EL DISCURSO FÚNEBRE DE PERICLES (escrito por Tucídides)
Tucídices: historiador y militar ateniense, escribió Historia
de la Guerra del Peloponeso
Introducción
El Discurso Fúnebre de Pericles, pronunciado el año 431 a.C. en el Cementerio
del Cerámico, en Atenas, es uno de los más altos testimonios de cultura y
civismo que nos haya legado la Antigüedad. Por de pronto, es mucho más que un
mero discurso fúnebre. Las exequias de las víctimas del primer año de la guerra
contra Esparta le brindan a Pericles la oportunidad de definir el espíritu
profundo de la democracia ateniense, explayándose sobre los valores que
presiden la vida de sus conciudadanos y que explican la grandeza alcanzada por
su ciudad. El discurso no es, por cierto, transcripción fiel de lo
efectivamente dicho por el político y orador ateniense, sino la verosímil
recreación de su contemporáneo, el historiador Tucídides, que lo incorporó al
relato de sus Historias (II, 35-46), donde se narran las guerras entre
Atenas y los peloponesios. También es claro, por otra parte, que en esta pieza
no hay una cabal exactitud histórica en la descripción de Atenas, cuya realidad
aparece idealizada. Pero todo esto, en última instancia, es irrelevante para la
historia. Al menos, para la historia espiritual. Lo que a ésta le importa, en
rigor, no es tanto saber lo que de hecho Atenas fue, sino más bien lo que ella creía ser.
Es preciso que el lector sepa que este
discurso fue escrito por Tucídides bastantes años después de que fuera
pronunciado y cuando ya Atenas había
sido derrotada. Así, más que el discurso fúnebre de Pericles a los caídos
durante el primer año de la guerra, éste es el discurso fúnebre de Tucídides a
la Atenas vencida que, aunque humillada en su derrota, se levantaba ya como un
paradigma universal su cultura cívica. El panegírico a los muertos en combate,
pues, aparece casi como un pretexto para abordar el elogio de la gloriosa
Atenas antigua y hacer la defensa de la eternidad de su patrimonio. El Discurso
Fúnebre de Pericles, ejemplo de conciencia ciudadana y un modelo de
reflexión política alentada por una optimista confianza en las posibilidades
del hombre y en el progreso de la cultura humana.
I
La mayor parte de quienes en el pasado
han hecho uso de la palabra en esta tribuna, han tenido por costumbre elogiar a
aquel que introdujo este discurso en el rito tradicional, pues pensaban que su
proferimiento con ocasión del entierro de los caídos en combate era algo
hermoso. A mí, en cambio, me habría parecido suficiente que quienes con obras
probaron su valor, también con obras recibieran su homenaje –como este que véis
dispuesto para ellos en sus exequias por el Estado–, y no aventurar en un solo individuo,
que tanto puede ser un buen orador como no serlo, la fe en los méritos de
muchos.
Es difícil, en efecto, hablar
adecuadamente sobre un asunto respecto del cual no es segura la apreciación de
la verdad, ya que quien escucha, si está bien informado acerca del homenajeado
y favorablemente dispuesto hacia él, es muy posible que encuentre que lo que se
dice está por debajo de lo que él desea y de lo que él conoce; y si, por el
contrario, está mal informado, lo más probable es que, por envidia, cuando oiga
hablar de algo que esté por encima de sus propias posibilidades, piense que se
está cayendo en una exageración. Porque los elogios que se formulan a los demás
se toleran sólo en tanto quien los oye se considera a sí mismo capaz también, en
alguna medida, de realizar los actos elogiados; cuando, en cambio, los que
escuchan comienzan a sentir envidia de las excelencias de que está siendo
alabado, al punto prende en ellos también la incredulidad
Pero, puesto que a los antiguos les
pareció que sí estaba bien, debo ahora yo, siguiendo la costumbre establecida,
intentar ganarme la voluntad y la aprobación de cada uno de vosotros tanto como
me sea posible.
II
Comenzaré, ante todo, por nuestros
antepasados, pues es justo y, al mismo tiempo, apropiado a una ocasión como la
presente, que se les rinda este homenaje de recordación. Habitando siempre
ellos mismos esta tierra a través de sucesivas generaciones, es mérito suyo el
habérnosla legado libre hasta nuestros días. Y si ellos son dignos de alabanza,
más aún lo son nuestros padres, quienes, además de lo que recibieron como
herencia, ganaron para sí, no sin fatigas, todo el imperio que tenemos, y nos
lo entregaron a los hombres de hoy.
En cuanto a lo que a ese imperio le
faltaba, hemos sido nosotros mismos, los que estamos aquí presentes, en
particular los que nos encontramos aún en la plenitud de la edad[1],
quienes lo hemos incrementado, al paso que también le hemos dado completa autarquía
a la ciudad, tanto para la guerra como para la paz. Pasaré por alto las hazañas
bélicas de nuestros antepasados, gracias a las cuales las diversas partes de
nuestro imperio fueron conquistadas, como asimismo las ocasiones en que
nosotros mismos o nuestros padres repelimos ardorosamente las incursiones
hostiles de extranjeros o de griegos, ya que no quiero extenderme tediosamente
entre conocedores de tales asuntos. Antes, empero, de abocarme al elogio de estos
muertos, quiero señalar en virtud en qué normas hemos llegado a la situación
actual, y con qué sistema político y gracias a qué costumbres hemos alcanzado
nuestra grandeza. No considero inadecuado referirme a asuntos tales en una
ocasión como la actual, y creo que será provechoso que toda esta multitud de
ciudadanos y extranjeros lo pueda escuchar.
III
Disfrutamos de un régimen político que
no imita las leyes de los vecinos[2];
más que imitadores de otros, en efecto, nosotros mismos servimos de modelo para
algunos. En cuanto al nombre, puesto que la administración se ejerce en favor
de la mayoría, y no de unos pocos, a este régimen se lo ha llamado democracia;
respecto a las leyes, todos gozan de iguales derechos en la defensa de sus
intereses particulares; en lo relativo a los honores, cualquiera que se
distinga en algún aspecto puede acceder a los cargos públicos, pues se lo elige
más por sus méritos que por su categoría social; y tampoco al que es pobre, por
su parte, su oscura posición le impide prestar sus servicios a la patria, si es
que tiene la posibilidad de hacerlo.
Tenemos por norma respetar la libertad,
tanto en los asuntos públicos como en las rivalidades diarias de unos con
otros, sin enojarnos con nuestro vecino cuando él actúa espontáneamente, ni
exteriorizar nuestra molestia, pues ésta, aunque innocua, es ingrata de
presenciar. Si bien en los asuntos privados somos indulgentes, en los públicos,
en cambio, ante todo por un respetuoso temor, jamás obramos ilegalmente, sino
que obedecemos a quienes les toca el turno de mandar, y acatamos las leyes, en
particular las dictadas en favor de los que son víctimas de una injusticia, y
las que, aunque no estén escritas, todos consideran vergonzoso infringir.
IV
Por otra parte, como descanso de
nuestros trabajos, le hemos procurado a nuestro espíritu una serie de
recreaciones. No sólo tenemos, en efecto, certámenes públicos y celebraciones
religiosas repartidos a lo largo de todo el año, sino que también gozamos individualmente
de un digno y satisfactorio bienestar material, cuyo continuo disfrute ahuyenta
a la melancolía. Y gracias al elevado número de sus habitantes, nuestra ciudad
importa desde todo el mundo toda clase de bienes, de manera que los que ella produce
para nuestro provecho no son, en rigor, más nuestros que los foráneos.
V
A nuestros enemigos les llevamos
ventaja también en cuanto al adiestramiento en las artes de la guerra, ya que
mantenemos siempre abiertas las puertas de nuestra ciudad y jamás recurrimos a
la expulsión de los extranjeros para impedir que se conozca o se presencie algo
que, por no hallarse oculto, bien podría a un enemigo resultarle de provecho
observarlo.
Y es que, más que en los armamentos y
estratagemas, confiamos en la fortaleza de alma con que naturalmente acometemos
nuestras empresas. Y en cuanto a la educación, mientras ellos procuran adquirir
coraje realizando desde muy jóvenes una
ardua ejercitación, nosotros, aunque vivimos más regaladamente, podemos
afrontar peligros no menores que ello.
Prueba de esto es que los espartanos no
realizan sin la compañía de otros sus expediciones militares contra nuestro
territorio, sino junto a todos sus aliados; nosotros, en cambio, aun invadiendo
solos tierra enemiga y combatiendo en suelo extraño contra quienes defienden lo
suyo, la mayor parte de las veces nos llevamos la victoria sin dificultad.
Además, ninguno de nuestros enemigos se ha topado jamás en el campo de batalla
con todas nuestras fuerzas reunidas, pues simultáneamente debemos atender la
mantención de nuestra flota y, en tierra, el envío de nuestra gente a diversos lugares.
Sin embargo, cada vez que en algún lugar ellos se trenzan en lucha con una
facción de los nuestros y resultan vencedores, se ufanan de habernos rechazado
a todos, aunque sólo han vencido a algunos; y si salen derrotados, alegan que
lo fueron ante todos nosotros juntos. Pero lo cierto es que, ya que preferimos
afrontar los peligros de la guerra con serenidad antes que habiéndonos
preparado con arduos ejercicios, ayudados más por la valentía de los caracteres
que por la prescrita en ordenanzas, les llevamos la ventaja de que no nos
angustiamos de antemano por las penurias futuras, y, cuando nos toca
enfrentarlas, no demostramos menos valor que ellos viven en permanente fatiga.
Pero no sólo por éstas, sino también
por otras cualidades nuestra ciudad merece ser admirada.
VI
En efecto, amamos el arte y la belleza
sin desmedirnos, y cultivamos el saber sin ablandarnos. La riqueza representa
para nosotros la oportunidad de realizar algo, y no un motivo para hablar con
soberbia; y en cuanto a la pobreza, para nadie constituye una vergüenza el
reconocerla, sino el no esforzarse por evitarla. Los individuos pueden ellos
mismos ocuparse simultáneamente de sus asuntos privados y de los públicos; no
por el hecho de que cada uno esté entregado a lo suyo, su conocimiento de las
materias políticas es insuficiente. Somos los únicos que tenemos más por inútil
que por tranquila a la persona que no participa en las tareas de la comunidad.
Somos nosotros mismos los que
deliberamos y decidimos conforme a derecho sobre la cosa pública, pues no
creemos que lo que perjudica a la acción sea el debate, sino precisamente el no
dejarse instruir por la discusión antes de llevar a cabo lo que hay que hacer.
Y esto porque también nos diferenciamos de los demás en que podemos ser muy
osados y, al mismo tiempo, examinar cuidadosamente las acciones que estamos por
emprender; en este aspecto, en cambio, para los otros la audacia es producto de
su ignorancia, y la reflexión los vuelve temerosos. Con justicia pueden ser
reputados como los de mayor fortaleza espiritual aquellos que, conociendo tanto
los padecimientos como los placeres, no por ello retroceden ante los peligros.
También por nuestra liberalidad somos
muy distintos de la mayoría de los hombres, ya que no es recibiendo beneficios,
sino prestándolos, que nos granjeamos amigos. El que hace un beneficio
establece lazos de amistad más sólidos, puesto que con sus servicios al beneficiado
alimenta la deuda de gratitud de éste. El que debe favores, en cambio, es más
desafecto, pues sabe que al retribuir la generosidad de que ha sido objeto, no
se hará merecedor de la gratitud, sino que tan sólo estará pagando una deuda.
Somos los únicos que, movidos, no por un cálculo de conveniencia, sino por
nuestra fe en la liberalidad, no vacilamos en prestar nuestra ayuda a
cualquiera.
VII
Para abreviar, diré que nuestra ciudad,
tomada en su conjunto, es norma para toda Grecia, y que, individualmente, un
mismo hombre de los nuestros se basta para enfrentar las más diversas
situaciones, y lo hace con gracia y con la mayor destreza. Y que estas palabras
no son un ocasional alarde retórico, sino la verdad de los hechos, lo demuestra
el poderío mismo que nuestra ciudad ha alcanzado gracias a estas cualidades.
Ella, en efecto, es la única de las actuales que, puesta a prueba, supera su
propia reputación; es la única cuya victoria, el agresor vencido, dada la
superioridad de los causantes de su desgracia, acepta con resignación; es la
única, en fin, que no les da motivo a sus súbditos para alegar que están
inmerecidamente bajo su yugo.
Nuestro poderío, pues, es manifiesto
para todos, y está ciertamente más que probado. No sólo somos motivo de
admiración para nuestros contemporáneos, sino que lo seremos también para los
que han de venir después.
No necesitamos ni a un Homero que haga
nuestro panegírico, ni a ningún otro que venga a darnos momentáneamente en el
gusto con sus versos, y cuyas ficciones resulten luego desbaratadas por la
verdad de los hechos. Por todos los mares y por todas las tierras se ha abierto
camino nuestro coraje, dejando aquí y allá, para bien o para mal, imperecederos
recuerdos. Combatiendo por tal ciudad y resistiéndose a perderla es que estos hombres
entregamos notablemente sus vidas; justo es, por tanto, que cada uno de quienes
les hemos sobrevivido anhele también bregar por ella.
VIII
La razón por la que me he referido con
tanto detalle a asuntos concernientes a la ciudad, no ha sido otra que para
haceros ver que no estamos luchando por algo equivalente a aquello por lo que
luchan quienes en modo alguno gozan de bienes semejantes a los nuestros y,
asimismo, para darle un claro fundamento al elogio de los muertos en cuyo honor
hablo en esta ocasión.
La mayor parte de este elogio ya está
hecha, pues las excelencias por las que he celebrado a nuestra ciudad no son
sino fruto del valor de estos hombres y de otros que se les asemejan en virtud.
No de muchos griegos podría afirmarse, como sí en el caso de éstos, que su fama
está en conformidad con sus obras. Su muerte, en mi opinión, ya fuera ella el
primer testimonio de su valentía, ya su confirmación postrera, demuestra un
coraje genuinamente varonil. Aun aquellos que puedan haber obrado mal en su
vida pasada, es justo que sean recordados ante todo por el valor que mostraron combatiendo
por su patria, pues al anular lo malo con lo bueno resultaron más beneficiosos
por su servicio público que perjudiciales por su conducta privada.
A ninguno de estos hombres lo ablandó
el deseo de seguir gozando de su riqueza; a ninguno lo hizo aplazar el peligro
la posibilidad de huir de su pobreza y enriquecerse algún día. Tuvieron por más
deseable vengarse de sus enemigos, al tiempo que les pareció que ese era el más
hermoso de los riesgos. Optaron por correrlo, y, sin renunciar a sus deseos y
expectativas más personales, las condicionaron, sí, al éxito de su venganza. Encomendaron
a la esperanza lo incierto de su victoria final, y, en cuanto al desafío
inmediato que tenían por delante, se confiaron a sus propias fuerzas.
En ese trance, también más resueltos a
resistir y padecer que a salvarse huyendo, evitaron la deshonra e hicieron
frente a la situación con sus personas. Al morir, en ese brevísimo instante
arbitrado por la fortuna, se hallaban más en la cumbre de la determinación que
del temor.
IX
Estos hombres, al actuar como actuaron,
estuvieron a la altura de su ciudad. Deber de quienes les han sobrevivido,
pues, es hacer preces por una mejor suerte en los designios bélicos, y
llevarlos a cabo con no menor resolución. No sólo oyendo las palabras que
alguien pueda deciros debéis reflexionar sobre el servicio que prestáis
–servicio que cualquiera podría detenerse a considerarse ante vosotros, que muy
bien lo conocéis por propia experiencia, señalándoos cuántos bienes están
comprometidos en el acto de defenderse de los enemigos–; antes bien, debéis
pensar en él contemplando en los hechos, cada día, el poderío de nuestra
ciudad, y prendándoos de ella. Entonces, cuando la ciudad se os manifieste en
todo su esplendor, parad mientes en que éste es el logro de hombres bizarros, conscientes
de su deber y pundonorosos en su obrar; de hombres que, si alguna vez
fracasaron al intentar algo, jamás pensaron en privar a la ciudad del coraje
que los animaba, sino que se lo ofrendaron como el más hermoso de sus tributos.
Al entregar cada uno de ellos la vida por su comunidad, se hicieron merecedores
de un elogio imperecedero y de la sepultura más ilustre.
Esta, más que el lugar en que yacen sus
cuerpos, es donde su fama reposa, para ser una y otra vez recordada, de palabra
y de obra, en cada ocasión que se presente.
La tumba de los grandes hombres es la
tierra entera: de ellos nos habla no sólo una inscripción sobre sus lápidas
sepulcrales; también en suelo extranjero pervive su recuerdo, grabado no en un
monumento, sino, sin palabras, en el espíritu de cada hombre.
Imitad a éstos ahora vosotros, cifrando
la felicidad en la libertad, y la libertad en la valentía, sin inquietaros por
los peligros de la guerra. Quienes con más razón pueden ofrendar su vida no son
aquellos infortunados que ya nada bueno esperan, sino, por el contrario,
quienes corren el riesgo de sufrir un revés de fortuna en lo que les queda por
vivir, y para los que, en caso de experimentar una derrota, el cambio sería
particularmente grande.
Para un hombre que se precia a sí
mismo, en efecto, padecer cobardemente la dominación es más penoso que, casi
sin darse cuenta, morir animosamente y compartiendo una esperanza.
X
Por tal razón es que a vosotros, padres
de estos muertos, que estáis aquí presentes, más que compadeceros, intentaré
consolaros. Puesto que habéis ya pasado por las variadas vecisitudes de la
vida, debéis de saber que la buena fortuna consiste en estar destinado al más
alto grado de noblez –ya sea en la muerte, como éstos; ya en el dolor, como
vosotros–, y en que el fin de la felicidad que nos ha sido asignada coincida
con el fin de nuestra vida. Sé que es difícil que aceptéis esto tratándose de
vuestros hijos, de quienes muchas veces os acordaréis al ver a otros gozando de
la felicidad de que vosotros mismos una vez gozásteis. El hombre no experimenta
tristeza cuando se lo priva de bienes que aún no ha probado, sino cuando se le
arrebata uno al que ya se había acostumbrado. Pero es preciso que sepáis
sobrellevar vuestra situación, incluso con la esperanza de tener otros hijos,
si es que estáis aún en edad de procrearlos. En lo personal, los hijos que
nazcan representarán para algunos la posibilidad de apartar el recuerdo de los
que perdieron; para la ciudad, entretanto, su nacimiento será doblemente
provechoso, pues no sólo impedirá que ella se despueble, sino que la hará más
segura, ya que nadie puede participar en igualdad de condiciones y
equitativamente en las deliberaciones políticas de la comunidad, a menos que,
tal como los demás, también él exponga su prole a las consecuencias de sus
resoluciones.
Y aquellos de vosotros que habéis
llegado ya a la ancianidad, tened por ganancia el haber vivido felizmente la
mayor parte de vuestra vida, considerad que la que os queda ha de ser breve, y
consolaos con la fama alcanzada por éstos vuestros hijos. Lo único que no
envejece, en efecto, es el amor a la gloria; y cuando la edad ya declina, no es
atesorar bienes lo que más deleita, como algunos dicen, sino recibir honores.
XI
Y en cuanto a vosotros, hijos o
hermanos, aquí presentes, de estas víctimas de la guerra, veo grande el desafío
que tenéis por delante, porque solamente aquel que ya no existe suele concertar
el elogio de todos; a duras penas podréis conseguir, por sobresalientes que
sean vuestros méritos, ser considerados no ya sus iguales, sino incluso sus
cercanos émulos. La envidia de los rivales la sufren quienes están vivos; el
que, en cambio, ya no representa un obstáculo para nadie, es honrado con
generosa benignidad.
Y si, para aquellas esposas que ahora
quedan viudas, debo también decir algo acerca de las virtudes propias de la
mujer, lo resumiré todo en un breve consejo: grande será vuestra gloria si no
desmerecéis vuestra condición natural de mujeres y si conseguís que vuestro
nombre ande lo menos posible en boca de los hombres, ni para bien ni para mal.
XII
En conformidad con nuestras leyes y
costumbres, pues, queda dicho en mi discurso lo que me parecía pertinente.
Ahora, en cuanto a los hechos, los hombres a quienes estamos sepultando han
recibido ya nuestro homenaje.
De la educación de sus hijos, desde
este momento hasta su juventud, se hará cargo la ciudad. Tal es la provechosa
corona que ella impone a estas víctimas, y a los que ellas dejan, como premio
de tan valerosas hazañas.
Cuando los más preciados galardones que
una ciudad otorga son los que recompensan la valentía, entonces también posee
ella los ciudadanos más valientes.
Y ahora, después de haber llorado cada
uno a sus deudos, podéis marcharos.
[1] Por
entonces, Pericles tenía aproximadamente 64 años.
[2] Alusión a
Esparta, cuya constitución –se decía– era imitación de la de Creta. El tema de
la oposición entre el espíritu espartano y el ateniense reaparecerá, implícita
o explícitamente, en muchos pasajes de este retrato ideal de Atenas que aquí
comienza y que ocupa los cinco capítulos centrales del discurso, desde el III
al VII.
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