Los ojos de Judas
Abraham Valdelomar
I
El puerto de Pisco aparece en mis recuerdos como una
mansísima aldea, cuya belleza serena y extraña acrecentaba el mar. Tenía tres
plazas. Una, la principal, enarenada, con una suerte de pequeño malecón,
barandado de madera, frente al cual se detenía el carro que hacía viajes
"al pueblo"; otra, la desolada plazoleta donde estaba mi casa, que
tenía por el lado de oriente una valla de toñuces; y la tercera, al sur de la
población, en la que había de realizarse esta tragedia de mis primeros años.
En el puerto yo lo amaba
todo y todo lo recuerdo porque allí todo era bello y memorable. Tenía nueve
años, empezaba el camino sinuoso de la vida, y estas primeras visiones de las
cosas, que no se borran nunca, marcaron de manera tan dulcemente dolorosa y
fantástica el recuerdo de mis primeros años que así formóse el fondo de mi vida
triste. A la orilla del mar se piensa siempre; el continuo ir y venir de olas;
la perenne visión del horizonte; los barcos que cruzan el mar a lo lejos sin
que nadie sepa su origen o rumbo; las neblinas matinales durante las cuales los
buques perdidos pitean clamorosamente, como buscándose unos a otros en la
bruma, cual ánimas desconsoladas en un mundo de sombras; las
"paracas", aquellos vientos que arrojan ala orilla a los frágiles
botes y levantan columnas de polvo monstruosas y livianas; el ruido cotidiano
del mar, de tan extraños tonos, cambiantes como las horas; y a veces, en la
apacible serenidad marina, el surgir de rugidores animales extraños, tritones
pujantes, hinchados, de pequeños ojos y viscosa color, cuyos cuerpos chasquean
las aguas al cubrirlos desordenadamente.
En las tardes, a la caída
del sol, el viaje de los pájaros marinos que vuelven del norte, en largos cordones,
en múltiples líneas, escribiendo en el cielo no sé qué extrañas palabras. Ejércitos
inmensos de viajeros de ignotas regiones, de inciertos parajes que van hacia el
sur agitando rítmicamente sus alas negras, hasta esfumarse, azules, en el oro
crepuscular. En la noche, en la profunda oscuridad misteriosa, en el arrullo
solemne de las aguas, vanas luces que surgen y se pierden a lo lejos como vidas
estériles... En mi casa, mi dormitorio tenía una ventana que daba hacia el
jardín cuya única vid desmedrada y raquítica, de hojas carcomidas por el
salitre, serpenteaba agarrándose en los barrotes oxidados. Al despertar abría
yo los ojos y contemplaba, tras el jardín, el mar. Por allí cruzaban los
vapores con su plomiza cabellera de humo que se diluía en el cielo azul. Otros
llegaban al puerto, creciendo poco a poco, rodeados de gaviotas que flotaban a
su lado como copos de espuma y, ya fondeados, los rodeaban pequeños botecillos
ágiles. Eran entonces los barcos como cadáveres de insectos, acosados por
hormigas hambrientas.
Levantábame después del
beso de mi madre, apuraba el café humeante en la taza familiar, tomaba mi
cartilla e íbame a la escuela por la ribera. Ya en el puerto, todo era luz y movimiento.
La pesada locomotora, crepitante, recorría el muelle. Chirriaban como
desperezándose los rieles enmohecidos, alistaban los pescadores sus botes, los
fleteros empujaban sus carros en los cuales los fardos de algodón hacían
pirámide, sonaba la alegre campaña del "cochecito"; cruzaban en sus
asnos pacientes y lanudos, sobre los hatos de alfalfa, verde y florecida en
azul, las mozas del pueblo; llevaban otras en cestos de caña brava la pesca de
la víspera, y los empleados, con sus gorritas blancas de viseras negras,
entraban al resguardo, a la capitanía, a la aduana y a la estación del
ferrocarril. Volvía yo antes del mediodía de la escuela por la orilla cogiendo
conchas, huesos de aves marinas, piedras de rara color, plumas de gaviotas y
yuyos que eran cintas multicolores y transparentes como vidrios ahumados, que
arrojaba el mar.
II
Mi padre que era empleado
en la Aduana tenía un hermoso tipo moreno. Faz tranquila, brillante mirada,
bigote pródigo. Los días de llegada de algún vapor vestíase de blanco y en la falúa
rápida, brillante y liviana, en cuya popa agitada por el viento ondeaba la
bandera, iba mar afuera a recibirlo. Mi madre era dulcemente triste.
Acostumbraba llevarnos todas las tardes a mi hermanita y a mí a la orilla a ver
morir el sol. Desde allí se veía el muelle, largo con sus aspas monótonas,
sobre las que se elevaban las efes de sus columnas, que en los cuadernos, en la
escuela, nosotros pintábamos así:
Pues de los ganchitos de
las efes pendían los faroles por las noches. Mi padre volvía por el muelle, al
atardecer, nos buscaba desde lejos, hacíamos señales con los pañuelos y él
perdíase un momento tras de las oficinas al llegar a tierra para reaparecer a
nuestro lado. Juntos veíamos entonces "la procesión de las luces” cuando
el sol se había puesto y el mar sonaba ya con el canto nocturno muy distinto del
canto del día. Después de la procesión regresábamos a casa y durante la comida
papá nos contaba todo lo que había hecho en la tarde.
Aquel día, como de
costumbre, habíamos ido a ver la caída del sol y a esperar a papá. Mientras mi
madre sobre la orilla contemplaba silenciosa el horizonte, nosotros jugábamos a
su lado, con los zapatos enarenados, fabricando fortalezas de arena y piedras,
que destruían las olas al desmayarse junto a sus muros, dejando entre ellos su
blanquísima espuma. Lentamente caía la tarde. De pronto mamá descubrió un punto
en el lejano límite del mar.
–¿Ven ustedes? -nos dijo
preocupada- ¿no parece un barco?
–Sí, mamá, respondí.
Parece un barco...
–¿Vendrá papá? -interrogó
mi hermana.
–Él no comerá hoy con
nosotros, seguramente, agregó mi madre. Tendrá que recibir ese barco. Vendrá de
noche. El mar está muy bravo. Y suspiró entristecida...
El sol se ahogó en sangre
en el horizonte. El barco se divisó perfectamente recortado en el fondo ocre.
Sobre el puerto cayó la noche. En silencio emprendimos la vuelta a casa, mientras
encendían el faro del muelle y desfilaba "la procesión de las luces".
Así decíamos a un carro
lleno de faroles que salía de la capitanía y era conducido sobre el muelle por
un marinero, quien a cada cincuenta metros se detenía, colocando sobre cada
poste un farol hasta llegar al extremo del muelle extendido y lineal; mas, como
esta operación hacíase entrada la noche, sólo se veían avanzando sobre el mar,
las luces, sin que el hombre ni el carro ni el muelle se viesen, lo que daba a
ese fanal un aspecto extraño y quimérico en la profunda oscuridad de esas
horas.
Parecía aquel carro un
buque fantasma que flotara sobre las aguas muertas. A cada cincuenta metros se
detenía, y una luz suspendida por invisible mano iba a colgarse en lo alto de
un poste, invisible también. Así, a medida que el carro avanzaba, las luces
iban quedando inmóviles en el espacio como estrellas sangrientas; y el fanal
iba disminuyendo su brillor y dejando sus luces a lo largo del muelle, como una
familia cuyos miembros fueran muriendo sucesivamente de una misma enfermedad.
Por fin la última luz se quedaba oscilando al viento, muy lejos, sobre el mar
que rugía en las profundas tinieblas de la noche.
Cuando se colgó el último
farol, nosotros, cogidos de la mano de mi madre, abandonamos la playa tornando
al hogar. La criada nos puso los delantales blancos. La comida fue en silencio.
Mamá no tomó nada. Y en el mutismo de esa noche triste, yo veía que mamá no quitaba
la vista del lugar que debía ocupar mi padre, que estaba intacto con su
servilleta doblada en el aro, su cubierto reluciente y su invertida copa. Todo
inmóvil. Sólo se oía el chocar de los cubiertos con los platos o los pasos
apagados dela sirviente, o el rumor que producía el viento al doblar los
árboles del jardín. Mamá sólo dijo dos veces con su voz dulce y triste:
–Niño, no se toma así la
cuchara...
–Niña, no se come tan de
prisa...
III
Papá debió volver muy
tarde, porque cuando yo desperté en mi cama, sobresaltado al oír una
exclamación, sonaron frías, lejanas, las dos de la madrugada. Yo no oí en
detalle la conversación, de mis padres; pero no puedo olvidar algunas frases
que se me han quedado grabadas profundamente.
–¡Quién lo hubiera
creído!
-decía papá-. Tú conoces
a Luisa, sabes cuán honorable y correcto es su marido...
–¡No es posible, no es
posible!
-respondió mi madre, con voz
medrosa.
–Ojalá no lo fuese. Lo
cierto es que Fernando está preso; el juez cogió al niño y amenazó a Luisa con
detenerlo si ella no decía la verdad, y ya ves, la pobre mujer lo ha declarado todo.
Dijo que Fernando había venido a Pisco con el exclusivo objeto de perseguir a
Kerr, pues había jurado matarlo por una vieja cuestión de honor...
–¿Y ella ha delatado a su
marido? ¡Qué horrible traición, qué horrible!
–¿Y qué cuestión ha sido
esa?...
–No ha querido decirlo.
Pero, admírate. Esto ha ocurrido a las cuatro de la tarde; Kerr ha muerto a las
cinco a consecuencia dela herida, y cuando trasladaban su cadáver se promovió
en Lacalle un gran tumulto, oímos gritos y exclamaciones terribles, fuimos
hacia allí y hemos visto a Luisa gritar, mesarse los cabellos y, como loca,
llamar a su hijo. ¡Se lo habían robado!
–¿Le han robado a su hijo?
Sentí los sollozos de mi madre. Asustado me cubrí la cabeza con la sábana y me
puse a rezar, inconsciente y temeroso, por todos esos desdichados a quienes no
conocía.
– Dios te salve María,
llena eres de gracia, el Señor es contigo, Bendita eres...
Al día siguiente, de
mañana, trajeron una carta con un margen de luto muy grande y papá salió a la
calle vestido de negro.
IV
Recuerdo que al salir de
la población, pasé por la plazuela que está al fin del barrio "del
Castillo" y empecé a alejarme en la curva de la costa hacia San Andrés,
entretenido en coger caracoles, plumas y yerbas marinas. Anduve largo rato y pronto
me encontré en la mitad del camino. Al norte, el puerto ya lejano de Pisco
aparecía envuelto en un vapor vibrante, veíanse las casas muy pequeñas, y los
pinos, casi borrados por la distancia, elevábanse apenas. Los barcos del puerto
tenían un aspecto de abandono, cual si estuvieran varados por el viento del
Sur. El Muelle parecía entrar apenas en el mar. Recorrí con la mirada la curva
de la costa que terminaba en San Andrés. Ante la soledad del paisaje, sentí
cierto temor que me detuvo. El mar sonaba apenas. El sol era tibio y
acariciador. Una ave marina apareció a lo lejos, la vi venir muy alto, muy
alto, bajo el cielo, sola y serena como una alma; volaba sin agitar las alas, deslizándose
suavemente, arriba, arriba. La seguí con la mirada, alzando la cabeza, y el
cielo me pareció abovedado, azul e inmenso, como si fuera más grande y más
hondo y mis ojos lo miraran más profundamente.
El ave se acercaba, volví
la cara y vi la campiña tierra adentro, pobre, alargándose en una faja angosta,
detrás de la cual comenzaba el desierto vasto, amarillo, monótono, como otro
mar de pena y desolación. Una ráfaga ardiente vino de él hacia el mar.
En medio de esa hora me
sentí solo, aislado, y tuve la idea de haberme perdido en una de esas playas
desconocidas y remotas, blancas y solitarias donde van las aves a morir.
Entonces sentí el divino prodigio del silencio; poco a poco se fue callando el
rumor de las olas, yo estaba inmóvil en la curva de la playa y al apagarse el
último ruido del mar, el ave se perdió a lo lejos. Nada acusaba ya a la
Humanidad ni a la vida. Todo era mudo y muerto. Sólo quedaba un zumbido en mi
cerebro que fue extinguiéndose, hasta que sentí el silencio, claro,
instantáneo, preciso. Pero sólo fue un segundo. Un extraño sopor me invadió
luego, me acosten la arena, llevé mi vista hacia el sur, vi una silueta de
mujer que aparecía a lo lejos, y mansamente, dulcemente, como una sonrisa, se
fue borrando todo, todo, y me quedé dormido.
V
Desperté con la idea de
la mujer que había visto al dormirme, pero en vano la buscaron mis ojos, no
estaba por ninguna parte. Seguramente había dormido mucho, y durante mi sueño, la
desconocida, que tenía un vestido blanco, había podido recorrer toda la playa.
Observé, sin embargo, los pasos que venían por la orilla. Menudos rastros de
mujer que el mar había borrado en algunos sitios, circundaban el lugar donde yo
me había dormido y seguían hacia el puerto.
Pensativo y medroso no
quise avanzar a San Andrés. El sol iba a ponerse ya, y restregándome los ojos,
siguiendo los rastros dela desconocida, emprendí la vuelta por la orilla. En
algunos puntos el mar había borrado las huellas, buscábalas yo, adivinándolas
casi, y por fin las veía aparecer sobre la arena húmeda. Recogí una conchita
rara, la eché en mi bolsillo y mi mano tropezó con un extraño objeto. ¿Qué era?
Una medalla dela Purísima, de plata, pendiendo de una cadena delgada, larga y
fría. Examiné mucho el objeto y me convencí de que alguien lo había puesto en
mi bolsillo. Tuve una sospecha, la mujer; quise arrojarle, pero me detuve.
Guardé la medalla y
cavilando en el hallazgo, llegué a casa cuando el sol se ponía. Mi curiosidad
hizo que callara y ocultara el objeto; y al día siguiente, martes de Semana
Santa, a la misma hora, volví. El mar durante la noche había borrado las huellas
donde me acostara la víspera, pero aproximadamente elegí unsitio y me recosté.
No tardó en aparecer la silueta blanca. Sentí un violento golpe en el corazón y
un indecible temor. Y sin embargo tenía una gran simpatía por la desconocida
que vestida de blanco se acercaba. El miedo me vencía, quería correr y luchaba
por quedarme. La mujer se acercaba cada vez más. Me miró desde lejos, quise irme
aún; pero ya era tarde.
El miedo y luego la
apacible mirada de aquella mujer me lo impedían. Acercóse la señora. Yo, de pie,
quitándome la gorra le dije:
–Buenas tardes, señora...
–¿Me conoces?...
–Mamá me ha dicho que se
debe saludar a las personas mayores... La señora me acarició sonriendo
tristemente y me preguntó:
–¿Te gusta mucho el mar?
–Sí, señora. Vengo todas
las tardes.
–¿Y te quedas dormido?...
–¿Usted vino ayer
señora?...
–No; pero cuando los
niños se quedan dormidos a la orilla del mar, y son buenos, viene un ángel y
les regala una medalla. ¿A ti te ha regalado el ángel?...
Yo sonreí incrédulo; la
dama lo comprendió, y conversando, perdido el temor hacia la señora vestida de
blanco, cogido de su mano, emprendí la vuelta a la población.
Al llegar a la plazuela
del Castillo, vimos unos hombres que levantaban una especie de torre de cañas.
–¿Qué hacen esos hombres?
-me preguntó la señora.
–Papá nos ha dicho que
están preparando el castillo para quemar a Judas el sábado de gloria.
–¿A Judas? ¿Quién te ha
dicho eso? Y abrió desmesuradamente los ojos.
–Papá dice que Judas
tiene que venir el sábado por la noche y que todos los hombres del pueblo, los
marineros, los trabajadores del muelle, los cargadores de la Estación, van a
quemarlo, porque Judas es muy malo... Papá nos traerá para que lo veamos...
–¿Y tú sabes por qué lo
queman?...
–Sí, señora. Mamá dice
que lo queman porque traicionó al Señor...
–¿Y no te da pena que lo
quemen?...
–No, señora. Que lo
quemen. Por él los judíos mataron a nuestro Señor Jesucristo. Si él no lo
hubiese vendido, ¿cómo habrían sabido quién era los judíos?...
La señora no contestó.
Seguimos en silencio hasta la población. Los hombres se quedaron trabajando y
al despedirse la señora blanca me dio un beso y me preguntó:
–Dime, ¿tú no perdonarías
a Judas?...
–No, señora blanca; no lo
perdonaría.
La dama se marchó por la
orilla oscura y yo tomé el camino de mi casa. Después de la comida me acosté.
VI
Estuve varios días sin
volver a la playa, pero el sábado de gloria en que debían quemar a Judas, salí
a la playa para dar un paseo y ver en la plaza el cuerpo del criminal, pues
según papá, ya estaba allí esperando su castigo el traidor, rodeado de
marineros, cargadores, hombres del pueblo y pescadores de San Andrés. Salí a las
cuatro de la tarde y me fui caminando por la orilla. Llegué al sitio donde
Judas, en medio del pueblo, se elevaba, pero le tenían cubierto con una tela y
sólo se le veía la cabeza. Tenía dos ojos enormes, abiertos, iracundos, pero
sin pupilas y la inexpresiva mirada se tendía sobre la inmensidad del mar.
Seguí caminando y al llegar a la mitad de la curva, distinguía la señora blanca
que venía del lado de San Andrés. Pronto llegó hasta mí. Estaba pálida y me
pareció enferma. Sobre su vestido blanco y bajo el sombrero alón, su rostro
tenía una palidez de marfil. ¡Era tan blanca! Sus facciones afiladas parecían
no tener sangre; su mirada era húmeda, amorosa y penetrante. Hablamos largo
rato.
–¿Has visto a Judas?
–Lo he visto, señora
blanca...
–¿Te da miedo?...
–Es horrible... A mí me
da mucho miedo...
–¿Y ya le has
perdonado?...
–No, señora, yo no lo
perdono. Dios se resentiría conmigo si le perdonase... ¿Usted viene esta noche
a verlo quemar?...
–Sí.
–¿A qué hora?...
–Un poco tarde. ¿Tú me
reconocerías de noche?... ¿No te olvidarías de mi cara? Fíjate bien
-y me miró extrañamente
-Fíjate bien en mi
cara... Yo vendré un poco tarde... Dime, ¿le has visto tú los ojos a Judas?...
–Sí, señora. Son inmensos, blancos, muy blancos...
–¿Dónde miran?...
–Al mar...
–¿Estás seguro? ¿Miran al
mar? ¿Te has fijado bien?...
–Sí, señora blanca, miran
al mar...
Sobre la arena donde nos
habíamos sentado, la señora miró largamente el océano. Un momento permaneció
silenciosa y luego ocultó su cara entre las manos. Aún me pareció más pálida.
–Vamos- me dijo.
Yo la seguí. Caminamos en
silencio a través de la playa, pero al acercarnos a la plazuela donde estaba el
cuerpo de Judas, la señora se detuvo y mirando al suelo, me dijo:
–Fíjate bien en él... Me
vas a contar adónde mira. Fíjate bien...Fíjate bien. Y al pasar ante el cuerpo,
ella volvió la cara hacia el mar, para no ver la cara de Judas. Parecía temblar
su mano, que me tenía cogido por el brazo, y al alejarnos me decía:
–Fíjate adónde mira, de
qué color son sus ojos, fíjate, fíjate...Pasamos. Yo tenía miedo. Sentí temblar
fuertemente a la señora, que me preguntó nuevamente:
–¿Dónde miran los ojos?
–Al mar, señora blanca... Bien lejos, bien lejos...
Ya era tarde. La noche
empezó a caer y las luces de los barcos se anunciaron débilmente en la bahía.
Al llegar a la altura de mi casa, la señora me dio un beso en la frente, un
beso muy largo, y me dijo:
–¡Adiós!
La noche tenía un color
brumoso, pero no tan negro como otras veces. Avancé hasta mi casa pensativo, y
encontré a mi madre llorando, porque debía salir un barco a esa hora y papá
debía ir a despacharlo. Nos sentamos a la mesa. Allí se oía rugir el mar,
poderoso y amenazador. Madre no tomó nada y me atrevía preguntarle:
–Mamá, ¿no vamos a ver
quemar a Judas?...
–Si papá vuelve pronto.
Ahora vamos a rezar...
Nos levantamos de la
mesa. Atravesarnos el patiecillo. Mi hermana se había dormido y la criada la
llevaba en brazos. La luna se dibujaba opacamente en el cielo. Llegamos al
dormitorio de mi madre y ante el altar, donde había una virgen del Carmen muy
linda, nos arrodillamos. Iniciamos el rezo. Mamá decía en su oración:
–Por los caminantes,
navegantes, cautivos cristianos y encarcelados...
Sentimos, inusitadamente,
ruidos, carreras, voces y lamentaciones. Las gentes corrían gritando y de
pronto oímos un sonido estridente, característico, como el pitear de un buque
perdido. Una voz gritó cerca de la puerta:
–¡Un naufragio!
Salimos despavoridos, en
carrera loca, hacia la calle. El pueblo corría hacia la ribera. Mamá empezó a
llorar. En ese momento apareció mi padre y nos dijo:
–Un naufragio. Hace una
hora que he despachado el buque.
Seguramente ha
encallado...
El buque llamaba con un
silbido doloroso, como si se quejara de un agudo dolor, implorante, solemne,
frío. La luna seguía opacada.
Salimos todos a la playa
y pudimos ver que el barco hacía girar un reflector y que del muelle salían
unos botes en su ayuda.
El pueblo se preparaba.
Estaba reunido alrededor de la orilla, alistaba febrilmente sus embarcaciones,
algunos habían sacado linternas y farolillos y auscultaban el aire. Una voz
ronca recorría la playa como una ola, pasaba de boca en boca y estallaba:
–¡Un naufragio!
Era el eterno enemigo de
la gente del mar, de los pescadores, que se lanzaban en los frágiles botes, de
las mujeres que los esperaban temerosas, a la caída de la tarde; el eterno
enemigo de todos los que viven a la orilla... El terrible enemigo contra el que
luchan todas las creencias y supersticiones de los pueblos costaneros; que
surge de repente, que a veces es el molino desconocido y siniestro que lleva a
los pescadores hacia un vórtice extraño y no los deja volver más a la costa;
otras veces el peligro surge en forma de viento que aleja de la costa las
embarcaciones para perderlas en la inmensidad azul y verde del mar. Y siempre
que aparece este espíritu desconocido y sorpresivo las gentes sencillas vibran
y oran al apóstol pescador, su patrón y guía, porque seguramente alguna vida ha
sido sacrificada.
Aún oímos el rumor de las
gentes del mar. Cuando empezó a retirarse, se apagaron los reflectores y el
piteo cesó. Nadie comprendía por qué el barco se alejaba; pero cuando éste se
perdía hacia el sur, todo el pueblo, pensativo, silencioso e inmenso, regresó
por las calles y se encaminó a la plaza en la que Judas iba a ser sacrificado.
Mamá no quiso ir, pero papá y yo fuimos a verle.
Caminamos todo el barrio
del Castillo y al terminarlo y entrar a la plazoleta, la fiesta se anunció con
una viva luz sangrienta. A los pies de Judas ardía una enorme y roja llamarada
que hacía nubes de humo y que iluminaba por dentro el deforme cuerpo del
condenado, a quien yo quería ver de frente.
Pero al verlo tuve miedo.
Miedo de sus grandes ojos que se iluminaban de un tono casi rosado. Busqué
entre los que nos rodeaban a la señora blanca, pero no la vi. La plaza estaba
llena, el pueblo la ocupaba toda y de pronto, de la casa que estaba a la
espalda de Judas y que daba frente al mar, salieron varios hombres con hachones
encendidos y avanzaron entre la multitud hacia Judas.
–¡Ya lo van a quemar!
-gritó el pueblo. Los hombres llegaron. Los hachones besaron los pies del
traidor y una llama inmensa apareció violentamente. Acercaron un barril de
alquitrán y la llamarada aumentó.
Entonces fue el prodigio.
Al encenderse el cuerpo de Judas, los ojos con el reflejo de la luz tornáronse
rojos, con un rojo iracundo y amenazador; y como si toda aquella gente
semi-perdida en la oscuridad y en las llamas, hubiera pensado en los ojos del
ajusticiado, siguió la mirada sangrienta de éste que fue adetenerse en el mar.
Un punto negro había al final de la mirada que casi todo el pueblo señaló. Un
golpe de luz de la luna iluminó el punto lejano y el pueblo, que aquella noche
estaba como poseído de una extraña preocupación, gritó abandonando la plaza y
lanzándose a la orilla:
–¡Un ahogado, un
ahogado!...
Se produjo un tumulto
horrible. Un clamor general que tenía algo de plegaria y de oración, de
maldición pavorosa y de tragedia, se elevó hacia el mar, en esa noche
sangrienta.
–¡Un ahogado!
El punto era traído
mansamente por las olas hacia la playa. Al grito unánime siguió un silencio
absoluto en el que podía percibirse el nudo manso del mar. Cada uno de los allí
presentes esperaba la llegada del desconocido cadáver, con un presentimiento
doloroso y silente. La luna empezó a clarear. Debía ser muy tarde y por fin se
distinguió un cadáver ya muy cerca de la orilla, que parecía tener encima una
blanca sábana. La luna tuvo una coloración violeta y alumbró aún el cadáver que
poco a poco iba acercándose.
–¡Un marinero!, gritaron
algunos.
–¡Un niño!, dijeron
otros. –¡Una mujer!, exclamaron todos. Algunos se lanzaron al mar y sacaron el
cadáver a la orilla. El pueblo se agrupó al derredor. Le clavaban las luces de
las linternas, se peleaban por verle, pero como allí en la orilla no hubiese
luz bastante, lo cargaron y lo llevaron hacia los pies de Judas que aún ardía
en el centro de la plaza. Todo el pueblo volvía a ella y con él yo -cogido
siempre de la mano de papá-. Llegaron, colocaron en tierra el cadáver y ardió
el último resto del cuerpo de Judas quedando sólo la cabeza, cuyos dos ojos ya
no miraban a ningún lugar sino a todos. Yo tenía una extraña curiosidad por ver
el cadáver. Mi padre seguramente no deseaba otra cosa, hizo abrir sitio y como
las gentes de mar lo conocían y respetaban, le hicieron pasar y llegarnos hasta
él.
Vi un grupo de hombres
todos mojados, con la cabeza inclinada teniendo en la mano sus sombreros,
silenciosos, rodeando el cadáver, vestido de blanco, que estaba en el suelo.
Vilas telas destrozadas y el cuerpo casi desnudo de una mujer. Fue una horrible
visión que no olvido nunca. La cabeza echada hacia atrás, cubierto el rostro
con el cabello desgreñado. Un hombre de esos se inclinó, descubrió la cara y
entonces tuve la más horrible sensación de mi vida. Di un grito extraño,
inconsciente, y me abracé a las piernas de mi padre.
–¡Papá, papá, si es la
señora blanca! ¡La señora blanca, papá!...
Creí que el cadáver me
miraba, que me reconocía; que Judas ponía sus ojos sobre él y di un segundo grito
más fuerte y terrible que el primero.
–¡Sí; perdono a Judas,
señora blanca, sí, lo perdono!...
Padre me cogió como loco,
me apretó contra su pecho, y yo, con los ojos muy abiertos, vi mientras que mi
padre me llevaba, rojos y sangrientos, acusadores, siniestros y terribles, los
ojos de Judas que miraban por última vez, mientras el pueblo se desgranaba
silencioso y unos cuantos hombres se inclinaban sobre el cadáver blanco.
Ocultábase la luna...
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