Elogio a Marx
Terry Eagleton
Alabar a
Karl Marx puede parecer tan perverso como dedicarle una palabra amable al
estrangulador de Boston. ¿No eran las ideas de Marx responsables de
despotismo, asesinato en masa, campos de trabajo, catástrofe económica y
pérdida de libertad para millones de hombres y mujeres? ¿No fue uno de sus
devotos discípulos un campesino georgiano paranoide de nombre Stalin, y no hubo
otro que fue un brutal dictador chino que bien puede haber teñido sus manos con
la sangre de unos 30 millones de personas?
La verdad
es que Marx no fue más responsable de la opresión monstruosa del mundo
comunista de lo que lo fue Jesús de la Inquisición. Por un lado, Marx habría
despreciado la idea de que el socialismo pudiera echar raíces en sociedades
atrasadas, de una pobreza desesperada y crónica, como Rusia y China. Si así
fuera, entonces el resultado sería simplemente lo que él llamó “la
escasez generalizada”, lo que quiere decir que todo el mundo estaría
privado, no sólo los pobres. Esto significaría volver a “toda la porquería anterior” -o,
con una traducción menos fina, a “la mierda de siempre”. El marxismo es una teoría de
cómo las adineradas naciones capitalistas podrían utilizar sus inmensos
recursos para lograr la justicia y la prosperidad para sus pueblos. No es un programa por el cual
naciones carentes de recursos materiales, de una cultura cívica floreciente, de
un patrimonio democrático, de una tecnología bien desarrollada, de
tradiciones liberales ilustradas y de una mano de obra educada y cualificada
puedan catapultarse a sí mismas a la era moderna.
Marx escribió con rabia y con elocuencia acerca de varias de las oprimidas
colonias de Gran Bretaña, y no menos de Irlanda y de la India. Y el movimiento
político que su trabajo puso en marcha ha hecho más para ayudar a las naciones
pequeñas a deshacerse de sus amos imperialistas que cualquier otra corriente
política. Sin embargo, Marx no era tan incauto como para imaginar que el
socialismo se pudiera construir en esos países sin que las naciones más
avanzadas les prestaran su ayuda. Y eso significaba que la gente común de los
países avanzados tenían que arrancar los medios de producción de manos de sus
gobernantes y ponerlos al servicio de los condenados de la tierra. Si esto hubiera
sucedido en la Irlanda del siglo XIX, no habría habido el hambre que envió a un
millón de hombres y mujeres a la tumba y a otros dos o tres millones hasta los
confines de la tierra.
Hay un
sentido en el que el conjunto de los escritos
de Marx se pueden resumir en varias preguntas embarazosas: ¿Por qué el
Occidente capitalista ha acumulado más recursos de los que jamás hemos visto en
la historia humana y, sin embargo, parece incapaz de superar la pobreza, el
hambre, la explotación y la desigualdad? ¿Cuáles
son los mecanismos por los cuales la riqueza de
una minoría parece engendrar miseria e
indignidad para la mayoría? ¿Por qué la riqueza privada parece ir de la mano
con la miseria pública? ¿Es, como sugieren los reformistas liberales de buen
corazón, que no hemos conseguido eliminar estas bolsas de miseria humana, pero
que lo haremos con el paso del tiempo? ¿O es más plausible sostener que hay
algo en la naturaleza del capitalismo que genera privación y desigualdad,
tan cierto como que Charlie Sheen genera chismes?
Marx fue
el primer pensador en hablar en esos términos. Este desarrapado exiliado judío, un hombre que una vez comentó que nadie
había escrito tanto sobre el dinero y tenía tan poco, nos legó el lenguaje con el que el
sistema en que vivimos puede ser entendido como un todo. Sus contradicciones
fueron analizadas, su dinámica interior dejada al descubierto, sus orígenes
históricos examinados y su potencial caída anunciada. Esto no quiere
decir que Marx considerara al capitalismo simplemente como una Mala Cosa, como
admirar a Sarah Palin o echar el humo del tabaco a la cara de los niños. Por el
contrario, era extravagante en su alabanza de la clase que lo creó, un hecho
que tanto sus críticos como sus discípulos han disimulado convenientemente. No
hay sistema social en la historia, escribió, que haya demostrado ser tan
revolucionario. En un puñado de siglos, las burguesías (middleclasses) capitalistas
habían borrado de la faz de la tierra casi todo el rastro de sus enemigos
feudales. Habían acumulado tesoros materiales y culturales, inventado los
derechos humanos, emancipado a los esclavos, derrocado a los autócratas,
desmantelado los imperios, lucharon y murieron por la libertad humana, y
sentaron las bases de una civilización verdaderamente global. Ningún documento
prodiga elogios tales como ese histórico y poderoso logro que es El
Manifiesto Comunista, ni siquiera el Wall Street Journal[1].
Eso, sin
embargo, fue sólo una parte de la historia. Hay quienes ven la historia moderna como un relato apasionante de
progreso, y quienes lo ven como una larga pesadilla. Marx, con su perversidad habitual,
pensó que era ambas cosas. Cada avance de la civilización ha
traído consigo nuevas posibilidades de barbarie. Los lemas de la gran
revolución burguesa, “Libertad, Igualdad, fraternidad”, fueron
también sus consignas.
Él
simplemente se preguntó por qué esas
ideas no podrían ponerse en práctica sin violencia, pobreza y explotación. El capitalismo había desarrollado
energías y capacidades humanas más allá de toda medida anterior. Sin embargo,
no había utilizado esas capacidades para hacer que los hombres y mujeres
se liberaran de la fatiga inútil. Por el contrario, se los había forzado
a trabajar más duro que nunca. En las civilizaciones más ricas de la tierra se
padecía tanto como en sus antepasadas del Neolítico.
Esto,
consideraba Marx, no era debido a la escasez natural. Se debía a la forma peculiarmente contradictoria en la que el sistema capitalista genera sus fabulosas riquezas. Igualdad para algunos significa
desigualdad de los demás, y libertad para algunos supone opresión e infelicidad para muchos. La voracidad del sistema a la búsqueda de poder y
beneficio había convertido las naciones extranjeras en colonias
esclavizadas, y a los seres humanos
en juguetes de las fuerzas económicas más allá de su control. Había asolado el planeta con la
contaminación y la hambruna masiva, y cicatrizado con guerras atroces. Algunos
críticos de Marx señalan con razón la atrocidad de los asesinatos en masa en la
Rusia y la China comunistas. No suelen recordar con idéntica indignación los
crímenes genocidas del capitalismo: las hambrunas de finales del siglo XIX en
Asia y África en los que murieron muchos millones de personas; la carnicería de
la Primera Guerra Mundial, en la que las naciones imperialistas masacraron a sus propios trabajadores en
la lucha por los recursos mundiales; y los
horrores del fascismo, un régimen al que el capitalismo tiende a recurrir
cuando su espalda está contra la pared. Sin el sacrificio de la Unión
Soviética, entre otras naciones, el régimen nazi aún podría estar incólume.
Los
marxistas alertaron de los peligros del fascismo mientras los políticos del
llamado mundo libre seguían preguntándose en voz alta si Hitler era un tipo tan
desagradable como lo pintaban. Casi todos los seguidores actuales de Marx
rechazan las villanías de Stalin y de Mao, mientras que muchos no-marxistas
seguirían defendiendo enérgicamente la destrucción de Dresde o Hiroshima. Las
modernas naciones capitalistas son en su mayor parte fruto de una historia de
genocidio, violencia y exterminio igual de detestables que los crímenes del
comunismo. El capitalismo
también fue forjado con sangre y lágrimas, y Marx
estuvo allí para presenciarlo. Es sólo que el sistema ha estado funcionando el
tiempo suficiente para que la mayoría de nosotros olvidemos ese hecho.
La
selectividad de la memoria política tiene algunas curiosas formas. Tomemos, por
ejemplo, el 11/S. Me refiero al primer 11/S, no al segundo. Me refiero al 11/S
que tuvo lugar exactamente 30 años antes de la caída del World Trade Center,
cuando los Estados Unidos ayudaron a derrocar al gobierno democráticamente
elegido de Salvador Allende en Chile, instalando en su lugar a un dictador
odioso que asesinó muchas más personas de las que murieron en ese terrible día
en Nueva York y Washington. ¿Cuántos estadounidenses son conscientes de ello?
¿Cuántas veces ha sido mencionado en Fox News?[2]
Marx no
era un soñador utópico. Por el contrario, comenzó su carrera política peleando
ferozmente con los utópicos soñadores que le rodeaban. Tenía tanto interés en
una sociedad humana perfecta como lo pueda tener un personaje de Clint Eastwood,
y nunca habló de forma tan absurda. No creía que hombres y mujeres pudieran
superar al Arcángel Gabriel en santidad. Por el contrario, creía factible que
el mundo pudiera convertirse en un lugar considerablemente mejor. En eso fue un
realista, no un idealista. Quienes de verdad esconden la cabeza -la moral de
avestruz de este mundo- son aquellos que niegan que no puede haber ningún
cambio radical. Se comportan como si Padre de familia y la pasta dentífrica
multicolor fuera a seguir existiendo en el año 4000. Toda la historia de la
humanidad refuta este punto de vista.
El cambio
radical, sin duda, puede no ser para mejor. Tal vez el único socialismo que
veamos sea uno impuesto a un puñado de seres humanos que puedan
escabullirse de algún holocausto nuclear o de un desastre ecológico. Marx habla
incluso agriamente de la posible “mutua
ruina de todos los partidos”. Un hombre que fue testigo de los horrores
de la Inglaterra industrial-capitalista era poco probable que albergara presunciones idealistas acerca de sus
congéneres. Todo lo que quería decir es
que hay recursos más que suficientes en
el planeta para resolver la mayoría de nuestros problemas materiales, así como que había comida más que
suficiente en Gran Bretaña en la década de 1840 para alimentar a la hambrienta
población irlandesa varias veces. Es la manera en que organizamos la
producción lo que es crucial. Notoriamente, Marx no nos proporcionó un plan
sobre cómo hacer las cosas de forma diferente. Es bien sabido que tiene
poco que decir sobre el futuro. La única imagen del futuro es el fracaso del
presente. No es un profeta en el sentido de mirar en una bola de cristal. Es un
profeta en el sentido bíblico de alguien que nos advierte de que, a menos que cambiemos nuestras injustas maneras, es
probable que el futuro sea muy desagradable. O que no haya futuro en absoluto.
El
socialismo, pues, no depende de un cambio milagroso en la naturaleza humana.
Algunos de los que
defendieron el feudalismo contra los valores capitalistas en la Baja Edad Media
predicaban que el capitalismo nunca funcionaría, ya que era contrario a la
naturaleza humana. Algunos capitalistas ahora dicen lo mismo sobre el
socialismo. Sin duda hay una tribu en
algún lugar de la cuenca del Amazonas que cree que no puede sobrevivir un orden
social donde un hombre puede casarse con la mujer de su hermano fallecido.
Todos tendemos a absolutizar nuestras propias condiciones. El socialismo no
ahuyentaría la rivalidad, la envidia, la agresión, la posesividad, la
dominación y la competencia. El mundo todavía mantendría su ración de matones,
tramposos, vividores, oportunistas y psicópatas ocasionales. Es sólo que la
rivalidad, la agresión y la competencia ya no adquirirían la forma de ciertos
banqueros quejándose de que sus bonos se han reducido a unos miserables 5 millones
de dólares, mientras que millones de personas en todo el mundo luchan por
sobrevivir con menos de 2 dólares al día.
Marx fue
un pensador profundamente moral. Habla en El Manifiesto
Comunista de
un mundo en el que “el libre
desarrollo de cada uno condicione el libre desarrollo de todos”.
Este es un ideal para guiarnos, no una condición que podamos alcanzar nunca del
todo. Pero su lenguaje es sin embargo significativo. Como buen humanista
romántico, Marx creía en la singularidad del individuo. La idea impregna sus
escritos de principio a fin. Tenía pasión por lo sensualmente específico y
aversión a las ideas abstractas, a pesar de lo ocasionalmente necesarias que
pensaba que podrían ser. Su llamado materialismo está en la raíz del
cuerpo humano. Una y otra vez, habla de la sociedad justa como
aquella en la que hombres y mujeres sean capaces de realizar sus poderes y
capacidades distintivos en sus propias formas distintivas. Su objetivo moral es
la autorrealización placentera. En esto se une a su gran mentor
Aristóteles, que entiende que la moralidad trata de cómo florecer más rica y
agradablemente, y no ante todo (como la edad moderna desastrosamente imagina)
sobre las leyes, derechos, obligaciones y responsabilidades.
¿Cómo este
objetivo moral difiere del individualismo liberal? La diferencia es que, para
lograr la verdadera realización personal, Marx cree que los seres humanos deben
encontrarla en los otros, los unos a través de los otros. No es sólo una
cuestión de que cada uno haga sus propias cosas aislado de los demás. Lo que ni
siquiera sería posible. El otro debe
ser el terreno de nuestra propia realización, al mismo tiempo que él o ella nos proporcionan nuestra misma
condición. A nivel interpersonal, es lo que se conoce como amor. En el plano
político, se lo conoce como socialismo. El socialismo para Marx sería
simplemente cualquier conjunto de instituciones que permitieran que esta reciprocidad ocurriera en la mayor medida
posible. Piénsese en la diferencia entre una empresa
capitalista, en la que la mayoría trabaja para el beneficio de unos pocos, y
una cooperativa socialista, en la que mi propia participación en el proyecto
aumenta el bienestar de todos los demás, y viceversa. No se trata de que haya un santo
auto sacrificio. El proceso está integrado en la estructura de la institución.
El objetivo de
Marx es el ocio, no el trabajo. La mejor
razón para ser un socialista, excepto para los pesados a los que sucede que les
gusta, es que detestas tener que trabajar. Marx pensaba que el capitalismo
había desarrollado las fuerzas productivas hasta el punto de que, bajo
relaciones sociales diferentes, podrían ser utilizadas para emancipar a la
mayoría de hombres y mujeres de las formas más degradantes de trabajo. ¿Qué pensaba que íbamos a hacer entonces?
Lo que quisiéramos. Si, como el gran socialista irlandés Oscar Wilde,
optamos simplemente por estar todo
el día echados, con vaporosas prendas carmesí, bebiendo absenta y leyéndonos las páginas impares de Homero uno a otro, entonces que así sea. La cuestión, sin embargo, era que este tipo de actividad libre tenía que
estar disponible para todos. Nosotros
ya no toleraríamos una situación en la que la minoría tuviera tiempo de ocio
porque la mayoría tuviera que trabajar.
Lo que
interesaba a Marx, en otras palabras, era lo que un poco engañosamente se
podría llamar lo espiritual, no lo material. Si las condiciones materiales
tuvieran que ser cambiadas, que lo fueran para liberarnos de la tiranía de lo
económico. Él mismo era asombrosamente muy leído en literatura mundial, le
encantaba el arte, la cultura y la conversación civilizada, se deleitaba con el
ingenio, las comicidad y el buen humor, y una vez
fue perseguido por un policía por romper una farola en el transcurso de una
juerga. Era, por supuesto, ateo, pero no hay que ser
religioso para ser espiritual. Fue uno de los
muchos y grandes herejes judíos, y su obra está saturada de los grandes temas
del judaísmo, como la justicia, la emancipación, el Día del Juicio, el reinado
de paz y abundancia, la redención de los pobres.
¿Qué hay,
pues, del pavoroso Día del Juicio final? ¿No preveía
Marx que la humanidad requeriría una revolución sangrienta? No necesariamente. Pensaba que algunos países, como
Gran Bretaña, Holanda y los Estados Unidos, podrían alcanzar el socialismo en
paz. Si bien era un revolucionario, era
también un vigoroso campeón de la reforma. En
cualquier caso, cuando las
personas dicen que se oponen a la revolución por lo general eso significa que
les disgustan ciertas revoluciones, y otras no. ¿Son los estadounidenses
antirrevolucionarios hostiles a la Revolución Americana como lo son a la
cubana? ¿Se frotan las manos con las
insurrecciones recientes de Egipto y Libia, o con las que derribaron las
potencias coloniales en Asia y África? Nosotros
mismos somos productos de levantamientos revolucionarios ocurridos en el pasado. Algunos procesos de reforma han
sido mucho más sangrientos que algunos actos revolucionarios. Hay tantas
revoluciones de terciopelo como violentas. La Revolución Bolchevique se llevó a
cabo con escasas pérdidas humanas. La Unión Soviética que engendró cayó
unos 70 años más tarde, sin apenas derramamiento de sangre.
Algunos
críticos de Marx rechazan una sociedad dominada por el Estado. Y así lo pensaba
él. Detestaba la política de Estado tanto como le disgusta al Tea Party, aunque
por razones bastante menos chuscas. ¿Fue, podrían
preguntar las feministas, un patriarca victoriano? Por supuesto. Pero como
algunos comentaristas (no marxistas) modernos han señalado, fueron los hombres del mundo socialista y comunista, hasta el resurgimiento
del movimiento de las mujeres en la década de 1960, los que consideraron que la cuestión de la igualdad
de la mujer era vital
para otras formas de liberación política. La palabra “proletariado” se
refiere a los que en la sociedad antigua eran demasiado pobres para servir al
Estado con otra cosa que no fuera el fruto de su vientre. “Proletarios”
significa “descendientes”. Hoy en día, en los talleres y en las pequeñas
granjas del tercer mundo, el típico proletario sigue siendo una mujer.
Lo mismo
ocurre con las cuestiones étnicas. En las década de 1920 y 1930, prácticamente
los únicos hombres y mujeres que predicaban la igualdad racial eran comunistas.
La mayoría de los movimientos anticoloniales fueron inspirados por el marxismo.
El pensador anti socialista Ludwig von Mises describe el socialismo como “el movimiento de reforma más potente que la
historia haya conocido jamás, la primera tendencia ideológica no limitada a una parte de la
humanidad, sino respaldada por gente de todas las razas, naciones, religiones y
civilizaciones”. Marx,
que conocía su historia un poco mejor, podría haberle recordado a von Mises el
cristianismo, pero la cuestión sigue siendo contundente. En cuanto al medio
ambiente, Marx prefigura asombrosamente nuestra propia política verde. La
naturaleza, y la necesidad de considerarla como aliada en lugar de antagonista,
era una de sus preocupaciones constantes.
¿Por qué
podría Marx volver a estar en nuestras preocupaciones? Irónicamente, la
respuesta es por el capitalismo. Cada vez que uno oye hablar a los capitalistas
sobre el capitalismo, uno sabe que el sistema tiene problemas. Por lo general,
prefieren un término más anodino, como el de “libre empresa”. Las crisis
financieras recientes nos han obligado una vez más a pensar la organización en
la que vivimos como un todo, y fue Marx quien primero lo hizo posible.
Fue El Manifiesto Comunista el que predijo que el capitalismo
se convertiría en mundial, y que sus desigualdades se agudizarían gravemente.
¿Tiene su trabajo algún defecto? Cientos. Pero es un pensador demasiado
creativo y original para ser reducido a los vulgares estereotipos de sus
enemigos.
[1] The Wall Street Journal, el diario ultra
liberal editado en el corazón del complejo financiero del Imperio, defensor a
ultranza de las políticas monetaristas y especulativas responsables de la crisis
mundial
Gracias por compartirlo. Tienes extractos muy interesantes de muchas obras igualmente interesantes.
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