“Sánchez Cerro o el excremento”, por Alberto Hidalgo


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(Luis Miguel Cerro fue Presidente del Perú, 1931-1933)


Piura amanece todos los días en el norte peruano. Por entre el abra de unos montes aparece el sol y viola la estrechez ingenua de las calles. Unas calles tendidas de largo a largo con ocio provinciano. Calles sencillas en que el pasto es una costumbre de la humildad y en que las acequias son hábito de agua. Calles cardíacas donde las mujeres, unas morenas con ojos de encrucijada, pacen el rebaño de sus miradas ante la timidez de los muchachos o la insolencia de los abogadines. En Piura comienza el cielo y crece el día. La luz es suave como las curvas. Y el viento blando y tornadizo como las banderas. Piura entero, desde cuando le muestra sus montañas de músculos al Ecuador hasta cuando le pone el pecho al mar para que se estrelle y regrese, todo el Departamento es una bandera. Es la bandera peruana que le grita al mundo, en el amanecer del norte: ¡Viva el Perú!

En ese ambiente beato de los días piuranos y en una de esas casas anchas de paz y de concordia hogareña, con ventanas para que se meta el cielo y patios donde retozan las horas, vivía la familia Sánchez-Cerro. Una familia ni oscura ni ilustre, pero a la que el conocimiento vestía con prendas de honradez. Cuando el señor y la señora salían de paseo, los saludos del pueblo sesgaban las veredas para ellos. Las damas se inauguraban de sonrisas, y los sombreros de los señores caían de las cabezas hasta el recogimiento de las manos. Aun los mozos menos educados se urbanizaban a su paso. Porque de los Sánchez-Cerro emergía el respeto, como las aves salen del crepúsculo.

Eran jóvenes y para los días de este relato, aún no habían enterado tres años de su matrimonio. Todavía el amor lo encendían a las noches, por las mañanas y en los rincones. Él era un cholo fuerte, musculoso y gallardo. No se sabía de dónde le venía la altivez, mas las veredas resistían apenas la contundencia de su marcha. Ella era una zamba magnífica, de caderas redondas y movedizas como un oleaje, de senos duros y erectos que disparaban deseos a las personas como dos armas. En sus cabellos, por lo negros, cabía toda la noche, y sus labios carnosos, dibujados en rojo de tentación, eran una apariencia de promesa, una iniciativa de pacto.

El matrimonio poseía una criada y la casa tenía una huerta. En la huerta, grande con solvencia de chacra, había unas gallinas, unos conejos y un cerdo. La sirvienta corría con las labores de la cocina y el aseo general; la señora cuidaba de las plantas y los animales. Cuando Sánchez se iba a su trabajo, su mujer mermaba el tiempo de la espera en la atención de sus pupilos. Para las aves era el maíz, el choclo que sus dedos desgranaban cándidamente uno a uno; para los roedores, el haz de alfalfa que llevaba bajo el brazo; para el paquidermo, la suculenta mezcla de frutas, papas, cáscaras y residuos familiares que allí mismo juntaba su solicitud. Mientras la señora efectuaba su trabajo, el puerco la miraba de reojo, veía el cielo a su alcance y gruñía de gozo. Después hundía el hocico en su manjar hasta el fin, y su postura de panza arriba constituía la expresión de su agradecimiento. La señora, para cerciorarse de su hartazgo, le palpaba la panza, se la acariciaba un momento.

Todo fue así hasta que otro día sucedió de otro modo. La respetable dama, inclinada sobre el balde, preparaba pacientemente aquel revuelto nutricio, cuando de pronto el chancho se arrojó sobre ella, presa de extraña furia. Quiso, acaso, gritar, pero el susto le apagó la garganta como una luz. El animal con sus cuatro patas y el enorme peso de su cuerpo, bien tenido de frutas, papas, cáscaras y residuos familiares, había neutralizado todos sus movimientos. La trompa hurgaba entre los senos túrgidos, duros y amenazantes como dos armas. Luego, cuando la mujer quedó desvanecida, exánime no se sabe si de asco o de vergüenza, el cerdo, con mañas insospechadas le alzó las piernas, los redondos y gloriosos muslos, y la poseyó con una voluptuosidad indescriptible y única.

El sexo atirabuzonado del marrano penetró en la resignación de aquellas carnes como si perforase una montaña. Eyaculó. Sus espermatozoides atravesaron la vagina con una velocidad de cien caballos; anduvieron perdidos en aquel recinto nuevo para sus ansias, y uno por fin, con perspicacias de felino y acometido de genial intuición, se lanzó a galope contra el cuello del útero y empezó a golpearlo para que cediese. Cedió, y entonces de un salto sólo ganó las profundidades de la matriz, el lugar más cálido y recóndito. Nueve meses después nació Luis María Sánchez-Cerro.


***

Tal tenía que ser su origen. Engendro de la naturaleza; aborto de la pasión; fruto del espasmo robado y no advertido; producto de aberración sexual; injerto de lo irracional y de lo humano; hijo híbrido como la flor, y también como el mulo, resultancia de dos especies distintas, entroncadas, para sarcasmo de la biología, a base de violación y de horror, la vida de Sánchez-Cerro tenía que ser la justificación de su origen. Una vida de monstruo, teratológica y tremenda.

La más cara perspectiva de su latría fue siempre un sueldo reemplazando la testa de Cristo. Al soborno le pone culto, fabrícale altar y le gasta cirios. Su bulimia de dinero lo hubiera llevado a empleado de Banco sólo para propiciarles a los dedos el goce de contarlos. Por eso alquila la espada y con la espada la conciencia, del mismo modo que hubiese alquilado el cuerpo de habérsele presentado locatario. Según todo alquilón de oficio, es un invertido latente. Su mariconería está en potencia, y eso se probará cuando se escriba, si se escribe, la historia de sus pantalones. Por una mísera adehala le bailó zarambeques al tirano Leguía; por reducida sinecura le sirvió de padrillo a uno de sus ministros; por la posibilidad de entrar a saco en las arcas del estado, trató comercialmente con los civiles de Arequipa su ingreso en la conspiración de agosto, y luego les arrebató el triunfo de una revolución que él no hizo, de la misma manera que el experto lleva a las afueras a los bisoños para asaltarlos en el nocturno de una emboscada.

En punto a ideas representa el lado de la ausencia. Allá en sus mocedades, huido de su tierra por el rubor ofensivo de su nacimiento que todos le memoriaban llamándole con malicioso equívoco “el hijo de la chancha”, arribó a Lima. Las veredas de la patria del civilismo, de esa ciudad que no es capital del Perú sino de las familias que adulteró el ardor cabrío de Bolívar, libertador de América y macho de sus hembras, recogieron piadosas el sonambulismo de sus pasos y de su extravío. Habitante de zahúrda y comensal de fonda con guisos de zulla, estuvo un tiempo fluctuando entre abrazar el anarquismo o enrolarse en el ejército. Tomó el camino de lo más lucrativo. Pero como era un mequetrefe, un blanducho, un lampiño, con formas de doncella y andar de chulo, seguramente su ano pagó el tributo de la conscripción. Ahora es el verdugo de los anarquistas, el fusilero de los revolucionarios, el asesino de los rebeldes.

Es la personificación de la inmundicia. Por él gloglotean las cloacas con más deleite y le exhiben los excretos que arrastran, como si le presentasen armas militarmente. Es el abanderado de los barriles de la basura, el presidente de los desperdicios. Su nombre no se graba con tinta sino con repugnancia, y es lo que resta sobre el papel higiénico en la reserva de las letrinas, pues no hay trasero que no sepa escribirlo. Sánchez-Cerro, o el excremento. Se lo lleva siempre la bondadosa cadena de los W. C.

Antes del robo de las elecciones, antes del fraude pagado por las familias que recibieron el semen, pero no la grandeza, de Bolívar, Sánchez-Cerro parecía solamente un enfermo cuyos ataques de epilepsia frustrada lo hacían soñar con el asalto del poder. Después de haber hundido a centenares de peruanos en el pavor siniestro de la selva, de haber mandado bacterizar los alimentos de los presos políticos, de haber fusilado a los marineros y haber ordenado a sus forajidos el llano asesinato de los opositores en las calles de tantas ciudades peruanas, ya no se le puede juzgar sino como a un criminal. Es el hombre que de veras ha polarizado la ignominia. Como una antena, recoge la abyección de quienes lo rodean y la centraliza en su ser. Hasta la infamia siente náuseas cuando se le entrega.

Por los siglos de los siglos, su recuerdo será llevado y traído como un trapo, como un trapo sucio, como el hediondo paño que habrá contenido las menstruaciones de su madre. No en vano lleva vividos ya tantos años de impudicia. Su lardácea cabeza de palaciego crónico conoció desde temprano la costumbre del agachamiento ante el patrón que todavía lo ultrajaba con la propina. A su amo, a Leguía, con la mano derecha le hacía un telegrama de albricias, y con la izquierda –la suya no es izquierda sino siniestra– se tapaba la mueca del complot. Un brazo del zámbigo no es exacto que esté más corto por haber despertado el afecto de una bala; eso es mentira: se le pudrió una tarde que en la inconciencia de una borrachera lo fue a meter por yerro en la gangrenada vulva de la mujer del cerdo y de su padre.

Esto es mucho. Basta ya de él. Hay que darle de una vez, como a los toros, el golpe de puntilla. En cuanto lo nombro, siento bajarme hasta la pluma, desde todos los extremos del alma, un tropel de adjetivos para calificarlo mental, física y moralmente. Recitador de los discursos que otros escriben, Sánchez-Cerro es el esfínter por donde se evacua la estupidez de los secretarios. Por eso es chato, anodino, difuso, cursi, adocenado, digresivo, soporífero, ecoico, diluente, huero, ripioso, enriscado, banal, estólido, estulto, filatero, gárrulo, fruselero, gedeónico, blando, ezquerdeado, gelatinoso, vacío, hilarante, burdo, bellaco, ignorante, charlatán, majadero, chirle, dengoso, zafio, diárrico, inane, cándido, latero, inconcino, minúsculo, nulo, insípido, farragoso, nesciente, orillero, remedón, trefe, volatero, insignificante y ramplón. Es roñoso, pestilente, grosero, pusilánime, cochino, adefésico, eclámptico, fétido, escolimoso, hirsuto, fotófobo, zullón, lechuguino, currutaco, sotreta y huevón. Es arribista, pícaro, rapaz, trepador, venal, avieso, pillo, tunante, gregario, fanfarrón, embustero, tenebroso, hipócrita, taimado, escatológico, marrajo, cenagoso, mendaz, cínico, cocador, nocivo, atrabiliario, coccígeo, estúpido, zorronglón, intruso, inmoral, deyectado, nepótico, zolocho, ambidextro, equívoco, zopenco, dingolondangoso, ruin, falaz, trapacero, fraudulento, lacroso, lúteo, intérlope, pravo, fecal, mazorral, lordósico, infando, impúdico, histrión, siniestro, simulador, rastrero, pérfido, vitando, esquizofrénico, perillán, abyecto, mezquino, torpe, miserable, necio, ridículo, truhán, bribón, venenoso, turbio, adulón, artero, apostático, servil, alevoso, epiléptico, perverso, funesto, protervo, cobarde y canalla. Todavía le hacen falta unos sustantivos: es un bacín, un microbio, un rufián, una bazofia, una calamidad, un cacaseno, un estropajo, un bufón, un cachivache, un sirle, un turiferario, un camaleón, una úlcera, una cloaca, un carnaval, un juglar, un Rigoletto, un insulto, un agravio, un cabrón, un comodín, un fariseo, una cucaracha, un estantino, un gargajo, un piojo, un hominicaco, un monigote, un payaso, una posma, un vituperio, un ultraje, un galafate, un parásito, un sayón, un esbirro, un sátrapa, un fronterizo, un retardado, un esquizoide, un traidor, un degenerado, un baldón, un lacayo, un impostor y un perro.

Se qué lo he muerto. Sé que este artículo es su tumba. Ahora, encima de esos adjetivos y sustantivos que lo retratan de cuerpo entero, para que le sirva de lápida pongo una capa de mierda. Y luego, a fin de que el pasante advierta su presencia y se descubra, si quiere, planto una cruz sobre su fosa.

***

Yo he sentido estos días que la patria me encendía la cara. Luego, cumpliendo el itinerario de extraño viaje, mi vergüenza bajaba hasta mi brazo y se comunicaba con mi pluma. Pero mi pluma se resistía a escribir mi vergüenza. Las palabras salían ásperas, torvas, quemadas de un fuego corrosivo que como el aire en los hierros desnudos oxidaba las puntas del acero. Se rompían las plumas unas tras otra, mas el honor ofendido del peruano continuaba sintiéndose en el martillo de los pulsos. Por eso doblé mi pudor en cuatro pliegues y lo metí en la faltriquera. Sólo así pude vaciar sobre las cuartillas todo el estiércol del idioma. Así entendí que los vocablos gruesos no están en la lengua para abultar el tomo de diccionario, sino para que, ante el motivo miserable, el escritor pueda alzarlos hasta la altura del arte.

Yo vindico al Perú. Podrá mañana la bala simbólica de otro Melgar ir a dormirse un sueño en el corazón de Sánchez Cerro; podrá una revolución terminar con su régimen de crimen; podrán las madres, y las mujeres, y los hijos, tostarle las carnes en el infierno de su maldición; pero los derechos del pensamiento no estarían incólumes si yo no hubiese escrito este libro, si no lo hubiese escrito en este lenguaje y esta tensión. Este es el holocausto de la inteligencia. Desde tan alto como ella mora, había que lanzarla hasta tan bajo como es él. La expresión tenía que encanallarse para estar a tono con el asunto. Sólo cubriéndose de lodo, la palabra usada por Sánchez Cerro podía dejar a salvo su dignidad de estrella. Este panfleto es un sacrificio, el sacrificio del pensamiento, que es el más alto de los sacrificios. Yo así lo hago, así lo doy para que lo declame ante los peruanos el eco de los cielos. Ahora soy fecundo como un milagro y me siento feliz como al día siguiente de la muerte.

Fuente: Hidalgo, Alberto. 1937. Diario de mi sentimiento. Buenos Aires, edición privada, pp. 149-156.

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