Por qué no soy cristiano



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Bertrand Russell

Como ha dicho su presidente, el tema acerca del cual voy a hablar esta noche es «Por qué no soy cristiano». Quizás sería conveniente, antes de nada, tratar de averiguar lo que uno quiere dar a entender con la palabra «cristiano». Hoy en día la emplean a la ligera muchas personas. Hay quienes lo entienden como que una persona trate de vivir virtuosamente. En este sentido, supongo que habría cristianos de todas las sectas y credos; pero no creo que sea el sentido adecuado de la palabra, aunque sólo sea por implicar que toda la gente que no es cristiana ––todos los budistas, confucianos, mahometanos, etc.––, no trata de vivir virtuosamente. Yo no considero cristiana a la persona que trata de vivir decentemente, de acuerdo con sus luces. Creo que debe tenerse una cierta cantidad de creencia definida antes de tener el derecho de llamarse cristiano. La palabra no tiene ahora un significado tan completo como en los tiempos de San Agustín y Santo Tomás de Aquino. En aquellos días, si un hombre decía que era cristiano, se sabía lo que quería dar a entender. Se aceptaba una colección completa de credos promulgados con gran precisión, y se creía cada sílaba de esos credos con toda la fuerza de las convicciones de uno.

¿Qué es un cristiano?
En la actualidad no es así. Tenemos que ser un poco más vagos en nuestra idea del cristianismo. Creo, sin embargo que hay dos cosas diferentes que son completamente
esenciales en todo aquel que se llame cristiano. La primera es de naturaleza dogmática; a saber, que hay que creer en Dios y en la inmortalidad. Si no se cree en esas dos cosas, no creo que uno pueda llamarse propiamente cristiano. Luego, más aún, como el nombre implica, hay que tener alguna clase de creencia acerca de Cristo. Los mahometanos, por ejemplo, también creen en Dios y en la inmortalidad, pero no se llaman cristianos. Pienso que hay que tener, aunque sea en una proporción mínima, la creencia de que Cristo era, si no divino, al menos el mejor y el más sabio de los hombres. Si no se cree eso acerca de Cristo, me parece que uno no tiene derecho a llamarse cristiano. Claro está que hay otro sentido que se encuentra en el Whitaker's Almanack y en los libros de geografía, donde se dice que la población del mundo está dividida en cristianos, mahometanos, budistas, fetichistas, etc.; y en ese sentido, todos nosotros somos cristianos. Los libros de geografía nos incluyen a todos, pero en un sentido puramente geográfico, que supongo podemos pasar por alto. Por lo tanto, entiendo que cuando yo digo que no soy cristiano, tengo que decir dos cosas diferentes; primera, por qué no creo en Dios ni en la inmortalidad; y segunda, por qué no creo que Cristo fuera el mejor y el más sabio de los hombres, aunque le concedo un grado muy alto de virtud moral. De no haber sido por los fructíferos esfuerzos de los incrédulos del pasado, yo no haría una definición tan elástica del cristianismo. Como dije antes, en los tiempos pasados tenía un sentido mucho más completo. Por ejemplo, comprendía la creencia en el infierno. La creencia en el fuego eterno era esencial en la fe cristiana hasta hace muy poco. En este país, como es sabido, dejó de ser esencial mediante una decisión del Consejo Privado, de cuya decisión disintieron el Arzobispo de Canterbury, y el Arzobispo de York; pero, en este país, nuestra religión se establece por ley del Parlamento y, por lo tanto, el Consejo Privado pudo imponerse a ellos, y el infierno ya no fue necesario para considerarse cristiano. Por consiguiente no insistiré en que el cristiano tenga que creer en el infierno.

La existencia de Dios
La cuestión de la existencia de Dios es una cuestión amplia y seria, y si yo intentase tratarla del modo adecuado, tendría que retenerles aquí hasta el Día del Juicio, por lo cual deben excusarme por tratarla en forma resumida. Saben, claro está, que la Iglesia Católica ha declarado dogma que la existencia de Dios puede ser probada mediante la razón sin ayuda. Éste es un dogma algo curioso, pero es uno de sus dogmas. Tenían que introducirlo porque, en un tiempo, los librepensadores adoptaron la costumbre de decir que había tales y cuales argumentos que la razón podía esgrimir contra la existencia de Dios, pero que, claro está, ellos sabían, como cuestión de fe, que Dios existía. Los argumentos y las razones fueron expuestos con gran detalle y la Iglesia Católica comprendió que había que ponerles coto. Por lo tanto, estableció que la existencia de Dios puede ser probada por la razón sin ayuda, y dieron los argumentos para probarlo. Son varios, claro está, pero sólo citaré unos pocos.

El argumento de la Primera Causa
Quizás el más fácil y sencillo de comprender es el argumento de la Primera Causa. (Se sostiene que todo cuanto vemos en este mundo tiene una causa, y que al ir profundizando en la cadena de las causas llegamos a una Primera Causa, y que a esa Primera Causa le damos el nombre de Dios). Ese argumento, supongo, no tiene mucho peso en la actualidad, porque, en primer lugar, causa no es ya lo que solía ser. Los filósofos y los hombres de ciencia han estudiado la causa y ésta ya no posee la vitalidad que tenía; pero, aparte de eso, se ve que el argumento de que tiene que haber una Primera Causa no encierra ninguna validez. (Puedo decir que cuando era joven y debatía muy seriamente estas cuestiones conmigo mismo, había aceptado el argumento de la Primera Causa, hasta el día en que, a los 18 años, leí la autobiografía de John Stuart Mill, y hallé allí esta frase: «Mi padre me enseñó que la pregunta '¿Quién me hizo?' no puede responderse, ya que inmediatamente sugiere la pregunta '¿Quién hizo a Dios?'» Esa sencilla frase me demostró, y así lo sigo creyendo, la falacia del argumento de la Primera Causa. Si todo tiene que tener alguna causa, entonces Dios debe tener una causa. Si puede haber algo sin causa, igual puede ser el mundo que Dios, por lo que no hay validez en ese argumento. Es exactamente de la misma naturaleza que la opinión de aquel indio de que el mundo descansaba sobre un elefante, y el elefante sobre una tortuga; y, cuando le dijeron: «¿Y la tortuga?», el indio dijo: «¿Y si cambiásemos de tema?» El argumento no es realmente mejor que ése. No hay razón por la cual el mundo no pueda haber nacido sin causa; tampoco, por el contrario, hay razón por la que no haya podido existir siempre. No hay razón para suponer que el mundo haya tenido un comienzo. La idea de que las cosas tienen que tener un principio se debe realmente a la pobreza de nuestra imaginación.) Por lo tanto, creo, no necesito perder más tiempo con el argumento de la Primera Causa.

El argumento de la ley natural
Luego hay un argumento muy común derivado de la ley natural. Fue el argumento favorito durante el siglo XVIII, especialmente bajo la influencia de Sir Isaac Newton y su cosmogonía. La gente observó cómo los planetas giraban en torno al sol, de acuerdo con la ley de gravitación, y pensó que Dios había dado un mandato a aquellos planetas para que se moviesen así y que lo hacían por aquella razón. Aquélla era, claro está, una explicación sencilla y conveniente que evitaba el buscar nuevas explicaciones a la ley de gravitación en la forma un poco más complicada que Einstein ha introducido. Yo no me propongo dar una conferencia sobre la ley de gravitación, de acuerdo con la interpretación de Einstein, porque eso también llevaría algún tiempo; sea como fuere, ya no se trata de la ley natural del sistema newtoniano, donde, por alguna razón que nadie podía comprender, la naturaleza actuaba de modo uniforme. Ahora sabemos que muchas cosas que considerábamos como leyes naturales son realmente convencionalismos humanos. Sabemos que incluso en las profundidades más remotas del espacio estelar la yarda sigue teniendo tres pies. Eso es, sin duda, un hecho muy notable, pero no se le puede llamar una ley natural. Y otras muchas cosas que se han considerado como leyes de la naturaleza son de esa clase. Por el contrario, cuando se tiene algún conocimiento de lo que los átomos hacen realmente, se ve que están menos sometidos a la ley de lo que cree la gente y que las leyes que se formulan no son más que promedios estadísticos producto del azar. Hay, como es sabido, una ley según la cual en los dados sólo se obtiene el seis doble aproximadamente cada treinta y seis veces, y no consideramos eso como la prueba de que la caída de los dados esté regulada por un plan; por el contrario, si el seis doble saliera cada vez, pensaríamos que había un plan. Las leyes de la naturaleza son así en gran parte de los casos. Hay promedios estadísticos que emergen de las leyes del azar; y esto hace que la idea de la ley natural sea mucho menos impresionante de lo que era anteriormente. Y aparte de eso, que representa el carácter temporal de una ciencia que puede cambiar mañana, la idea de que las leyes naturales implican un legislador se debe a la confusión entre las leyes naturales y las humanas. Las leyes humanas son preceptos que le mandan a uno proceder de una manera determinada, preceptos que pueden obedecerse o no; pero las leyes naturales son una descripción de cómo ocurren realmente las cosas y, como son una mera descripción, no se puede argüir que tiene que haber alguien que les indicó que actuasen así, porque, si arguyéramos tal cosa, nos enfrentaríamos a la pregunta «¿Por qué Dios hizo esas leyes naturales y no otras?» Si se dice que lo hizo por su propio gusto y sin ninguna razón, se hallará entonces que hay algo que no está sometido a la ley, y por lo tanto el orden de la ley natural se quiebra. Si se dice, como hacen muchos teólogos ortodoxos, que, en todas las leyes divinas, hay una razón de que sean ésas y no otras ––la razón, claro está, de crear el mejor universo posible, aunque al mirarlo uno no pensaría eso jamás––; si hubo alguna razón por la que Dios diese esas leyes, entonces el mismo Dios estaría sometido a la ley y, por lo tanto, no hay ninguna ventaja en presentar a Dios como un intermediario. Realmente, se tiene una ley exterior y anterior a los edictos divinos y Dios no nos sirve porque no es el último que dicta la ley. En resumen, este argumento de la ley natural ya no tiene la fuerza que solía tener. Estoy realizando cronológicamente mi examen de los argumentos. Los argumentos usados en favor de la existencia de Dios cambian de carácter con el tiempo. Al principio, eran duros argumentos intelectuales que incorporaban ciertas falacias bien definidas. Al llegar a la época moderna, se hicieron menos respetables intelectualmente y estuvieron cada vez más influidos por una especie de vaguedad moralizadora.


El argumento del plan
El paso siguiente nos lleva al argumento del plan. Todos conocen el argumento del plan: todo en el mundo está hecho para que podamos vivir en él, y si el mundo variase un poco, no podríamos vivir. Ése es el argumento del plan. A veces adopta una forma curiosa; por ejemplo se arguye que los conejos tienen las colas blancas con el fin de que se pueda disparar más fácilmente contra ellos. Es fácil parodiar este argumento. Todos conocemos la observación de Voltaire de que la nariz estaba destinada a sostener las gafas. Esa clase de parodia no ha resultado a la postre tan desacertada como parecía en el siglo XVIII, porque, desde Darwin, entendemos mucho mejor por qué las criaturas vi vas se adaptan al medio. No es que el medio fuera adecuado a ellas, sino que ellas se hicieron adecuadas al medio, y ésa es la base de la adaptación. No hay en ello ningún indicio de plan.
Cuando se examina el argumento del plan, resulta asombroso que la gente pueda creer que este mundo, con todas las cosas que hay en él, con todos sus defectos, fuera lo mejor que la omnipotencia y la omnisciencia han logrado producir en millones de años. Yo realmente no puedo creerlo. ¿Creen que, si tuvieran la omnipotencia y la omnisciencia y millones de años para perfeccionar el mundo, no producirían nada mejor que el Ku-Klux-Klan o los fascistas? Además, si se aceptan las leyes más comunes de la ciencia, hay que suponer que la vida humana y la vida en general de este planeta desaparecerán a su debido tiempo: es una fase de la decadencia del sistema solar; en una cierta fase de decadencia se tienen las condiciones de temperatura y demás adecuadas al protoplasma, y durante un corto período hay vida en la vida del sistema solar. La luna es el ejemplo de lo que le va a pasar a la tierra; se va a convertir en algo muerto, frío y sin vida. Me dicen que este criterio es deprimente, y la gente te cuenta a veces que si lo creyese no tendría ánimo para seguir viviendo. Eso es una tontería. Nadie se preocupa por lo que va a ocurrir dentro de millones de años. Aunque crean que se están preocupando por ello, en realidad se engañan a sí mismos. Se preocupan por cosas mucho más mundanas aunque sólo sea una mala digestión; pero nadie es realmente desdichado al pensar lo que le va a ocurrir a este mundo dentro de millones de años. Por lo tanto, aunque sea triste suponer que la vida va a desaparecer ––al menos, se puede pensar así, aunque, a veces, cuando contemplo las cosas que hace la gente con su vida, es casi un consuelo––, no lo es bastante para hacer la vida miserable. Sólo hace que la atención se vuelva hacia otras cosas.

Los argumentos morales
Ahora damos un paso más en lo que yo llamaré la incursión intelectual que los teístas han hecho en sus argumentaciones, y nos encontramos con los llamados argumentos morales de la existencia de Dios. Saben, claro está, que antiguamente solía haber tres argumentos intelectuales de la existencia de Dios, que fueron suprimidos por Kant en la Crítica de la Razón Pura; pero no bien había terminado con estos argumentos cuando encontró otro nuevo, un argumento moral, que le convenció. Era como mucha gente: en materia intelectual era escéptico, pero en materia moral creía implícitamente en las máximas que su madre le había enseñado. Eso ilustra lo que los psicoanalistas enfatizan tanto: la fuerza inmensamente mayor que tienen en nosotros las asociaciones primitivas sobre las posteriores.
Kant, como dije, inventó un nuevo argumento moral de la existencia de Dios que, bajo diversas formas, fue extremadamente popular durante el siglo XIX. Tiene toda clase de formas. Una de ellas consiste en afirmar que no habría bien ni mal si Dios no existiera. Por el momento no me importa el que haya o no una diferencia entre el bien y el mal: ésa es otra cuestión. Lo que me importa es que, si se está plenamente convencido de que hay una diferencia entre el bien y el mal entonces uno se encuentra ante esta disyuntiva: ¿esa diferencia se debe o no al mandato de Dios? Si se debe al mandato de Dios, entonces para Dios no hay diferencia entre el bien y el mal, y ya no tiene significado la afirmación de que Dios es bueno. Si uno está dispuesto a decir, como hacen los teólogos, que Dios es bueno, entonces tiene que decir que el bien y el mal deben tener un significado independiente del mandato de Dios, porque los mandatos de Dios son buenos y no malos independientemente del mero hecho de que Él los hiciera. Si se afirma esto último, entonces hay que afirmar también que el bien y el mal no fueron hechos por Dios, sino que son en esencia lógicamente anteriores a Dios. Se puede, claro está, si se quiere, decir que hubo una deidad superior que dio órdenes al Dios que hizo este mundo, o, para seguir el criterio de algunos gnósticos ––un criterio que yo he considerado muy plausible––, que, en realidad, el mundo que conocemos fue hecho por el demonio en un momento en que Dios no estaba mirando. Hay mucho que decir sobre esto, y no pienso refutarlo.

El argumento del remedio de la injusticia
Luego hay otra forma muy curiosa de argumento moral que es la siguiente: se dice que la existencia de Dios es necesaria para traer justicia al mundo. En la parte de universo que conocemos hay grandes injusticias, y con frecuencia sufre el bueno, prospera el malo, y apenas se sabe qué es lo más molesto de todo esto; pero si va a haber justicia en el universo en general, hay que suponer una vida futura para compensar la vida en la tierra. Por lo tanto, dicen que tiene que haber un Dios, y que tiene que haber un cielo y un infierno con el fin de que a la larga haya justicia. Ése es un argumento muy curioso. Si se mirara el asunto desde un punto de vista científico, se diría: «Después de todo, yo sólo conozco este mundo. No conozco el resto del universo, pero, basándome en la ley de probabilidades, puedo decir que este mundo es un buen ejemplo, y que si hay injusticia aquí, lo probable es que también haya injusticia en otra parte.» Supongamos que se tiene un cajón de naranjas, y al abrirlo la capa superior resulta mala; uno no dice: «Las de abajo estarán buenas en compensación.» Se diría: «Probablemente todas son malas»; y eso es realmente lo que una persona científica diría del universo. Diría así: «En este mundo hay gran cantidad de injusticia y esto es una razón para suponer que la justicia no rige el mundo; lo que proporciona argumentos morales contra la deidad, no en su favor.» Claro que yo sé que la clase de argumentos intelectuales de que he hablado no son realmente los que mueven a la gente. Lo que realmente hace que la gente crea en Dios no son los argumentos intelectuales. La mayoría de la gente cree en Dios porque les han enseñado a creer desde su infancia, y ésa es la razón principal. Y me parece que la razón más poderosa e inmediata después de ésta es el deseo de seguridad, la sensación de que hay un hermano mayor que cuidará de uno. Este desempeña un papel muy importante en provocar el deseo de creer en Dios en la gente.

El carácter de Cristo
Ahora tengo que decir unas cuantas palabras sobre un asunto que creo que no ha sido suficientemente tratado por los racionalistas, y que es la cuestión de si Cristo era el mejor y el más sabio de los hombres. Generalmente, se da por sentado que todos debemos estar de acuerdo en que era así. Yo no lo estoy. Creo que hay muchos puntos en que estoy de acuerdo con Cristo, muchos más que aquéllos en que lo están los cristianos profesos. No sé si podría seguirle todo el camino, pero iría con Él mucho más lejos de lo que irían la mayoría de los cristianos profesas. Recuérdese que Él dijo: «No hagáis resistencia al agravio; y si alguno te hiriese en la mejilla derecha, vuelve también la otra.» No es un precepto ni un principio nuevos. Lo usaron Lao-Tse y Buda quinientos o seiscientos años antes de Cristo, pero este principio no lo aceptan los cristianos. No dudo de que el actual primer ministro†, por ejemplo, es un cristiano muy sincero, pero no les aconsejo que vayan a abofetearlo. Creo que descubrirían que él pensaba que el texto tenía un sentido figurado. Luego, hay otro punto que considero admirable. Se recordará que Cristo dijo: «No juzguéis a los demás si no queréis ser juzgados.» No creo que ese principio sea muy popular en los tribunales de los países cristianos. Yo he conocido en mi tiempo muchos jueces que eran cristianos sinceros, y ninguno de ellos creía que actuaba en contra de los principios cristianos haciendo lo que hacía. Luego Cristo dice: «Al que te pide, dale: y no le tuerzas el rostro al que pretenda de ti algún préstamo.» Ése es un principio muy bueno.
El presidente ha recordado que no estamos aquí para hablar de política, pero no puedo menos que apuntar que las últimas elecciones generales se disputaron en torno a lo deseable que era torcer el rostro al que pudiera pedirnos un préstamo, de modo que hay que suponer que los liberales y los conservadores de este país son personas que no están de acuerdo con las enseñanzas de Cristo, porque, en dicha ocasión, se apartaron definitivamente de ellas. Luego, hay otra máxima de Cristo que yo considero muy valiosa, pero que no es muy popular entre algunos de nuestros amigos cristianos. Él dijo: «Si quieres ser perfecto, anda y vende cuanto tienes y dáselo a los pobres.» Es una máxima excelente, pero, como dije, no se practica mucho. Considero que todas estas máximas son buenas, aunque un poco difíciles de practicar. Yo no presumo de practicarlas; pero, después de todo, no es lo mismo que si se tratase de un cristiano.

Defectos de las enseñanzas de Cristo
Tras haber admitido la excelencia de estas máximas, llego a ciertos puntos en los cuales no creo que uno pueda ver la superlativa sabiduría ni la superlativa bondad de Cristo, tal como son descritas en los Evangelios; y aquí puedo decir que no se trata de una cuestión histórica. Históricamente, es muy dudoso el que Cristo existiera, y, si existió, no sabemos nada acerca de Él, por lo que no me ocupo de la cuestión histórica que es muy difícil. Me ocupo de Cristo tal como aparece en los Evangelios, aceptando la narración como es, y allí hay cosas que no parecen muy sabias. Una de ellas es que Él pensaba que su segunda venida se produciría, en medio de nubes de gloria, antes que la muerte de la gente que vivía en aquella época. Hay muchos textos que prueban eso. Dice, por ejemplo: «No acabaréis de pasar por las ciudades de Israel antes que venga el Hijo del hombre.» Luego dice: «En verdad os digo que hay aquí algunos que no han de morir antes que vean al Hijo del hombre aparecer en el esplendor de su reino»; y hay muchos lugares donde queda muy claro que Él creía que su segundo advenimiento ocurriría durante la vida de muchos que vivían entonces. Tal fue la creencia de sus primeros discípulos, y fue la base de una gran parte de su enseñanza moral. Cuando dijo: «No andéis, pues, acongojados por el día de mañana» y cosas semejantes, lo hizo en gran parte porque creía que su segunda venida iba a ser muy pronto, y que los asuntos mundanos ordinarios carecían de importancia. En realidad, yo he conocido a algunos cristianos que creían que la segunda venida era inminente. Conocí a un sacerdote que aterró a su congregación diciendo que la segunda venida era de verdad inminente, pero todos quedaron muy aliviados al ver que estaba plantando árboles en su jardín. Los primeros cristianos lo creían realmente, y se abstuvieron de cosas como el plantar árboles en sus jardines, porque recibieron de Cristo la creencia de que la segunda venida era inminente. En lo que a esto respecta, evidentemente, no era tan sabio como han sido otros, y desde luego, no fue superlativamente sabio.

El problema moral
Llegamos entonces a las cuestiones morales. Para mí, hay un defecto muy serio en el carácter moral de Cristo, y es que creía en el infierno. Yo no creo que ninguna persona profundamente humana pueda creer en un castigo eterno. Cristo, tal como lo pintan los Evangelios, sí creía en el castigo eterno, y uno se topa una y otra vez con una furia vengativa contra los que no escuchaban sus sermones, actitud común en los predicadores y que dista mucho de la excelencia superlativa. No se halla, por ejemplo, esa actitud en Sócrates. Es amable con la gente que no le escucha; y eso es, a mi entender, más digno de un sabio que la indignación.
Probablemente todos recuerdan las cosas que dijo Sócrates al morir y lo que decía generalmente a la gente que no estaba de acuerdo con él. Uno se encontrará con que Cristo dijo en los Evangelios: «¡Serpientes, raza de víboras! ¿Cómo evitaréis el ser condenados al fuego del infierno?» Se lo decía a la gente que no escuchaba sus sermones. A mi entender éste no es realmente el mejor tono, y hay muchas cosas como éstas acerca del infierno. Entre ellas, claro está, el conocido texto sobre el pecado contra el Espíritu Santo: «Pero a quien hablase contra el Espíritu Santo, despreciando su gracia, no se le perdonará ni en esta vida ni en la otra.» Ese texto ha causado una indecible cantidad de aflicción en el mundo, pues las más diversas personas han imaginado que han cometido pecados contra el Espíritu Santo y pensado que no serían perdonadas en este mundo ni en el otro. No creo que ninguna persona un poco misericordiosa siembre en el mundo miedos y terrores de esta clase.
Luego, Cristo dice: «Enviará el Hijo del hombre a sus ángeles, y expulsarán de su reino a todos los escandalosos y a cuantos obran la maldad; y los arrojarán en el horno del fuego: allí será el llanto y el crujir de dientes.» Y continúa extendiéndose con los gemidos y el rechinar de dientes.
Esto se repite en un versículo tras otro, y el lector se da cuenta de que hay un cierto placer en la contemplación de los gemidos y el rechinar de los dientes, pues de lo contrario no se repetiría con tanta frecuencia. Luego, todos ustedes recordarán, por supuesto, lo de las ovejas y los cabritos; cómo, en la segunda venida, para separar a las ovejas y a los cabritos dirá a éstos: «Apartaos de mí, malditos: id al fuego eterno.» Y continúa: «y éstos irán al fuego eterno.» Luego, dice de nuevo: «y si es tu mano derecha la que te sirve de escándalo o te incita a pecar, córtala y tírala lejos de ti; pues mejor está que perezca uno de tus miembros, que no que vaya todo tu cuerpo al infierno, al fuego que no se extingue jamás.» Esto lo repite una y otra vez. Debo declarar que toda esta doctrina, que el fuego del infierno es un castigo por haber pecado, es una doctrina de crueldad. Es una doctrina que trajo la crueldad al mundo y dio al mundo generaciones de cruel tortura; y el Cristo de los Evangelios, si se le acepta tal como le representan sus cronistas, tiene que ser considerado en parte responsable de eso.
Hay otras cosas de menor importancia. Está el ejemplo de los puercos de Gadar, donde ciertamente no fue muy compasivo para con los puercos el meter diablos en sus cuerpos y precipitados colina abajo hasta el mar. Hay que recordar que Él era omnipotente, y simplemente pudo hacer que los demonios se fueran; pero eligió meterlos en los cuerpos de los cerdos. Luego está la curiosa historia de la higuera, que siempre me ha intrigado. Recuerdan lo que ocurrió con la higuera. «Tuvo hambre. Y como viese a lo lejos una higuera con hojas, encaminóse allá por ver si encontraba en ella alguna cosa: y llegando, nada encontró sino follaje; porque no era aún tiempo de higos; y hablando a la higuera le dijo: ‘Nunca jamás coma ya nadie fruto de ti’... y Pedro... le dijo: ‘Maestro, mira cómo la higuera que maldijiste se ha secado’.» Ésta es una historia muy curiosa, porque aquélla no era temporada de higos, y en realidad no se podía culpar al árbol. Yo no puedo pensar que, ni en virtud ni en sabiduría, Cristo esté tan alto como otros personajes históricos. En estas cosas, pongo por encima de Él a Buda y a Sócrates.
Como dije antes, no creo que la verdadera razón por la que la gente acepta la religión tenga nada que ver con la argumentación. Se acepta la religión emocionalmente. Con frecuencia se nos dice que es muy malo atacar a la religión porque la religión hace virtuosos a los hombres. Eso dicen; yo no lo he advertido. Conocen, claro está, la parodia de ese argumento en el libro de Samuel Butler, Erewhon Revisited. Recordarán que en Erewhon hay un tal Higgs que llega a un país remoto y, después de pasar algún tiempo allí, se escapa en un globo. Veinte años después, vuelve a aquel país y halla una nueva religión, en la que él mismo es adorado bajo el nombre de Niño Sol, que se dice ascendió a los cielos. Ve que se va a celebrar la Fiesta de la Ascensión y que los profesores Hanky y Panky se dicen el uno al otro que nunca han visto a Higgs, y que esperan no verlo jamás; pero son los sumos sacerdotes de la religión del Niño Sol. Higgs se indigna y se acerca a ellos y dice: «Voy a descubrir toda esta farsa y a decir al pueblo de Erewhon que fui únicamente yo, Higgs, que subí en un globo.» Pero ellos le contestan: «No puede hacer eso, porque toda la moral de este país gira en torno a ese mito, y si supieran que no subió a los cielos se harían malos»; y de esta forma le persuaden para que se marche silenciosamente.
Ésa es la idea, que todos seríamos malos si no acogiéramos a la religión cristiana. A mí me parece que la gente que se ha acogido a ella es, en su mayoría, extremadamente mala. Se da este hecho curioso: cuanto más intensa ha sido la religiosidad de cualquier período, y más profunda la creencia dogmática, han sido mayor la crueldad y peores las circunstancias. En las llamadas edades de la fe, cuando los hombres realmente creían en la religión cristiana en toda su integridad, surgió la Inquisición con sus torturas; millones de mujeres desafortunadas fueron quemadas por brujas; y se practicaron toda clase de crueldades sobre toda clase de gente en nombre de la religión.
Uno advierte, al considerar el mundo a su alrededor, que todo el progreso del sentimiento humano, que toda mejora de la ley penal, que todo paso hacia la disminución de la guerra, el mejor trato de las razas de color, que toda mitigación de la esclavitud, que todo progreso moral realizado en el mundo, ha sido obstaculizado constantemente por las Iglesias organizadas. Afirmo deliberadamente que la religión cristiana, tal como está organizada en iglesias, ha sido, y es aún, la principal enemiga del progreso moral del mundo.

Cómo las iglesias han retardado el progreso
Se puede pensar que voy demasiado lejos cuando digo que aún sigue siendo así. Yo no lo creo. Baste un ejemplo. Serán más indulgentes conmigo si lo menciono. No es un hecho agradable, pero las Iglesias le obligan a uno a mencionar hechos que no son agradables. Supongamos que en el mundo actual una joven sin experiencia se casa con un sifilítico; en tal caso, la Iglesia Católica dice: «Éste es un sacramento indisoluble. Hay que permanecer juntos durante toda la vida.» Y la mujer no puede dar ningún paso para no traer al mundo hijos sifilíticos. Eso es lo que dice la Iglesia Católica. Y yo digo que eso es de una crueldad diabólica, y nadie cuya compasión natural no haya sido alterada por el dogma, o cuya naturaleza moral no sea absolutamente insensible al sufrimiento, puede mantener que es bueno y conveniente que persista ese estado de cosas.
Éste no es más que un ejemplo. Hay muchos medios a través de los cuales, en la actualidad, la Iglesia, por su insistencia en lo que ha decidido llamar moralidad, inflige a la gente toda clase de sufrimientos inmerecidos e innecesarios. Y claro está, como es sabido, en su mayor parte se opone al progreso y al perfeccionamiento de todos los medios capaces de disminuir el sufrimiento del mundo, porque ha decidido llamar moralidad a un escaso número de reglas de conducta que no tienen nada que ver con la felicidad humana; y cuando se dice que se debe hacer esto o lo otro, porque contribuye a la dicha humana, estima que es algo que no tiene nada que ver con el asunto. «¿Qué tiene que ver con la moral la felicidad humana? El objeto de la moral no es hacer feliz a la gente.»

El miedo como el fundamento de la religión
La religión se basa, principalmente, a mi entender, en el miedo. Es en parte el miedo a lo desconocido, y en parte, como dije, el deseo de sentir que se tiene un hermano mayor que va a defenderlo a uno en todos sus problemas y disputas. El miedo es la base de todo: el miedo a lo misterioso, el miedo a la derrota, el miedo a la muerte. El miedo es el padre de la crueldad y, por lo tanto, no es de extrañar que la crueldad y la religión vayan de la mano. Se debe a que el miedo es la base de estas dos cosas. En este mundo, podemos ahora comenzar a entender un poco las cosas y a dominarlas un poco con ayuda de la ciencia, que se ha abierto paso frente a la religión cristiana, frente a las Iglesias, y frente a la oposición de todos los antiguos preceptos. La ciencia puede ayudarnos a librarnos de ese miedo cobarde con el que la humanidad ha vivido durante tantas generaciones. La ciencia puede enseñarnos a no buscar ayudas imaginarias, a no inventar aliados celestiales, sino más bien a hacer con nuestros esfuerzos que este mundo sea un lugar habitable, en lugar de ser lo que han hecho de él las Iglesias en todos estos siglos.

Lo que debemos hacer
Tenemos que mantenernos en pie y mirar al mundo a la cara: sus cosas buenas, sus cosas malas, sus bellezas y sus fealdades; ver el mundo tal cual es y no tener miedo de él. Conquistarlo mediante la inteligencia y no sólo sometiéndonos al terror que emana de él. Toda nuestra concepción de Dios es una concepción derivada del antiguo despotismo oriental. Es una concepción indigna de hombres libres. Cuando en la iglesia se oye a la gente humillarse y proclamarse miserablemente pecadora, etc., parece algo despreciable e indigno de seres humanos que se respeten. Debemos mantenemos en pie y mirar al mundo a la cara. Tenemos que hacer de nuestro mundo el mejor posible, y si no es tan bueno como deseamos, después de todo será mejor que el que esos otros han hecho en todos estos siglos. Un mundo bueno necesita conocimiento, bondad y valor; no necesita el pesaroso anhelo del pasado, ni el aherrojamiento de la inteligencia libre mediante las palabras proferidas hace mucho por hombres ignorantes. Necesita un criterio sin temor y una inteligencia libre. Necesita esperanza en el futuro, no el mirar hacia un pasado muerto, que confiamos será superado por el futuro que nuestra inteligencia puede crear.


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