¿Para qué se fundó la República?
Por Jorge Basadre
El Perú moderno (lo hemos dicho muchas veces) debe a la época pre-hispánica la base territorial y parte de la población; de la época hispánica provienen también la base territorial, otra parte de la población y el contacto con la cultura de Occidente; y la época de la Emancipación aporta el sentido de la independencia y de la soberanía. Mas en esta última etapa, madura asimismo un elemento psicológico sutil que puede ser llamado la promesa.
El sentido de la independencia y de la soberanía no surge bruscamente. Dentro de una concepción estática de la historia el período de tiempo comprendido entre 1532 y 1821 se llama la Colonia. Para una concepción dinámica de la historia, dicha época fue la de la formación de una sociedad nueva por un proceso de rápida “transculturación”, proceso en el cual aparecieron como factores descollantes la penetración de los elementos occidentales en estos países, la absorción de elementos de origen americano hecha por Occidente, el mestizaje, el criollismo y la definición de una conciencia autonomista.
Los americanos se lanzaron a la osada aventura de la Independencia no sólo en nombre de reivindicaciones humanas menudas: obtención de puestos públicos, ruptura del monopolio económico, etc. Hubo en ellos también algo así como una angustia metafísica que se resolvió en la esperanza de que viviendo libres cumplirían su destino colectivo. Nada más lejos del elemento psicológico llamado la promesa que la barata retórica electoral periódica y comúnmente usada. Se trata, de algo colocado en un plano distinto de pasajeras banderías. Aún en los primeros momentos de la independencia así quedó evidenciado. Los llamados separatistas o patriotas entraron en discordias intestinas demasiado pronto, antes de ganar esa guerra, aún antes de empezar a ganarla. Se dividieron en monárquicos y republicanos y los republicanos, a su vez, en conservadores y liberales, en partidarios del presidente vitalicio y del presidente con un período corto de gobierno, en federales y unitarios. Y sin embargo, a pesar de todo el fango que con tal motivo mutuamente se lanzaron, y a pesar de la sangre con frenesí vertida entonces, para todos ellos esa victoria en la guerra de la Independencia al fin lograda después de catorce años, apenas si fue un amanecer. Bolívar y San Martín, Vidaurre y Luna Pizarro, Monteagudo y Sánchez Carrión, por hondas que fuesen sus divergencias, en eso estuvieron de acuerdo.
Las nacionalidades hispano-americanas tienen, pues, un signo dinámico en su ruta. Su antecedente inmediato fue una guerra dura y larga; su origen lejano, un fenómeno de crecimiento espiritual dentro del proceso vertiginoso de la “transculturación” de la civilización occidental en este suelo simbólicamente llamado el “Nuevo Mundo”. Y por eso se explica que en el instante de su nacimiento como Estados soberanos, alejaran su mirada del ayer para volcarla con esperanza en el porvenir.
Esa esperanza, esa promesa, se concretó dentro de un ideal de superación individual y colectiva que debía ser obtenido por el desarrollo integral de cada país, la explotación de sus riquezas, la defensa y acrecentamiento de su población, la creación de un “mínimun” de bienestar para cada ciudadano y de oportunidades adecuadas para ellos. En cada país, vino a ser en resumen, una visión de poderío y de éxito, para cuyo cumplimiento podrían buscarse los medios o vehículos más variados, de acuerdo con el ambiente de cada generación.
En el caso concreto del Perú, sin saberlo, la promesa recogió algunos elementos ya conocidos en el pasado trasformándolos. Los incas para sus conquistas inicialmente procuraron hacer ver a las tribus cuya agregación al Imperio buscaban, las perspectivas de una vida más ordenada y más próspera. Más tarde, incorporado el Perú a la cultura occidental, su nombre sonó universalmente como fascinador anuncio de riqueza y de bienestar. Al fundarse la Independencia, surgió también, un anhelo de concierto y comunidad: “Firme y feliz por la Unión”, dijo, por eso, el lema impreso en la moneda peruana. Y surgió igualmente en la Emancipación un anuncio de riqueza y de bienestar proveniente no sólo de las minas simbolizadas por la cornucopia grabada en el escudo nacional sino también por todas las riquezas que el Perú alberga en los demás reinos de la naturaleza, que el mismo escudo simboliza en la vicuña y en el árbol de la quina. Un fermento adicional tuvo todavía la promesa republicana que el “quipu”, inca y el pergamino colonial no pudieron ostentar porque ambos correspondían a un tipo de vida socialmente estratificada: el fermento igualitario, o sea el profundo contenido de reivindicación humana que alienta en el ideal emancipador y que tiene su máxima expresión en el “Somos libres” del himno.
Lágrimas de gozo derramáronse en la Plaza de Armas de Lima el 28 de julio de 1821; con majestad sacerdotal se sentaron los hombres del primer Congreso Constituyente en sus escaños; heroicamente fueron vertidos torrentes de sangre tantas veces, estentóreos sonaron los gritos de tantas muchedumbres incluyendo las que vocearon su solidaridad con México, Cuba y Centro América amenazados y las que combatieron cantando el 2 de mayo de 1866. Y sin embargo ¡cuán pronto se escucha también en nuestro siglo XIX quejas y protestas, voces de ira y desengaño, recitaciones vacías, loas serviles, alardes mentidos, y se ven al mismo tiempo, encumbramientos injustos, pecados impunes, arbitrariedades cínicas y oportunidades malgastadas!
A pesar de todo, en los mejores, la fuerza formativa e inspiradora de la promesa siguió alentando. Dejarla caer implicó el peligro de que otros la recogieran para usarla en su propio beneficio, quizás sin entender bien que el destino dinámico de estas patrias, para ser adecuadamente cumplido, necesita realizarse sin socavar la cohesión nacional y los principios necesarios para el mantenimiento de su estabilidad. Porque careciendo de otros vínculos históricos, algunos de estos países tienen como más importante en común sólo su tradición y su destino.
En aquel ámbito de la vida republicana sobre el cual resulta posible intentar un juicio histórico, llaman preferentemente la atención dos entre los diferentes modos como se intentó el cumplimiento de la promesa: el debate entre las ideas de libertad y autoridad y el afán de acelerar el progreso material.
El dilema libertad-autoridad no estuvo felizmente planteado por los ideólogos del siglo XIX. Los liberales se dejaron llevar por la corriente de exagerado individualismo que después de la Revolución Francesa surgió en Europa. Tuvieron de la libertad un concepto atómico y mecánico. No miraron a la colectividad como a una unidad orgánica. En las Constituciones de 1823, 1828, 1834, 1856 y 1867 intentaron el debilitamiento del Ejecutivo y pusieron en todo instante una fe excesiva en el sufragio, cuya máxima ampliación buscaron. Por su parte, los conservadores fueron incrédulos ante la ilusión del sufragio, criticaron la acción del Poder Legislativo (léanse, por ejemplo, las páginas de “La Verdad” en 1832 y las notas de Bartolomé Herrera al texto de
Derecho Público de Pinheiro Ferreira) y quisieron fortalecer el Ejecutivo. Pero a veces les caracterizó su falta de espíritu de progreso, su carencia de fe en el país y su poca cohesión. Los liberales, en cambio, tuvieron seducción en su propaganda, optimismo, inquietud por los humildes. Cabe pensar, por eso, que el ideal habría sido “encontrar, una fórmula que recogiendo los matices mejores de ambas concepciones fuese hacia un Estado fuerte pero identificado con el pueblo para realizar con energía y poder una obra democrática” (Son palabras de quien escribe también estas líneas, incluidas en un estudio titulado “La Monarquía en el Perú”, que se publicó en 1928).
El afán exclusivo por el progreso material se plantea por primera vez en gran escala por acción de Enrique Meiggs hacia 1870. Este hombre de negocios norteamericano había vivido en Estados Unidos durante el rápido tránsito de dicho país desde la vida agrícola hacia la vida industrial. Había visto Meiggs, por lo tanto, surgir y desarrollarse aquella exuberancia de energía, aquella actividad casi frenética que siguió a la guerra de Secesión, mediante las construcciones de ferrocarriles, la difusión del teléfono y del cable y las especulaciones osadas de los bancos y bolsas comerciales. Modelar el continente para beneficio del hombre y participar en las grandes ganancias que de allí resultan: ese fue el ideal de dicha época. Meiggs quiso aplicar bruscamente la misma panacea en el Perú. De allí la febril construcción de ferrocarriles, los grandes empréstitos, “el vértigo comercial que arrastró a los hombres de negocios a toda clase de negocios”. Bien pronto sin embargo vinieron la formidable oposición ante la nueva política económica, la tragedia de los hermanos Gutiérrez, la crisis que precedió a la guerra con Chile. La experiencia evidenció así que el desarrollo material del país no debía ser una meta única. Evidenció también que este mismo desarrollo, para ser sólido, necesita basarse no sólo en la hacienda pública sino también en una permanente estructura industrial y comercial, y que en la administración fiscal preciso es dar importancia, al lado del aumento de las rentas y de los gastos, a un maduro y sistemático plan económico.
¿Para qué se fundó la República? Para cumplir la promesa que en ella se simbolizó. Y en el siglo XIX, una de las formas de cumplir esa promesa pareció ser durante un tiempo la preocupación ideológica por el Estado y más tarde la búsqueda exclusiva del desarrollo material del país. En el primer caso, el objetivo por alcanzar fue el Estado eficiente; en el segundo caso, fue el país progresista. Mas en la promesa alentaba otro elemento que ya no era político ni económico. Era un elemento de contenido espiritual, en relación con las esencias mismas de la afirmación nacional. ¿Comprendieron y desarrollaron íntegramente y de modo exhaustivo ese otro matiz de la promesa los hombres del siglo XIX que, por lo demás, no malograron ni la estabilidad del Estado ni el integral progreso del país? He aquí lo que un peruano, también del mismo siglo escribió: “Como individuo y como conjunto, finalmente, el hombre necesita tener un ideal que perseguir, una esperanza que realizar. Por ese ideal y conforme al que se trazan, se hacen los hombres y los pueblos. Cuando carecen de él se arrastran, como nosotros, perezosos, desalentados, perdidos en el desierto, sin luz en los ojos ni esperanza en el corazón. Crearlo digno y levantado y mantenerlo siempre viviente para los individuos y para el conjunto es suprema necesidad de todo el pueblo y misión encomendada a los que lo guían”.
(*)Jorge Basadre. La promesa de la vida peruana y otros ensayos. Lima: Editorial Juan Mejía Baca, 1958
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