Alan García. Deshonor colosal



Deshonor colosal

Alan García ha muerto. Se disparó en la cabeza cuando supo que su detención era inminente. Se ha ido de manera deshonrosa, cercado por la justicia, justo cuando la cárcel era cuestión de horas. Hasta la revista Caretas, que no es precisamente su enemiga, lo había puesto en portada con un titular rotundo: “En capilla”. El Perú se preparaba para celebrar su detención, la más esperada desde los tiempos de Fujimori y los cabecillas subversivos; hasta circularon promesas de juerga si se lográbamos verlo caminar esposado. Había algo de frivolidad en todo eso, es cierto, pero también la expresión de júbilo real de un pueblo emocionado porque el hombre que encarnaba la impunidad, con vínculos documentados con coimas de alto vuelo, la cabeza de una red de indultos a narcotraficantes, sería forzado a rendir cuentas. Teníamos que ver cómo chocaba esa arrogancia suya con la acción física de la ley.
Se sabe de vinos cerrados y cervezas acumuladas, que estaban guardándose especialmente para el gran día de su captura. El miércoles 17 de abril en la mañana, parecía que finalmente iba a ocurrir. Pero Alan García apretó el gatillo y dejó sin efecto cualquier celebración. Al fin y al cabo, quienes más lo han criticado y denunciado son personas con aprecio por la vida, la dignidad, ciudadanos que rechazan la violencia. La muerte es un horror, siempre. Algo que no se debe festejar, incluso si el fallecido ha ordenado matanzas.
Mi idea ese día era guardar respetuoso silencio. García se suicidó cuando estaban por detenerlo por el caso de corrupción continental más grande de este siglo. La mente humana es compleja y nunca sabremos qué pensó el expresidente, cuánto de voluntad o desesperación o desequilibrio hubo en el instante. Pero hay acciones que parecen nítidas como un dibujo o un libro abierto. Alguien que se mata en esas circunstancias lo hace porque sabe que el destino será la cárcel y el deshonor. Porque entiende que la verdad ya es inocultable. ¿Quién puede dudar que, de ser inocente, García hubiese tenido a su disposición todos los medios para ejercer su defensa? ¿Quién puede pensar que, si realmente no hubiera estado vinculado a los dineros de Odebrecht, hubiese podido proseguir el juicio en buena lid? El hallazgo de los 4 millones recibidos por Luis Nava —secretario del expresidente— fue la estocada final. Todo era muy claro. En este caso, por desgracia para García, la interpretación al vuelo de la escena mortal coincide con la que dejará la historia: él se sabía culpable, se mató por culpable.
Pensé en su drama y en lo aparatoso del final. Me horrorizó la imagen última. Imaginé la vergüenza de sus seguidores y de sus compañeros congresistas, que lo han seguido estos años, como perritos fieles. Pero luego me di cuenta de algo: el shock no me dejaba reaccionar. Porque eso que para nosotros es conmoción, eso que para quienes tenemos escrúpulos es respeto por la muerte, para los cómplices de la corrupción era, llamémoslo así, una ventana emocional. Ellos no estaban consternados. Más bien, querían aprovechar el último acto del García. Por eso, no tuvieron ningún problema en utilizar al muerto para desprestigiar al proceso anticorrupción.
Ahí estaba Luis Gonzales Posada afirmando que quien disparó la bala contra García fue el periodista Gustavo Gorriti. Allí estaba Mauricio Mulder, merodeando por el hospital, acusando al sistema de justicia que su líder estuviera allí. ¿Cómo era posible? ¿Cómo así se responsabilizaba al periodismo de la muerte evasora de un corrupto? ¿Cómo un investigado que se dispara para librarse de responsabilidades pasa a ser una víctima? Supongo que son ese tipo de cosas que solo ocurren en el Perú, un país de impunes con poder, moldeado, en buena cuenta —y aunque sea triste admitirlo—, por la mente hoy apagada del propio Alan García.
Esa —me dije— será la estrategia: mostrar la muerte de García como prueba de los excesos de la Fiscalía, casi como un homicidio indirecto. Y con periodistas que les abren el micrófono, sus opiniones pueden influir. Por eso es importante que en estas circunstancias expresemos nuestro apoyo a los fiscales y jueces que están luchando contra la corrupción. Es importante que todos protestemos contra la cobardía de usar el suicidio, un hecho extremo, el último de los tantos que García ha inflingido contra nuestra sensibilidad, para culpabilizar y atacar la acción de la justicia. Es importante repeler el burdísimo intento de convertir a Alan García en una suerte de mártir, un Bolognesi, un Allende. Ninguna dignidad reviste esa acción mañanera.
Sé que muchos están frustrados porque García evadió el proceso y la cárcel. Con este disparo horroroso, se dice, el expresidente parece haberse burlado una vez más —la última— de la justicia. Casi lo vemos riéndose en el momento final. Pero no es tan así. Alan García fue vencido y acorralado. Una justicia limpia, liberada del miedo (hubo que desmantelar, primero, la mafia interior), logró quebrar todas sus defensas y leguleyadas: que él haya pateado el tablero de la forma más brutal no cambia el hecho de que tenía la partida perdida. Eso es algo significativo. Hace una semana escribí, un poco desanimado, que García pasaría a la historia por haber puesto al Perú al día con la tecnología más avanzada para la coima indetectable. Pensé que incluso circularía un libro secreto suyo, a modo de autoayuda, para jóvenes con ambición: Desaparecer y ser grande. Técnicas contables que te cambian la vida. Hoy, a pesar de la muerte de un ser humano —que siempre se lamenta— algo de ese desánimo ha desaparecido. La prensa libre y unos fiscales honestos, incisivos, nos han demostrado que se puede contrarrestar a las mafias y poner al desnudo las metodologías de las mentes criminales más meticulosas. Queda mucho por hacer pero podemos mirar al futuro con esperanza.
Algo más. Parte de la prensa grande se portó como si nada hubiera ocurrido cuando Alan García salió de su escondite en la residencia uruguaya (adonde acudió después de haber dicho que él no se corría de las investigaciones). Los escuderos del expresidente seguían hablando, cual líderes de opinión respetables. Ojalá que con este giro terrible, este suicidio que no enluta al país pero sí lo mancha, deje de tomarse en cuenta a estas personas, pues ha quedado clara la gigantesca vergüenza, en deshonor colosal.
(Por Juan Manuel Robles. Hildebrandt en sus trece)

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