia, y al sentarnos a la mesa, los monjes
acostumbraban a reunirse alrededor de nosotros pidiéndonos noticias de ese
inmenso mundo que teníamos el privilegio de haber visto y conocido tanto.
Cuando conocían cuál era nuestro destino, normalmente nos compadecían, por
haber sido condenados a vivir en aquella inhóspita región montañosa. Nos
hablaban de glaciares, montañas coronadas de nieve y gigantescos promontorios,
torrentes impetuosos, cuevas y tenebrosas selvas; asimismo, solían hacer
referencia a un lago tan terrible y misterioso que no tenía igual en el mundo.
¡Que Dios se apiade de nosotros!
Al quinto día
de nuestro viaje, cuando nos encontrábamos un poco más allá de Salzburgo,
pudimos contemplar un extraño y ominoso espectáculo. Sobre el horizonte,
justamente frente a nosotros, se levantaba un enorme banco de nubes, con
infinidad de puntos grises y manchas aún más oscuras, y arriba, en medio de
esas nubes y del cielo azul, aparecía como un segundo firmamento de blancura
inmaculada. Aquel paisaje nos intrigó y alarmó considerablemente. Las nubes
permanecían estáticas; las miramos durante horas y no logramos advertir el
menor cambio. Después, aquella misma tarde, cuando el sol desaparecía en
poniente, las nubes comenzaron a brillar de forma resplandeciente. ¡Brillaban y
refulgían de forma asombrosa, dando en ocasiones la impresión de haberse incendiado!
Nadie puede imaginar nuestro desconcierto al ver que lo que habíamos tomado por
nubes eran únicamente tierra y rocas. Es más, estábamos en presencia de las
montañas de que tanto nos habían hablado, y aquel extraño firmamento blanco era
en realidad las nevadas cumbres de la cordillera, que, tal y como afirman los
luteranos, les es posible mover con su fe. Aunque yo lo dudo mucho. II Al
pararnos a la entrada del desfiladero que se adentraba en las montañas, nos
sobrecogió el desaliento. Aquello parecía la boca del Infierno. A nuestra
espalda se extendía la bella campiña que acabábamos de recorrer y que en aquel
momento nos veíamos obligados a dejar para s 4 se levantaban, ceñudas, las
montañas con sus inhóspitos precipicios y sus selvas encantadas que interrumpían
la visión, y llenas de peligros para el cuerpo y el alma. Vigorizamos nuestro
ánimo con aguardiente, y entramos en el angosto desfiladero rezando y
susurrando anatemas contra el mal, en nombre de Dios, abriéndonos camino y
preparados para enfrentar cuanto pudiese ocurrir. Mientras recorríamos
prudentemente nuestro trayecto, árboles enormes dificultaban nuestro avance, y
un denso follaje casi suprimía la luz del día, de tan fría y profunda como era
su sombra. El sonido de nuestras pisadas y voces -cuando nos atrevíamos a
hablar- se repetía en el eco de los enormes promontorios que bordeaban el
desfiladero con tanta claridad y de forma tan reiterada -y a pesar de ello, tan
diferente cada vez- que casi podíamos asegurar que nos acompañara una turba de seres
invisibles, dispuestos a reírse de nosotros, y a burlarse de nuestro miedo. A
nuestro paso, enormes aves de presa, a las que nuestra aparición había llevado
a abandonar sus nidos construidos en la cima de los árboles y en las laderas de
los promontorios, se balanceaban sobre altísimos riscos y nos miraban
malignamente; buitres y cuervos graznaban sobre nuestras cabezas con tonos
ásperos y estridentes que nos helaban la sangre en las venas. Ni siquiera
nuestros cánticos religiosos y nuestras plegarias lograban traernos la paz, ya
que no hacían sino atraer otras aves y, encima, sus propios ecos multiplicaban
aquel horrendo barullo que nos acosaba. Nos sorprendió ver que algunos de
aquellos inmensos árboles habían sido arrancados de cuajo de la tierra, y que
habían sido lanzados sobre las colinas, ladera abajo. Temblábamos al pensar en
lo gigantescas y terribles que habrían de ser las manos capaces de semejante
proeza. A veces pasábamos junto al borde de escarpados precipicios y las
oscuras grietas abiertas en las profundidades mostraban un espectáculo
espeluznante. Se levantó una tormenta y quedamos casi cegados por los fuegos
del cielo, mientras nos ensordecían truenos mil veces más salvajes de los que
nunca habíamos escuchado hasta entonces. Por fin nuestro terror llegó a un
paroxismo tal que a cada minuto esperábamos que algún diablo surgido del
Infierno saltara desde detrás de una roca y nos atacara, o que un oso terrible
apareciese de en medio de la maleza para cuestionar nuestro derecho a seguir
aquel viaje. Pero el sendero se veía atravesado únicamente por ciervos y
zorros, y de alguna forma se fueron apaciguando nuestros temores al entender
que nuestro bienaventurado Santo no era menos poderoso en las gigantescas
montañas que en las llanuras. 5 Finalmente llegamos a orillas de una corriente
cuyas aguas, cristalinas y plateadas, mostraron ante nuestros ojos un agradable
espectáculo. En sus profundidades, flanqueadas por rocosos peñascos, pudimos
ver preciosas truchas doradas, tan grandes como las carpas que viven en el
estanque de nuestro monasterio, en Passau. Incluso en estas comarcas salvajes,
el Cielo ha otorgado generosamente los elementos necesarios para que los fieles
lleven a cabo la abstinencia. Bajo los negros pinos, al lado de inmensos riscos
cubiertos de musgo, brotaban hermosas flores de color dorado o azul oscuro. El
hermano Egidio, que era tan erudito como piadoso, conocía aquellas plantas
gracias a su herbario y nos mostró cuáles eran sus nombres. Nos deleitamos en
la contemplación de escarabajos y mariposas brillantes que, tras la lluvia,
habían dejado sus escondrijos. Recogimos ramilletes de flores y perseguimos
hermosos insectos alados, olvidando, embriagados por la alegría, las oraciones
y las preocupaciones, los osos y los espíritus del mal. Pasaron muchas horas
sin que viéramos una casa o un ser humano. Lentamente nos íbamos internando
cada vez más profundamente en la región montañosa; las dificultades que nos
veíamos obligados a afrontar se hacían cada vez mayores y se repetían los horrores
de nuestro inhóspito paisaje, aunque impresionando cada vez menos nuestros
espíritus, ya que comprendimos que el buen Dios nos estaba resguardando para
que pudiésemos servir durante más tiempo a Su santa voluntad. Un recodo del
tranquilo arroyo se interpuso en nuestro camino y, al acercarnos, comprobamos
con júbilo que lo atravesaba un puente rudimentario, aunque muy sólido. Cuando
nos disponíamos a cruzarlo, miré casualmente a la otra orilla y vi algo que me
heló la sangre. En la margen opuesta había una pradera cubierta de bellas
flores, ¡y en el centro se levantaba un patíbulo del que colgaba el cadáver de
un hombre! Tenía el rostro vuelto hacia nosotros y pude distinguir con absoluta
claridad sus facciones, que a pesar de hallarse ennegrecidas y distorsionadas,
mostraban claramente que la muerte le había llegado ese mismo día. Me disponía
a llamar la atención a mis compañeros sobre aquel siniestro espectáculo, cuando
ocurrió algo asombroso: en la pradera apareció una joven de largo y dorado cabello,
sobre el cual lucía una corona de pimpollos. Vestía un traje de color rojo
brillante, y me dio la impresión de que iluminaba toda la escena como si fuese
una llama viva. No había nada en su conducta que 6 demostrase el menor temor
ante el cuerpo que colgaba en el patíbulo; muy al contrario, se acercó hasta él
con sus pies desnudos sobre la hierba, mientras cantaba en voz alta y suave, y
al tiempo que agitaba los brazos intentando ahuyentar a las aves de presa que
se apiñaban alrededor de la horca y proferían estridentes graznidos,
acompañados de violentos aleteos y rechinar de picos. Cuando la muchacha se
acercó, las aves levantaron el vuelo, a excepción de un enorme buitre que
permaneció encaramado en el patíbulo como si quisiera desafiar o amenazar a la
joven. Ella se aproximó a la repugnante criatura saltando, bailando y gritando
hasta que logró asustarla, obligándola a desplegar sus enormes alas y a
alejarse con un pesado vuelo. Entonces la niña paró de danzar, se situó al pie
del patíbulo y fijó su mirada tranquila y reflexiva en el cuerpo del desdichado
que se balanceaba en la cuerda. El canto de la muchacha había llamado la
atención de mis compañeros, y los tres permanecimos contemplando a la
encantadora joven y a la insólita escena que la rodeaba, demasiado aturdidos
como para pronunciar palabra. Mientras observaba la sorprendente situación,
sentí como si un escalofrío recorriese mi cuerpo. Dicen que éste es el indicio
inequívoco de que alguien acaba de pisar el lugar que habrá de ser su tumba.
Por sorprendente que parezca, sentí el estremecimiento en el mismo momento en
que la muchacha caminaba bajo el patíbulo. Todo esto no hace sino demostrar, a
pesar de todo, hasta qué punto las legítimas creencias de los hombres se
encuentran sembradas de absurdas supersticiones, ya que, ¿cómo es posible que
un devoto fiel de San Francisco termine siendo enterrado bajo un patíbulo?
-¡Démonos prisa -insté a mis compañeros-, y recemos unas plegarias por el alma
del difunto! Enseguida llegamos al lugar indicado y, sin levantar la mirada,
rezamos con acendrado fervor, y en especial yo, ya que mi corazón rebosaba
compasión por el desgraciado pecador que pendía en lo alto. Recité las palabras
de Dios, que dijo «La venganza es mía», y recordé que el amado Salvador perdonó
al ladrón que se encontraba clavado en la cruz, junto a Él. ¿Quién podría decir
que no habría también misericordia y perdón para aquel desgraciado ajusticiado
en el patíbulo? Al acercarnos, la joven se retiró unos pocos pasos, sin saber
qué hacer respecto a nosotros y a nuestras oraciones. Inesperadamente, sin
embargo, en medio 7 de nuestras plegarias, oí cómo exclamaba con su tono
melodioso, semejante al tañido de una campana: «¡El buitre! ¡El buitre!», con
un tono agitado, como si fuese presa de un intenso miedo. Al mirar hacia
arriba, vi una gigantesca ave gris que sobrevolaba los pinos y se lanzaba
inmediatamente en nuestra dirección. Estaba claro que al buitre no le dábamos
miedo nosotros, ni nuestro sagrado ministerio, ni nuestras piadosas oraciones. Mis
hermanos, sin embargo, se enfadaron con la interrupción provocada por las
palabras de la joven, y la reprendieron severamente, aunque yo les dije: -Puede
que la niña sea pariente del difunto. Meditad en esto, hermanos: esa terrible
bestia se dispone a desgarrar la carne del rostro y a alimentarse con sus manos
y con el resto de su cuerpo. Es muy lógico que haya gritado espantada. Uno de
los hermanos dijo: -Acércate a ella, Ambrosio, y dile que se calle para que
podamos rezar en paz por el espíritu de este pecador. Me abrí camino entre las
olorosas flores hasta el lugar en que se encontraba la muchacha, con sus ojos
todavía fijos en el buitre que volaba en círculos cada vez menores sobre el
patíbulo. La exquisita figura de la chica se destacaba espléndidamente junto al
macizo de flores plateadas que crecían en el arbusto a cuyo lado se había
parado; y sucumbí a la tentación de observarla un instante. Erguida y esbelta,
me contempló mientras me acercaba, a pesar de que me pareció ver un destello de
miedo en sus enormes ojos oscuros, como si temiese que pudiese hacerle algún
daño. Ni siquiera al llegar más cerca realizó el gesto de adelantarse -como
suelen hacer mujeres y niños- para besar mis manos. -¿Quién eres? -le
pregunté-. ¿Y qué haces en este horrible lugar, totalmente sola? No me
contestó, ni hizo tampoco el menor gesto, por lo que me vi forzado a repetir mi
pregunta: -Dime, pequeña, ¿qué es lo 8 Ella negó con la cabeza. -¿Le conocías,
entonces -continué-, o es que te estás apiadando de las circunstancias tan poco
cristianas de su muerte? Pero la joven permaneció callada, y tuve que reanudar
mi interrogatorio. -¿Cómo se llamaba, y por qué le ajusticiaron? ¿Cuál fue su
delito? -Su nombre era Nathaniel Afinger, y mató a un hombre a causa de una
mujer - respondió ella con voz clara, y en un tono de la mayor indiferencia
imaginable, como si el crimen o el ajusticiamiento fuesen acontecimientos sin
el menor interés. Me quedé estupefacto y la miré severamente, pero su aspecto
era tranquilo, sin que se advirtiese en él nada de asombroso. -¿Conociste al
reo? -No. -¿Y a pesar de ello vienes hasta aquí para proteger su cuerpo de las
aves carroñeras? -Sí. -¿Por qué haces algo así por una persona a la que ni
siquiera conoces? -Siempre lo hago. -¿Cómo? -Siempre que alguien es colgado en
este patíbulo, me acerco hasta aquí y ahuyento a los buitres y cuervos,
obligándolos a buscarse comida en otro lado. ¡Mire..., ahí se acerca otro
buitre! Profirió un grito salvaje, gesticuló con los brazos encima de la cabeza
y se lanzó a la carrera a través del prado de una forma que me llevó a creer
que estaba loca. La enorme ave se alejó volando, y la joven retornó
tranquilamente a mi lado; apretó sobre el corazón sus manos morenas y exhaló un
profundo suspiro, como si estuviese agotada. Le pregunté con la mayor
amabilidad que fui capaz de darle a mis palabras: -¿Cuál es tu nombre?
-Benedicta. -¿Quiénes son tus padres? -Mi madre murió. 9 -Bueno, pero ¿quién es
tu padre? Se quedó callada. Entonces la exhorté para que me dijese dónde vivía.
Mi intención era llevarla hasta su casa y apremiar a su padre para que cuidase
mejor de la joven, y no la dejase vagabundear nuevamente por un sitio tan
horrible. -¿Dónde vives, Benedicta? Dímelo, por favor. -Aquí. -¿Cómo que aquí?
Pero, hija mía, aquí sólo hay un patíbulo. Ella señaló hacia los árboles.
Siguiendo la dirección de su dedo vi entre los pinos una cabaña destartalada
que parecía más un establo que una vivienda. Entonces entendí inmediatamente,
mejor que si me lo hubiese dicho ella misma, quién era su padre. Al volver al
lado de mis compañeros, éstos me preguntaron quién era aquella joven, y yo les
contesté: -Se llama Benedicta, y es la hija del verdugo. III Después de
encomendar el espíritu de aquel desgraciado a la intercesión de la Santísima
Virgen y de todos los Santos, dejamos aquel lugar maldito, aunque mientras nos
marchábamos me permití volver la cabeza para mirar una última vez a la hermosa
hija del verdugo. Seguía en el lugar donde la había dejado; sus ojos no se
apartaban de nosotros. Su bella y blanca frente estaba todavía coronada por
aquella guirnalda de prímulas que le otorgaba un encanto añadido a la
maravillosa hermosura de sus facciones y de su expresión, y sus enormes ojos
oscuros refulgían como las estrellas en una medianoche invernal. Mis hermanos,
para quienes la hija de un verdugo era algo completamente ajeno a nuestra fe,
me echaron en cara el interés que había demostrado por la doncella. Me
entristeció pensar que a esa dulce y bella jovencita se la marginaba y despreciaba
por crímenes que no había cometido. ¿Por qué colocarle como un estigma
vergonzoso la horrible profesión de su padre? ¿Acaso no eran las más profundas
convicciones cristianas las que empujaban 10 a esta delicada criatura a
espantar a los buitres del cadáver de un congénere a quien ni siquiera había
conocido en el pasado y al que se había condenado a muerte? Me parecía que el
suyo había sido un acto más caritativo que el de cualquier cristiano declarado
que dona constantemente dinero a los pobres. Participé aquellas reflexiones a
mis compañeros, aunque pude comprobar con gran pesar por mi parte que no las
compartían en absoluto. Me replicaron que era un idealista y un loco que
animaba la intención de derribar las antiguas y edificantes costumbres del
mundo. Todos están obligados, me dijeron, a despreciar a la clase a la que
pertenecen tanto el verdugo como su familia, ya que quienes se relacionan con
semejantes criaturas no logran escapar jamás a la contaminación que provocan.
Tuve a pesar de todo la temeridad de sostener firmemente mis argumentos, y con
la humildad adecuada cuestioné la justicia de tratar a esas personas como
criminales, por el mero hecho de formar parte del mecanismo utilizado por la
ley para castigar a los delincuentes. El hecho de que en la iglesia al verdugo
y a su familia les es asignado un rincón oscuro y apartado, exclusivo para
ellos, no puede apartarlos de nuestro deber, como servidores del Señor, de
predicar el evangelio de justicia y perdón y de dar un ejemplo de amor y piedad
cristianos. Sin embargo mis hermanos se enojaron de tal forma conmigo, y sus
voces resonaron atronadoras en aquella desolada región hasta un punto tal, que
comencé a creerme un gran pecador, a pesar de que no lograba entender cuál
podría haber sido mi error. Lo único que me quedó por hacer fue confiar en que
el Cielo fuese más clemente con nosotros de lo que nosotros lo éramos con
nuestros semejantes. Al pensar en la joven, fue un consuelo para mí recordar
que su nombre era Benedicta. Puede que sus padres la hubiesen bautizado con ese
nombre sabedores de que nadie más la bendeciría nunca. Pero no puedo dejar de
describir también la asombrosa región a la que acabábamos de llegar. Si no
estuviésemos completamente seguros de que el mundo entero es obra del Señor, podríamos
tener la tentación de imaginar que una comarca de semejante apariencia sólo
podría ser el reino del Maligno. Bastante más abajo de nuestro camino, el río
rugía y bramaba lanzando espuma en medio de gigantescos peñascos cuyas puntas
grises parecían taladrar el cielo. A nuestra izquierda, conforme íbamos
escalando en el desfiladero, aparecía una floresta de pinos de terrible
aspecto, y justo frente a nosotros se alzaba una tremenda cumbre. Esa montaña,
a pesar de su apariencia tenebrosa, mostraba también un aspecto cómico: era
blanca y puntiaguda como el gorro de un bufón, y daba la impresión de que
alguien 11 había derramado además un costal de harina sobre la cabeza de tan
ridículo personaje. Pero después de todo, se trataba únicamente de nieve. ¡Nieve
en medio del espléndido mes de mayo! ¡Sin duda, las obras del Señor son
portentosas hasta el punto de aniquilar cualquier incredulidad! Pensé que si
aquella venerable montaña sacudiese la cumbre, la comarca entera quedaría
cubierta por nubes de nieve. Nos sorprendió bastante comprobar que a lo largo
de nuestro camino entre los árboles, se habían ido abriendo claros de
suficiente tamaño como para instalar en ellos una cabaña y una huerta. Algunas
de aquellas rústicas edificaciones se encontraban emplazadas en lugares de los
que se podría pensar que sólo las águilas tendrían la suficiente audacia como
para instalar allí sus nidos. Pero parece ser que no existe ningún lugar que se
vea libre de la intromisión del Hombre, que es capaz de extender su mano para apoderarse
de todo, incluyendo lo que está en el aire. Cuando finalmente llegamos a
nuestro destino y vimos el templo y la casa construidos en esta desolada
comarca para honra y gloria de nuestro amado Santo, una piadosa emoción nos
embargó. Sobre la superficie de un pedregoso promontorio cubierto de pinos se
encontraba un grupo de casas y cabañas; el monasterio se levantaba en medio,
como si fuese un pastor rodeado por su rebaño. Tanto la iglesia como el
monasterio eran de piedra tallada; su arquitectura, noble, amplia y
confortable. Que el buen Dios bendiga nuestra llegada a tan venerable hogar. IV
Ya llevo algunas semanas en esta inhóspita comarca, que a pesar de todo cuenta
también con la presencia del Todopoderoso, como en todas partes. Me encuentro bien
de salud y esta casa dedicada a nuestro amado Santo es como un baluarte de la
Fe, una morada de paz, un balneario para quienes desean huir de la furia del
Maligno, o para quienes soportan sobre sus hombros cualquier tipo de angustia o
pesar. Respecto a mí, no puedo decir tanto. Soy joven, a pesar de lo cual mi
mente está en paz, tengo tan poca experiencia del mundo y de sus hábitos que me
siento especialmente propenso a incurrir en cualquier error o a convertirme en
alguien propenso al pecado. El transcurso de mi vida se parece a un riachuelo
cuyo plateado caudal se desliza suave y 12 sigilosamente entre campiñas
apacibles y praderas llenas de flores; a pesar de ello, no ignoro que cuando se
formen las tormentas y se desaten los truenos, puede que las lluvias lo
transformen en un colérico torrente, sucio de barro, que arrastra
impetuosamente hacia el mar los restos que atestiguan lo corrupto de su pasión
y su poder. No me empujaron a alejarme del mundo ni el entrar en el sagrado
retiro de la Iglesia, ni la pesadumbre o la desesperación; sino el sincero
deseo de servir a mi Señor. Mi único afán es pertenecer a mi bienamado Santo,
obedecer los adorados mandatos de la Iglesia y, como esclavo de Dios, ser
humilde y caritativo, virtudes que me inspiran el mayor de los afectos. En
realidad, la Iglesia es mi querida madre: mis padres fallecieron en mi
infancia, y también yo podría haber muerto por falta de cuidado, si Ella no se
hubiese apiadado de mí, alimentándome, vistiéndome y criándome como si fuera su
propio hijo. ¡Cómo será mi felicidad cuando yo, miserable monje, sea ordenado,
y reciba así el santo sacramento que me ungirá como sacerdote del Todopoderoso
Dios! Siempre medito sobre ello y sueño con ese instante; intento preparar mi
alma para merecer ese elevado y sagrado don. Sé que jamás llegaré a ser digno
de tan enorme alegría, pero espero llegar a ser un sacerdote honesto y sincero
que sirva a Dios y al Hombre conforme a la luz que me será otorgada desde lo
Alto. Con frecuencia le pido al Cielo que me someta a la prueba de la
tentación, que me vea obligado a atravesar ese fuego, finalmente indemne y
purificado en cuerpo y alma. De hecho, en mi soledad experimento una calma
total que incita a mi espíritu al sosiego; se diría que todos los avatares y
engaños de la vida se encuentran a mucha distancia, así como las estratagemas
del mar le resultan remotas a quien únicamente escucha el lejano bramido de las
olas al estrellarse contra la playa. V Nuestro Superior, el padre Andrés, es un
gentilhombre campechano y piadoso. Nuestros hermanos viven en completa armonía.
No son ociosos, ni mundanos o soberbios. Son personas sobrias, que tampoco se
dejan seducir excesivamente por los placeres de la mesa. Se trata de una
moderación digna de elogio, ya que la comarca entera, a lo ancho y a lo largo,
sus cerros y valles, el río y el bosque y todo cuanto contiene, pertenece al
monasterio. Los 13 bosques están llenos de la más variada caza: las más
selectas son servidas en nuestra mesa, y nosotros las apreciamos en toda su maravilla.
En nuestro monasterio se confecciona una bebida con malta y cebada, de sabor
fuerte y amargo, aunque muy refrescante cuando uno se encuentra exhausto o
fatigado; a pesar de lo cual, no le resulta muy agradable a mi paladar. La
característica más llamativa de esta región son sus minas de sal. Me han
comentado que las montañas se encuentran repletas de este mineral; ¡qué
magníficas son las obras del Señor! En busca de este condimento, el Hombre ha
penetrado profundamente en las entrañas de la tierra, excavando pozos y túneles
y sacando a la luz del sol las amargas vísceras de estos cerros. Yo mismo he
visto esos cristalillos rojizos, amarillos o tostados. Excavaciones que dan
trabajo a nuestros campesinos y a sus hijos, así como a algunos trabajadores de
otras regiones; todos a las órdenes de un funcionario conocido como «el
Administrador de la Sal». Se trata de un individuo inflexible y de gran poder,
a pesar de que nuestro Superior y los demás hermanos no hablan muy bien de él.
Comentarios que no obedecen a la falta de espíritu cristiano, sino a la
perversidad de las acciones de este hombre. El Administrador sólo tiene un
hijo, llamado Roque, que es un joven gallardo, aunque irritable y malvado. VI
Los lugareños pertenecen a una estirpe obstinada y orgullosa. Me han asegurado
que una crónica de la antigüedad afirma que estos asentamientos descienden de
los romanos, que en su época excavaron millares de túneles en estas montañas
para extraer de ellas la sal, algunas de cuyas minas siguen en pie. Desde la ventana
de mi celda puedo ver estas enormes montañas y los negros bosques que las
adornan, y que a la puesta de sol parecen antorchas encendidas sobre las cimas
recortadas contra el firmamento. También me han dicho que los antepasados de
estas personas (posteriores a los romanos) eran todavía más obstinados que sus
actuales descendientes y se emperraron en la idolatría mucho después de que
todos sus vecinos le hubieran rendido definitiva pleitesía a la cruz de nuestro
Señor. Actualmente, sin embargo, inclinan sus rígidos cuellos ante el símbolo
sagrado y preparan sus corazones para recibir este ejemplo de verdad viva.
Aunque su cuerpo es 14 realmente fornido, su espíritu goza con la humildad, y
es sumiso ante el Verbo. En ningún otro lugar las personas besan mi mano con
tanto fervor como aquí, a pesar de que aún no soy sacerdote, lo que demuestra
el poder y la victoria gloriosa de nuestra fe. Físicamente son vigorosos y sus
rasgos y talle son en extremo hermosos, y especialmente en el caso de los
muchachos. Incluso los hombres mayores caminan erguidos y con un aire tan
altivo como el de cualquier monarca. Las mujeres lucen cabellos largos y
dorados que peinan con trenzas alrededor de la cabeza; y también les gusta
adornarse con joyas. Algunas poseen un brillo en sus pupilas que rivaliza con
el fulgor de los rubíes y granates que adornan sus blancos cuellos. Me han
dicho que los jóvenes luchan por sus parejas del mismo modo que los ciervos.
¡Ah, qué malvadas pasiones anidan en los corazones de los hombres! Aunque como
soy ignorante en estos asuntos, y como nunca llegaré a sentir tan impías
emociones, tampoco me es lícito juzgar o condenar. ¡Ah, Señor, qué bendición es
la paz con que has llenado los espíritus de quienes han entregado sus vidas a
Ti! Comprueba, oh Señor, que en mi pecho no existe la menor alteración, y que
todo presenta calma y paz; como en el alma de ese crío que llama a su Padre.
Ojalá todo permanezca de ese modo por siempre jamás. VII He vuelto a ver a la
hermosa hija del verdugo. Cuando los repiques de las campanas convocaban a
misa, la encontré frente a la iglesia del monasterio. Yo había permanecido
junto a la cama de un enfermo, y acababa de volver; y ya que mis pensamientos
me estaban produciendo un estado de ánimo melancólico, la visión de la joven me
resultó agradable. Me hubiese gustado saludarla, pero tenía su mirada fija en
el suelo y no advirtió mi presencia. La plaza frente a la Iglesia estaba
repleta de gente; hombres y muchachos se encontraban a un lado, mientras que
las mujeres y muchachas mostraban sus altos sombreros y sus collares de oro.
Estaban muy apretados pero, cuando la pobre joven se acercó, se apartaron hacia
un lado, murmurando y mirándola de lado como si fuese una leprosa maldita y
temiesen contaminarse. 15 Mi pecho se llenó de compasión y me invitó a
seguirla; cuando finalmente la alcancé, le dije en voz alta: -Que Dios te
bendiga, Benedicta. Se sobresaltó como si se hubiese asustado; después levantó
la mirada y me reconoció; pareció asombrarse, su rostro se enrojeció una y otra
vez, y finalmente inclinó la cabeza en silencio. -Tienes miedo de hablarme? -le
pregunté. No me contestó. Le hablé de nuevo: -Obra correctamente, obedece al
Señor y no tengas miedo de nadie; así lograrás la salvación. Por toda respuesta
exhaló un profundo suspiro y replicó con voz apenas audible: -Se lo agradezco,
su señoría. -No soy ninguna señoría, Benedicta; soy únicamente el humilde
servidor de ese Dios bueno y bondadoso, y Padre de todos Sus hijos, por
insignificante que sea su condición. Pídele a Él cuando tu corazón se encuentre
angustiado, y Él estará a tu lado. Mientras le decía estas palabras, levantó su
cabeza y me observó como un niño triste a quien consolara su madre. Mientras le
hablaba, y movido por la gran compasión que albergaba mi pecho, la acompañé en
presencia de todo el pueblo hasta que entramos juntos en la iglesia. ¡Pero te
pido, amado Francisco, que perdones el pecado que cometí después durante el
santo sacramento! Mientras el sacerdote Andrés recitaba las solemnes fórmulas de
la misa, mis ojos se desviaban constantemente hacia el rincón donde la pobre
joven, sola y abandonada, permanecía arrodillada; en el lugar destinado
exclusivamente- para ella y para su padre. Me dio la impresión de que rezaba
con auténtico fervor, sin duda porque tú la iluminaste con la aureola de tu
bondad, ya que gracias a tu amor a los hombres te convertiste en un santo
varón, y llevaste ante el Trono de la Gracia a tu enorme corazón, sangrante por
todos los pecados de la humanidad Por eso, ¿acaso no puedo yo, el más
insignificante de tus servidores, compartir de alguna forma ese espíritu,
apiadándome de esta pobre desdichada, que sufre por pecados que no son suyos?
Es más, ella me inspira una inusitada ternura y me resulta 16 imposible no
reconocer en este afecto, un signo del Cielo. Un signo que anuncia que me ha
sido especialmente encomendada su custodia y su protección, pero sobre todo la
salvación de su alma. VIII El Superior de nuestra Orden me llamó a su presencia
y me amonestó. Me aseguró que había causado un notable escándalo entre los
hermanos y en el propio pueblo, y me preguntó qué diablos me había llevado a
entrar en la iglesia acompañando a la hija del verdugo. Pero ¿qué podía decir
sino que sentía lástima por la pobre joven y que no me había sido posible
actuar de otra forma? -¿Por qué sientes lástima por ella? -me preguntó. -Porque
todos la evitan -contesté-, como si fuese la mismísima encarnación del pecado
mortal, y porque es absolutamente inocente. Es evidente que no se la puede
marginar únicamente porque su padre sea el verdugo, puesto que ni siquiera
podemos criticarle a él, ya que desgraciadamente hasta su profesión resulta
necesaria. ¡Ah, bienamado Francisco, cómo criticó el Superior a este humilde
siervo tuyo, después de escuchar tan audaces palabras! -¿Te arrepientes,
entonces? -me preguntó después de terminar su reprimenda. Pero, ¿cómo podría
arrepentirme de una piedad que considero inculcada, honestamente, por nuestro
propio y venerado Santo? Al notar mi testarudez, el Superior mostró una gran
frustración. Me soltó otra perorata idéntica a la anterior, y me sometió a una
durísima penitencia. Acepté su castigo sumiso y en silencio. Por eso me
encuentro ahora encerrado en mi celda, ayunando para poder purificarme. Y me
veo obligado a declarar que no acepto la menor concesión en este castigo, ya
que me supone una enorme alegría sufrir por alguien tan injustamente tratado
como esa desdichada doncella abandonada. 17 Me sitúo frente a la reja de mi
celda y contemplo las altas y misteriosas montañas que se recortan, sombrías,
sobre el cielo en penumbra. Como el tiempo está templado, abro la ventana que
hay tras los barrotes para dejar que entre algo de aire fresco: además, de esa
forma escucho mejor la melodía del río que corre, y que entabla conmigo un
diálogo basado en una elevada fraternidad, apacible y consoladora. No recuerdo
si he dicho que el monasterio fue erigido en la cúspide de un promontorio
rocoso que se eleva sobre el río. Justo bajo las ventanas de nuestras celdas se
ven las agudas crestas de enormes riscos que nadie puede escalar sin arriesgar
la vida. ¡Imaginad mi sorpresa al descubrir una figura viviente que colgaba del
espantoso abismo, sujeta únicamente por sus manos, y que tras arrastrarse por
el borde, se levantaba y se erguía sobre el filo! Debido a la oscuridad no
logré darme cuenta de qué tipo de criatura era aquella: pensé que quizá se
tratase de algún espíritu maligno que se preparaba a tentarme: me santigüé y
elevé una plegaria. Inmediatamente hizo un movimiento con el brazo; algo pasó
fugazmente entre las rejas de mi ventana y cayó sobre el suelo de mi celda,
brillando como una estrella blanca. Me agaché y lo recogí. Era un ramillete
hecho con flores que nunca había visto antes: sin hojas, blancas como la nieve
y suaves como el terciopelo, aunque desprovistas de fragancia. Mientras
permanecía junto a la ventana para ver mejor aquellas espléndidas flores, mi
mirada volvió a posarse sobre la figura situada en la cresta; escuché entonces
una voz suave y melodiosa que decía: -Soy Benedicta. Sólo quería darle las
gracias. ¡Oh, Dios mío!, era la joven que, para manifestarme su solidaridad con
mi aislamiento y penitencia, había escalado aquel horrible promontorio
ignorando cualquier peligro. Sabía, pues, que me habían castigado; y que me
habían castigado por su causa. Sabía, incluso, en qué celda permanecía
recluido. ¡Ah, bienamado Santo! Sin duda sólo pudo conocer aquellos detalles
por tu intercesión; y yo sería peor que un infiel si tuviese la menor duda de
que el sentimiento que me induce es una señal del deber que se me ha impuesto
de salvarla. Vi cómo se inclinaba sobre el terrible precipicio: Se giró un
momento, agitó una mano en señal de despedida, y desapareció. No logré reprimir
un grito ¿Se había despeñado! Agarré los barrotes de hierro de mi ventana y los
sacudí con todas mis fuerzas, pero no se inmutaron. Desesperado, me dejé caer
al suelo, llorando y suplicando a todos los santos que protegiesen a la amada
muchacha 18 en tan arriesgado descenso, si es que todavía vivía, o que al menos
intercediesen por su alma tan poco preparada para encarar al Creador, en caso
de que hubiese ocurrido lo peor. Aún estaba de rodillas cuando Benedicta me
hizo una seña para darme a entender que había llegado sana y salva abajo. Lo
hizo con uno de aquellos gritos característicos de los montañeses de la región,
con los que expresan sus salvajes ganas de vivir, sólo que el de aquella joven,
que brotaba a lo lejos desde las simas y se mezclaba con sus propios y extraños
ecos, sonaba como un ruido que jamás antes había oído procedente de garganta
humana me estremeció hasta tal punto que lloré, y mis lágrimas cayeron sobre
las flores salvajes que sostenía en la mano. IX Como seguidor que soy de San
Francisco, no me es lícito poseer nada valioso a mi corazón, de modo que me he
desprendido de mi más preciada tesoro y le he ofrecido a mi venerado Santo las
maravillosas flores que me regaló Benedicta. Se encuentran ya junto a la imagen
que hay en la iglesia del monasterio, y adornan el corazón sangrante que el
santo carga en su pecho como símbolo de sus padecimientos por: la humanidad. He
averiguado el nombre de la flor; debido a su colorido, y por ser mucho más
delicada que otras flores, se la llama Edelweiss, que quiere decir «blanco
noble» Crece de un modo singular sobre las rocas más altas e inaccesibles,
generalmente en los riscos, sobre precipicios de muchos cientos de pies de
altura, y en lugares donde un paso en falso sería fatal para quien se
arriesgara a cogerla flor. Así pues, tan hermosas flores se convierten en los
verdaderos espíritus malignos de esta salvaje región, atrayendo a muchos seres
humanos hacia una muerte terrible. Los hermanos me han explicado que no pasa un
año sin que algún cazador, algún pastor, o algún joven valiente, atraído por
tan maravillosas flores, muera en su intento por obtenerlas. ¡Que Dios se
apiade de sus almas! X 19 No hay duda de que empalidecí, cuando uno de los
hermanos comentó a la hora de la cena, que frente a la imagen de San Francisco
se había encontrado un ramillete de Edelweiss de una especie tan
extraordinariamente hermosa que en la región sólo florece en la cumbre de un
promontorio que se levanta a más de mil pies de altura y se eleva por encima de
un lago de malos presagios. Los hermanos hablan de acontecimientos asombrosos
relacionados con las horrendas peculiaridades de ese lago, que hacen referencia
a sus profundas y turbulentas aguas; y aseguran también que los más repugnantes
fantasmas se aparecen en sus playas o brotan de sus aguas. Las flores de Benedicta
han provocado gran conmoción y sorpresa, ya que incluso entre los más audaces
cazadores, muy pocos se atreverían a escalar ese promontorio que existe junto
al lago hechizado... ¡y la dulce muchacha realizó esa proeza! Fue absolutamente
sola a este lugar terrible y escaló su ladera casi vertical, hasta alcanzar la
tierra fértil donde crecen aquellas flores con las que sintió el impulso de
agasajarme. Estoy seguro de que fue el Cielo quien la preservó de contratiempos
para que yo pudiese encontrar en ello el signo inequívoco de que me ha sido
encomendada la labor de salvarla. ¡Oh, tú, pobre niña inocente, maldita para el
pueblo, Dios ha declarado que debo cuidar de ti! ¡Mi pecho ya siente de alguna
forma esa veneración que habrá de darte cuando, en reconocimiento de tu pureza
y santidad, Él le conceda a tus reliquias un signo evidente de Su favor, y la
Iglesia te reconozca bienaventurada! He tenido noticias acerca de otra
circunstancia que debo referir a continuación: en esta región, esas flores son consideradas
el símbolo del amor fiel: los jóvenes se las entregan a sus amadas y estas
doncellas adornan los sombreros de sus galanes con ellas. Es evidente que, al
expresar su gratitud a un humilde siervo de la Iglesia, Benedicta fue movida,
quizá sin darse cuenta, a manifestar al mismo tiempo su amor a la Iglesia, a
pesar de que desgraciadamente tiene muy pocos motivos que justifiquen ese
afecto. Paseando de forma errante por las inmediaciones del monasterio, he
llegado a familiarizarme con todos y cada uno de los senderos que hay en estos
bosques, en el siniestro desfiladero y en las escarpadas laderas de las
montañas. 20 Con frecuencia soy enviado a hogares de campesinos, cazadores y
pastores, para dar medicinas a los enfermos o llevar consuelo a quienes más lo
necesitan. El muy reverendo Superior me ha informado de que cuando reciba las
sagradas órdenes habré también de llevar los sacramentos a los moribundos, ya
que soy el más joven y vigoroso de los hermanos. En estas altitudes, sucede en
ocasiones que un cazador o un pastor se despeña, y después de varios días se le
encuentra todavía con vida. El deber de todo sacerdote es justamente el de
cumplir los ritos de nuestra santa religión junto al lecho del herido, de forma
que nuestro bendito Salvador se, encuentre allí presente para recibir -el alma
que regresa hasta El. ¡Espero que para poder merecer una gracia tan elevada,
nuestro bienamado Santo logre conservar mi alma purificada de toda pasión y
deseo terrenal! XI El monasterio celebró por aquellas fechas una importante
festividad, que a continuación relataré. Antes de aquella celebración, los
hermanos permanecieron muchos días entretenidos con sus preparativos, y
adornaron la iglesia con flores y ramitas de pino y abedul. Acompañados por
algunos aldeanos, recogieron las más hermosas rosas alpinas que pudieron
encontrar, y que a mediados de verano florecen en abundancia. La víspera de la
festividad, los hermanos se fueron al huerto y se dedicaran a entretejer
guirnaldas para decorar la iglesia. Incluso, el Superior y los demás sacerdotes
se deleitaron presenciando esta alegre labor. Pasearon bajo los árboles y
conversaron tranquilamente, mientras conminaban al hermano despensero a
recurrir generosamente a las reservas de la bodega. Al día siguiente tuvo lugar
la santísima procesión. Fue un precioso espectáculo que contribuyó a ensalzar
la gloria de nuestra santa iglesia. El Superior, sujetando con sus manos el
sagrado símbolo de la Cruz; caminaba envuelto en un palio de seda de color
púrpuras escoltado por los bondadosos sacerdotes. Tras ellos íbamos nosotros,
los hermanos; portábamos velas encendidas y entonábamos cánticos religiosos Nos
seguía una gran multitud vestida con sus mejores galas. 21 Los más soberbios de
quienes participaban en la procesión eran los montañeses y mineros de la sal,
encabezados por el propio Administrador, que montaba un magnífico caballo
adornado con lujosos arreos. Su aspecto era altanero; llevaba ceñida en la
cintura una gran espada y lucía sobre la frente, amplia y elevada, un sombrero
de plumas. Tras él cabalgaba su hijo Roque. Cuando nos encontramos frente al
portal, para colocamos en filas, reparé con especial atención en este último.
Me pareció obstinado y audaz; utilizaba, el sombrero inclinado de forma
atrevida hacia un lado, y, dirigía miradas ardientes a las mujeres y
jovencitas. A nosotros, los monjes, nos miraba de forma despectiva. Mucho me
temo que no sea un buen cristiano; a pesar de que no hay duda de que es el
joven, de mejor planta que nunca he conocido: es alto y esbelto como un pino
joven, sus ojos son oscuros y brillantes y su cabello es rubio y ensortijado.
En esta región, el Administrador tiene tanto poder como nuestro Superior. Le
nombra el Duque, y tiene atributos de juez en cualquier asunto. Incluso tiene el
poder de determinar sobre la vida o la muerte de los acusados de asesinato y de
otros delitos horribles. Afortunadamente, el Señor le ha otorgado un juicio
prudente y ponderado. La procesión atravesó el pueblo y entró en el valle hasta
alcanzar la entrada de las grandes minas de sal. Frente a la más importante se
había levantado un altar. Nuestro Superior rezó en él una misa solemne,
mientras todos los asistentes escuchaban de rodillas. Comprobé cómo el
Administrador y su hijo se arrodillaban e inclinaban la cabeza claramente a
regañadientes, lo que me entristeció profundamente. Tras la ceremonia
religiosa, la procesión se dirigió hacia la colina conocida como «Monte
Calvario», y que es todavía más alta que la del monasterio. Desde su cúspide es
posible disfrutar de una magnífica vista de toda la comarca que se encuentra a
sus pies. En ella, el reverendo Superior levantó bien alto el crucifijo con el
fin de espantar a todos los poderes malignos que habitan en aquellas terribles
elevaciones; rezó también algunas oraciones, y pronunció maldiciones contra
todos los demonios que infestan el valle ubicado en la zona inferior. Las
campanas repicaron ensalzando al Señor, y dando la impresión de que varias
voces divinas resonaban en los ecos de aquella inhóspita región. No es
necesario que diga cómo fue todo de hermoso y magnífico. 22 Miré a mi alrededor
para ver si se encontraba presente la hija del verdugo, pero no pude verla por
ninguna parte, y no supe si alegrarme, ya que de esa forma se encontraba lejos
de los insultos del populacho, o entristecerme, al verme privado de la energía
espiritual que sin duda me habría otorgado la contemplación de su belleza
celestial. Tras la ceremonia religiosa tuvo lugar el banquete. Se habían
colocado mesas en una pradera sombreada por árboles. Clero y pueblo, junto al
reverendo Superior y al poderoso Administrador, compartieron la comida
repartida por los mozos. Era sumamente interesante contemplar a los jóvenes
mientras se entregaban a la tarea de encender enormes hogueras con madera de
pino y de abedul, o mientras ensartaban grandes trozos de carne en varas de
madera, que hacían girar sobre las brasas hasta dorarse, para ofrecérselos a
continuación a los sacerdotes y montañeses. También emplearon pucheros enormes
para hervir truchas y carpas de las montañas. El pan fue repartido en cestos
también muy grandes, y tampoco faltó bebida, ya que tanto el Administrador como
el Superior habían donado sendos barriles de cerveza. Aquellos grandes toneles
fueron colocados en caballetes de madera y situados bajo un viejo roble. Los
criados del Administrador y los jóvenes se servían del tonel que éste había
regalado, mientras que el contenido del barril ofrecido por mi Superior era
distribuido por el hermano despensero y un grupo de nosotros, los monjes más
jóvenes. En honor de San Francisco, debo decir que nuestro tonel era mucho
mayor que el del Administrador. Se habían dispuesto mesas aparte, reservadas
para el Superior y los sacerdotes, y también otras preparadas para el
Administrador y su séquito de notables. Administrador y Superior disponían de
asientos colocados sobre una bella alfombra, y que permanecían protegidos del
sol por un palio de tela. En las demás mesas, rodeados por sus hermosas mujeres
e hijas, se sentaban muchos caballeros que habían llegado desde sus distantes
castillos para participar en aquella importante festividad. Por mi parte, me
dediqué a servir las mesas. Llené platos y copas, reparando en el buen apetito
que tenían los concejales, y en cuánto les gustaba aquella bebida de sabor
amargo. Pude notar asimismo la bajas pasiones que se reflejaban en el hijo del
Administrador cada vez que miraba a cualquiera de las damas, lo que me enojó
profundamente, ya que él no podría contraer matrimonio con todas al mismo
tiempo, y mucho menos con aquellas que ya estaban casadas. 23 No faltó tampoco
la música. A cargo de los instrumentos, había jóvenes de la aldea que
acostumbraban a tocar diferentes instrumentos en sus ratos de ocio. ¡Cómo
sonaban aquellas flautas y camarillos, y cómo se estremecían y rechinaban los
arcos de los violines! No me cabe la menor duda de que la música era
espléndida, aunque por desgracia el Cielo no tuvo a bien dotarme de un buen
oído para ella. Estoy convencido de que nuestro bienamado Santo se sintió enormemente
satisfecho al ver el espectáculo de todas aquellas personas que bebían y
colmaban hasta la saciedad sus estómagos. ¡Dios mío, cómo comían, y qué
fabulosas cantidades de carne engullían! A pesar de todo, nada era comparable
con lo que bebían. Estoy totalmente seguro de que, si cada montañés hubiese
llevado su propio tonel, no habrían necesitado ayuda para vaciarlo. Sin embargo
a las mujeres, y en especial a las mujeres jóvenes, parecía que no les agradaba
beber cerveza. Es costumbre por estas tierras que, antes de beber, un joven le
ofrezca su copa a una de las doncellas, que apenas la toca con sus labios
aparta su rostro con una mueca. Como no tengo mucha información sobre los
hábitos, de las doncellas, tampoco sabría asegurar con absoluta certeza si esto
quiere decir que en otras ocasiones son también tan abstemias. Tras la comida,
los muchachos se entregaron a diferentes juegos; en los cuales pudieron exhibir
su agilidad y su fuerza. ¡San Francisco, que músculos poseen estos jóvenes!
Brincaban y luchaban entre ellos como si fuesen osos. El mero hecho de ser
espectador de aquellos juegos ya me hizo sentir miedo. Parecía como si desearan
destrozarse mutuamente. Sin embargo las jóvenes permanecían mirando sin dar la
menor muestra de temor o angustia; se reían como tontas y, según parece, se
sentían realmente complacidas. También era extraordinario oír las voces de
aquellos recios montañeses; echaban sus cabezas hacia atrás, y gritaban hasta
que les llegaban sus propios ecos, procedentes de las laderas de las montañas
cercanas, y haciendo rugir a los precipicios como si aquellos unidos
procediesen de las gargantas de una legión de demonios. Sobresalía de entre
todos el hijo del Administrador. Saltaba como un cervatillo, luchaba como un
demonio y rugía como un toro salvaje. En medio de aquellos montañeses era una
especie de rey. Vi que muchos de ellos, envidiando su fuerza y altanería, le
odiaban en secreto; a pesar de ello, todos se sometían a él. Era un espectáculo
único contemplar, su esbelto cuerpo flexionándose y 24 preparándose para
saltar. Cuando participaba en algún entretenimiento, era admirable ver cómo
levantaba la cabeza como si fuese un ciervo sorprendido, agitando sus bucles
dorados con las mejillas enrojecidas y los ojos brillantes, mientras le rodeaban
sus camaradas. ¡Cómo entristece ver que el orgullo y la pasión pueden llegar a
dominar un cuerpo que parece haber sido creado para ser la morada de un alma
capaz de glorificar a su Creador! Casi había anochecido cuando el Superior, el
Administrador, los Sacerdotes y el resto de comensales importantes se
despidieron y se marcharon en dirección a sus respectivos hogares, dejando a
los demás en manos de la bebida y el baile. Mi obligación era la de quedarme
con el hermano despensero para seguir sirviendo a los alegres jóvenes la
cerveza de nuestro tonel. Roque también se quedó. No recuerdo muy bien qué fue
lo que pasó, pero lo cierto es que inesperadamente me lo encontré frente a mí.
Su apariencia era sombría y sus maneras altivas. -¿Eres tú el monje que el otro
día ofendió al pueblo? -me preguntó. A pesar de que bajo mi hábito de monje
bullía una ira pecaminosa, repliqué humildemente: -¿A qué se refiere? -¡Ya
sabes a qué me refiero! -gritó groseramente-. Ahora graba bien en tu cabeza lo
que voy a decirte: si alguna vez demuestras el menor sentimiento amistoso hacia
esa muchacha, te daré una lección que nunca olvidarás. Vosotros, los monjes,
soléis disfrazar la propia impertinencia con alguna virtud desconocida. Pero me
las sé todas, y no dejaré que me engañes. De modo que recuerda mis palabras,
aprendiz de santurrón, porque la próxima vez tu bonito rostro y tus grandes
ojos no lograrán salvarte. Después de aquellas palabras me dio la espalda y se
marchó, aunque todavía pude escuchar su enérgica voz retumbando en medio de la
noche mientras cantaba y gritaba con los otros. Me alarmó bastante saber que
aquel osado joven había puesto sus ojos en la encantadora hija del verdugo. Era
obvio que los sentimientos que Benedicta le inspiraba no eran honestos, ya que,
en caso de serlos, me habría agradecido la actitud que manifesté hacia la
joven, en vez de odiarme por aquel gesto de bondad. Pensando en la pobre niña,
me sentí lleno de angustia por su futuro, y le prometí reiteradamente a mi
bienaventurado Santo que la guardaría y protegería, respondiendo de esa forma
al milagro que él mismo había realizado en mi corazón. Un maravilloso 25
sentimiento ha nacido en mi interior y no puedo demorarme en el cumplimiento de
mi deber. Benedicta ¡tú te salvarás... y lo harás en cuerpo y alma! XII Pero
continuemos el relato. Los muchachos lanzaron hojas secas al fuego; las llamas
iluminaron la pradera lanzando resplandores rojizos al bosque. Entonces
cogieron en brazos a las jóvenes de la aldea y comenzaron a hacerlas girar y bailar
sin interrupción. ¡Santo Cielo, cómo danzaban, dando vueltas y lanzando sus
sombreros al aire, saltando y levantando a las jóvenes del suelo como si las
doncellas fuesen tan ligeras como plumas! ¡Al oírles gritar y aullar poseídos
por todos los espíritus perversos, me dieron ganas de que apareciese una piara
de cerdos, para que los demonios abandonasen a esos rudos humanos y se alojaran
en las bestias de cuatro patas! Los muchachos estaban completamente hartos de
cerveza oscura, cuya fuerza y acidez la transformaba en una bebida brutal. No.
pasó demasiado tiempo sin que se desatara la locura de la borrachera; se
abalanzaron entonces unos sobre otros, a puñetazos y cuchilladas, dando la
impresión de encontrarse al borde del asesinato. Inesperadamente, el hijo del
Administrador, que estaba contemplando lo que ocurría, se lanzó en medio de los
luchadores, tomó a dos por los cabellos e hizo chocar sus cabezas con tanta
violencia que comenzó a manarles sangre por la nariz, y no me cupo la menor
duda de que sus cráneos se habían aplastado igual que cáscaras de huevo; aunque
probablemente estaban dotados con cabezas bien recias, porque cuando Roque los
soltó no parecieron mostrarse muy doloridos por aquel castigo. Lanzando gritos
y alaridos de energúmeno, Roque logró establecer la paz de una forma que a mí,
pobre hormiga, me pareció incluso heroica. Comenzó nuevamente la música; los
violines inundaron, el aire con su melodía, los caramillos proferían sus
quejidos, y mientras los jóvenes, con las ropas hechas jirones y, sus rostros
arañados y sangrantes, reiniciaban la danza como si no hubiese pasado nada.
¡Sin duda que estos mozalbetes llenarían de júbilo el corazón de un Bramarbás o
de un Holofernes! 26 Casi no me había recuperado del terror que me inspiró Roque,
cuando tuve que enfrentar un miedo aún superior. Roque bailaba con una joven
alta y bella que parecía ser la pareja adecuada para ese juvenil monarca.
Saltaba con tanta agilidad y giraba de forma tan frenética, pero al mismo
tiempo con tanto estilo, que todos los admiraban con asombro y agrado. En los
labios de la muchacha relucía una sonrisa sensual y su rostro moreno exhibía
una expresión de triunfo que parecía proclamar: «¡Fijaos, yo soy la dueña de su
corazón!» Pero inesperadamente Roque la apartó de un empujón, como si estuviese
enojado, y se abrió paso entre el círculo de bailarines, gritando a sus amigos:
-Voy a buscarme una compañera apropiada. ¿Quién se viene conmigo? La joven
alta, enfurecida por aquella ofensa, se quedó parada, mirándolo con una expresión
diabólica, mientras sus ojos oscuros ardían como brasas infernales. Pero aquel
despecho, divirtió aún más a los jóvenes borrachos, que prorrumpieron en
atronadoras carcajadas. Roque levantó una antorcha alrededor de su cabeza hasta
que las brasas cayeron, como de una cascada. Gritó nuevamente: «,Quién se viene
conmigo?», y se adentró inmediatamente en el bosque. Los demás se hicieron
también con antorchas y se precipitaron tras él, y enseguida sus voces
resonaron lejanas en medio de la noche, mientras se perdían de vista. Aún
miraba en la dirección en que habían desaparecido, cuando la doncella alta a
quien Roque había ofendida se me acercó y me susurró algo al oído. Noté su
cálido aliento en mi mejilla. -Si tiene usted alguna consideración por la 27 Se
encaminó hacia los árboles y me hizo señas para que la siguiera. Inmediatamente
nos encontramos en el bosque, rodeados por una oscuridad tan impenetrable que
apenas lograba distinguir a mi guía, a pesar de lo cual ésta se desplazaba con
pasos tan rápidos y firmes como si fuese pleno día. Podíamos distinguir a lo
alto las antorchas de los jóvenes, señal que indicaba que se movían por el
camino más largo que discurría por la ladera de la montaña. Pude escuchar sus
salvajes alaridos, e inmediatamente sentí miedo por la niña. Llevábamos un
tiempo caminando en silencio, dejando a los demás participantes de la fiesta
atrás, cuando la guía comenzó a hablar consigo misma. Al principio no entendí
una palabra, pero pronto mi oído captó nítidamente su apasionado monólogo.
-¡Jamás la conseguirá! ¡Al infierno con la hija del verdugo! Todos la
desprecian y la escupen a su paso. Esto es muy típico de él... no le importa lo
que la gente diga o piense. Y como todos la odian, él la ama. Encima ella tiene
un rostro hermoso. ¡Bonito se lo voy a dejar yo! ¡La marcaré con mis propias
manos! Aunque fuese la hija del propio diablo, él no descansaría hasta tenerla.
¡Pero jamás la conseguirá! Levantó los brazos y profirió bestiales carcajadas,
capaces de estremecer a cualquiera. Pensé en los oscuros poderes que habitan en
lo más profundo del corazón humano, a pesar de que, gracias a Dios, yo sé tan
poco de ellos como un niño. Finalmente alcanzamos el Monte de los Ahorcados,
donde se encontraba la cabaña del verdugo. Después de descender un breve
trecho, llegamos junto a su puerta. -Es aquí -dijo mi guía, señalando la choza
a través de cuyas ventanas podía verse la macilenta luz de una vela de sebo-;
vaya a advertirles. El verdugo se encuentra enfermo, y no está en condiciones
de proteger a su hija, aunque quisiera. Lo mejor será que usted se la lleve de
aquí. Condúzcala hasta el Alpfield en el Göll, donde está la casa de mi padre.
Nunca la buscarían allí. Y con aquellas palabras se marchó, desapareciendo
nuevamente en la oscuridad. XIII 28 Eché un vistazo por la ventana y vi al
verdugo sentado en una silla al lado de su hija. La joven tenía una mano
apoyada en el hombro de su padre, y al oírle gemir y toser, comprendí que
estaba intentando aplacar sus sufrimientos. Todo el amor y pesadumbre del mundo
se reflejaban en el rostro de Benedicta, que estaba más bella que nunca. No
pude dejar de reparar en lo limpio y ordenado que aparecía el interior de la
vivienda, y en todo lo que había en ella. Aquel humilde cobijo parecía contar
realmente con la bendición de la Paz de Dios. ¡A pesar de ello cómo se trataba
a aquellos inocentes seres como si estuviesen malditos y cómo se les odiaba más
que a cualquier pecado mortal! Me agradó sobremanera ver que en la pared
opuesta a la ventana desde la que miraba había una imagen de la Bienaventurada
Virgen María. El marco había sido decorado con flores silvestres, y sobre el
manto de la Santa Madre se habían colocado algunas Edelweiss. Llamé
enérgicamente a la puerta, mientras decía en voz alta: No tengan miedo, soy el
hermano Ambrosio. Me dio la impresión de que al escuchar mi voz y mi nombre,
aparecía en el rostro de la joven una alegría inesperada, aunque puede que sólo
fuese la sorpresa..., espero que los santos me protejan de cualquier pecado de
orgullo. Se acercó a la ventana y la abrió. -Benedicta -dije rápidamente,
después de devolverle el saludo-, algunos jóvenes borrachos y sin control se
acercan hacia aquí con la intención de arrastrarte al baile. Roque va delante
de ellos, y asegura que te arrebatará de donde sea, con tal que bailes con él.
Me he adelantado a ellos para ayudarte a huir. Al pronunciar el nombre de
Roque, noté cómo la sangre afluía a las mejillas de la niña, confiriendo a su
rostro una tonalidad, rosácea. Entendí que, por desgracia, mi celosa guía tenía
toda la razón: ninguna mujer era capaz de resistírsele al orgulloso muchacho,
ni siquiera aquella inocente y virtuosa doncella. Cuando su padre comprendió el
sentido de mis palabras, se puso en pie y levantó sus brazos, como intentando
proteger a su hija de cualquier peligro; me di cuenta, sin embargo, de que a
pesar de la fortaleza de su alma, su cuerpo seguía muy debilitado. Entonces le
dije: 29 -Deje que me la lleve. Los chicos están borrachos y no saben lo que
hacen. Si se resiste, lo único que conseguirá será enfadarlos, y que quizá los
hieran a ambos. ¡Oh, vea: por allí asoman sus antorchas! ¡Escuche sus
atronadoras carcajadas! ¡Dese prisa, Benedicta! ¡Rápido! Benedicta se abalanzó
sobre el anciano, que había comenzado a llorar, y se despidió de él con
ternura. Entonces abandonó rápidamente la habitación, y tras cubrir mis manos
de besos, se internó en el bosque, desapareciendo en la oscuridad de la noche
de una forma que me sorprendió enormemente. Durante algunos minutos esperé que
regresará, después entré en la cabaña para proteger a su padre de los
desaforados muchachos, quienes, me dio la impresión, lo convertirían en el
blanco de sus frustradas expectativas. Pero no aparecieron. En vano esperé,
prestando atención. Inesperadamente escuché exclamaciones de júbilo y gritos
que me estremecieron y me indujeron a rezar al bienaventurado Santo. Pero el
ruido se fue difuminando en la distancia, y me di cuenta de que los jóvenes
estaban desandando el camino, descendiendo del Monte de los Ahorcados en busca
del prado donde todavía continuaba la fiesta. El enfermo y yo conversamos sobre
el milagro que había cambiado hasta ese punto sus intenciones, y los dos nos
sentimos embriagados de gratitud y de dicha. Inmediatamente emprendí el camino
de regreso, por la misma senda que me había llevado hasta allí. Al aproximarme
a la pradera, comencé a escuchar un griterío más salvaje y demencial que nunca,
y logré distinguir en medio de los árboles el resplandor de hogueras mucho
mayores que las que había. Contra ellas se recortaban las figuras de los
jóvenes y de unas pocas doncellas que bailaban en el descampado con sus rostros
descubiertos, el pelo cayendo en cascada sobre sus hombros, y la ropa
desajustada por tan frenéticos movimientos. Juntándose y separándose,
describían círculos alrededor de las hogueras, de forma que sus figuras
adquirían tonalidades negras o rojizas según se viesen iluminadas por el
resplandor de las llamas. Parecían una legión de Demonios del Averno celebrando
algún aniversario infernal o alguna nueva forma de torturar a los condenados.
¡Y, Dios Todopoderoso, allí, en el centro de un espacio iluminado en el que los
demás no se atrevían a entrar, bailando solos y aparentemente ajenos al resto,
se encontraban Roque y Benedicta! XIV 30 ¡Santísima Virgen María! ¿Es que puede
haber algo peor que la caída de un ángel? ¡Comprendí inmediatamente que,
después de dejarnos a mí y a su padre, Benedicta había ido voluntariamente al
encuentro de un destino del que precisamente me había esforzado por salvarla!
-La maldita se echó en los brazos de Roque -murmuró rabiosamente alguien a mi
lado y, al girarme, vi a la joven alta y morena que me había guiado por el
bosque, con su rostro completamente deformado por el odio-. Debí matarla cuando
pude. Maldito monje, ¿cómo puede permitir que se burle de nosotros de esta
forma? La alejé de mi lado y me lancé hacia la pareja sin darme cuenta de lo
que hacía. Pero, ¿qué podía hacer? Incluso en ese momento, como si quisieran
deshacerse de mi presencia, aunque en verdad ni siquiera la habían notado, los
jóvenes borrachos formaron un apretado círculo alrededor de Roque y Benedicta,
dando rienda suelta a su admiración y aplaudiendo para remarcar el ritmo. Lo
cierto es que aquellas dos bellas figuras danzantes formaban una imagen
espléndida. Él, gallardo y ágil, parecía un dios griego, mientras que Benedicta
semejaba un hada del brisque. A través de la tenue neblina que flotaba sobre el
prado, su delicada figura, moviéndose rápidamente y desplazándose de un sitio a
otro, parecía estar velada por una tela sutil de púrpura y oro. Permanecía con
su mirada fija en el suelo; sus movimientos, aunque vivos, eran naturales y
encantadores; su cara brillaba por la excitación y habría podido decirse que
toda su alma se concentraba en aquella danza. ¡Pobre y dulce niña!, su falta me
hizo llorar, aunque la perdoné inmediatamente. ¡Su vida había sido siempre tan
difícil y exenta de alegrías!, ¿es que no tenía el derecho de bailar con quien
se le antojara? ¡Que Dios la bendiga! Y respecto a Roque..., ¡ah, que Dios le
perdone! Mientras la miraba y meditaba sobre cuál era mi deber ante una
situación como aquella, la joven celosa -que se llama-Amelia- se había quedado
a mi lado, maldiciendo y blasfemando. Cuando los otros jóvenes aprobaron con
aplausos la destreza con que danzaba Benedicta, Amelia hizo un gesto como si se
preparase a saltar sobre ella para matarla. Sujeté a la airada criatura, e
inmediatamente, avanzando unos pocos pasos, llamé en voz alta a la joven:
-¡Benedicta! 31 Pareció sobresaltarse al escuchar mi voz pero, aunque reclinó
un poco más la cabeza, continuó bailando. Amelia no logró contener su enfado
por más tiempo y se abalanzó hacia delante, lanzando un furioso rugido, al
tiempo que intentaba penetrar en el círculo. Pero los muchachos borrachos se lo
impidieron. Se rieron de ella, lo que contribuyó a enloquecerla más aún.
Intentó entonces alcanzar a su víctima de nuevo. Los jóvenes la alejaban con
gritos, maldiciones y carcajadas. ¡Amado Francisco, intercede por nosotros:
cuando noté el odio en los ojos de Amelia, un escalofrío estremecedor me
recorrió todo el cuerpo! ¡Que Dios se apiade de todos nosotros! ¡Creo que
habría sido capaz de asesinar a Benedicta con sus propias manos y después
regocijarse de su crimen! En ese instante debería haber vuelto al monasterio,
pero permanecí allí. Reflexioné sobre lo que podría ocurrir al terminar el
baile, ya que me habían dicho que normalmente los jóvenes acompañaban de
regreso a casa a sus consortes, y me horrorizó pensar en Benedicta y Roque
regresando solos, en medio del bosque por la noche. Imaginad cuál no sería mi
asombro cuando Benedicta levantó inesperadamente la cabeza, paró de bailar y,
mirando a Roque amistosamente, dijo con una voz suave y melodiosa, semejante al
sonido de unas campanillas de plata: -Le agradezco, señor, que me haya elegido
tan gentilmente como compañera de baile. Y de inmediato saludó al hijo del
Administrador, se deslizó rápidamente en medio del círculo, y antes de que
nadie pudiese comprender nada, desapareció entre las oscuras profundidades del
bosque. Al principio Roque se dejó dominar por el estupor, pero cuando
comprendió que Benedicta ya no se encontraba a su lado, se enfureció como un
loco y gritó: «¡Benedicta!» La llamó entonces cariñosamente, aunque con el
mismo resultado: Benedicta había desaparecido. Se lanzó entonces en busca de
ella, dispuesto a registrar el bosque antorcha en mano, pero los demás jóvenes
le indujeron a desistir de su propósito. Al percibir mi presencia, concentró su
ira en mi persona y creo que de haberse atrevido, habría llegado a golpearme.
En lugar de eso, gritó: -¡Maldito aprendiz de santurrón! ¡Me las pagarás por
esto! 32 Pero no me asustó en absoluto. ¡Alabado sea el Señor! Benedicta no
cometió ninguna falta, y puedo venerarla como antes. No obstante, me estremece
siquiera sospechar los múltiples peligros que la acechan. Se encuentra
completamente indefensa, no sólo ante el odio de Amelia, sino también frente a
la lujuria de Roque. ¡Ah, si pudiese permanecer siempre atento a su lado, para
vigilarla y protegerla! A Ti te encomiendo, ¡oh, Señor!, a esta pobre niña
huérfana de madre, cuya confianza en Ti obtendrá sus frutos. XV ¡Ay, qué
desgraciado es mi destino! He vuelto a ser castigado, y de nuevo soy incapaz de
admitir mi culpa. Parece ser que Amelia se ha explayado en su historia sobre
Roque y Benedicta. La alta doncella fue de casa en casa contando cómo Roque fue
hasta el mismísimo patíbulo en busca de una compañera de baile. Añadió además
que Benedicta se había comportado mucho peor que los jóvenes borrachos. Siempre
que se me comentaba lo ocurrido, me apresuraba a aclarar los hechos, porque
estaba convencido de que ése era mi deber, y explicaba lo que realmente había
pasado. Según parece, por contradecir a alguien capaz de violar los
Mandamientos para levantar falso testimonio contra su prójimo, terminé
incurriendo en la ira de mi venerable Superior. Me llamó de nuevo ante su
presencia y me acusó de defender a la hija del verdugo en contra de las
afirmaciones de una honesta muchacha cristiana. Pregunté servilmente cómo
debería haber actuado... si debería haber permitido que se calumniase a un
inocente. -¿Cuál es el interés que puedes tener tú por la hija del verdugo? -me
interrogóEs más, parece más que demostrado que se fue a bailar con los jóvenes
borrachos por su propia voluntad. -Movida exclusivamente por el cariño que le
inspira su padre -repliqué-, porque si estos jóvenes ebrios no la hubiesen
encontrado en su cabaña, seguramente lo habrían maltratado... y ella ama
sinceramente al anciano, que se encuentra enfermo y solo. Esto es lo que pasó,
y así fue como lo conté. 33 Pero Su Reverencia insistió en que yo estaba
equivocado y me aplicó un duro castigo. Lo soporto alegremente, ya que me hace
feliz sufrir por tan dulce criatura. A pesar de ello, no caeré en la tentación
de murmurar contra el padre Superior; él es mi Señor, y cualquier rebelión
contra él por mi parte es un claro pecado. ¿Acaso la obediencia no es el
principal mandato que nuestro Santo impuso a sus discípulos? ¡Ah, cómo deseo
que me ordenen sacerdote y me unjan con el aceite sagrado! Así podré gozar de
paz y estaré en condiciones para servir mejor al Cielo, y disfrutaré también de
una acogida mejor. Me angustia la situación de Benedicta. Si no fuese porque
sigo recluido en mi celda me acercaría hasta el Monte de los Ahorcados, donde
quizá podría verla de nuevo. Me duele tanto como si ella fuese mi hermana. Pero
como mi alma pertenece al Señor, no me es lícito amar a nadie excepto a Aquel
que murió en la cruz para redimir nuestros pecados... Cualquier otro afecto es
una falta. ¡Bienaventurados los Santos del Cielo! ¿Qué ocurriría si este
sentimiento que acepté como señal inequívoca de que me había sido encomendada
el alma de la joven, fuese en realidad el síntoma de un amor terrenal?
Intercede por mí, bienamado Francisco, e ilumíname para que no me deje
arrastrar hacia ese camino que lleva directamente al infierno. ¡Guíame y dame
fuerzas, venerable Santo, para que pueda escoger el camino correcto, y nunca
más me salga de él! XVI Sigo junto a la ventana de mi celda. El sol desaparece
por poniente y las sombras van invadiendo las laderas montañosas que rodean el
abismo, inundado de una neblina cuya turbulenta superficie recuerda a la de un
inmenso lago. Pienso con frecuencia en cómo, Benedicta atravesó aquellas
terribles profundidades para traerme las flores y escucho ansiosamente,
intentando oír el ruido de las piedras que al ser movidas por sus audaces
piececillos ruedan hacia el precipicio. Pero ya han transcurrido varias noches.
El viento silba entre los pinos y puedo oír el agua que ruge en las
profundidades; mientras escucho el distante canto del ruiseñor... aunque no la
voz de Benedicta. 34 Noche tras noche veo la niebla elevarse de las
profundidades del abismo. Forma olas, y después anillos y crestas que se
elevan, crecen y oscurecen hasta formar gigantescas nubes. Cubren el valle y
las montañas, los altos pinos y las cimas coronadas de nieve. Los últimos
restos de luz se extinguen en las copas de los pinos más altos, y cae la noche.
¡Por desgracia la noche reina también en mi alma una noche oscura, sin
estrellas y sin la esperanza de nuevos amaneceres! Hoy, domingo, no he visto a
Benedicta en la iglesia. El «rincón sombrío» ha permanecido vacío. No logré
concentrarme en la ceremonia religiosa, en una falta por la que me impondré
voluntariamente una penitencia. Amelia estaba junto a las otras jóvenes, pero
no vi a Roque. Me dio la impresión de que los siniestros y alertas ojos de
Amelia eran una muralla eficaz contra cualquier rival, y que eran precisamente
aquellos celos los que podrían proteger a Benedicta. Dios es capaz de lograr
que hasta las más bajas pasiones sirvan a los fines más nobles. Aquella
meditación me alegró, aunque fue un placer muy breve. En cuanto terminaron las
ceremonias religiosas, los sacerdotes y hermanos se marcharon lentamente de la
iglesia y atravesaron en procesión la sacristía, mientras los fieles utilizaban
la entrada principal para salir. Desde la larga galería cubierta que nace en la
sacristía se obtiene una vista completa de la plaza del pueblo. Mientras los
hermanos que seguíamos a los sacerdotes nos encontrábamos todavía en esa
galería, ocurrió algo que recordaré hasta el día de mi muerte como un hecho
injusto que el Cielo toleró, sin que hasta hoy sepa decir por qué. Según
parece, los sacerdotes debían de estar informados acerca de lo que ocurría, ya
que se pararon en la galería, brindándonos de esa forma a todos la posibilidad
de contemplar la plaza. Escuché una confusa algarabía de voces cada vez más
cercanas, que causaban la impresión de que se nos acercaban todos los demonios
del Infierno. Como me encontraba en el punto más lejano de la galería, no
llegaba a ver la plaza, de forma que le pregunté a un hermano que estaba
asomado en una ventana vecina. Están llevando a una mujer a la picota me
contestó. -¿Quién es? -Una joven. 35 -¿Cuál es su delito? -¡Qué pregunta
absurda! ¿Es que no sabes que las picotas y los postes de flagelación sólo son
para las pecadoras? El griterío fue adentrándose en la plaza y logré verlo todo
con mayor claridad. Al frente aparecían unos jóvenes bailando, saltando y
cantando unas músicas obscenas. Parecían haber enloquecido por la alegría, y
daba la impresión de que el dolor y la vergüenza de su congénere sólo aumentaba
su salvajismo. Las doncellas, pese a todo, se comportaban con menos entusiasmo.
-¡Maldita sea la descastada! ¡Ved cómo acaba una pecadora! -gritaban-. ¡Gracias
a Dios, nosotras somos virtuosas! Detrás de los jóvenes bulliciosos, rodeada
por aquella muchedumbre de mujeres y doncellas que gritaban, iba... ¡Oh, Dios
Santo!, ¿cómo conseguir reflejarlo por escrito? ¿Cómo describir el horror que
aquella escena me produjo? En medio de aquella turba... ¡estaba mi dulce,
encantadora e inmaculada Benedicta! ¡Oh, Salvador del Hombre!, ¿cómo conseguí
ver un espectáculo como aquél, y sobreviví para relatarlo? Sin duda estuve a
punto de morir con aquella desgracia. Me dio la impresión de que la galería, la
plaza y la muchedumbre giraban sin parar; la tierra desapareció bajo mis pies
y, a pesar de que obligué a mis ojos a permanecer abiertos, no lograba ver
nada. Pero aquella oscuridad me duró poco y logré recobrarme para mirar hacia
la plaza. La habían vestido con un largo sayal grisáceo, sujeto a la cintura
por una cuerda. Llevaba en la cabeza una corona de paja y, sobre el pecho,
sujeta por una cuerda que le pendía del cuello, llevaba una tablilla negra en
la que había sido escrito con tiza la palabra Buhle, «ramera». La guiaba un
hombre que sujetaba con firmeza la cuerda anudada a la cintura de la joven. Le
observé con mayor detenimiento y, ¡oh, venerable Hijo de Dios, a qué bestias y
monstruos viniste Tú a salvar!... ¡Era el padre de Benedicta! Habían forzado al
desdichado anciano a cumplir con los deberes de su oficio, arrastrando a la
picota a... ¡su propia hija! Después pude averiguar que el verdugo había pedido
de rodillas al Superior que le librase de tan horrible trabajo, aunque sin
éxito. Nunca podré borrar de mi memoria el recuerdo de aquella escena. El
verdugo no le quitaba los ojos de encima a su hija; y ella, por su lado, le
miraba también 36 a veces, inclinando la cabeza y dedicándole una sonrisa.
¡Dios Bendito, la joven sonreía! La plebe la insultaba, dedicando a la doncella
expresiones groseras y escupiendo el suelo a su paso. Y eso no era todo. Al ver
que no le importaba, comenzaron a lanzarle barro y estiércol. Aquello fue más
de lo que su padre logró soportar y, profiriendo un débil gemido, cayó al suelo
desvanecido. ¡Ah, los crueles miserables! Intentaron ponerle en pie de nuevo
para que terminase su trabajo, pero Benedicta levantó sus brazos en señal de
súplica, y en su bello rostro apareció una expresión de tan elevado afecto que
incluso la enloquecida turba se sometió al poder de aquella dulzura y se
apartó, dejando al verdugo caído en el suelo. Benedicta se arrodilló para
colocar la cabeza de su padre en el regazo. Le susurró al oído palabras
cariñosas y de consuelo. Le acarició su cabellera gris y besó sus pálidos
labios hasta lograr que recuperase el conocimiento y abriese los ojos:
¡Benedicta; tres veces bendita, sin duda has nacido para ser santificada por tu
divina paciencia, idéntica a la que Nuestro Salvador mostró en la cruz, para
redimir los pecados del mundo! Benedicta ayudó al anciano a levantarse y le
iluminó con su sonrisa cuando logró incorporarse. Sacudió el polvo de su ropa y
después, sonriendo y susurrando todavía frases de consuelo, le tendió la cuerda
de su cintura. Los muchachos gritaron y cantaron, las mujeres lanzaron alaridos
y el desgraciado verdugo llevó a su inocente hija hasta el infame patíbulo.
XVII Nada más regresar a mi celda me lancé sobre las duras piedras del suelo y
clamé al Cielo contra la injusticia y el suplicio de que había sido testigo, y
contra la injusticia todavía mayor que había terminado presenciando. Logré
imaginar, la escena del padre atando a su hija al poste. Pude ver al salvaje
populacho bailando alrededor con bestial gozo. Vi a la malvada Amelia
escupiendo en la cara de la inocente joven. Oré largamente y desde lo más
profundo de mi alma para que a la desdichada doncella se le concediese la
fuerza necesaria para soportar aquella tortura infinita. 37 Entonces me senté y
aguardé. Esperaba impaciente la puesta del sol porque normalmente es a esa hora
cuando la víctima se ve finalmente libre de la picota. Cada minuto me parecía
una hora, y cada hora me parecía una eternidad. El sol parecía estar quieto,
como si al día de la injusticia se le hubiese negado la noche. Intenté
inútilmente entender lo que había ocurrido; me sentía confuso y aturdido. ¿Cómo
había podido Roque permitir que semejante deshonra cayese sobre Benedicta? ¿Es
que acaso pensaba que cuanto mayor fuese la ignominia, más fácil le sería
someter a la joven? No pude entenderlo, aunque tampoco me esforcé demasiado
para comprender los motivos. Sin embargo, ¡que Dios me ayude!, sentí en mi
propia piel, con tremenda congoja, la infamia de la niña. ¡Dios mío, Dios mío,
qué luz ha iluminado el entendimiento de Tu siervo! Me he dado cuenta, como si
fuese una revelación del Cielo, que mis sentimientos hacia la joven son al
mismo tiempo mayores y menores de lo que había imaginado. Se trata de un amor
terreno, del tipo que siente un hombre por una mujer. Cuando por primera vez me
di cuenta de ello, me quedé sin aliento y mi corazón latió intensa y
aceleradamente, dándome la impresión de que me asfixiaría en cualquier momento.
Y a pesar de ello, era tanta la rabia que invadía mi pecho después de haber
presenciado aquella terrible injusticia tolerada por el Cielo, que fui
completamente incapaz de arrepentirme. Aquella luz inesperada me cegó: no
estaba en condiciones de comprender en toda su dimensión el alcance de mi
pecado. El huracán de pensamientos que me sobrevino no fue en absoluto desagradable.
Debí reconocer que no estaba dispuesto a privarme voluntariamente de aquellos
sentimientos, aunque me diera cuenta de que eran inconvenientes. ¡Que la Madre
de la Misericordia se apiade de mí! En ese momento, incluso, me era imposible
admitir que estaba completamente equivocado al pensar que había recibido la
orden divina de salvar el alma de Benedicta y prepararla para una vida de
santidad. Acaso este otro deseo humano, ¿no procede también de Dios? ¿No busca
al mismo tiempo el bien de aquello que lo motiva? ¿Y puede haber un bien mayor
que el de la salvación del alma?... Vivir una vida santa en la tierra, y verse
de esa forma recompensados en el Cielo por la felicidad y gloria eternas. No
hay duda de que el amor carnal y el espiritual no son tan diferentes como me
enseñaron a verlos. Puede que no sean contrarios, sino la expresión de una
misma 38 voluntad. ¡Ah, venerado Francisco, guía de mis pasos en esta elevada
revelación que he tenido! ¡Coloca frente a mis ojos el camino correcto para
conseguir el bien de Benedicta! Finalmente el sol desapareció tras los
claustros. Copos y nubecillas se arremolinaron en el horizonte; la bruma brotó
del abismo y, tras ella, las sombras púrpuras comenzaron un rápido ascenso por
la gran ladera de la montaña y terminaron extinguiendo los últimos rayos
solares que brillaban en la cumbre. ¡Gracias a Dios, oh, gracias sean dadas al
Salvador... al fin ella está libre! XVIII He pasado un tiempo seriamente
enfermo aunque, gracias al amable cuidado de los hermanos, me he recuperado lo
suficiente como para dejar mi cama. Es evidente que la voluntad de Dios es que
viva para servirlo, ya que no hice lo más mínimo para merecer aquel
extraordinario presente que me otorgó al devolverme la salud. En mi alma arde
el sincero deseo de consagrar mi vida miserable a Él y a Su servicio. En este
instante, mi único anhelo es unirme a Él y entregarme en manos de Su amor. En
cuanto me sean impuestos en la frente los santos óleos, estas esperanzas se
verán colmadas; y una vez purificado de mi pasión terrenal y desesperanza por
Benedicta, seré llevado hasta una vida nueva y divina. Puede que entonces, sin
ofender al Cielo o hacer peligrar mi alma, me sea permitido vigilarla y
protegerla mejor que ahora, en que soy tan solo un desdichado monje. He
sucumbido a una extrema debilidad. Mis pies, como si fuesen los de un niño, no
lograban sostener mi cuerpo. Los hermanos me condujeron hasta el huerto. Allí,
¡con qué agradecimiento elevé mi mirada hacia arriba y contemplé nuevamente el
firmamento azul! ¡Qué éxtasis me embriagó cuando logré mirar hacia los picos
nevados de las montañas, y hacia los negros bosques escalonados de sus laderas!
Cada brizna de hierba suscita en mí un interés especial, y termino saludando a
cualquier insecto que pasa a mi lado como si fuese un antiguo amigo. 39 Mis
ojos se desvían inevitablemente hacia el sur, en dirección al Monte de los
Ahorcados, y pienso constantemente en la desgraciada hija del verdugo. ¿Qué
habrá sido de ella? ¿Habrá logrado sobrevivir al terrible suplicio de la plaza
pública? ¿Qué estará haciendo en este momento? ¡Ah, si tuviese energías
suficientes para llegar hasta el Monte de los Ahorcados! Pero no me dejan
abandonar el monasterio, y aquí no hay nadie con quien tenga tanta confianza
como para preguntarle por la suerte de la doncella. Noto en los frailes algo
extraño, como si ya no me encarasen como uno de ellos. ¿Por qué será? A mí me
siguen inspirando afecto y deseo vivir en armonía con ellos. Son buenos y
afables aunque, pese a ello, parece como si me evitasen lo más posible. ¿Qué
quiere decir todo esto? XIX Mi reverendo Superior, el padre Andrés, me ha
llamado de nuevo a su presencia. -Tu recuperación ha sido milagrosa -me dijo-.
Me gustaría que fueses digno de tan elevada merced y que preparases tu alma
para la inmensa bendición que has de recibir. He decidido, hijo mío, que te
alejarás temporalmente de nosotros y vivirás aislado en la soledad de las
montañas, con la doble finalidad de que te recuperes físicamente, y al mismo
tiempo de que adquieras una visión correcta de la realidad en tu corazón.
Examínate con absoluta rigidez, cuando te encuentres lejos de cualquier
distracción, y comprenderás, estoy seguro, el tamaño de tu error. Pide que una
luz divina ilumine tus pasos para que te sea concedido el avanzar en línea
recta en tu servicio al Señor como apóstol y como sacerdote, ajeno a las bajas
pasiones y deseos mundanos. No tuve la osadía de replicar. Me sometí a la
voluntad de Su Ilustrísima sin una palabra en contra, ya que obedecer es
también una regla de nuestra Orden. No me inspiraba el menor temor la comarca
inhóspita, a pesar de que había oído decir que estaba repleta de bestias
salvajes y espíritus perversos. Su Reverencia no se equivoca: estar un tiempo
solo será para mí como un período de prueba, purificación y restablecimiento,
que tanto necesito en estos momentos. Hasta ahora únicamente me he movido por
los senderos del pecado, ya que en mis confesiones me reservo muchas cosas. No
actué así por miedo al castigo, sino porque me es imposible mencionar el nombre
de la 40 joven ante otro que no sea mi venerado San Francisco, el único capaz
de entenderme. Noto que me observa con benevolencia desde el Cielo y se
preocupa por mi pesadumbre. Sea cual sea la falta que quizá exista en la
compasión que me inspira esta inocente y perseguida doncella, estoy convencido
de que San Francisco la perdona bondadosamente por amor a nuestro bendito
Salvador, que también enfrentó congojas y conspiraciones. Una de mis
obligaciones en las montañas será la de recoger algunas raíces y mandarlas al
monasterio. Con esas hierbas los frailes destilan un licor que ya se ha hecho
famoso en toda la región, y cuya celebridad ha llegado incluso hasta la lejana
ciudad de Munich. La bebida es tan fuerte y tan llena de especias que, al
beberla, se siente tanto calor en la garganta como si se hubiese devorado una
llama del infierno; a pesar de ello, es apreciada en todas partes por su valor
medicinal, ya que se utiliza como remedio de infinidad de dolencias y
enfermedades; además, se afirma también que es beneficiosa para la salud del
alma, aunque debo añadir que, allí donde no se puede obtener el licor, una vida
devota puede conseguir el mismo resultado. En cualquier caso, la venta de este
licor es la principal fuente de ingresos que tiene el monasterio. El
ingrediente principal de la bebida es la raíz de una planta alpina conocida
como genciana, que crece a gran profundidad en las laderas de las montañas.
Durante los meses de julio y agosto, los frailes recogen estas raíces y las secan
junto al fuego en las chozas de las montañas; entonces las preparan y las
mandan al monasterio. Los frailes son los únicos que tienen derecho a recoger
estas raíces, y también a guardar celosamente secreto el procedimiento con el
que se confecciona el licor. Ya que debo vivir durante algún tiempo en estas
tierras elevadas, el Superior me ha dicho que de vez en cuanto, y siempre que
me sienta con fuerzas para ello, recoja estas raíces. Un joven siervo del
monasterio me conducirá hasta mi solitaria morada, cargará mis provisiones y
volverá inmediatamente. Vendrá una vez por semana a reabastecerme, y de paso a
llevarse las raíces que haya ido reuniendo en ese tiempo. No han demorado mucho
en mandarme al lugar donde debo cumplir mi penitencia. Esta misma noche me he
despedido de mi reverendo Superior; de vuelta a mi celda empaqueté mis libros
de oración, la Imagen del Cordero de Dios, y la Vida y Obra de San Francisco.
Tampoco he olvidado los utensilios para 41 escribir, indispensables para poder
continuar mi diario. De este modo, y una vez acabados los preparativos
necesarios, fortalecí mi alma con una oración y ya me encuentro preparado para
enfrentar cualquier cosa que me depare el destino, incluido el encuentro con
animales salvajes o demonios. Venerable Santo, perdona la tristeza que siento
al marcharme sin haber podido ver a Benedicta o sin haberme enterado siquiera
de qué ha pasado con ella desde aquel terrible día. Tú sabes ¡oh benévolo Santo
mío!, porque lo confieso con humildad, que ansío poder llegar al Monte de los
Ahorcados, aunque sólo sea para echar un vistazo a la cabaña en la que vive la
más buena y hermosa de las mujeres. ¡No seas demasiado severo al juzgar, te lo
suplico, venerable Santo, la debilidad de mi descarriado corazón de hombre! XX
Al dejar el monasterio con mi joven guía, observé que todo estaba tranquilo
dentro de sus muros; la santa comunidad dormía ensueño de la paz, que en los
últimos tiempos parecía habérsele negado. Ya comenzaba a amanecer y, según
ascendíamos por el sendero que lleva hasta las montañas, algunos leves
destellos dorados y escarlatas comenzaron a rodear las nubes de oriente. Mi
joven compañero, que cargaba en sus hombros el saco de provisiones, abría la
marcha. Yo le seguía con el hábito recogido hacia atrás, apoyándome en un
grueso cayado, y provisto de una afilada punta de hierro con la que podría
defenderme, llegado el caso, de cualquier bestia salvaje. Mi guía era un
muchacho joven, rubio y de ojos azules, y con una expresión en su rostro entre
alegre y amistosa. Era obvio que le agradaba enormemente poder trepar por sus
colinas natales en dirección a las cumbres que teníamos por meta. Parecía como
si no le molestase el peso de la carga que portaba, ya que su andar era ágil y
airoso, y su paso firme y seguro. Saltaba por el escarpado y abrupto sendero
como si fuese una cabra montesa. El joven estaba bastante animado. Me contó
historias maravillosas acerca de duendes y fantasmas, brujas y hadas. Según
parece, conocía perfectamente a estas últimas. Aseguró que aparecían vestidas
con ropas resplandecientes y que tenían un cabello brillante y alas muy bellas;
una descripción que se ajustaba casi exactamente con la que hacían algunos
Sacerdotes al hablar 42 sobre el tema en sus libros. Cuando se sienten atraídas
por alguien, son capaces de retener a esa persona bajo su encantamiento, sin
que nadie sea capaz de romper el hechizo, ni siquiera la Santísima Virgen
María. Aun así, yo creo que esto sólo se cumple en el caso de quienes se
encuentran en pecado, y que los puros de corazón no tienen nada que temer de
estas legendarias figuras. Subimos y bajamos cerros, atravesamos bosques,
pastos floridos y quebradas. Los ríos de la montaña que se deslizaban a través
de los valles, violentos y encajados en el seno de profundos barrancos,
parecían contar las cosas sorprendentes con que se habían encontrado a su paso,
y las extrañas aventuras que habían vivido en su itinerario. En las laderas de
las colinas y en los bosques retumbaban sin descanso las múltiples voces de la
naturaleza, convocando, susurrando, suspirando o profiriendo alabanzas al
Creador de todas las cosas. Con frecuencia pasábamos frente a la cabaña de
algún montañés, a cuyo lado jugaban desarrapados críos de cabello rubio. Al ver
a personas extrañas escapaban asustados. Las mujeres, sin embargo, salían a
nuestro encuentro cargando a sus hijos pequeños en brazos, y me pedían que las
bendijera. Nos ofrecían leche, mantequilla, queso fresco y pan oscuro. Muchas
veces veíamos a los hombres instalados ante sus cabañas, y dedicados a tallar
en madera sobre todo imágenes de nuestro Redentor en la cruz. Las mandan
después para ser vendidas en Munich y, según me han comentado, estos piadosos
artesanos llegan a ganar mucho dinero y gozan también de indudable prestigio.
Finalmente alcanzamos las orillas de un lago, pero una neblina nos impidió la
clara visión del paisaje. Encontramos un pequeño bote amarrado en el barranco;
mi guía me dijo que subiera a él e inmediatamente tuve la impresión de que nos
deslizábamos en medio del firmamento y de las nubes. Nunca había navegado y
tuve el terrible presentimiento de que quizá podríamos naufragar y morir
ahogados. Tan sólo se escuchaba el ruido del agua golpeando los costados de la
embarcación. Mientras avanzábamos, veíamos en ocasiones algún objeto oscuro que
flotaba en las aguas, aunque inmediatamente desaparecía con la misma rapidez
con que había surgido, y enseguida volvíamos a deslizarnos en medio de un
espacio vacío. Como a veces la bruma se elevaba un poco, pude ver gigantescas
rocas negras que sobresalían en el agua; también, no muy lejos de la orilla, vi
gigantescos árboles medio sumergidos, con sus grandes ramas que semejaban los
huesos de algún terrible esqueleto. El paisaje se hallaba tan repleto de cosas
horribles que incluso mi 43 joven guía permanecía callado, mientras sus ojos
atentos intentaban constantemente taladrar la bruma en busca de posibles
peligros. Aquellos indicios me hicieron comprender que estábamos atravesando un
terrible lago asolado por fantasmas y diablos, y en consecuencia le encomendé
mi espíritu a Dios. El poder del Señor somete cualquier mal. En el momento en
que terminé mi oración contra los espíritus del mal, se rasgó el velo de
oscuridad, ¡y el sol brilló como una gigantesca rosa de fuego que cubriese al mundo
con áureos y vistosos ropajes! Frente a ese glorioso ojo de Dios, las sombras
se desvanecieron y no volvieron a acecharnos. La espesa niebla, transformada en
una bruma leve y transparente, se entretuvo un poco más en las laderas de las
montañas, antes de desaparecer por completo. No quedó ni rastro de ella,
excepto en las profundas grietas de los cerros. El lago parecía plata líquida;
las montañas, brillantes, mostraban selvas parecidas a llamas de fuego. Mi
corazón estaba embriagado de asombro y gratitud. Mientras nuestro bote
avanzaba, noté que el agua del lago colmaba una cuenca larga y angosta. A
nuestra derecha los picos se levantaban hasta considerable altura, con las
crestas cubiertas de pinos, pero a la izquierda y enfrente había un lugar muy placentero
en el que se levantaba una gran construcción. Era San Bartolomé, la residencia
veraniega de mi Superior, el Padre Andrés. Ese tranquilo vergel no era
demasiado grande; excepto en la zona que daba sobre el lago, se encontraba
rodeado de promontorios que se levantaban en el aire hasta los mil pies de
altura. Mucho más arriba, en la zona frontal de ese gigantesco muro, había una
fértil pradera que brillaba como una enorme joya sobre el manto gris de la
montaña. Mi joven acompañante me informó de que ése era el único lugar en toda
la región donde crecían Edelweiss. Era, por lo tanto, el lugar exacto donde
Benedicta había recogido aquellas maravillosas flores que me había regalado
mientras estaba de penitencia. Contemplé aquel bello y terrible lugar con una
mezcla de sentimientos que me resulta imposible describir. El guía, cuyo estado
de ánimo encajaba con el jovial aspecto que en ese momento mostraba la
naturaleza, gritaba y cantaba; pero yo, al notar que abrasadoras lágrimas
brotaban de mis ojos y me corrían por las mejillas, escondí mi rostro en la
capucha. 44 XXI Tras abandonar nuestro bote comenzamos a escalar por la
montaña. Amado Dios, nada sale de Tu venerable mano sin un designio y una
utilidad, pero no logro entender para qué agrupaste estas montañas, ni para qué
las cubriste con tantos peñascos que no suponen una bendición ni para los
hombres ni para los animales. Después de horas y más horas de ascenso
alcanzamos un manantial; me senté agotado, con los pies doloridos y jadeando.
Contemplé el paisaje que se extendía a mí alrededor y comprendí que todo lo que
me habían dicho sobre aquellos parajes desolados estaba completamente
justificado. Allá donde mirase no veía más que rocas grises y desnudas,
veteadas de rojo, amarillo y marrón. Había tenebrosos eriales cubiertos de
piedra en los que nada crecía - ni una planta, ni una brizna de hierba-,
terribles abismos llenos de hielo y brillantes bancos de nieve que escalaban
hacia las alturas, tanto que casi parecían tocar el cielo. Sin embargo, encontré
unas pocas flores entre las rocas. Parecía como si el Creador de aquella
inhóspita y solitaria región la hubiese considerado demasiado terrible e,
inclinándose sobre los valles, hubiera tomado de ellos un puñado de flores para
esparcirlas después por estas estériles regiones. Las flores, así enaltecidas
por la mano divina, habían crecido con una belleza celestial e inigualable. El
guía me enseñó la planta cuya raíz debía yo recoger, y también algunas hierbas
resistentes y saludables, útiles para el hombre, y entre las que se encontraba
el árnica de flores doradas. Una hora más tarde reemprendimos nuestro camino y
seguimos hasta que casi me sentí incapaz de arrastrar los pies ni siquiera un
paso más. Finalmente llegamos a un lugar solitario rodeado de negros y
gigantescos peñascos. En su centro había una miserable cabaña de piedra con una
puerta baja en uno de sus lados, que hacía las veces de entrada. El joven me
explicó que aquélla habría de ser mi morada. Nada más entrar, mi corazón se
estremeció al pensar que tendría que vivir en un lugar semejante. No había ni
un solo mueble. Mi cama sería un ancho banco cubierto por algunos secos matojos
alpinos. También había una chimenea que se alimentaba con leña, y uno o dos
utensilios de cocina. 45 El joven cogió un recipiente y se marchó a toda prisa.
Yo me tumbé en el suelo frente a la choza y enseguida me sumí en la
contemplación de aquel paisaje agreste y aterrador, en el que debería preparar
mi espíritu para servir mejor a Dios. El guía regresó rápidamente, sujetando la
vasija con ambas manos. Al verme lanzó un alegre grito, cuyos ecos retumbaron
como si fuesen miles de voces charlatanas entre las piedras. Aunque había
permanecido solo apenas unos instantes, me sentí tan alegre de ver un rostro
humano que me adelanté y respondí a su saludo con desproporcionada felicidad.
¿Cómo podía entonces tener la esperanza de que conseguiría soportar una semana
de aislamiento total en aquel lugar solitario? Cuando el muchacho colocó el
recipiente delante de mí, vi que estaba lleno de leche. También sacó de entre
sus ropas un pan de manteca amarilla, bellamente decorado con flores alpinas, y
un pedazo de queso blanco como la nieve, envuelto en hierbas aromáticas. El ver
aquella comida me agradó y le dije a modo de broma: -Ya veo que en estas
alturas la leche y la manteca brotan de las piedras. ¿También encontraste un
manantial de leche? -Usted también podría conseguir un milagro como éste
-contestó-, aunque me pareció mejor trasladarme rápidamente hasta el Lago Negro
y pedir esta comida a las muchachas que viven allí. Sacó un poco de harina de
algo parecido a una alacena que había en la cabaña; encendió el fuego en la
chimenea y se dedicó a preparar un pastel. -De modo que no estamos solos en
esta región asolada -le dije-. ¿Dónde está ese lago en cuyas orillas viven tan
generosas personas? -Es el Lago Negro -contestó guiñando los ojos debido al
humo-. Se encuentra detrás de ese Kogel y la vaquería fue construida justo al
borde de esa colina que sobresale de entre las aguas. Es un mal lugar. El lago
llega en línea recta hasta el Infierno y entre las piedras se puede oír el
rugido y el chirriar de las llamas y los gemidos de los condenados. No hay
lugar en el mundo que cuente con tantos espíritus crueles y malvados. ¡Tenga
mucho cuidado! Aquí, a pesar de su santidad, podría ponerse enfermo. Podría
conseguir leche, manteca y queso en el Lago Verde, que está mucho más lejos;
les diré a las mujeres que le traigan lo que necesita. Se sentirán felices de
poder ayudarlo, y si les predica un sermón todos los domingos, ¡no les
importará enfrentar al demonio en persona con tal de complacerlo! 46 Después de
nuestro almuerzo, que me pareció el más agradable que jamás hubiese comido, el
joven se tumbó bajo el sol e inmediatamente se quedó dormido, roncando con
tanta violencia que me fue imposible seguir su ejemplo, a pesar del cansancio
que tenía. XXII Al despertar, el sol ya se encontraba detrás de las montañas,
cuyos picos mostraban ribetes de fuego. Me pareció como si estuviera viviendo
un sueño, aunque pronto volví a la realidad. Los gritos del muchacho que
retumbaron en la distancia me hicieron comprender inmediatamente que estaba
solo en aquella región abandonada. Evidentemente le dio pena mi estado, porque
en vez de perturbar mi sueño, se marchó sin despedirse. Tenía que darse prisa
si quería llegar a la vaquería del Lago Verde antes de que anocheciera. Al
entrar en la choza vi que el fuego ardía con energía, y que habían apilado un
buen montón de leña a su lado. El previsor muchacho tampoco se había olvidado
de dejarme la cena, que consistía en algo más de pan y de leche. También había
sacudido la hierba de mi duro lecho, cubriéndolo con una manta de lana,
servicios que le agradecí desde lo más profundo de mi corazón. Gracias a mi
largo sueño me encontraba nuevamente con fuerzas, y permanecí fuera de la
cabaña hasta bien entrada la noche. Hice mis oraciones mirando los promontorios
rocosos que se levantaban bajo aquel oscuro horizonte en el que las estrellas
parpadeaban alegremente. Se diría que allí, a aquella altura, las estrellas
brillaban más intensamente que en el valle, y era fácil suponer que si uno
escalaba hasta un punto más elevado todavía, podría llegar a tocarlas con la
mano. Permanecí muchas horas de aquella noche bajo las estrellas y el
firmamento, examinando mi conciencia y preguntándole a mi corazón. Tenía la
impresión de encontrarme en la iglesia, de rodillas frente al altar, notando la
imponente presencia de Dios. Finalmente mi alma se henchió de paz divina, y del
mismo modo que un niño se aprieta contra el pecho de su madre, recliné yo mi
cabeza en la sabia Naturaleza, ¡oh, madre de todos nosotros! XXIII 47 ¡Nunca
había visto un amanecer tan glorioso! Las montañas se teñían con una tonalidad
rosada y su apariencia era casi translúcida. Una plateada transparencia flotaba
en la atmósfera, tan fresca y pura que cada vez que aspiraba una bocanada de
aire me daba la sensación de estar renovando mi vitalidad. El rocío, blanco y
abundante, goteaba de las escasas briznas de hierba y se deslizaba sobre las
piedras como si fuese lluvia. Mientras estaba dedicado a mis oraciones
matinales, conocí involuntariamente a mis vecinos. Durante la noche las
marmotas no habían dejado de chillar, con gran molestia para mí, y en aquel
momento saltaban alocadamente como si fuesen conejos. En las alturas, pardos
halcones giraban describiendo círculos y observando fijamente a los pajarillos
que revoloteaban entre los arbustos, y a los ratoncillos de los bosques que
corrían entre las rocas. Cerca de allí pasaban una y otra vez manadas de
gamuzas en busca de los pastos que crecían en la zona más elevada de la
montaña. En lo más alto, un águila solitaria se recortaba contra el firmamento,
subiendo cada vez más, como si fuese un alma que se eleva hacia el Cielo después
de verse liberada del pecado. Todavía estaba de rodillas cuando mi silencio se
vio roto por un murmullo de voces. Miré a mí alrededor pero, aunque podía
escucharlas con claridad y captar pedazos de canciones, no logré ver a nadie.
Era como si aquellos sonidos procediesen del interior de las montañas y, al
recordadlos poderes del Maligno que se manifestaban por toda la comarca, recité
una plegaria y me preparé a esperar acontecimientos. Volví a escuchar el
cántico de nuevo, como ascendiendo de una profunda sima, e inmediatamente
aparecieron tres figuras femeninas. Al notar mi presencia dejaron de cantar y
profirieron agudos gritos. Así me di cuenta de que pertenecían a aquellas
tierras; pensé que quizá fuesen cristianas y esperé a que se acercaran. Vi que
llevaban cestos sobre sus cabezas y que eran jóvenes altas y de donosa
presencia, con el cabello rubio, el rostro moreno y los ojos negros. Dejaron
sus cestos en el suelo, me saludaron con modestia y besaron mis manos;
inmediatamente destaparon los canastos y me ofrecieron las apetitosas
provisiones que me habían traído: crema, queso, mantequilla y dulces. 48 Se
sentaron una vez más en el suelo y me explicaron que vivían en el Lago Verde y
que les agradaba enormemente poder contar de nuevo con un «hermano montañés», y
en especial con uno tan joven y gallardo como yo. Mientras hablaban de aquel
modo sus oscuros ojos parpadeaban alegres y en sus rojos labios lucían joviales
sonrisas, lo que me agradó sobremanera. Les pregunté si no las asustaba vivir
en aquella desolada comarca, pero como única respuesta se rieron, mostrando sus
blancos dientes. Me dijeron que en sus chozas tenían armas de caza destinadas a
ahuyentar a los osos y que conocían también diversos exorcismos y sortilegios
muy eficaces contra los malos espíritus. Además no se encontraban muy solas, me
aclararon, porque todos los sábados los jóvenes del valle subían a la montaña a
cazar osos, y en aquellas ocasiones se lo pasaban muy bien. A través de ellas
me enteré de que entre las elevaciones rocosas abundan los prados y las chozas,
en las que viven durante el verano los pastores y pastoras. Las mejores
praderas, indicaron, pertenecían al monasterio y se encontraban a muy poca
distancia. Me deleitó su agradable charla, que hacía que la soledad se me
hiciese menos opresiva. Después de darles la bendición, me besaron la mano y se
fueron como habían llegado: riendo sin parar, y cantando a gritos; dando
muestras del alborozo propio de su corta edad y buena salud. De esa forma he
llegado al menos a una conclusión: la existencia de las personas que viven en
las montañas es más feliz y apacible que la de quienes habitan en los profundos
y húmedos valles ubicados más abajo. Además, parece como si sus corazones y sus
mentes fuesen más puras, lo que quizá se deba a que realmente viven mucho más
cerca del Cielo que, según aseguran algunos hermanos, en estas regiones está
más cerca de la tierra que en ningún otro punto del mundo, exceptuando Roma.
XXIV Después de irse las jóvenes, guardé las vituallas que me trajeron; a
continuación, armado con una corta y puntiaguda pala y un costal, me fui en
busca de raíces de genciana. Crecían en abundancia, y la espalda comenzó
enseguida a dolerme de tanto agacharme a cavar la tierra, aunque seguí con el
trabajo, ya que deseaba mandarle al monasterio una buena remesa como prueba de
mi celo y obediencia. Me había apartado bastante de mi cabaña, sin 49 darme
cuenta de la dirección que tomaba, cuando inesperadamente me encontré al borde
de un precipicio tan profundo y horrible que retrocedí lanzando un grito de
terror. En el fondo de aquel abismo y a tanta distancia de mis pies que me
mareaba el hecho de mirar hacia abajo para verlo, había un minúsculo lago
circular, que parecía el ojo del diablo. En su orilla, cerca de un promontorio
que se levantaba sobre el agua, había una cabaña desde cuyo techo lleno de
piedras surgía una delgada columna de humo azulado. Alrededor de ella, en el
suelo estrecho y estéril, paseaban unas pocas vacas y ovejas. ¡Qué lugar tan
espantoso para erigir una vivienda! Aún miraba aterrado aquel agujero cuando
volví a asustarme: ¡escuché con absoluta claridad una voz que llamaba a alguien
por su nombre! El sonido procedía de un lugar situado a mis espaldas y el
nombre era dicho con una dulzura tan exquisita que me santigüé inmediatamente a
modo de protección contra las artimañas, maleficios y hechizos de las hadas.
Volví a oír la voz y en aquel momento mi corazón latió con tanta violencia que
casi me desmayé: ¡era la voz de Benedicta! ¡Benedicta en aquella terrible
región y yo solo con ella! Evidentemente, me es imprescindible tu ayuda,
venerable San Francisco, para que mis pasos no se desvíen del sendero trazado
por los designios divinos. Al darme la vuelta la vi. Saltaba de una roca en
otra; miraba hacia atrás y pronunciaba un nombre que me era desconocido. Cuando
descubrió que la estaba mirando se paró, inmóvil. Me acerqué a ella saludándola
en nombre de la Santísima Virgen, a pesar de que, ¡que Dios me perdone!, las
terribles emociones que me trastornaban casi me incapacitaban para poder
realizar tan sagrada invocación. ¡Qué cambios parecían haberse operado en la
desgraciada niña! Su hermoso rostro estaba tan pálido como el mármol; los
grandes ojos, hundidos e infinitamente tristes. Sólo en su preciosa cabellera
no se veía la menor alteración, y le caía sobre los hombros como una cascada de
hebras de oro. Permanecimos mirándonos mutuamente, callados por la sorpresa;
entonces volví a hablarle: -¿De modo que eres tú, Benedicta, la que vive en esa
choza que hay junto al Lago Negro, al lado de las aguas del Averno? ¿Tu padre
vive contigo? No me contestó, pero sentí un estremecimiento en sus delicados
labios, como le suele ocurrir a los niños cuando intentan sujetar el llanto.
Repetí la pregunta: 50 -¿Tu padre vive contigo? Me contestó en un susurro poco
mayor que un suspiro: -Mi padre ha muerto. Noté un agudo y repentino dolor en
el mismo centro de mi pecho, y por algunos segundos me sentí incapaz de decir
nada más, completamente desconcertado por la compasión. Benedicta había girado
el rostro para esconder sus lágrimas y su delicada figura se convulsionaba con
el llanto. No logré contenerme por más tiempo. Me acerqué, cogí su mano e,
intentando relegar a lo más profundo de mi corazón cualquier deseo humano de dirigirme
a ella con alguna expresión religiosa de consuelo, le dije: -Hija mía, querida
Benedicta, tu padre ya no está a tu lado, pero todavía tienes a otro Padre que
te protegerá en todos y cada uno de los días de tu vida. En todo lo que tenga
que ver con Su venerable voluntad, bondadosa y encantadora muchacha, te ayudaré
a soportar tan terrible pena. Aquel por quien lloras no está perdido, se ha
dirigido a la casa donde habita la misericordia, y Dios será benévolo con él. A
pesar de todo, mis palabras sólo consiguieron agudizar su adormecida tristeza.
Se dejó caer al suelo y dio rienda suelta a su llanto, sollozando con tanta
vehemencia que me alarmé sobremanera. ¡Ah, Madre de Misericordia!, ¿cómo podré
superar el recuerdo de aquella angustia que sufrí al presenciar la tremenda
desdicha que aniquilaba a tan hermosa e inocente criatura? Me agaché sobre ella
y también mis lágrimas cayeron sobre sus dorados cabellos. Mi corazón me
impulsaba a levantarla del suelo, pero mis músculos se negaban a obedecerme. Finalmente
se serenó un poco y comenzó a hablar; lo hizo, a pesar de todo, más como si
estuviese hablando consigo misma que conmigo: -¡Ah, mi padre, mi pobre padre
afligido! Sí, ha muerto... ellos lo mataron... hace mucho tiempo que murió de
congoja. Mi hermosa madre también murió de tristeza... de pena y remordimiento
por algún gravísimo pecado, no sé cuál, que mi padre le había perdonado. Él
sólo sabía ser compasivo y misericordioso. Había tanta ternura en su corazón
que no era capaz de aplastar siquiera a un gusano o una cucaracha, y a pesar de
ello se vio obligado a matar hombres. Su padre, y el padre de su padre pasaron
la vida entera y murieron también en el Monte de los Ahorcados. Es una estirpe
de verdugos cuya horrible herencia fue a recaer en mi padre: no tuvo elección.
Esa gente sin corazón le obligó a ejercer la profesión de sus antepasados.
Muchas veces le oí decir que había tenido 51 incluso la tentación de
suicidarse, y estoy convencida de que lo habría hecho, de no ser por mí. No
podía tolerar la idea de que muriese de hambre; pero fue forzado a ver cómo me
humillaban y, finalmente, ¡oh, Santísima Virgen!, escarnecida en público por un
delito del que era inocente. Cuando Benedicta habló de la terrible injusticia
con que había sido tratada, sus blancas mejillas se encarnaron al recordar la
ignominia sufrida, a pesar de que en su momento fue capaz de soportarla con un
ánimo diferente, por cariño a su padre. Mientras me contaba sus desdichas se
fue incorporando progresivamente, y después, conforme recuperaba confianza en
sus propias energías, terminó girando su hermoso rostro hacia mí. Pero en
seguida cubrió su cara con el cabello y me habría dado la espalda de no ser
porque se lo impedí suavemente mientras le hablaba con frases reconfortantes, a
pesar de que Dios sabe que mi propio corazón estaba a punto de reventar, de
tanta lástima como me inspiraba. Permitió que pasaran algunos segundos y
después continuó: -¡Ah, mi pobre padre siempre fue desgraciado! Ni siquiera se
le permitió el consuelo de ver bautizada a su niña. Como hija de verdugo, a mis
padres les estaba prohibido solicitar ese sacramento para mí; y nunca lograron
encontrar un solo sacerdote dispuesto a bendecirme en nombre de la Santísima
Trinidad. Por ese motivo me llamaron Benedicta, y me bendijeron ellos mismos un
día tras otro. »Tenía muy corta edad cuando murió mi bella madre. Fue enterrada
en tierra no consagrada. Como no podía elevarse hasta el Padre Celestial que
vive en lo más alto, fue enviada al pozo de llamas del Infierno. Cuando agonizaba,
mi padre fue a suplicarle al Reverendo Superior la gracia de un sacerdote que
pudiese administrarle los últimos sacramentos. Pero su petición fue rechazada.
No apareció ningún sacerdote y mi desgraciado padre tuvo que cerrar él mismo
los ojos de mi madre, mientras se le cegaban los suyos con las lágrimas de
angustia que le arrancaba el terrible destino que le esperaba a la difunta.
»Tuvo que ser él mismo quien cavara la tumba, sin la menor ayuda. El único
pedazo de tierra de que disponía era aquel en que había enterrado a los
ahorcados y excomulgados, y se vio obligado a depositar allí a mi madre, en
tierra no consagrada. Ni siquiera se permitió que rezasen misas por su alma. 52
»Me acuerdo perfectamente que después de aquello mi querido padre me llevó ante
la imagen de la Santísima Virgen y me dijo que me arrodillara. Juntó mis
pequeñas manos y me enseñó a rezar por mi desdichada madre, que no había tenido
a nadie que intercediera por ella ante el poderoso Juez de los Muertos. Desde
aquel día he rezado por las mañanas y por las noches por el espíritu de ella, y
ahora lo hago por el espíritu de mi padre también, cuya alma no fue preparada
para enfrentar al Todopoderoso, y que por tanto no se encuentra con Dios, sino
que arde en el fuego eterno. »Durante su agonía, corrí a presentarme ante el
Superior, tal y como él había hecho con mi madre. Le supliqué de rodillas, le
imploré llorando, le besé los pies, y también le habría besado la mano si no la
hubiese retirado. Pero lo único que hizo fue ordenarme que me fuera. Conforme
avanzaba en su relato, Benedicta imprimía mayor énfasis a sus palabras. Se
levantó y permaneció en pie; echó hacia atrás su bella cabeza y levantó su
mirada al cielo, como presentando aquellas ofensas a los elevados ángeles del
Señor, mensajeros de su voluntad. Levantó sus brazos desnudos con un gesto
enérgico y dotado de tanta gracia natural que me sentí sobrecogido de asombro;
las palabras brotaban espontáneamente de sus labios con una elocuencia que
jamás le habría imaginado. No me atrevo a pensar que aquellas palabras fuesen
inspiradas desde lo alto, ya que, ¡que Dios nos perdone!, cada una de ellas era
una denuncia soterrada de Él y de su Santa Iglesia y, a pesar de ello, ¡no me
cabe la menor duda de que nunca habló de aquel modo ningún mortal cuyos labios
no hubieran sido tocados por el espíritu de fuego del altar! Delante de aquella
agraciada y sorprendente criatura me di cuenta con tanta claridad de mi propia
falta de méritos, que probablemente me habría arrodillado ante Benedicta al
encararla como una santa bienaventurada, de no ser porque inesperadamente ella
puso fin a sus palabras de una forma tan patética que me hizo llorar de
emoción. -Las personas crueles le mataron -dijo intercalando el llanto entre
sus palabrasSe apoderaron de mí, a quien él amaba. Me acusaron injustamente de
un delito horrible. Me vistieron con unas ropas deshonrosas, depositaron en mi
cabeza una corona de paja y me colgaron del cuello una tablilla negra como
símbolo de la infamia. Me escupieron y escarnecieron, obligando a mi padre a
arrastrarme hasta la picota, donde fui atada y golpeada con látigos o y
piedras. Eso acabó por destruir su grande y noble corazón; y con su muerte me
dejó sola. 53 XXV Después de que Benedicta callase permanecí en silencio. ¿Qué
podía decir ante una tristeza como aquella? La religión carece de medicinas
para heridas como la suya. ¡Pensar en los horribles agravios que se le hicieron
a aquella humilde y pacífica familia, hizo que naciese en mi pecho una rebeldía
feroz contra el mundo, contra la iglesia y contra Dios! ¡Eran cruelmente
injustos, espantosa y diabólicamente injustos... tanto Dios, como su iglesia y
el mundo! Incluso el paisaje que nos rodeaba -esa comarca inhóspita, desierta y
deshabitada, repleta de peligrosos precipicios y de heladas nieves
perpetuasparecía la materialización tangible de la lamentable existencia a que
la pobre niña había sido condenada desde su nacimiento. Y era algo más que un
paisaje, ya que la repentina ausencia de su padre -incluso en un hogar tan
sencillo como la cabaña de un verdugo-, había provocado necesidades en ella que
la habían obligado a dirigirse hacia aquellas eternas soledades. Más abajo, sin
embargo, existían agradables pueblos, huertas fértiles, campos fecundos y
hogares donde la paz y la abundancia reinaban durante todo el año. Después de
una pausa, cuando Benedicta logró restablecerse un poco, le pregunté si tenía a
alguien que pudiese cuidar de ella. -No me queda nadie -contestó. Aunque al
percibir mi expresión entristecida, añadió-: Siempre he vivido en lugares
abandonados y malditos. Ya estoy acostumbrada. Ahora que mi padre ha muerto, no
hay nadie que se ocupe siquiera de dirigirme la palabra, porque tampoco hay
nadie con quien me apetezca hablar... excepto usted. Un instante más tarde
agregó: -Bueno, lo cierto es que sí existe alguien que se preocupa por verme,
pero él... Al llegar a este punto se interrumpió y no quise preguntar para no
colocarla en una situación violenta. Entonces dijo: -Ayer supe que estaba usted
aquí. Un joven vino a buscar leche y mantequilla. De no ser usted un religioso,
jamás habría acudido hasta mí en busca de comida. Espero que la corrupción que
contamina todo cuanto tengo o cuanto 54 toco no logre alcanzarlo. A pesar de
ello, ¿está seguro de haber hecho la señal de la cruz sobre todas las
provisiones? -Si hubiese sabido que eras tú quien las mandaba, Benedicta, me
habría ahorrado esta precaución -contesté. Me miró fijamente con sus
resplandecientes ojos, y exclamó: -¡Oh, mi querido señor y amado hermano! Y
tanto sus palabras como su mirada me produjeron el más elevado placer...,
tanto, por cierto, como el de todas las palabras y gestos que procedían de
aquella santa criatura. Le pregunté entonces para qué había escalado hasta la
cima del promontorio, y quién era la persona a quien le había oído llamar. -No
es una persona -replicó con una sonrisa-. Es mi cabra, que se ha perdido y a la
que buscaba entre las rocas. Reclinó la cabeza como si estuviese dispuesta a
despedirse, y se giró para marcharse, pero yo la detuve y le dije que la
ayudaría a buscar a su animal. Enseguida encontramos a la cabra en una grieta
del acantilado, y Benedicta se mostró tan feliz de encontrar a su humilde
compañera que se arrodilló junto a ella, la abrazó y la cubrió de expresiones
cariñosas. Me pareció algo realmente encantador y no pude menos que observarlas
con evidente admiración. Benedicta, al percibirlo, dijo: -Su madre se despeñó y
se rompió el pescuezo. Yo adopté entonces a su cría y la ayudé a crecer
alimentándola con leche; por eso me quiere tanto. Las personas que viven en una
soledad como la mía saben apreciar el cariño de un animal fiel. Cuando la joven
se disponía a marcharse reuní valor para preguntarle algo que desde hacía
tiempo me rondaba por la cabeza. Le dije: -Benedicta, ¿es cierto que la noche
de la fiesta acudiste al encuentro de los jóvenes borrachos con el único motivo
de proteger a tu padre de cualquier posible peligro? Me miró completamente
asombrada. -¿Qué otra cosa cree que podría haberme empujado a actuar de ese
modo? 55 -No se me ocurría ningún otro motivo -respondí bastante confuso.
-Ahora debo marcharme, hermano. Adiós -dijo mientras comenzaba a alejarse.
-¡Benedicta! -exclamé. Ella se paró y me miró. -El próximo domingo instruiré en
algunos asuntos piadosos a las mujeres del caserío situado en el Lago Verde.
¿Acudirás? -¡Oh, no, querido hermano! -replicó vacilante, en un susurro. -¿Por
qué no? -Nada me gustaría más, pero mi presencia podría ahuyentar a esas
mujeres, y a otras personas a quienes la benevolencia inherente en usted les
empuja a escucharlo. La caridad con que me trata podría terminar trayéndole
problemas. Le pido, señor, que acepte mi agradecimiento, pero no podré acudir.
-Entonces iré yo a verte. -Sea prudente, señor, por favor, ¡tenga cuidado! -Iré
a verte. XXVI El joven me había enseñado a hacer un pastel. Ya sabía todo lo
necesario para hacerlo, y también conocía las medidas exactas de cada
ingrediente; sin embargo, cuando intenté llevar a la práctica lo aprendido,
sólo obtuve resultados desastrosos. Lo único que conseguí fue una masa pastosa
y humeante, más propia de las fauces de Satanás que de la boca de un devoto
hijo de la Iglesia y seguidor de San Francisco. Aquel fracaso me desanimó
realmente, aunque no acabó con mi apetito; cogí un pedazo de pan duro, lo
remojé en leche agria y ya le estaba obligando a mi estómago a comenzar su
penitencia por mis pecados cuando apareció Benedicta con un cesto lleno de
apetitosos alimentos procedentes de su caserío. ¡Querida niña!, mucho me temo que
aquella curiosa mañana no le di la bienvenida únicamente con mi corazón.
Al
ver la masa humeante abandonada en la vasija sonrió, y rápidamente se la arrojó
a los pájaros (¡que el Cielo los proteja!); limpió el recipiente en el
manantial y, al volver, preparó el fuego nuevamente. Entonces colocó otra vez
los ingredientes del pastel. Cogió dos puñados de harina y los colocó en una
vasija de barro cocido; después vertió un vaso de crema, añadió una pizca de
sal, e inmediatamente lo amasó todo con sus blancas y ágiles manos hasta
conseguir una masa suave y esponjosa. Acto seguido la depositó en el cazo que
acababa de engrasar con un poco de mantequilla, y finalmente colocó el
recipiente sobre el fuego. Cuando el calor hizo que la masa comenzara a crecer
hasta alcanzar el borde de la vasija, con suma habilidad la perforó en varios
puntos para evitar que se resquebrajase. Después de dejar que se tostase bien,
la sacó y la colocó frente a mí, a pesar de mi indignidad. La invité a
compartirlo todo, pero ella se negó. Insistió además en que me santiguara antes
de probar nada que ella hubiese tocado, para evitar que algún demonio se
apoderase de mi alma debido a la maldición que pesaba sobre ella; pero me negué
a aceptar semejante posibilidad. Mientras comía, Benedicta recogió flores entre
las piedras, confeccionó una cruz con ellas y la colocó frente a mi choza.
Después, cuando terminé de almorzar, limpió los platos y colocó cada cosa en su
sitio, de forma que me pareció la cabaña más confortable que antes, incluso a
la vista. Cuando ya no había nada más que hacer, y mi conciencia no era capaz
de inventar nuevas excusas para retenerla, Benedicta se marchó y, al hacerlo,
¡oh, mi Dios, qué sombrío y tenebroso me pareció el día! ¡Ah, Benedicta!, ¿qué
has hecho conmigo?... Entregarme al servicio exclusivo del Salvador, al que me
consagro, me hace menos feliz y menos santo que vivir una humilde existencia de
pastor, en medio de esta región solitaria, ¡pero contigo! XXVII La vida en
estas altitudes es menos desagradable de lo que me había imaginado. Lo que me
parecía un deprimente aislamiento se ha convertido en algo menos sombrío y
desolador. Esta región montañosa, que al principio me sobrecogía de terror,
está mostrando progresivamente su índole benigna. Su inmensidad es deliciosamente
bella y está dotada de una perfección que purifica y eleva el espíritu. Es
posible leer en ella, con la misma claridad que en un libro, las alabanzas a su
Creador. Cada día, mientras recojo raíces de 57 genciana, le prestó atención a
las voces de esta inhóspita región, y sosiego y corrijo cada vez más mi
corazón. En estas cumbres no hay pájaros cantores. Las aves del lugar apenas
emiten estridentes chirridos. Las flores, aunque exentas de fragancia, son
increíblemente bonitas y brillan con una intensidad semejante a la de las
estrellas. Conozco laderas y promontorios que sin duda no fueron jamás
profanados por pies humanos. Me dan la impresión de ser sagradas y aún es
posible encontrar en ellas el toque final del Creador, como si acabasen de ser
colocadas allí por Su santa mano. Hay abundante caza. En ocasiones las gamuzas
forman manadas tan numerosas que parecería como si la ladera misma de la colina
estuviese en movimiento. Hay también machos cabríos salvajes, auténticos
monstruos; e incluso osos, aunque hasta ahora, y gracias a Dios, no he visto ni
uno solo. Las marmotas corretean a mi lado como si fuesen gatitos, y las
águilas, que son las aves más nobles en este imperio de las alturas, anidan en
los riscos para establecer sus hogares lo más cerca posible del cielo. Cuando
me siento cansado me tumbo sobre las aromáticas praderas alpinas, que huelen
como si fuesen valiosas especias. Cierro los ojos y escucho al viento susurrar
entre los altos troncos, mientras reina la paz en mi corazón. ¡Alabado sea
Dios! XXVIII Todas las mañanas las doncellas de los caseríos próximos se
acercan a mi cabaña. Sus joviales gritos resuenan en el aire mientras el eco
retumba en las montañas. Me traen leche fresca, queso y mantequilla; charlan
unos minutos y después se marchan. Cada día me cuentan alguna novedad ocurrida
en las montañas, o alguna noticia que ha llegado a las aldeas procedente de los
pueblos de la llanura. Son felices y alegres y esperan con placer la llegada
del domingo, día en que tendrá lugar nuestra matinal celebración religiosa, y
en cuya tarde suelen asistir al baile. 58 Por desgracia, estas dichosas
personas no son inmunes al pecado de levantar falso testimonio contra sus
semejantes. Me han hablado de Benedicta, asegurando que es una doncella inmoral,
digna hija de un verdugo y (mi corazón se niega al mero hecho de escribirlo),
¡la amante de Roque! La picota, afirman, ha sido creada justamente para mujeres
como ella. Al escuchar a estas jóvenes expresarse con tanta acritud y falsedad
sobre alguien a quien casi no conocen, me resultó difícil contener mi ira. Al
final me apiadé de su ignorancia y las reprendí con paciente tranquilidad. Era
un error, les expliqué, condenar a alguien sin darle la oportunidad de
defenderse. Hablar mal de alguien no es actitud propia de un cristiano. No
entendieron. Las sorprendió que pudiese defender a alguien como Benedicta...
una doncella que, tal y como aseguraban y sin duda era verdad, había sido
infamada en público, y carecía de amigos en el mundo. XXIX Esta mañana me
acerqué al Lago Negro. Se trata, por cierto, de un lugar ominoso y maldito,
propio para que vivan en él los condenados. ¡Y pensar que es allí donde vive
esta pobre niña abandonada! Al acercarme a la cabaña vi que el fuego ardía en
la chimenea y que sobre él pendía una vasija. Benedicta se encontraba sentada
en un taburete, contemplando las llamas. Un resplandor rojizo le iluminaba la
cara y gruesas lágrimas le corrían por las mejillas. Como no quería ser un
testigo secreto de su tristeza, le hice notar mi presencia rápidamente y le
hablé con la mayor dulzura posible. Se asustó, pero al ver quién era sonrió, y
su rostro se enrojeció. Se levantó y se adelantó para darme la bienvenida;
comencé a hablarle casi sin darme cuenta de lo que decía, intentando que
recobrase la serenidad. Sin embargo, hablé como un hermano podría hacerlo con
una hermana, con espíritu grave, porque mi pecho estaba inundado de compasión.
-¡Oh, Benedicta! -exclamé-. Puedo leer en tu corazón, y veo que existe en él
más amor por ese salvaje muchacho llamado Roque que por nuestro amado y
santísimo Creador. Sé que eres capaz de soportar pacientemente infamias y
humillaciones, tranquila con el pensamiento de que ese joven sabe que eres
inocente. En ningún momento he albergado el propósito de condenarte, pues, 59
¿es que hay algo más santo y puro que el amor de una joven muchacha? Lo único
que pretendo es alertarte e impedir que le entregues tu corazón a alguien tan
indigno de tenerlo. Escuchó mis palabras sin levantar su cabeza y sin hacer el
menor comentario, aunque pude notar que suspiraba. Al ver que temblaba,
continué: -Benedicta, la pasión que inunda tu pecho podría llegar a acabar con
tu vida presente y también con la venidera. Roque no es alguien dispuesto a
casarse contigo ante Dios y ante los hombres. ¿Por qué no fue capaz de hacer
frente a todos y salir en tu defensa cuando te acusaron injustamente? -Él no
estaba allí -contestó levantando su mirada hasta cruzarla con la mía-; se
encontraba con su padre en Salzburgo. No supo nada de lo que había pasado hasta
que se lo contaron. ¡Que Dios me perdone!, al escuchar aquellas palabras no me
agradó que alguien excusara a Roque del grave pecado que le había imputado, y
me quedé indeciso, con la cabeza gacha y en silencio. -Pero Benedicta -proseguí-,
¿crees que él aceptaría desposar a una doncella cuya honra ha sido mancillada
en presencia de su propia familia y de sus vecinos? No; sin duda no te pretende
con propósitos tan honorables. ¡Oh, mi querida joven!, confía en mí. ¿Es que no
es verdad lo que digo? Permaneció en silencio y no logré que dijese nada más.
Se limitaba a temblar y suspirar; parecía como si fuese incapaz de articular
palabra. Comprendí que era demasiado frágil como para resistir la tentación de
amar al joven Roque; es más, noté que le había entregado ya por completo su
corazón, y mi espíritu, entristecido, sintió compasión y pesadumbre...
compasión por ella, y pesadumbre por mí mismo, porque acababa de comprender que
mis fuerzas no estaban a la altura del mandato que se me había impuesto. Mi
sufrimiento era tal que casi no pude contener las lágrimas. Salí de la choza,
pero no volví a la mía. Paseé errante por las hechizadas orillas del Lago
Negro, sin dirección alguna. Al pensar amargamente en mi fracaso y al pedir a
Dios que me diese fuerza y gracia mayores, me di cuenta de que me había
convertido en un indigno discípulo del Señor, y en un deshonesto hijo de la
Iglesia. Comprendí mejor que nunca la naturaleza terrena y la índole pecadora
de mi amor por la doncella. Percibí que, en vez de darle por completo mi
corazón a Dios, me agarraba a un 60 espejismo temporal y humano. Con una
lucidez inusitada, me resultó claro que, mientras el amor por la dulce niña no
se transformase en un cariño completamente espiritual, purificado de cualquier
sucia pasión, jamás podría recibir el orden sagrado, y tendría que conformarme
con seguir siendo siempre un pobre monje pecador. Aquellas meditaciones me
atormentaron profundamente: me entregué a la desesperación y me dejé caer en el
suelo invocando a gritos a mi Salvador. Aquélla fue la mayor prueba de mi vida,
y agarrándome a la Cruz exclamé: «¡Oh, Señor, sálvame! Me ciega una enorme
pasión... ¡Sálvame, Señor, o moriré eternamente!» Durante toda la noche luché y
supliqué, debatiéndome contra los espíritus malignos que, establecidos en mi
espíritu, me atormentaban con la tentación de renegar de mi amada Iglesia, de
la que siempre he sido un hijo fiel. «La iglesia», susurraban a mi oído, «ya
tiene demasiados servidores. Aún no te has atado definitivamente al celibato.
No te resultaría difícil conseguir la dispensa de tus votos de monje; vivirías
en las montañas como un laico más. Puedes aprender el oficio de pastor o
cazador, y permanecer siempre al lado de la muchacha para protegerla,
guiarla... y puede que llegado el momento seas capaz de conquistar el amor que
le ha entregado ahora a Roque, y convertirla en tu esposa». Luché contra
aquellas tentaciones con mis escasas energías y con toda la ayuda que mi
venerado Santo me concedió en esa terrible prueba. La batalla fue larga y
agónica, y constantemente, en medio de aquella región inhóspita donde mis
gritos retumbaban entre las piedras, sentí el deseo de rendirme; sin embargo al
amanecer me sentí más tranquilo, y una vez más la calma se adueñó de mi corazón.
Como si fuese un reflejo de mi estado interior, la luz del sol inundó las
terribles gargantas de la montaña, exactamente en el lugar donde unos minutos
atrás reinaban la oscuridad y la niebla. Reflexioné sobre los sufrimientos y la
pasión de nuestro Salvador, que entregó su vida para salvar al mundo, y con
cristalino fervor le pedí al Cielo que me concediese el don de terminar mis
días de un modo semejante, quizá con más humildad, aunque en mi caso fuese con
la única intención de salvar, no al mundo, sino a esa criatura cuyo sufrimiento
me angustiaba tanto: Benedicta. ¡Ojalá el Creador llegue a escuchar mis
oraciones! XXX 61 La noche anterior al domingo en que debía realizar mis
celebraciones religiosas se encendieron enormes hogueras en los riscos; para
los jóvenes del valle era la señal que indicaba que podían subir a los
caseríos. Acudieron en gran número, y fueron recibidos con músicas y gritos
estridentes de las jóvenes doncellas de los caseríos, quienes, además, hacían
girar antorchas para iluminar las grandes rocas y provocar tras ellas
gigantescas sombras. Era un bello espectáculo, llevado a cabo por personas que,
por cierto, eran generalmente muy felices. El joven del monasterio llegó junto
con los otros. Permanecerá aquí el domingo y a su vuelta se llevará las raíces
que he ido recogiendo. Me contó muchas de las novedades que habían tenido lugar
en el monasterio. En estos días, el reverendo Superior se encuentra en San
Bartolomé, cazando y pescando. Otra de las novedades -que me produjo una considerable
alarma- fue la de que el hijo del Administrador, el joven Roque, se encuentra
en las montañas, no demasiado lejos del Lago Negro. Tiene un pabellón de caza
en el promontorio más alto y un sendero lo une directamente con el lago. El
joven me dio aquella noticia sin darse cuenta de mi estremecimiento al oírla.
¡Quiera Dios que un ángel con su espada llameante vigile la senda que lleva
hasta el lago y custodie a Benedicta! Los gritos y la música duraron toda la
noche, lo cual, unido a la agitación de mi alma, me impidió conciliar el sueño.
Al día siguiente, muy temprano, jóvenes y doncellas llegaron por todos los
caminos en grupos numerosos. Las muchachas llevaban pañuelos de seda anudados
graciosamente alrededor de la cabeza y habían recurrido a las flores para
engalanarse y para adornar también a sus parejas. Puesto que todavía no soy
sacerdote, no puedo decir misa o predicar una homilía; pero recé por los fieles
y les conté todo lo que mi dolorido corazón fue capaz de manifestar. Les hablé
de nuestra naturaleza pecadora y de la infinita misericordia de Dios, del trato
severo que nos damos unos a otros, del amor que el Creador nos prodiga a todos
y de Su sublime compasión. Conforme los ecos de mis palabras eran devueltos por
el abismo inferior y las elevadas cimas, me pareció que me arrancaban de este
mundo de penalidades sobre alas de ángeles, y me llevaban hasta las brillantes
esferas que hay más allá del firmamento. Fue una celebración solemne; mis pocos
fieles se encontraban 62 concentrados en sus oraciones y parecía que me
encontraba en el sanctosanctórum. Al acabar el acto, les otorgué la bendición y
todos se fueron tranquilamente. No se habían alejado demasiado cuando escuché a
los jóvenes proferir sus gritos atronadores, aunque no me importó. ¿Por qué no
habrían de sentirse felices? ¿Es que la alegría no es la alabanza más pura que
puede ofrecerle a Dios el corazón de un hombre? Por la tarde me dirigí a la
choza de Benedicta; se encontraba junto a la puerta confeccionando una corona
de Edelweiss para la imagen de la Virgen; para ello intercalaba entre las
blancas flores pimpollos de un color rojo semejante a la sangre. Me senté junto
a ella y, en silencio, la miré mientras se entretenía en su delicada tarea,
pero en mi alma había un confuso desorden de emociones y una voz que clamaba:
-¡Benedicta, mi amor, alma mía, te amo más que a la vida! ¡Te quiero más que a
todo cuanto existe en la tierra y en el Cielo! XXXI El Superior me mandó llamar
y con un extraño presentimiento seguí a su mensajero a lo largo de la escarpada
senda que lleva hasta el lago; allí volví a embarcar. Me encontraba sumido en
sombrías meditaciones y premoniciones sobre una ominosa desgracia, y por eso
casi no me di cuenta de que nos alejábamos de la orilla cuando el sonido de alegres
gritos me hizo entender que habíamos llegado a San Bartolomé. En el precioso
prado que rodea la residencia del Superior se congregaba un sinfín de personas:
Sacerdotes, frailes, cazadores y montañeses. Muchos habían llegado desde
lejanas comarcas, acompañados por nutridos séquitos de sirvientes y
acompañantes. En la casa se notaba una intensa actividad, había también una
gran confusión y se veía a todos ir en todas direcciones, sin sentido,
moviéndose de un lugar a otro como si fuese una feria. Las puertas permanecían
abiertas de par en par y las personas entraban y salían a toda velocidad,
hablando a gritos. Los perros también ladraban y aullaban con toda la fuerza de
que eran capaces. Bajo un roble había sido colocada una barrica de cerveza
sobre un caballete, y a su 63 alrededor se concentraban muchas personas
deseosas de beber. Aparentemente, la bebida también corría en abundancia en el
interior de la casa, ya que cerca de las ventanas pude ver a muchos hombres
sujetando grandes copas en sus manos. Al entrar, me tropecé con un enjambre de
criados que llevaban fuentes rebosantes de pescado y de piezas de caza. Le
pregunté a uno de aquellos sirvientes cuándo podría ver al Superior. Me
contestó que Su Reverencia bajaría justo después de la comida; decidí entonces
que lo mejor sería esperarlo en la recepción. En las paredes de esta estancia
había reproducciones de algunos peces gigantescos capturados en el lago. Bajo
cada uno de ellos se había inscrito en grandes letras el peso del monstruo y la
fecha en que fue pescado, así como el nombre del pescador. No se me ocurrió
otra posibilidad -quizá por mi espíritu caritativo- que pensar que aquellos
nombres incitaban a los buenos cristianos a rezar por las almas de cuantos se
exhibían en aquellas tablas. Mi Superior apareció por la escalera una hora
después. Acudí a su encuentro y lo saludé con absoluta humildad, propia de mi
condición. Me contestó con un gesto de cabeza, después me taladró con su
penetrante mirada y me indicó que debía presentarme en sus aposentos después de
la cena. Eso fue lo que hice. -¿Cómo se encuentra tu alma, Ambrosio, hijo mío?
-me preguntó solemnemente-. ¿Te concedió el Señor Su gracia? ¿Lograste soportar
con paciencia y resignación estos días de prueba? Inclinando mi cabeza,
contesté con sumisión: -Muy Reverendo Padre, en aquellas montañas solitarias el
Señor iluminó mi conocimiento. -¿Respecto a tu culpa? Hice un gesto afirmativo
con la cabeza. -¡Alabado sea el Señor! -exclamó el Superior-. Estaba
convencido, hijo mío, de que la soledad le hablaría a tu alma como si fuese un
dulce ángel. Tengo buenas noticias para ti. Hablé de ti en una de mis cartas al
obispo de Salzburgo. Ha decidido que te traslades a su palacio. Te consagrará y
te impondrá el sagrado orden personalmente; después te establecerás en su
ciudad. Dispón tus cosas, porque dentro de tres días tendrás que dejarnos. 64
El Superior volvió a mirarme fijamente, pero no le dejé llegar hasta mi
corazón. Le pedí que me bendijera, incliné la cabeza y me marché. ¡Ay, de modo
que quería verme para esto! Debo irme para siempre. Tengo que dejar tras de mí
lo que más deseo en el mundo; debo renunciar a la custodia de Benedicta. ¡Que
Dios nos ampare a ambos! XXXII Me encuentro de nuevo en mi hogar montañés,
aunque mañana debo abandonarlo definitivamente. Pero, ¿por qué me siento tan
infeliz? ¿Es que no me espera la mayor de las alegrías? ¿Acaso no esperaba
siempre con ansia el momento en que iba a ser consagrado sacerdote, convencido
de que sería la mayor dicha de mi existencia? Y ahora en que el gozoso momento
parece cercano, mi tristeza parece superar cualquier límite. ¿Es que puedo
acercarme al altar de mi Salvador con una mentira en la boca? ¿Acaso puedo
permitirme recibir el santo sacramento como un mentiroso? Cuando sea ungido con
el santo óleo, mi frente arderá con un fuego, y el sagrado líquido me abrasará
el cerebro y me condenará eternamente. Debería arrodillarme ante el Obispo y
pedirle: «Expulsadme, porque no persigo el amor de Cristo, ni fines santos y
celestiales; persigo cosas que son de este mundo». Si hablase de este modo
sería inmediatamente castigado, pero soportaría mi penitencia sin proferir una
queja. Si mi alma estuviese limpia de pecados y yo pudiera, en derecho,
ordenarme sacerdote, podría serle muy útil a la desgraciada niña. Estaría en
condiciones de poder darle infinitas bendiciones y palabras de consuelo. Sería
su confesor y la absolvería de cualquier falta, y si viviese más que ella
-¡Dios no lo quiera!- podría incluso contribuir a redimirla del Purgatorio con
mis oraciones. Podría también rezar misas por las almas de sus desgraciados
padres, que ahora sufren las torturas infernales. 65 Sobre todo, si consiguiera
salvarla de ese único y destructor pecado que secretamente desea cometer, y si
pudiese cargarla conmigo y colocarla bajo tu protección, ¡oh, Santísima Madre
de Dios!, eso sí que sería para mí la mayor de las alegrías. Pero, ¿qué
santuario aceptaría a la hija de un verdugo? Sé perfectamente lo que ocurrirá:
en cuanto me marche de esta región prevalecerá el Maligno bajo la victoriosa
figura que ha elegido, y ella estará perdida en el tiempo y para siempre.
XXXIII Fui a ver a Benedicta. -Benedicta -le dije-, me voy de esta región...,
debo abandonar las montañas..., y alejarme de tu lado. Empalideció, aunque sin
decir nada. Por un- momento le embriagó la emoción, ya que me pareció como si
se sofocara, y no fui capaz de continuar. Pero logré recobrarme. -¡Pobre
muchacha! ¿Qué va a ser de ti? Sé que tu amor por Roque es profundo, y el amor
es como un torrente impetuoso al que nada logra detener. Tu única posibilidad
de salvación es aferrarte a la cruz de nuestro Salvador. Prométeme que lo
harás..., no dejes que me vaya anonadado por el sufrimiento. -De modo que, ¿soy
tan depravada? -me preguntó sin levantar la mirada del suelo-. ¿Ni siquiera
puede depositar su confianza en mí? -¡Ah, Benedicta! El enemigo es muy
poderoso, y tienes un traidor que abrirá los cerrojos de todas tus puertas en
medio de la noche: tu corazón. -Roque no me hará daño -susurró-. No hay duda de
que usted está siendo injusto con él. Yo sabía sin embargo que no estaba siendo
injusto, y por eso me preocupaba más todavía saber que el lobo utilizaría las
estratagemas del zorro. Ante la sagrada pureza de la niña, las miserables
pasiones de Roque aún no habían sido descubiertas. Pero yo sabía que habría de
llegar el momento en que Benedicta necesitaría de todas sus fuerzas, y también
sabía que en ese 66 momento le fallarían. La cogí por el brazo y le pedí un
juramento: que se arrojaría en medio del Lago Negro antes de hacerlo en los
brazos de Roque. Pero se negó a contestarme. Permaneció en silencio, mirándome
fijamente, con unos ojos tan llenos de tristeza y censura que mis pensamientos
se perdieron por los más sombríos derroteros. Entonces, volviéndole la espalda,
me alejé de su lado. XXXIV ¡Oh, Dios mío, Salvador de mi espíritu!, ¿hasta
dónde me has llevado? Me encuentro en la torre de los convictos; soy un asesino
condenado, ¡y mañana al amanecer me conducirán al patíbulo para ahorcarme!
Quien le arrebate la vida a otro hombre será privado de la existencia: ésa es
la ley de Dios y de los hombres. En el que habrá de ser mi último día en la
tierra, he pedido que se me permita escribir y me ha sido concedido. En nombre
del Señor y de la verdad, contaré cuanto ocurrió. Después de apartarme del lado
de Benedicta, volví a mi cabaña. Preparé mis cosas y me dispuse a esperar la
llegada de mi joven guía. Pero no apareció, de modo que habría de pasar una
noche más en las montañas. Poco a poco me fue invadiendo el desasosiego. La
propia choza me parecía ahora demasiado estrecha, con un aire excesivamente
cálido y pesado para poder respirarlo. Salí afuera, me tumbé sobre una roca y
contemplé el firmamento, oscuro pero reluciente de estrellas. Mi alma, sin
embargo, no se encontraba en aquel cielo, sino en la cabaña que había a orillas
del Lago Negro. Repentinamente escuché un grito, débil y lejano, que parecía
provenir de una garganta humana. Me senté a escuchar, pero sólo oí el más
absoluto silencio. Pensé que probablemente habría sido el canto de algún ave
nocturna. Iba a tumbarme de nuevo cuando se repitió el grito, aunque en esta
ocasión parecía provenir de otra dirección. ¡Era la voz de Benedicta! Volví a
escucharlo, y en ese instante tuve la impresión de que brotaba del aire... del
cielo, encima de mi cabeza; pronunciaba mi nombre claramente; pero, ¡oh, Madre
del Cielo!, ¡qué angustia había en su voz! Me incorporé de un salto, gritando:
67 -¡Benedicta!, ¡Benedicta! -pero no tuve respuesta. -¡Benedicta, corro hacia
ti! -grité de nuevo-. ¡No desesperes, hija mía! Me adentré velozmente en la
oscuridad siguiendo el camino que conducía hasta el Lago Negro. Corría a
trompicones y saltaba, tropezando y cayendo a veces sobre piedras y raíces de
árboles. Mis brazos y piernas estaban heridos, mis ropas rasgadas, pero no
pensaba en ello. Benedicta estaba en un apuro, y yo era el único que podía
protegerla. Me lancé enérgicamente hacia delante hasta llegar al Lago Negro.
Pero en la choza todo parecía tranquilo; no había luz ni tampoco ruido. Su
aspecto era tan tranquilo como el de un santuario de Dios. Después de esperar
durante un buen rato, me fui. La voz que había escuchado no podía ser la de
Benedicta; evidentemente se trataba de algún espíritu perverso que se reía de
mi infinita tristeza. Me dispuse a regresar a mi choza, aunque una mano
invisible me guio en otra dirección y, aunque me llevó hasta la perdición, no
me cabe la menor duda de que fue la mano de Dios. Continué caminando sin saber
la dirección que llevaba, y como no logré encontrar la senda que me había
llevado hasta allí, me encontré de repente al pie de un abismo. De ese punto
partía un estrecho y escarpado sendero que ascendía por la ladera del
promontorio, y que comencé a subir. Después de recorrer alguna distancia miré
hacia arriba y distinguí, recortada contra el cielo alumbrado de estrellas, una
choza levantada en el borde mismo del precipicio. Una inesperada revelación me
hizo comprender que aquel era el pabellón de caza de Roque, y que aquella senda
era el camino que utilizaba para ir a ver a Benedicta. ¡Dios de Misericordia!,
no había duda de que el hijo del Administrador utilizaba aquella ruta, no podía
haber otra. Lo esperaría en ese punto. Me escondí en la sombra y esperé
mientras reflexionaba en lo que podría decirle, y le rezaba al Señor pidiéndole
inspiración para poder cambiar su corazón hasta el punto de alejarlo de su
desdichado destino. No había pasado mucho tiempo cuando vi que el joven
comenzaba a descender. Las piedras que sus pies arrastraban al caminar rodaban
por las empinadas laderas y caían con un distante murmullo mucho más abajo, en
el lago. Le pedí a Dios que si no lograba yo calmar su corazón, que al menos
perdiera pie en aquel descenso y siguiera el camino de aquellas piedrecillas;
era mejor enfrentar una muerte repentina y sin penitencia, y que su espíritu 68
se condenase, antes que dejarle vivir lo suficiente como para destruir el alma
de una niña inocente. Después de aparecer por un recodo del sendero se acercó
en mi dirección. Me incorporé y me adelanté bajo la débil luz de la luna. Me
reconoció inmediatamente y con su voz soberbia y despectiva me pregunto qué es
lo que quería. Le contesté en tono conciliador, explicándole el motivo por el
que le cerraba el paso, y le pedí que volviera por donde había venido. Me
insultó y se rió de mí. -Maldito aprendiz de santurrón -se mofó-, ¿no vas a
dejar nunca de meterte en mis asuntos? Sólo porque las jóvenes montañesas son
tan necias como para admirar tus dientes blancos y tus grandes ojos negros, ¿crees
ya que no eres un monje, sino un hombre? ¡Para cualquier mujer vales menos que
una cabra! Le supliqué que depusiera su actitud y me escuchara. Me hinqué de
rodillas incluso y le pedí que, aunque me despreciase a mí y a mi humilde
aunque sagrada condición, respetara y preservara al menos a Benedicta. Pero me
echó a un lado, colocando su bota sobre mi pecho. Incapaz de contenerme por más
tiempo, me levanté y, de pie ante él, le dije que era un asesino y un canalla.
Por toda respuesta extrajo un puñal de su cinto y gritó: -¡Estúpido, voy a
mandarte al infierno! Con la velocidad de un rayo mi mano aferró su muñeca.
Logré arrebatarle el arma y la arrojé detrás de mí, mientras exclamaba: -¡No
peleemos con armas, sino desarmados, y en las mismas condiciones! ¡Lucharemos a
muerte y será el propio Dios quien decida! Nos abalanzamos el uno sobre el otro
con la rabia de dos animales salvajes, y enseguida quedamos enredados con
brazos y manos. Rodamos sendero arriba y sendero abajo, ajenos a la existencia
tanto del muro rocoso que teníamos a un lado, ¡como del precipicio abismal que
teníamos al otro, y que conducía directamente hasta las aguas del Lago Negro!
Forcejeamos y luchamos intentado conseguir alguna ventaja, pero el Señor
parecía estar contra mí porque permitió que mi contrincante me superara y me
lanzara al suelo justo al borde del abismo. Me encontraba a merced de un
fornido enemigo cuyos ojos brillaban como dos ascuas. Su rodilla aprisionaba mi
pecho y mi cabeza 69 colgaba sobre el abismo..., mi vida estaba en sus manos.
Pensé que me dejaría caer, pero no lo hizo. Me mantuvo allí, entre la vida y la
muerte, durante un horrible instante; entonces me dijo en un susurro siseante:
-Ya ves, monje, que con un solo movimiento podría tirarte a la sima como si fueses
una piedra. Pero de nada me sirve quitarte la vida, porque en el fondo no eres
ningún obstáculo para mí. Quiero que entiendas que esa joven es mía, ¿está
claro? Con esas palabras se levantó y dejó que me marchase, mientras comenzaba
a descender por el sendero que conducía hasta el lago. Sólo mucho después de
que se disipara el sonido de sus pasos fui capaz de moverme. ¡Dios
Todopoderoso! No creo que mereciese una derrota y un sufrimiento tan
humillantes. Lo único que pretendía era salvar un alma; el Cielo, sin embargo,
permitió que me dominase justamente aquel que iba a destruirla. Finalmente
logré incorporarme, aunque ello me provocó agudos dolores por las heridas que
me había hecho en la caída y porque todavía notaba sobre mi pecho la rodilla
del airado joven y sus manos de hierro en mi garganta. Inicié trabajosamente el
descenso, a través del sendero que conducía hasta el lago. A pesar de mis
magulladuras volvería nuevamente hasta la cabaña de Benedicta y me situaría
otra vez entre ella y el peligro. Pero avanzaba casi arrastrándome y muchas
veces tenía que pararme para descansar. Ya casi había amanecido cuando renuncié
al sacrificio, convencido de que era demasiado tarde para hacerle a la
desdichada niña el pobre servicio de mi defensa, con lo poco que me quedaba de
energía. Al amanecer oí a Roque que regresaba, mientras entonaba una alegre
canción. Me escondí detrás de una roca, aunque no tenía miedo, y pasó sin notar
siquiera mi presencia. En aquel punto había una imperfección en la pared del
acantilado; el sendero pasaba junto a una enorme grieta que atravesaba la
montaña como si un Titán le hubiese asestado un espadazo. Al fondo, cubierto de
cantos rodados, crecían numerosas zarzas y arbustos, de en medio de los cuales
brotaba un pequeño curso de agua provocado por el deshielo de las cumbres
nevadas. Fue allí donde permanecí durante tres días y dos noches. Pude oír al
joven del monasterio mientras me llamaba a gritos por el sendero, buscándome,
pero no contesté. Ni una sola vez me permití siquiera calmar mi terrible sed en
aquel arroyuelo, ni sacié mi hambre con las zarzamoras que proliferaban por
allí. Así 70 fue como mortifiqué mi espíritu pecador, acabando con mi rebelde
naturaleza y sometí mi alma al Señor, hasta que finalmente me sentí libre de todo
mal, ajeno a la esclavitud del amor terrenal y preparado para consagrar mi
corazón, mi vida y mi alma a una sola mujer: ¡Tú, Santísima Virgen! El Señor
fue quien permitió ese milagro y mi espíritu se sentía tan leve y libre como si
unas alas me estuviesen llevando en volandas hasta el Cielo. Alabé al Señor en
voz alta, gritando y alegrándome hasta que el sonido tronó en medio de los
riscos. No cesaba de exclamar: «¡Hosanna!, ¡Hosanna!» Finalmente estaba listo
para presentarme ante el altar y para que mi cabeza fuese honrada con el óleo
bendito. Ya no era el mismo. Ambrosio, el miserable monje confuso, había muerto
para siempre. Ahora me había transformado en un instrumento, en la mano derecha
de Dios, preparada para ejecutar Su venerable voluntad. Elevé mis oraciones
pidiendo que fuese liberada el alma de la hermosa joven, y mientras oraba, ¡oh,
qué milagro!, apareció delante de mí el Cielo en toda su gloria y esplendor, y
el propio Dios, rodeado por infinidad de ángeles que llenaban la mitad del
firmamento. Un éxtasis sublime cegó mis sentidos, y enmudecí de júbilo. Con una
sonrisa de indescriptible bondad, el Señor me dijo: -Ya que has sido leal a la
confianza que deposité en ti y no dudaste a pesar de las pruebas a que te
sometí, dejo ahora en tus manos la salvación del alma de esa inocente criatura.
-Tú sabes, oh Señor -contesté-, que no tengo medios para cumplir esa labor, y
que tampoco sé, del mismo modo, cómo llevarla a cabo. El Señor Todopoderoso
mandó que me incorporase y comenzara a caminar. Obedecí; alejé la mirada de la
gloriosa Presencia que inundaba con su luz el centro de la hendida montaña, y
me aparté del escenario en que tuvo lugar mi purificación, reemprendiendo el
camino por el sendero que llevaba hasta la pared frontal del acantilado. Comencé
a ascender, sin parar de caminar, rodeado por el esplendor del ocaso que
brillaba en las nubes carmesíes. Entonces, repentinamente, sentí el impulso de
pararme y mirar hacia el suelo. A mis pies, brillando como una tea roja bajo
las encendidas nubes, como si estuviese manchado de sangre, se encontraba la
daga de Roque. En ese preciso momento comprendí por qué el Señor había tolerado
que ese depravado muchacho me sometiera, induciéndolo al mismo tiempo a
perdonarme la vida. Había sido reservado para llevar a cabo una tarea más
elevada. De ese modo 71 acabó en mis manos el instrumento necesario para llevar
a cabo tan sagrado designio. ¡Ah, gran Dios, cuán inescrutables son Tus
intenciones! XXXV «Quiero que entiendas que esa joven es mía». Ésas habían sido
las palabras del miserable joven mientras me sostenía entre la vida y la muerte
al borde del abismo. Me dejó vivir, pero no lo hizo por cristiana misericordia,
sino porque despreciaba mi existencia, algo tan insignificante para él que ni
siquiera merecía la pena acabar con ella. Estaba convencido de su victoria, y
por eso no le importaba si yo vivía o moría. «Quiero que entiendas que esa
joven es mía». ¡Oh, estúpido orgulloso! ¿Es que no sabes que el Señor extiende
Su mano protectora sobre las flores del campo y sobre los polluelos en sus
nidos? ¿Benedicta... tuya? ¿Y dejar que acabes de esa forma con su cuerpo y con
su espíritu? ¡Desdichado!, ya te darás cuenta de cómo la mano del Todopoderoso
también se extiende sobre ella y la protege. Aún queda tiempo..., esa alma
sigue aún inmaculada e inocente. ¡Vayamos ahora, entonces, a cumplir las
órdenes del Altísimo! Me arrodillé en el lugar en que el Señor había colocado
en mis manos el instrumento con el que habría de liberar a la doncella. Mi
espíritu estaba completamente absorto en la misión que me había sido confiada.
El éxtasis más sublime me embriagaba y pude presenciar con absoluta claridad,
como si fuese una inesperada revelación, el cumplimiento triunfal del acto que
aún no había realizado. Me levanté, escondí la daga entre mis ropas, desande
mis pasos y comencé a descender por el sendero que conducía hasta el Lago
Negro. La luna creciente semejaba una herida divina en el oscuro firmamento.
Parecía como si alguna mano hubiese hundido un puñal en el sagrado pecho del
Cielo. La puerta de la cabaña de Benedicta estaba abierta de par en par y
permanecí fuera largo rato, deleitándome con la hermosa visión que tenía frente
a mí. La estancia se encontraba iluminada por el brillante fuego de la
chimenea. Frente a él estaba sentada Benedicta, peinando su larga y dorada
cabellera. Su rostro había cambiado respecto a la última vez que la vi, y ahora
resplandecía de felicidad con una dicha tan intensa que jamás me hubiese
imaginado que 72 pudiese alcanzar aquel aspecto. Una sonrisa sensual flotaba en
sus labios mientras susurraba en voz baja y melodiosa una romántica canción
popular. ¡Ah, mísero de mí!, era tan bella que parecía una desposada del Cielo.
Pero su voz, a pesar de ser angelical, tuvo el efecto de irritarme, y grité en
voz alta: -¿Qué es lo que estás haciendo, Benedicta, a estas horas de la noche?
Tarareas esa melodía como si estuvieses esperando a tu amante y te peinas el
cabello como si te preparases para acudir a un baile. Casi no han pasado tres
días desde que yo, tu único hermano y amigo, te dejé sumida en la más profunda
congoja y en la desesperación. Y ahora estás tan radiante como una novia. Se
levantó rápidamente mostrando la alegría que sentía al verme de nuevo, y se
precipitó a besarme las manos. ¡Pero, en cuanto le echó un vistazo a mi rostro,
lanzó un grito de terror y se alejó de mí como si yo fuese un demonio surgido
del Infierno! Me acerqué hasta ella y le pregunté: -¿Para qué te acicalas en
medio de la noche?... ¿qué es lo que te hace sentir tan alegre? ¿Apenas tres
días han sido suficientes para que cayeras en la tentación? ¿Te has convertido
en la amante de Roque? Permaneció inmóvil, aterrada. Entonces me dijo: -¡Ay,
señor!, ¿qué pasa? ¿Dónde ha estado estos días, y para qué ha venido aquí ahora?
¡Parece gravemente enfermo! Siéntese, se lo ruego, y descanse un poco. Su cara
está muy pálida, y está temblando de frío. Le prepararé una bebida caliente y
se encontrará mejor. Pero mi sobria mirada la hizo callarse de nuevo. -No he
venido para descansar ni para que me cuides -contesté-. Lo he hecho porque el
Señor me lo ha mandado. Dime ahora por qué cantabas. Levantó su mirada con la
inocente expresión de un niño, y replicó: -Porque durante unos momentos me
olvidé de que usted está a punto de partir, y me sentía contenta. -¿Contenta?
-Sí..., no hace mucho que estuvo aquí. -¿De quién hablas... de Roque? 73 Ella
hizo un gesto afirmativo con la cabeza. -Es muy bueno -aseguró-. Piensa pedirle
a su padre que acceda a conocerme; puede que le pida también que me admita en
su gran mansión, y también convencerá al Reverendo Superior para que suprima la
maldición que pesa sobre mi existencia. ¿No sería maravilloso? Aunque puede que
entonces - añadió con un inesperado cambio de voz y de conducta- quizá usted ya
no se preocupará por mí. Ahora lo hace porque soy pobre y no tengo ningún
amigo. -¿De qué estás hablando? ¿Convencer a su padre para que te acoja?...
¿que te reciba en su casa... a ti, la hija del verdugo? ¡Él, ese joven canalla
que vive en guerra con el Señor y con sus ministros, conseguirá que la Iglesia
acabe con su rigor! ¡Falso, falso, falso! ¡Oh, Benedicta... confusa y perdida
Benedicta! Tus lágrimas y sonrisas me demuestran que crees en las infames
promesas de ese miserable villano. -Sí -reconoció ella, inclinando su cabeza
como si estuviese haciendo profesión de fe en la Iglesia-. Le creo. -¡Entonces
ponte de rodillas -grité-, y da gracias a Dios por haber enviado a uno de Sus
mensajeros para salvar tu alma de la más completa perdición! Al escuchar estas
palabras se estremeció como sacudida por un infinito pavor. -¿Qué quiere que
haga? -preguntó temblorosa. -Que reces para que te sean perdonados tus pecados.
Un repentino y arrebatador impulso se adueñó de mi alma. -Soy un sacerdote
-agregué-, ungido y ordenado por el propio Dios, y en el nombre del Padre, del
Hijo y del Espíritu Santo te perdono de tu único pecado: tu pasión. Te absuelvo
incluso aunque no te arrepientas de él. Limpio así tu espíritu de cualquier
mancha de pecado, porque además lo pagarás- con tu sangre y con tu vida. Al
pronunciar aquellas palabras, la sujeté y la obligué a arrodillarse en el
suelo. Pero ella deseaba vivir: gimió y sollozó. Se agarró a mis rodillas y me
pidió y suplicó en nombre de Dios y de Su Santísima Madre. Después se levantó e
intentó huir. Volví a aferrarla, pero se libró de mis brazos y corrió hacia la
puerta abierta, gritando: -¡Roque, Roque! ¡Socorro! 74 Me abalancé sobre ella
y, agarrándola por el hombro, la hice girarse en redondo y le hundí la daga en
el pecho. La sujeté en mis brazos, apretándola contra mi corazón mientras
sentía su sangre caliente sobre mi cuerpo. Abrió los ojos y me dirigió una
mirada de reproche, como si le hubiese robado una vida llena de felicidad.
Después sus ojos se fueron cerrando lentamente, exhaló un largo y débil suspiro
e, inclinando su hermosa cabecita sobre el hombro, expiró. Envolví su precioso
cuerpo en un paño blanco, dejándole la cara al descubierto, y lo deposité en el
suelo. Pero la sangre manchó la tela, de forma que separé en dos grandes
mechones su larga y dorada cabellera, y la esparcí sobre las rosas rojas que
ahora florecían en su pecho. La había transformado en la desposada del Cielo.
Cogí entonces la corona de Edelweiss que había colocado frente a la imagen de
la Virgen, y se la coloqué sobre la frente. En ese instante recordé aquel
ramillete que me había regalado para reconfortarme, cuando me encontraba en mi
celda. Después avivé el fuego, que lanzó sobre su figura amortajada y sobre su
bello rostro una intensa luz púrpura, como si la gloria de Dios se hiciese
presente para envolverla en aquella hora. El resplandor la bañaba y se mezclaba
con las doradas trenzas extendidas sobre su pecho, convirtiéndolas en una masa
de llamas danzarinas. XXXVI Bajé de la montaña por empinados atajos, pero como
el propio Dios guio mis pasos no me tropecé una sola vez, ni me precipité por
el abismo. Amanecía ya cuando finalmente llegué al monasterio. Hice sonar la
campana y aguardé a que abrieran el portal. Evidentemente, el hermano que me abrió
pensó que yo era el diablo, porque lanzó un alarido que consiguió despertar a
la comunidad entera. Me dirigí directamente hasta los aposentos del Superior y
permanecí en pie a su lado. Con mis ropas todavía bañadas en sangre le expliqué
la tarea que me había encomendado el Señor y le dije que ahora ya era un
sacerdote ordenado. Como respuesta me detuvieron, me encerraron en la torre,
formaron un tribunal y me condenaron a muerte... ¡a muerte, como si fuese un
vulgar asesino! ¡Ah, necios..., pobres y locos necios! 75 Hoy una persona
acudió a visitarme a mi mazmorra. Se arrodilló frente a mí y besó mis manos por
ser el instrumento elegido por Dios... Se trataba de Amelia, la joven morena.
Parece que ella fue la única que entendió lo noble y glorioso de mi acto. Le
pedí a Amelia que espantara a los buitres de mi cuerpo, ya que Benedicta se
encontraba en el Cielo. Enseguida me uniré a ella. ¡Loado sea el Señor!
¡Hosanna! ¡Amén! A este antiguo manuscrito se le añadieron los siguientes
párrafos, escritos por otra mano: En el día quince del mes de octubre del año
de nuestro Señor de 1680, y en este lugar, fue ahorcado el hermano Ambrosio. A
la mañana siguiente enterraron su cuerpo bajo el patíbulo, al lado de la tumba
de la joven Benedicta, a la que él asesinó. Conocida como la hija del verdugo,
esa tal Benedicta era -tal y como se ha podido saber ahora gracias a las
declaraciones del joven Roque- la hija ilegítima del Administrador y la esposa
del verdugo. El propio joven asegura vehementemente que la doncella alimentaba
una pasión secreta y prohibida, precisamente por el hombre que la mató, sin
saber que ella le amaba. En todo lo restante, el hermano Ambrosio fue un digno
servidor del Señor. ¡Rezad por él! ¡Pedid que la misericordia del Todopoderoso
se apiade de su espíritu!
Comentarios
Publicar un comentario