Jamás renegué de Sartre


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José Joaquín Blanco

Jean-Paul Sartre (1905-1980) siempre fue indigesto para los profesores y para los lectores comodinos, desde que lanzó en 1938 ese relato La náusea (...“el hombre nace por casualidad, vive por inercia y muere por fatalidad”..., más o menos) que produjo el movimiento existencialista y toda la literatura crítica y desengañada de mediados del siglo veinte.

En ese relato no le encontraba sentido al mundo sin Dios y descubría hipocresía en todos los humanismos y sentimentalismos catolicones y burgueses con que se arrullaba la cultura occidental. Más que una declaración niezscheana de odio a la vida (que lo era, claro), constituía un asalto bárbaro contra la cultura humanista, a la que desnudaba en toda su impotencia e hipocresía, en su ineficaz, aparatosa y cruel solemnidad, en la figura del farsante Autodidacta, una especie de abominable Hombre Falso a base de falsa cultura. El impacto mundial de ese relato fue y sigue siendo tremendo.

Siguieron los relatos de “El muro” (1939), con las historias escandalosas de los rincones sucios de la vida francesa: sexualidad, antisemitismo, locura, guerras, crímenes, que repiten todas las literaturas modernas hasta la fecha. Nadie ha dejado nunca de plagiar a Sartre. […]

Para entonces, 1950, no había mayor demonio concebible que Sartre, el defensor de los antisociales, de la promiscuidad y del aborto, de la mierda y el vómito; el negador del Arte, la Escritura y la Cultura; el hombre del instante y de la acción, para quien no había patria ni religión sagradas, e incluso los lazos familiares resultaban blanco favorito de sus sacrilegios literarios, que corrían como pólvora por el mundo entero y estaban a la moda al mismo tiempo en todas partes. El escritor antiescritor. El Anti-Flaubert.

Parecía como si Sartre quisiera compendiar en sí mismo, en su literatura y en su filosofía, a todos los demonios más sulfúricos del mundo ateo, blasfemo, apátrida, descreído. Ningún autor, ni siquiera Gide, fue más insultado en vida como peligro para su nación, para la cultura y la humanidad. Un dandy perverso y snob de Saint-Germain-des-Près, disfrazado de clochard y de conjurador, defensor del alcohol y de las drogas, coleccionista de horrores y aberraciones. (Francia ya dizque perdonó a Gide, ¿empieza a perdonar a Sartre?)

Luego vino lo peor. Hasta entonces ese Sartre demoledor de mitos y buenas costumbres, de ideas patrióticas y certezas religiosas o culturales, era un simple terrorista literario, un crítico, que predicaba el culto al instante absurdo de la desesperación del hombre sobre la tierra igualmente absurda y desquiciada. Se esperaba que sólo se tratase de una postura lírica: trataba de sobrepujar a Rimbaud, a Leautréamont, a Nietzsche, a Zola, a Gide, a Proust, a Valéry, a Heidegger, a Breton, a Céline, en sus propios infiernos.

Bueno, se pensaba: es simplemente un poeta del Barrio Latino. Pero debajo del aparentemente apolítico, claramente antisoviético dandy existencialista, filósofo-de-cafés, empezó a surgir un profeta del progresismo, del marxismo (incluso de sus variantes estalinista, maoísta y castrista), con una autoridad popular en Francia y un magisterio universal inconcebibles, universales, entre 1945 y 1970.

Este Sartre de la polémica con Camus, el director de Les Temps modernes, el autor de obras marxistas como “Las manos sucias”, “Nekrassov”, “Crítica de la razón dialéctica”, “Los comunistas y la paz”, “Hay razón para rebelarse”, etcétera, resultó todavía más difícil de digerir, sobre todo cuando se le ocurrió añadir a su Papado extraoficial (pero acatado en el mundo entero) en materias de revolución marxista, antiburguesismo y progresismo, nuevas atribuciones como legitimador de las acciones y políticas terroristas de los argelinos que se querían independizar de Francia (el prólogo de Los condenados de la tierra), y luego de todos los movimientos insurreccionistas del Tercer Mundo, incluyendo Palestina (a pesar de que Sartre, en su complejo sistema, veneró tanto al Estado de Israel como a la URSS... ¿por razones semejantes?)

Durante los años noventa, con la ruina de la izquierda mundial y la caída del comunismo, Sartre pareció perder finalmente, después de muerto, todas las batallas que antes había ganado entre tanto escándalo y tanta furia (su departamento parisino fue atacado dos veces con bombas). Se le creyó uno más, acaso el peor –por genial, por brillante, por poderoso, por brutalmente efectivo en sus polémicas y consignas asombrosas-, de los intelectuales réprobos que “se equivocaron bajo las rojas banderas”, a pesar de que sus apoyos al comunismo sean casi tan numerosos... como sus denuncias y ataques al propio comunismo

Se le empezó a desdeñar. Los snobs pretendían nunca haberlo leído y ni siquiera saber su nombre... o elogiar Las palabras, la bonita autobiografía de su más remota niñez... ¡que en realidad es un maquiavélico canto de furor contra las letras, los libros y la cultura!, que culminará en su andanada amor/odio del El idiota de la familia, contra/a favor de Flaubert. “La literatura es la mierda”, las palabras nos apartan de las cosas...

En realidad, sus obras (especialmente las corrosivas de la primera etapa juvenil crítica, individualista, de culto a la desesperación y a la negación de todo), se han seguido vendiendo en todas partes. Cada año aparecen gruesos tomos que lo insultan y difaman, o cuando menos documentan minuciosamente cada uno de sus “errores” y “crímenes” (¡apoyó a Castro! ¡odiaba a los gringos! ¡les perdonaba todo a los soviéticos y a los israelíes! ¡se cagaba en el ejército y la democracia franceses! ¡se acostaba con todas sus discípulas!). […]

Todo el siglo veinte está en Sartre, dice Lévy. Ese terrible siglo que las lagartijas actuales llaman el siglo de los dinosaurios, digo yo; y a quienes lloran en la terrible orfandad de sus páginas web, sus nintendos y sus bestsellers.

De mí tan solo puedo decir que empecé a escribir al lado de un libro, ¿Qué es la literatura?, de Sartre, acaso el más insultado de todos los textos filológicos del mundo en todas las épocas... y el que más me ha iluminado. No seguí a Sartre en sus audaces militancias, pero nunca he dejado de leer, releer y rumiar todos y cada uno de sus libros, ahora empastados y requete bonitos, en papel Biblia, en la colección La Pléiade.

Jamás he renegado ni abjurado de Sartre. Soy letor de dinosaurios.

http://iguanadelojete.blogspot.com/2013/07/sartre.html 

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