Isaían Berlin. "Notas para una conferencia futura"



Isaiah Berlin and the man who saved him from obscurity


El pensamiento de Isaiah Berlin se expresa vivamente en estas notas apresuradas que le redactó a un amigo (que no desea ser identificado) en 1981. Su amigo tenía que dictar una conferencia, y le escribió a Berlin para pedirle sugerencias sobre cómo debía tratar su tema. Berlin tenía que viajar el mismo día que recibió la carta, y escribió las notas velozmente, a mano, sin tiempo para revisarlas. El resultado es algo entrecortado y telegráfico, sin duda, pero transmite con gran inmediatez la oposición de Berlin a la intolerancia y el prejuicio, especialmente al monismo fanático, a los estereotipos y al nacionalismo agresivo. Su pertinencia con los eventos del 11 de septiembre no necesita enfatizarse.
     Se reproduce aquí el manuscrito de Berlin en transcripción directa, con muy pocos ajustes que facilitan la lectura.
     — Henry Hardy


     1.
     Pocas cosas han hecho más daño que la creencia por parte de individuos o grupos (o tribus o Estados o naciones o iglesias) de que ellos, o él o ella, son los únicos poseedores de la verdad: especialmente sobre cómo vivir, qué ser y hacer, y de que aquellos que difieren no sólo están equivocados, sino que son perversos o locos: y que por ello deben ser reprimidos o dominados. Es una arrogancia terrible y peligrosa creer que uno solo tiene la razón: con un ojo mágico que ve la verdad: y que los otros no pueden tener la razón si discrepan.
     Esto le da a uno la certeza de que hay un solo objetivo para su nación o iglesia o toda la humanidad, y que vale cualquier cantidad de sufrimiento (particularmente si es ajeno) si tan sólo se consigue el objetivo, "A través de un gran dolor rumbo al Reino del Amor" (o algo así), dijo Robespierre: y Hitler, Lenin, Stalin y me atrevo a decir que los líderes de las guerras religiosas entre cristianos y musulmanes o católicos y protestantes sinceramente creían en esto: en que hay una sola y sólo una respuesta a las preguntas centrales que han desvelado a la humanidad y que uno posee esa respuesta —o el líder de uno— no obstante el gran dolor: pero de ahí no ha salido ningún Reino del Amor —ni podría haberlo hecho: hay muchas maneras de vivir, creer, comportarse: el mero conocimiento que la historia, la antropología, la literatura, el arte y la ley proporcionan deja claro que las diferencias entre culturas y temperamentos son tan profundas como las similitudes (que nos hacen humanos) y que esta variedad no nos empobrece: su conocimiento abre las ventanas de la mente (y del alma) y hace más sabias, más agradables y más civilizadas a las personas: su ausencia fomenta prejuicios irracionales, odios, la atroz eliminación de los herejes y de quienes son diferentes: si las dos grandes guerras y los genocidios de Hitler no nos han enseñado eso, somos incurables.
     El más valioso, o uno de los más valiosos elementos de la tradición británica es precisamente la relativa libertad frente a obsesiones y fanatismos políticos, raciales y religiosos: transigir con gente con la que uno no simpatiza o que definitivamente no entiende es indispensable para cualquier sociedad decente: nada es más destructivo que la feliz noción de la infalibilidad de uno, o de su nación, que le permite destruir a otros con la conciencia tranquila porque está haciendo el trabajo de Dios (la Inquisición española o los ayatolas) o de la raza superior (Hitler) o de la Historia (Lenin, Stalin).
     La única cura es comprender cómo las otras sociedades viven —en el tiempo o en el espacio—, y que es posible vivir vidas diferentes a la de uno y al mismo tiempo ser completamente humano, merecedor de amor, respeto o al menos curiosidad. Jesús, Sócrates, Juan Hus de Bohemia, el gran químico Lavoisier, los liberales y socialistas (al igual que conservadores) de Rusia, los judíos de Alemania, todos murieron por culpa de ideologías "infalibles": la certeza intuitiva no es sustituto de un conocimiento empírico cuidadosamente probado, basado en la observación y experimentación y discusión libre entre hombres: las primeras personas que los totalitaristas destruyen o silencian son los hombres de ideas y mentes libres.
     2.
     Otra fuente de conflictos evitables son los estereotipos. Las tribus odian a las tribus vecinas por las que se sienten amenazadas, y luego racionalizan sus miedos representándolas como perversas o inferiores, o absurdas o de alguna manera despreciables. Sin embargo, estos estereotipos a veces cambian con gran velocidad. Pensemos en el siglo XIX: en, digamos, 1840, a los franceses se les ve como hombres valentones, galantes, inmorales y militarizados, con bigotes retorcidos, peligrosos para las mujeres, capaces de invadir Inglaterra en venganza por Waterloo; y los alemanes son provincianos bebedores de cerveza, bastante ridículos, musicales, llenos de metafísica mística, inofensivos y algo absurdos. Para 1871, los alemanes son ulanos devastando Francia invitados por el terrible Bismarck —imponentes militares prusianos llenos de orgullo nacional, etc. Francia es una tierra pobre, oprimida, necesitada de la protección de todos los hombres buenos, no sea que su arte y su literatura sean destruidos por los terribles invasores.
     Los rusos en el siglo XIX son siervos oprimidos, eslavos místicos y semirreligiosos que cavilan oscuramente y escriben novelas profundas, una gran horda de cosacos fieles al zar que cantan con hermosura. En nuestros días todo esto ha cambiado drásticamente: una población oprimida, sí, pero con tecnología, tanques, materialismo sin dios, cruzadas contra el capitalismo, etc. Los ingleses son imperialistas despiadados, señoritos despóticos que ven al resto del mundo hacia abajo, desde sus largas narices —y de repente son decentes liberales empobrecidos, hijos de la asistencia y la seguridad social necesitados de aliados... Todos estos estereotipos son sustitutos del conocimiento real —que nunca está conformado de algo tan simple o permanente como la imagen particular y generalizada que se tiene de los extranjeros— y son estímulos de una insatisfacción y desdén nacional hacia las otras naciones. Son el puntal del nacionalismo.
     3.
     El nacionalismo —que todos en el siglo XIX creían que declinaba— es el poder más fuerte y peligroso de hoy. Suele ser el producto de una herida infligida por una nación al orgullo o territorio de otra: si Luis XIV no hubiera atacado y devastado a los alemanes, humillándolos por años —el Rey Sol cuyo Estado decretaba leyes para todos, en política, operaciones militares, arte, filosofía y ciencia—, entonces los alemanes, tal vez, no se hubieran vuelto tan agresivos en, digamos, los inicios del siglo XIX, cuando se transformaron en feroces nacionalistas contra Napoleón. De igual manera, si los rusos no hubieran sido tratados por Occidente como una horda de bárbaros en el siglo XIX, o si los chinos no hubieran sido humillados por las guerras del opio o la explotación general, ninguno habría llegado tan fácilmente a una doctrina que les prometía que heredarían la tierra después de aplastar, con la ayuda de irrefrenables fuerzas históricas, a todos los infieles capitalistas. Si los indios no hubieran sido tratados con condescendencia, etc., etc.
     Las conquistas, la esclavitud, el imperialismo, etc., no sólo se alimentan de la codicia y el deseo de gloria, tienen que justificarse a sí mismos por medio de una idea central: la cultura francesa como la única verdadera; el comunismo, fardo del hombre blanco; y el estereotipo que ve a los otros como inferiores o perversos. Sólo el conocimiento, cuidadosamente adquirido y no por atajos, puede disipar esto: pero incluso eso no puede disipar la agresividad humana o la aversión por lo diferente (en piel, cultura, religión) en sí mismo: aun así, la educación en historia, antropología, leyes (especialmente si son "comparativas" y no solamente del país de uno, como suelen ser), ayuda. -Traducción de Julio Trujillo

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