Harari "3 Un día en la vida de Adán y Eva"
Para comprender nuestra naturaleza, historia y psicología, hemos de penetrar en la cabeza de nuestros antepasados cazadores-recolectores. Durante casi la totalidad de la historia de nuestra especie, los sapiens vivieron como recolectores de alimento. Los últimos 200 años, durante los cuales un número cada vez mayor de sapiens han obtenido su pan de cada día como trabajadores urbanos y oficinistas, y los 10.000 años precedentes, durante los cuales la mayoría de los sapiens vivieron como agricultores y ganaderos, son como un parpadeo comparados con las decenas de miles de años durante los cuales nuestros antepasados cazaron y recolectaron.
El campo floreciente de la psicología evolutiva argumenta que muchas de nuestras características sociales y psicológicas actuales se modelaron durante esta larga era preagrícola. Incluso en la actualidad, afirman los expertos de este campo, nuestro cerebro y nuestra mente están adaptados a una vida de caza y recolección. Nuestros hábitos alimentarios, nuestros conflictos y nuestra sexualidad son resultado de la manera en que nuestra mente cazadora-recolectora interactúa con nuestro ambiente postindustrial actual, con sus megaciudades, aviones, teléfonos y ordenadores. Este ambiente nos proporciona más recursos materiales y una vida más larga de los que gozó cualquier generación anterior, pero a veces hace que nos sintamos alienados, deprimidos y presionados. Para comprender el porqué, aducen los psicólogos evolutivos, necesitamos ahondar en el mundo de los cazadores-recolectores que nos modeló, el mundo que, en el subconsciente, todavía habitamos.
¿Por qué razón, si no, la gente se atiborra de comida con un elevado contenido calórico que no le hace ningún bien al cuerpo? Las sociedades ricas actuales están a punto de padecer una plaga de obesidad, que se está extendiendo rápidamente a los países en vías de desarrollo. La razón por la que nos regodeamos en los alimentos más dulces y grasientos que podemos encontrar es un enigma, hasta que consideramos los hábitos alimentarios de nuestros ancestros recolectores. En las sabanas y los bosques en los que habitaban, los dulces con un alto contenido calórico eran muy raros y la comida en general era escasa. Un recolector medio de comida de hace 30.000 años solo tenía acceso a un tipo de alimento dulce: la fruta madura y la miel. Si una mujer de la Edad de Piedra daba con un árbol cargado de higos, la cosa más sensata que podía hacer era comer allí mismo tantos como pudiera, antes de que la tropilla de papiones local dejara el árbol vacío. El instinto de hartarnos de comida de alto contenido calórico está profundamente arraigado en nuestros genes. En la actualidad, a pesar de que
vivimos en apartamentos de edificios de muchos pisos y con frigoríficos atestados de comida, nuestro ADN piensa todavía que estamos en la sabana. Esto es lo que nos hace tragarnos una copa grande de helado Ben & Jerry cuando encontramos una en el congelador, y la acompañamos con una Coca-Cola gigante.
Esta teoría del «gen tragón» está ampliamente aceptada. Otras teorías son mucho más discutidas. Por ejemplo, algunos psicólogos evolutivos aducen que las antiguas bandas de humanos que buscaban comida no estaban compuestas de familias nucleares centradas en parejas monógamas. Por el contrario, los recolectores vivían en comunas carentes de propiedad privada, relaciones monógamas e incluso paternidad. En una banda de este tipo, una mujer podía tener relaciones sexuales y formar lazos íntimos con varios hombres (y mujeres) simultáneamente, y todos los adultos de la banda cooperaban en el cuidado de sus hijos. Puesto que ningún hombre sabía a ciencia cierta cuál de los niños era el suyo, los hombres demostraban igual preocupación por todos los jóvenes.
Esta estructura social no es una utopía propia de la era de Acuario. Está bien documentada entre los animales, en especial en nuestros parientes más próximos, los chimpancés y los bonobos. Existen incluso varias culturas humanas actuales en las que se practica la paternidad colectiva, como, por ejemplo, los indios barí. Según las creencias de dichas sociedades, un niño no nace del esperma de un único hombre, sino de la acumulación de esperma en el útero de una mujer. Una buena madre intentará tener relaciones sexuales con varios hombres diferentes, en especial cuando está embarazada, de manera que su hijo goce de las cualidades (y del cuidado paterno) no solo del mejor cazador, sino también del mejor narrador de cuentos, del guerrero más fuerte y del amante más considerado. Si esto parece ridículo, recuerde el lector que hasta el desarrollo de los estudios embriológicos modernos, la gente no disponía de pruebas sólidas de que los bebés son siempre hijos de un único padre y no de muchos.
Los defensores de esta teoría de la «comuna antigua» argumentan que las frecuentes infidelidades que caracterizan a los matrimonios modernos, y las elevadas tasas de divorcio, por no mencionar la cornucopia de complejos psicológicos que padecen tanto niños como adultos, es el resultado de obligar a los humanos a vivir en familias nucleares y relaciones monógamas, que son incompatibles con nuestro equipo lógico biológico.[1]
Muchos estudiosos rechazan de forma vehemente esta teoría, e insisten que tanto la monogamia como la formación de familias nucleares son comportamientos humanos fundamentales. Aunque las antiguas sociedades cazadoras-recolectoras tendían a ser más comunales e igualitarias que las sociedades modernas, aducen estos investigadores, estaban constituidas por células separadas, cada una de las
cuales estaba formada por una pareja celosa y los hijos que tenían en común. Esta es la razón de que hoy en día las relaciones monógamas y las familias nucleares sean la norma en la inmensa mayoría de las culturas, de que hombres y mujeres tiendan a ser muy posesivos con su pareja y con sus hijos, y de que incluso en estados modernos como Corea del Norte y Siria la autoridad política pase de padre a hijo.
Con el fin de resolver esta controversia y de entender nuestra sexualidad, nuestra sociedad y nuestra política, necesitamos conocer algo acerca de las condiciones de vida de nuestros antepasados, para examinar de qué manera vivieron los sapiens entre la revolución cognitiva de hace 70.000 años y el inicio de la revolución agrícola hace unos 12.000 años.
Lamentablemente, existen muy pocas certezas en lo que a la vida de nuestros antepasados se refiere. El debate entre las escuelas de la «comuna antigua» y de la «monogamia eterna» se basa en pruebas endebles. Sin duda, carecemos de documentos escritos de la época de nuestros ancestros, y las pruebas arqueológicas consisten principalmente en huesos fosilizados y utensilios líticos. Los artefactos hechos con materiales más perecederos (como madera, bambú o cuero) sobreviven solo en condiciones únicas. La impresión común de que los humanos preagrícolas vivían en una Edad de Piedra es una idea falsa basada en este sesgo arqueológico. Sería más exacto llamar Edad de la Madera a la Edad de Piedra, porque la mayoría de los utensilios utilizados por los antiguos cazadoresrecolectores estaban hechos de madera.
Cualquier reconstrucción de la vida de los antiguos cazadores-recolectores a partir de los artefactos que han sobrevivido es muy problemática. Una de las diferencias más notables entre los recolectores antiguos y sus descendientes agrícolas e industriales es que, para empezar, los cazadores-recolectores tenían muy pocos artefactos, y estos desempeñaban un papel comparativamente modesto en su vida. A lo largo de su vida, un individuo medio de una sociedad moderna rica poseerá varios millones de artefactos, desde automóviles y casas hasta pañales desechables y botellas de leche. Apenas hay una actividad, una creencia o incluso una emoción que no estén mediadas por objetos que hemos inventado nosotros mismos. Nuestros hábitos alimentarios están mediados por una colección apabullante de tales objetos, desde cucharas y vasos hasta laboratorios de ingeniería genética y enormes barcos que surcan los mares. En el juego, utilizamos una plétora de juguetes, desde tarjetas de plástico hasta estadios con 100.000 localidades. Nuestras relaciones románticas y sexuales están equipadas con anillos, camas, bonitos vestidos, ropa interior excitante, condones, restaurantes de moda, moteles baratos, vestíbulos de aeropuertos, salones de bodas y compañías de catering. Las religiones aportan lo sagrado a nuestra vida con iglesias góticas,
mezquitas musulmanas, ashrams hindúes, rollos de pergaminos de la Torá, molinetes de oraciones tibetanos, casullas sacerdotales, cirios, incienso, árboles de Navidad, bolas de pan ácimo, lápidas e iconos.
No nos damos cuenta de lo ubicuo que es nuestro material hasta que tenemos que transportarlo a una nueva casa. Los cazadores-recolectores cambiaban de casa cada mes, cada semana y a veces incluso cada día, cargando a la espalda todo lo que tenían. No había compañías de mudanzas, carros, ni siquiera animales de carga para compartir la carga. Por consiguiente, tenían que ingeniárselas solo con las posesiones más esenciales. Entonces es razonable suponer que la mayor parte de su vida mental, religiosa y emocional se realizaba sin la ayuda de artefactos. Un arqueólogo que trabajara dentro de 100.000 años podría componer una imagen razonable de las creencias y las prácticas de los musulmanes a partir de la miríada de objetos que desenterraría en las ruinas de una mezquita. Sin embargo, nosotros apenas acertamos a comprender las creencias y los rituales de los antiguos cazadores-recolectores. Es un dilema muy parecido al que se enfrentaría un futuro historiador si tuviera que ilustrar el mundo social de los adolescentes del siglo XXI únicamente sobre la base de lo que sobreviviera de su correo postal, puesto que no quedarán registros de sus conversaciones telefónicas, correos electrónicos, blogs y mensajes de texto.
Así, fiarse de los artefactos sesgará cualquier relato de la vida de los antiguos cazadores-recolectores. Una manera de no incurrir en este error es observar las modernas sociedades de cazadores-recolectores. Estas se pueden estudiar directamente mediante la observación antropológica; pero hay buenas razones para ser muy precavido a la hora de extrapolar conclusiones de las sociedades de cazadores-recolectores modernas a las antiguas.
En primer lugar, todas las sociedades de cazadores-recolectores que han sobrevivido hasta la época moderna han sido influidas por las sociedades agrícolas e industriales modernas. En consecuencia, es arriesgado suponer que lo que es cierto para ellas también lo fue hace decenas de miles de años.
En segundo lugar, las sociedades de cazadores-recolectores modernas han sobrevivido principalmente en áreas con condiciones climáticas difíciles y terreno inhóspito, poco apto para la agricultura. Sociedades que se han adaptado a las condiciones extremas de lugares tales como el desierto de Kalahari, en el África austral, bien pudieran proporcionar un modelo engañoso para la comprensión de sociedades antiguas en áreas fértiles tales como el valle del río Yangtsé. En particular, la densidad de población en una región tal como el desierto de Kalahari es mucho menor de lo que era en las inmediaciones del antiguo Yangtsé, y esto tiene implicaciones importantes para cuestiones clave sobre el tamaño y la
estructura de las bandas humanas y las relaciones entre ellas.
En tercer lugar, la característica más notable de las sociedades de cazadoresrecolectores es lo diferentes que son unas de otras. No solo difieren de una parte del mundo a otra, sino incluso dentro de una misma región. Un buen ejemplo es la enorme variedad que los colonos europeos encontraron entre los pueblos aborígenes de Australia. Inmediatamente antes de la conquista inglesa, en el continente vivían entre 300.000 y 700.000 cazadores-recolectores en 200-600 tribus, cada una de las cuales se dividía asimismo en diversas cuadrillas.[2] Cada tribu tenía su propio lenguaje, religión, normas y costumbres. Alrededor de lo que ahora es Adelaida, en el sur de Australia, había varios clanes patrilineales que creían descender de la línea paterna. Estos clanes se unían en tribus sobre una base estrictamente territorial. En cambio, algunas tribus del norte de Australia daban más importancia al linaje materno, y la identidad tribal de una persona dependía de su tótem y no de su territorio.
Parece razonable que la variedad étnica y cultural entre los antiguos cazadores-recolectores fuera asimismo impresionante, y que los 5-8 millones de cazadores-recolectores que poblaban el mundo en los albores de la revolución agrícola estuvieran divididos en miles de tribus separadas, con miles de lenguajes y culturas diferentes.[3] Después de todo, esta fue una de las principales herencias de la revolución cognitiva. Gracias a la aparición de la ficción, incluso personas con la misma constitución genética que vivían en condiciones ambientales similares pudieron crear realidades imaginadas muy diferentes, que se manifestaban en normas y valores diferentes.
Por ejemplo, existen razones para creer que una banda de cazadoresrecolectores que viviera hace 30.000 años en el lugar en el que ahora se encuentra Madrid habría hablado un lenguaje diferente de una cuadrilla que viviera donde ahora está situada Barcelona. Una banda podía haber sido belicosa y la otra pacífica. Quizá la banda castellana era comunal, mientras que la catalana se basaba en familias nucleares. Los antiguos castellanos pudieron haber pasado muchas horas esculpiendo estatuas de madera de sus espíritus guardianes, mientras que sus contemporáneos catalanes quizá los adoraran mediante la danza. Quizá los primeros creyeran en la reencarnación, mientras que los otros pensaran que eso eran tonterías. En una sociedad podrían haberse aceptado las relaciones homosexuales, mientras que en la otra podrían haber sido tabú.
En otras palabras, mientras que las observaciones antropológicas de los modernos cazadores-recolectores nos pueden ayudar a comprender algunas de las posibilidades de que disponían los antiguos recolectores, el horizonte de posibilidades de los antiguos era mucho más amplio, y la mayor parte del mismo
nos está vedado.[*] Los acalorados debates sobre «el modo de vida natural» de Homo sapiens no aciertan el punto principal. Desde la revolución cognitiva, no ha habido un único modo de vida natural para los sapiens. Existen solo opciones culturales, con una asombrosa paleta de posibilidades.
LA SOCIEDAD OPULENTA ORIGINAL
¿Qué generalizaciones podemos hacer, no obstante, acerca de la vida en el mundo preagrícola? Parece seguro decir que la gran mayoría de la gente vivía en pequeñas cuadrillas que sumaban en total varias decenas, o como mucho varios cientos de individuos, y que todos estos individuos eran humanos. Es importante señalar este último punto, porque está lejos de ser una obviedad. La mayoría de los miembros de las sociedades agrícolas e industriales son animales domésticos. Desde luego que estos no son iguales que sus dueños, pero así y todo son miembros de dichas sociedades. En la actualidad, la sociedad llamada Nueva Zelanda está formada por 4,5 millones de sapiens y 50 millones de ovejas.
Solo había una excepción a esta regla general: el perro. El perro fue el primer animal en ser domesticado por Homo sapiens, y esto tuvo lugar antes de la revolución agrícola. Los expertos no se ponen de acuerdo sobre la fecha exacta, pero tenemos pruebas incontrovertibles de perros domesticados de hace unos 15.000 años, si bien pudieron haberse unido a la jauría humana miles de años antes.
Los perros eran empleados para cazar y luchar, y como un sistema de alarma contra las bestias salvajes y los intrusos. Con el paso de las generaciones, las dos especies coevolucionaron para comunicarse bien entre sí. Los perros que estaban más atentos a las necesidades y sentimientos de sus compañeros humanos recibían cuidados y comida adicional, y tenían más probabilidades de sobrevivir. Simultáneamente, los perros aprendieron a manipular a la gente para sus propias necesidades. Un vínculo de 15.000 años ha producido una comprensión y afecto mucho mayores entre humanos y perros que entre humanos y cualquier otro animal.[4] En algunos casos, los perros muertos se enterraban incluso ceremonialmente, de manera parecida a los humanos (véase la figura 6).
Los miembros de una banda se conocían entre sí íntimamente, y estaban rodeados durante toda su vida de amigos y parientes. La soledad y la privacidad eran raras. Las bandas vecinas competían por los recursos e incluso luchaban entre sí, pero también tenían contactos amistosos. Intercambiaban miembros, cazaban juntas, intercambiaban productos de lujo y raros, cimentaban alianzas políticas y celebraban festividades religiosas. Esta cooperación era una de las improntas más importantes de Homo sapiens, y le confirió una ventaja crucial sobre otras especies humanas. A veces las relaciones con las bandas vecinas eran lo bastante estrechas para que constituyeran una única tribu, que compartía un lenguaje común, mitos comunes y normas y valores comunes.
Pero no hemos de sobrestimar la importancia de estas relaciones externas. Aunque en tiempos de crisis las bandas vecinas se acercaran más unas a otras, e incluso si ocasionalmente se reunían para cazar o festejar juntas, todavía pasaban
la mayor parte de su tiempo en completo aislamiento e independencia. El comercio se limitaba sobre todo a objetos de prestigio, tales como conchas, ámbar y pigmentos. No existen pruebas de que la gente comerciara con bienes básicos como frutos y carne, o que la existencia de una cuadrilla dependiera de importar bienes de otra. Las relaciones sociopolíticas, asimismo, tendían a ser esporádicas. La tribu no servía como una estructura política permanente, e incluso si tenía lugares de encuentro estacionales, no había pueblos ni instituciones permanentes. La persona media pasaba muchos meses sin ver ni oír a ningún humano de fuera de su propia banda, y a lo largo de toda su vida no encontraba más que a unos pocos cientos de humanos. La población de sapiens estaba tenuemente extendida sobre vastos territorios. Antes de la revolución agrícola, la población humana de todo el planeta era más pequeña que la de Andalucía en la actualidad.
La mayoría de las cuadrillas de sapiens vivían viajando, vagando de un lugar a otro en busca de comida. Sus movimientos estaban influidos por las estaciones cambiantes, las migraciones anuales de los animales y los ciclos de crecimiento de las plantas. Por lo general se desplazaban en un sentido y en otro por el mismo territorio conocido, un área que oscilaba desde varias decenas a muchos cientos de kilómetros cuadrados.
A veces, las bandas salían de su territorio y exploraban nuevas tierras, ya fuera debido a desastres naturales, a conflictos violentos, a presiones demográficas o a la iniciativa de un jefe carismático. Estos desplazamientos eran el motor de la expansión humana por todo el mundo. Si una banda de cazadores-recolectores se dividía cada 40 años y su grupo escindido emigraba a un territorio nuevo situado 100 kilómetros al este, la distancia desde África oriental a China se habría cubierto en unos 10.000 años.
En algunos casos excepcionales, cuando los recursos alimenticios eran particularmente abundantes, las bandas se establecían en campamentos estacionales e incluso permanentes. Técnicas para secar, ahumar y (en zonas árticas) congelar la comida hicieron también posible permanecer en el mismo lugar por períodos más prolongados. Y, aún más importante, a lo largo de mares y ríos ricos en peces, marisco y aves acuáticas, los humanos establecieron aldeas permanentes de pescadores: los primeros poblados permanentes de la historia, que precedieron con mucho a la revolución agrícola. Aldeas de pescadores pudieron aparecer en las costas de islas indonesias hace ya 45.000 años. Estas pudieron haber sido la base desde las que Homo sapiens emprendió su primera aventura transoceánica: la invasión de Australia.
En la mayoría de los hábitats, las bandas de sapiens se alimentaban de una manera flexible y oportunista. Extraían termitas, recogían bayas, excavaban para
obtener raíces, acechaban a conejos y cazaban bisontes y mamuts. A pesar de la imagen popular del «hombre cazador», la recolección era la principal actividad de los sapiens, y les proporcionaba la mayor parte de sus calorías, así como materiales en bruto como pedernal, madera y bambú.
Los sapiens no andaban únicamente en busca de comida y materiales. También buscaban afanosamente conocimiento. Para sobrevivir, necesitaban un mapa mental detallado de su territorio. Para maximizar la eficiencia de su búsqueda diaria de comida, precisaban información sobre las pautas de crecimiento de cada planta y las costumbres de cada animal. Necesitaban saber qué alimentos eran nutritivos, cuáles los hacían enfermar y cómo usar otros como curas. Necesitaban saber el progreso de las estaciones y qué señales de aviso precedían una tronada o un período de sequía. Estudiaban cada río, cada nogal, cada osera y cada yacimiento de pedernal en sus inmediaciones. Cada individuo tenía que saber cómo hacer un cuchillo de piedra, cómo remendar una capa rota, cómo disponer una trampa para conejos y cómo actuar ante avalanchas, mordeduras de serpientes o leones hambrientos. La pericia en cada una de estas muchas habilidades requería años de aprendizaje y práctica. El cazador-recolector medio podía transformar un pedernal en una punta de lanza en cuestión de minutos. Cuando intentamos imitar esta hazaña, por lo general fracasamos estrepitosamente. La mayoría de nosotros carecemos del conocimiento experto de las propiedades del pedernal y del basalto para proporcionar lascas y de las habilidades motrices finas para trabajarlos de manera precisa.
En otras palabras, el cazador-recolector medio tenía un conocimiento más amplio, más profundo y más variado de su entorno inmediato que la mayoría de sus descendientes modernos. Hoy en día, la mayoría de las personas de las sociedades industriales no necesitan saber mucho acerca del mundo natural con el fin de sobrevivir. ¿Qué es lo que uno necesita saber realmente para arreglárselas como ingeniero informático, agente de seguros, profesor de historia u obrero de una fábrica? Necesitamos saber mucho acerca de nuestro minúsculo campo de experiencia, pero para la inmensa mayoría de las necesidades de la vida nos fiamos ciegamente de la ayuda de otros expertos, cuyos propios conocimientos están asimismo limitados a un diminuto campo de pericia. El colectivo humano sabe en la actualidad muchísimas más cosas de las que sabían las antiguas cuadrillas. Pero a nivel individual, los antiguos cazadores-recolectores eran las gentes más bien informadas y diestras de la historia.
Existen algunas pruebas de que el tamaño del cerebro del sapiens medio se ha reducido desde la época de los cazadores-recolectores.[5] En aquella época, la supervivencia requería capacidades mentales soberbias de todos. Cuando aparecieron la agricultura y la industria, la gente pudo basarse cada vez más en las
habilidades de los demás para sobrevivir, y se abrieron nuevos «nichos para imbéciles». Uno podía sobrevivir y transmitir sus genes nada especiales a la siguiente generación trabajando como aguador o como obrero de una cadena de montaje.
Los cazadores-recolectores dominaban no solo el mundo circundante de animales, plantas y objetos, sino también el mundo interno de sus propios cuerpos y sentidos. Escuchaban el más leve movimiento en la hierba para descubrir si allí podía acechar una serpiente. Observaban detenidamente el follaje de los árboles con el fin de descubrir frutos, colmenas y nidos de aves. Se desplazaban con un mínimo de esfuerzo y ruido, y sabían cómo sentarse, andar y correr de la manera más ágil y eficiente. El uso variado y constante de su cuerpo hacía que se hallaran en tan buena forma como los corredores de maratón. Poseían una destreza física que la gente de hoy en día es incapaz de conseguir incluso después de años de practicar yoga o taichí.
El modo de vida de los cazadores-recolectores difería de manera significativa de una región a otra y de una estación a la siguiente, pero en su conjunto parece que los cazadores-recolectores gozaban de un estilo de vida más confortable y remunerador que la mayoría de los campesinos, pastores, jornaleros y oficinistas que les siguieron los pasos.
Aunque las personas de las sociedades opulentas actuales trabajan una media de 40-45 horas semanales, y las personas del mundo en vías de desarrollo trabajan 60 e incluso 80 horas por semana, los cazadores-recolectores que viven hoy en día en el más inhóspito de los hábitats (como el desierto de Kalahari) trabajan por término medio solo 35-45 horas por semana. Cazan solo un día de cada tres, y recolectar les ocupa solo 3-6 horas diarias. En épocas normales, esto es suficiente para alimentar a la cuadrilla. Bien pudiera ser que los cazadoresrecolectores antiguos, que vivían en zonas más fértiles que el Kalahari, invirtieran todavía menos tiempo para obtener alimentos y materiales en bruto. Además de esto, los cazadores-recolectores gozaban de una carga más liviana de tareas domésticas. No tenían platos que lavar, ni alfombras para quitarles el polvo, ni pavimentos que pulir, ni pañales que cambiar, ni facturas que pagar.
La economía de los cazadores-recolectores proporcionaba a la mayoría de la gente una vida más interesante que la que da la agricultura o la industria. En la actualidad, una obrera china de una fábrica se va de casa alrededor de las siete de la mañana, recorre las calles contaminadas hasta llegar a un taller cuyas condiciones de trabajo son infames, y allí hace funcionar la misma máquina, de la misma manera, un día y otro, durante diez largas y tediosas horas; después vuelve a casa hacia las siete de la tarde, y se pone a lavar los platos y hacer la colada.
Hace 30.000 años, los cazadores-recolectores chinos podían abandonar el campamento, pongamos por caso, a las ocho de la mañana. Vagaban por los bosques y prados cercanos, recolectando setas, extrayendo del suelo raíces comestibles, capturando ranas y, ocasionalmente, huyendo de tigres. A primera hora de la tarde, estaban de vuelta en el campamento para comer. Esto les dejaba mucho tiempo para chismorrear, contar relatos, jugar con los niños y simplemente holgazanear. Desde luego, a veces los tigres los alcanzaban, o una serpiente los mordía, pero por otra parte no tenían que habérselas con los accidentes de automóvil ni con la contaminación industrial.
En muchos lugares y la mayor parte de las veces, la caza y la recolección proporcionaban una nutrición ideal. Esto no debería sorprendernos, ya que esta ha sido la dieta humana durante cientos de miles de años, y el cuerpo humano estaba bien adaptado a ella. Las pruebas procedentes de esqueletos fosilizados indican que los antiguos cazadores-recolectores tenían menos probabilidades de padecer hambre o desnutrición, y eran generalmente más altos y sanos que sus descendientes campesinos. La esperanza de vida media era aparentemente de treinta o cuarenta años, pero esto se debía en gran medida a la elevada incidencia de la mortalidad infantil. Los niños que conseguían sobrepasar los peligrosos primeros años tenían buenas probabilidades de alcanzar los sesenta años de edad, y algunos llegaban incluso a los ochenta y más. Entre los cazadores-recolectores actuales, las mujeres de cuarenta y cinco años de edad pueden esperar vivir otros veinte años, y alrededor del 5-8 por ciento de la población tiene más de sesenta años.[6]
El secreto del éxito de los cazadores-recolectores, que los protegió de las hambrunas y la malnutrición, fue su dieta variada. Los agricultores tienden a comer una dieta muy limitada y desequilibrada. Especialmente en la época premoderna, la mayoría de las calorías que alimentaban a una población agrícola provenían de una sola planta de cultivo (como el trigo, las patatas o el arroz), que carece de algunas de las vitaminas, minerales y otros materiales nutritivos que los humanos necesitan. La campesina media en la China tradicional comía arroz en el desayuno, arroz en el almuerzo y arroz en la cena. Si tenía suerte, podía esperar comer lo mismo al día siguiente. En cambio, los antiguos cazadores-recolectores comían regularmente decenas de alimentos diferentes. La tatarabuela cazadorarecolectora de la campesina pudo haber comido bayas y setas en el desayuno; frutos, caracoles y tortuga en el almuerzo, y carne de conejo con cebollas silvestres en la cena. El menú del día siguiente podía ser completamente distinto. Esta variedad aseguraba que los antiguos cazadores-recolectores recibían todos los nutrientes necesarios.
Además, al no depender de un tipo único de comida, tenían menos
probabilidades de padecer cuando un recurso alimentario concreto escaseaba. Las sociedades agrícolas son asoladas por las hambrunas cuando la sequía, los incendios o los terremotos devastan la cosecha anual de arroz o patatas. Las sociedades de cazadores-recolectores no eran en absoluto inmunes a los desastres naturales, y padecían períodos de escasez y hambre, pero por lo general eran capaces de habérselas más fácilmente con estas calamidades. Si perdían algunos de sus alimentos básicos, podían recolectar o cazar otras especies, o desplazarse hasta un lugar menos afectado.
Los antiguos cazadores-recolectores también padecían menos enfermedades infecciosas. La mayoría de las enfermedades infecciosas que han atormentado a las sociedades agrícolas e industriales (como la viruela, el sarampión y la tuberculosis) se originaron en animales domésticos y se transfirieron a los humanos después de la revolución industrial. Los antiguos cazadores-recolectores, que solo habían domesticado perros, se vieron libres de estos flagelos. Además, la mayoría de la gente en las sociedades agrícolas e industriales vivía en poblados permanentes, densos y antihigiénicos, focos ideales para la enfermedad. En cambio, los cazadores-recolectores vagaban por la tierra en pequeñas bandas que no podían sufrir epidemias.
La dieta saludable y variada, la semana laboral relativamente corta y la rareza de las enfermedades infecciosas han llevado a muchos expertos a definir las sociedades de cazadores-recolectores preagrícolas como «las sociedades opulentas originales». Sin embargo, sería una equivocación idealizar la vida de los antiguos humanos. Aunque vivían una vida mejor que la mayoría de la gente de las sociedades agrícolas e industriales, su mundo podía ser igualmente duro e implacable. Los períodos de privaciones y penurias no eran insólitos, la mortalidad infantil era elevada, y un accidente que hoy en día sería menor podía convertirse fácilmente en una sentencia de muerte. Quizá la mayor parte de la gente gozaba de la intimidad de la banda errante, pero aquellos desgraciados que eran objeto de la hostilidad o la burla de los demás miembros de su cuadrilla con probabilidad sufrían mucho. Los cazadores-recolectores actuales suelen abandonar e incluso matar a las personas ancianas o inválidas que no pueden seguir el ritmo de la cuadrilla. Los bebés y los niños no queridos pueden ser sacrificados, y existen incluso casos de sacrificio humano de inspiración religiosa.
Los aché, cazadores-recolectores que vivieron en las junglas de Paraguay hasta la década de 1960, ofrecen una idea del lado oscuro de la recolección de alimento. Cuando un miembro estimado de la banda moría, era costumbre entre los aché matar a una niña y enterrarlos juntos. Los antropólogos que entrevistaron a los aché registraron un caso en el que una cuadrilla abandonó a un hombre de edad mediana que enfermó y no podía mantener el paso de los demás. Lo dejaron
bajo un árbol, sobre el que se posaron buitres, a la espera de una sustanciosa pitanza. Pero el hombre se recuperó y, con paso enérgico, consiguió dar alcance a la banda. Su cuerpo estaba cubierto de las heces de las aves, de manera que desde entonces lo apodaron Deyecciones de Buitre.
Cuando una mujer aché vieja se convertía en una carga para el resto de la banda, uno de los hombres jóvenes se colocaba a hurtadillas detrás de ella y la mataba con un golpe de hacha en la cabeza. Un hombre aché contaba a los inquisitivos antropólogos los relatos de sus años de juventud en la jungla. «Yo solía matar a las mujeres viejas. Maté a mis tías. […] Las mujeres me tenían miedo. […] Ahora, aquí con los blancos, me he vuelto débil.» Los recién nacidos que carecían de pelo, a los que consideraban subdesarrollados, eran sacrificados inmediatamente. Una mujer recordaba que su primer bebé, una niña, fue muerta porque los hombres de la cuadrilla no querían otra niña. En otra ocasión, un hombre mató a un niño porque estaba «de mal humor y el niño lloraba». Otro niño fue enterrado vivo porque «era divertido verlo, y los otros niños se reían».[7]
No obstante, hemos de ser cautelosos a la hora de juzgar demasiado deprisa a los aché. Los antropólogos que vivieron con ellos durante años informan que la violencia entre los adultos era muy rara. Tanto hombres como mujeres eran libres de intercambiar parejas a voluntad. Sonreían y reían constantemente, carecían de una jerarquía de caudillaje y por lo general evitaban a la gente dominante. Eran muy generosos con sus pocas posesiones, y no estaban obsesionados con el éxito o las riquezas. Las cosas que más valoraban en la vida eran las buenas interacciones sociales y las buenas amistades.[8] Consideraban el matar a niños, a personas enfermas y a los ancianos de la misma manera que hoy en día muchas personas consideran el aborto y la eutanasia. Hay que señalar asimismo que los aché fueron cazados y muertos sin piedad por granjeros paraguayos. La necesidad de eludir a sus enemigos hizo probablemente que los aché adoptaran una actitud excepcionalmente dura hacia cualquiera que pudiera convertirse en un impedimento para la banda.
Lo cierto es que la sociedad aché, como toda sociedad humana, era muy compleja. Hemos de guardarnos de demonizarla o de idealizarla sobre la base de un conocimiento superficial. Los aché no eran ángeles ni demonios; eran humanos. Y también lo eran los antiguos cazadores-recolectores.
HABLANDO A LOS ESPÍRITUS
¿Qué podemos decir acerca de la vida espiritual y mental de los antiguos cazadores-recolectores? Se puede reconstruir con cierta fidelidad los rasgos
esenciales de la economía de los cazadores-recolectores sobre la base de factores cuantificables y objetivos. Por ejemplo, podemos calcular cuántas calorías diarias necesitaba una persona para sobrevivir, cuántas calorías obtenía a partir de un kilogramo de nueces, y cuántas nueces podían recogerse en un kilómetro cuadrado de bosque. Con estos datos, podemos hacer una conjetura bien fundamentada sobre la importancia relativa de las nueces en su dieta.
Pero ¿consideraban ellos que las nueces eran una exquisitez o un alimento básico y trivial? ¿Creían que los nogales estaban habitados por espíritus? ¿Encontraban bonitas las hojas de nogal? Si un muchacho cazador-recolector quería llevar a una muchacha a un lugar romántico, ¿bastaba la sombra de un nogal? Por definición, el mundo del pensamiento, las creencias y los sentimientos es mucho más difícil de descifrar.
La mayoría de los expertos están de acuerdo en que las creencias animistas eran comunes entre los antiguos cazadores-recolectores. El animismo (del latín anima, «alma» o «espíritu») es la creencia de que casi todos los lugares, todos los animales, todas las plantas y todos los fenómenos naturales tienen conciencia y sentimientos, y pueden comunicarse directamente con los humanos. Así, los animistas pueden creer que la gran roca de la cumbre de la colina tiene deseos y necesidades. La roca puede enfadarse por alguna cosa que la gente hizo y alegrarse por alguna otra acción. La roca podría amonestar a la gente o pedirle favores. Los humanos, por su parte, pueden dirigirse a la roca, para apaciguarla o amenazarla. No solo la roca, sino también el roble del fondo del valle es un ser animado, y lo mismo el río que fluye bajo la colina, la fuente en el calvero del bosque, los matorrales que crecen a su alrededor, el sendero hasta el calvero y los ratones de campo, los lobos y los cuervos que allí beben. En el mundo animista, los objetos y los seres vivos no son los únicos seres animados. Hay asimismo entidades inmateriales: los espíritus de los muertos y seres amistosos y malévolos como los que en la actualidad llamamos demonios, hadas y ángeles.
Los animistas creen que no hay barreras entre los humanos y otros seres. Todos pueden comunicarse directamente mediante palabras, canciones, bailes y ceremonias. Un cazador puede dirigirse a un rebaño de ciervos y pedirle que uno de ellos se sacrifique. Si la caza tiene éxito, el cazador puede pedirle al animal muerto que lo perdone. Cuando alguien cae enfermo, el chamán puede contactar con el espíritu que produjo la enfermedad e intentar pacificarlo o asustarlo para que se vaya. Si es necesario, el chamán puede pedir ayuda a otros espíritus. Lo que caracteriza todos estos actos de comunicación es que las entidades a las que se invoca son seres locales. No son dioses universales, sino más bien un ciervo concreto, un árbol concreto, un río determinado, un espíritu particular.
De la misma manera que no hay barreras entre los humanos y otros seres, tampoco hay una jerarquía estricta. Las entidades no humanas no existen simplemente para satisfacer las necesidades de los hombres. Ni tampoco son dioses todopoderosos que gobiernan el mundo a su antojo. El mundo no gira alrededor de los humanos ni alrededor de ningún otro grupo concreto de seres.
El animismo no es una religión específica. Es un nombre genérico que engloba miles de religiones, cultos y creencias muy distintos. Lo que hace que todos ellos sean «animistas» es este enfoque común con respecto al mundo y al lugar del hombre en él. Decir que los antiguos cazadores-recolectores eran probablemente animistas es como decir que los agricultores premodernos eran principalmente teístas. El teísmo (del griego theós, «dios») es la idea de que el orden universal se basa en una relación jerárquica entre los humanos y un pequeño grupo de entidades etéreas llamadas dioses. Es ciertamente verdad decir que los agriculturalistas premodernos tendían a ser teístas, pero esto no nos dice mucho acerca de los detalles. Bajo la etiqueta genérica «teístas» encontramos los rabinos judíos de la Polonia del siglo XVIII, los puritanos del Massachusetts del siglo XVII, que quemaban brujas, los sacerdotes aztecas del México del siglo XV, los místicos sufíes del Irán del siglo XII, los guerreros vikingos del siglo X, los legionarios romanos del siglo II y los burócratas chinos del siglo I. Cada uno de ellos consideraba que las creencias y las prácticas de los demás eran extrañas y heréticas. Las diferencias entre las creencias y las prácticas de los grupos de cazadoresrecolectores «animistas» eran probablemente igual de grandes. Su experiencia religiosa pudo haber sido turbulenta y llena de controversias, reformas y revoluciones.
Pero lo máximo que podemos afirmar son prácticamente estas generalizaciones cautelosas. Cualquier intento de describir los detalles de la espiritualidad arcaica es un ejercicio especulativo, porque apenas hay pruebas y las pocas que tenemos (un reducido número de artefactos y pinturas rupestres) pueden ser interpretadas de mil maneras distintas. Las teorías de los expertos que afirman saber qué es lo que sentían los cazadores-recolectores arrojan más luz sobre los prejuicios de sus autores que sobre las religiones de la Edad de Piedra (véanse las figuras 7 y 8).
En lugar de erigir montañas de teoría sobre una topera de reliquias de tumbas, pinturas rupestres y estatuillas de hueso, es mejor ser franco y admitir que solo tenemos unas ideas muy vagas acerca de las religiones de los antiguos cazadores-recolectores. Suponemos que eran animistas, pero este dato no es muy informativo. No sabemos a qué espíritus rezaban, qué festividades celebraban, o qué tabúes observaban. Y, lo más importante, no sabemos qué relatos contaban. Esto constituye una de las mayores lagunas en nuestra comprensión de la historia humana.
El mundo sociopolítico de los cazadores-recolectores es otra área de la que no sabemos apenas nada. Tal como se ha explicado anteriormente, los expertos ni siquiera pueden ponerse de acuerdo en los aspectos básicos, como la existencia de la propiedad privada, las familias nucleares y las relaciones monógamas. Es
probable que las diversas bandas tuvieran estructuras diferentes. Algunas pudieron haber sido tan jerárquicas, tensas y violentas como el más avieso de los grupos de chimpancés, mientras que otras eran tan relajadas, pacíficas y lascivas como un grupo de bonobos.
En Sungir, Rusia, los arqueólogos descubrieron en 1955 un cementerio perteneciente a una cultura de cazadores de mamuts de hace 30.000 años. En una tumba encontraron el esqueleto de un hombre de cincuenta años, cubierto con ristras de cuentas de marfil de mamut, que en total contenían unas 3.000 cuentas. En la cabeza del hombre había un sombrero decorado con dientes de zorro, y en sus muñecas 25 brazaletes de marfil. Otras tumbas de la misma localidad contenían muchos menos bienes. Los expertos dedujeron que los cazadores de mamuts de Sungir vivían en una sociedad jerárquica, y que el hombre muerto era quizá el cabecilla de una banda o de toda una tribu que constaba de varias bandas. Es improbable que unas pocas decenas de miembros de una única banda pudieran haber producido por sí mismos tantas riquezas como había en la tumba.
Los arqueólogos descubrieron después una tumba más interesante todavía. Contenía dos esqueletos, enterrados frente a frente. Uno pertenecía a un chico de entre doce y trece años de edad, el otro a una chica de entre nueve y diez años. El chico estaba cubierto con 5.000 cuentas de marfil. Llevaba un sombrero de dientes de zorro y un cinturón con 250 dientes de zorro (al menos tuvieron que extraerse los dientes de 60 zorros para conseguir tantos). La niña estaba adornada con 5.250 cuentas de marfil. Ambos niños estaban rodeados por estatuillas y varios objetos de marfil. Un artesano (o artesana) diestro probablemente necesitara unos 45 minutos para preparar una sola cuenta de marfil. En otras palabras, preparar las 10.000 cuentas de marfil que cubrían a los dos niños, por no mencionar los demás objetos, requirió unas 7.500 horas de trabajo delicado, ¡mucho más de tres años de trabajo por parte de un artesano experimentado!
Es muy poco probable que a esta edad tan temprana los niños de Sungir se hubieran distinguido como líderes o cazadores de mamuts. Solo las creencias culturales pueden explicar por qué recibieron un entierro tan extravagante. Una teoría es que debían su rango a sus padres. Quizá eran los hijos del cabecilla, en una cultura que creía o bien en el carisma de la familia, o bien en reglas estrictas de sucesión. De acuerdo con una segunda teoría, los niños habrían sido identificados al nacer como la encarnación de algunos espíritus muertos hacía tiempo. Una tercera teoría aduce que la tumba de los niños refleja la manera en que murieron y no su nivel social en vida. Fueron sacrificados ritualmente (quizá como parte de los ritos de enterramiento del cabecilla), y después enterrados con pompa y circunstancia.[9]
Sea cual sea la respuesta correcta, los niños de Sungir son una de las mejores pruebas de que hace 30.000 años los sapiens podían inventar códigos sociopolíticos que iban mucho más allá de los dictados de nuestro ADN y de las pautas de comportamiento de otras especies humanas y animales.
¿PAZ O GUERRA?
Finalmente está la peliaguda cuestión del papel de la guerra en las sociedades de cazadores-recolectores. Algunos eruditos imaginan que las sociedades antiguas de cazadores-recolectores eran paraísos pacíficos, y aducen que la guerra y la violencia comenzaron solo con la revolución agrícola, cuando la gente empezó a acumular propiedad privada. Otros especialistas sostienen que el mundo de los antiguos cazadores-recolectores era excepcionalmente cruel y violento. Ambas escuelas de pensamiento son castillos en el aire, conectados al suelo por delgados cordeles de escasos restos arqueológicos y observaciones antropológicas de los cazadores-recolectores actuales.
Las pruebas antropológicas son intrigantes pero muy problemáticas. En la actualidad, los cazadores-recolectores viven en áreas inhóspitas como el Ártico y el Kalahari, en las que la densidad de población es muy baja y las oportunidades para luchar con otras gentes son limitadas. Además, en las generaciones recientes los cazadores-recolectores han estado cada vez más sometidos a la autoridad de los estados modernos, que impiden la eclosión de conflictos a gran escala. Los investigadores europeos han tenido solo dos oportunidades de observar poblaciones grandes y relativamente densas de cazadores-recolectores independientes: en Norteamérica noroccidental en el siglo XIX y en el norte de Australia durante el siglo XIX y principios del XX. Tanto las culturas amerindias como las aborígenes australianas dieron pruebas de conflictos armados frecuentes. Sin embargo, es discutible si ello representaba una condición «intemporal» o el impacto del imperialismo europeo.
Los hallazgos arqueológicos son a la vez escasos y opacos. ¿Qué pistas reveladoras podrían quedar de cualquier guerra que hubiera tenido lugar hace decenas de miles de años? En aquel entonces no había fortificaciones ni muros, no había cascos de artillería ni espadas o escudos. Una antigua punta de lanza pudo haber sido usada en la guerra, pero también en la caza. Los huesos humanos fosilizados no son menos difíciles de interpretar. Una fractura podría indicar una herida de guerra o un accidente. Y tampoco la ausencia de fracturas y cortes en un esqueleto antiguo es una prueba concluyente de que la persona a la que pertenecía el esqueleto no muriera de una muerte violenta. La muerte puede ser causada por traumatismos en los tejidos blandos que no dejan marcas en el hueso. Y aún más
importante: durante las guerras preindustriales, más del 90 por ciento de los muertos lo fueron por hambre, frío y enfermedades, y no por armas. Imagine el lector que, hace 30.000 años, una tribu derrotara a su vecina y la expulsara de tierras de forrajeo codiciadas. En la batalla decisiva, murieron 10 miembros de la tribu derrotada. Al año siguiente, otros 100 miembros de la tribu vencida murieron de hambre, frío y enfermedad. Los arqueólogos que hallaran estos 110 esqueletos podrían llegar muy fácilmente a la conclusión de que la mayoría fueron víctimas de algún desastre natural. ¿De qué otro modo podrían decir que todos fueron víctimas de una guerra despiadada?
Debidamente advertidos, podemos considerar ahora los hallazgos arqueológicos. En Portugal se hizo un estudio de 400 esqueletos del período inmediatamente anterior a la revolución agrícola. Solo dos esqueletos mostraban marcas claras de violencia. Un estudio similar de 400 esqueletos del mismo período en Israel descubrió una única resquebrajadura en un único cráneo que podría atribuirse a la violencia humana. Un tercer estudio de otros 400 esqueletos de varias localidades preagrícolas en el valle del Danubio encontró pruebas de violencia en 18 esqueletos. Dieciocho de un total de 400 puede no parecer mucho, pero en realidad es un porcentaje muy alto. Si los 18 murieron en realidad de forma violenta, esto significa que alrededor de un 4,5 por ciento de las muertes en el antiguo valle del Danubio fueron causadas por la violencia humana. En la actualidad, la media global es de solo el 1,5 por ciento, considerando la suma de las causadas por la guerra y el crimen. Durante el siglo XX, solo el 5 por ciento de las muertes humanas resultaron por la violencia humana, y eso en un siglo que vio las guerras más sangrientas y los genocidios más masivos. Si esta revelación se puede extrapolar, el antiguo valle del Danubio fue tan violento como el siglo XX.[*]
Los deprimentes hallazgos del valle del Danubio están respaldados por una serie de descubrimientos igualmente deprimentes en otras regiones. En Jebel Sahaba, en Sudán, se descubrió un cementerio de hace 12.000 años que contenía 59 esqueletos. Se encontraron puntas de flecha y de lanza incrustadas en los huesos o situadas cerca de ellos en 24 esqueletos, un 40 por ciento del total. El esqueleto de una mujer revelaba 12 heridas. En la cueva de Ofnet, en Baviera, los arqueólogos descubrieron los restos de 38 cazadores-recolectores, principalmente mujeres y niños, que habían sido arrojados en dos pozos de enterramiento. La mitad de los esqueletos, incluidos los de niños y bebés, presentaban claras señales de heridas por armas humanas, como garrotes y cuchillos. Los pocos esqueletos pertenecientes a varones maduros presentaban las peores marcas de violencia. Con toda probabilidad, una cuadrilla al completo de cazadores-recolectores fue masacrada en Ofnet.
¿Qué representa mejor el mundo de los antiguos cazadores-recolectores, los
esqueletos pacíficos de Israel y Portugal o los mataderos de Jebel Sahaba y Ofnet? La respuesta es ninguno de ellos. De la misma manera que los cazadoresrecolectores exhibían una amplia gama de religiones y estructuras sociales, probablemente también demostraban una variedad de tasas de violencia. Mientras que algunas áreas y algunos períodos de tiempo pudieron haber gozado de paz y tranquilidad, otros estuvieron marcados por conflictos brutales.[10]
EL TELÓN DE SILENCIO
Si el panorama general de la vida de los antiguos cazadores-recolectores es difícil de reconstruir, los acontecimientos concretos son irrecuperables en gran medida. Cuando una cuadrilla de sapiens se adentró por primera vez en un valle habitado por neandertales, los años siguientes pudieron haber contemplado un drama histórico pasmoso. Lamentablemente, nada habría sobrevivido de un encuentro tal excepto, en el mejor de los casos, algunos huesos fosilizados y unos cuantos utensilios líticos que permanecen mudos bajo las más intensas indagaciones de los expertos. De ellos podemos extraer información acerca de la anatomía humana, la tecnología humana, la dieta humana y quizá incluso la estructura social humana. Pero no revelan nada acerca de la alianza política establecida entre bandas de sapiens vecinas, sobre los espíritus de los muertos que bendijeron dicha alianza, o sobre las cuentas de marfil que se dieron en secreto al hechicero local con el fin de asegurarse la bendición de los espíritus.
Este telón de silencio oculta decenas de miles de años de historia. Estos largos milenios bien pudieran haber contemplado guerras y revoluciones, exaltados movimientos religiosos, profundas teorías filosóficas, incomparables obras maestras artísticas. Los cazadores-recolectores pudieron haber tenido sus napoleones conquistadores, que gobernaban imperios con un tamaño que era la mitad de Luxemburgo; dotados beethovens que carecían de orquestas sinfónicas pero que conmovían a su auditorio hasta las lágrimas con el sonido de sus flautas de bambú; y profetas carismáticos que revelaban las palabras de un roble local en lugar de las de un dios creador universal. Pero todo esto son simples suposiciones. El telón de silencio es tan grueso que ni siquiera podemos estar seguros de que tales hechos ocurrieran, y mucho menos describirlos en detalle.
Los expertos tienden a plantear únicamente aquellas cuestiones que pueden responder de manera razonable. Sin el descubrimiento de herramientas de investigación de las que hasta ahora no disponemos, probablemente no sabremos nunca qué es lo que creían los antiguos cazadores-recolectores o qué dramas políticos vivieron. Pero, aun así, es vital formular preguntas para las que no tenemos respuesta, de otro modo, podríamos sentirnos tentados de descartar
60.000 o 70.000 años de historia humana con la excusa de que «las gentes que vivieron entonces no hicieron nada de importancia».
Lo cierto es que hicieron muchas cosas importantes. En particular, modelaron el mundo que nos rodea en un grado mucho mayor de lo que la mayoría de la gente piensa. Los viajeros que visitan la tundra siberiana, los desiertos de Australia central y la pluviselva amazónica creen haber penetrado en paisajes prístinos, prácticamente intocados por manos humanas. Pero es una ilusión. Los cazadores-recolectores estuvieron allí antes que nosotros y produjeron cambios espectaculares incluso en las junglas más densas y en los desiertos más desolados. En el capítulo siguiente se explica de qué manera los cazadoresrecolectores remodelaron completamente la ecología de nuestro planeta mucho antes de que se construyera la primera aldea agrícola. Las bandas merodeadoras de sapiens contadores de relatos fueron la fuerza más importante y más destructora que el reino animal haya creado nunca.
4
El Diluvio
Antes de la revolución cognitiva, los humanos de todas las especies vivían exclusivamente en el continente afroasiático. Es cierto que habían colonizado unas pocas islas nadando cortos trechos de agua o cruzándolos con almadías improvisadas. Flores, por ejemplo, fue colonizada muy pronto, hace 850.000 años. Pero fueron incapaces de aventurarse en mar abierto, y ninguno llegó a América, Australia o a islas remotas como Madagascar, Nueva Zelanda y Hawái.
La barrera que constituía el mar impidió no solo a los humanos, sino también a otros muchos animales afroasiáticos, alcanzar este «mundo exterior». Como resultado, los organismos de tierras distantes como Australia y Madagascar evolucionaron en aislamiento durante millones y millones de años, adoptando formas y naturalezas muy diferentes de las de sus parientes afroasiáticos. El planeta Tierra estaba dividido en varios ecosistemas distintos, cada uno de ellos constituido por un conjunto único de animales y plantas. Sin embargo, Homo sapiens estaba a punto de poner punto final a esta exuberancia biológica.
A raíz de la revolución cognitiva, los sapiens adquirieron la tecnología, las habilidades de organización y quizá incluso la visión necesaria para salir de Afroasia y colonizar el mundo exterior. Su primer logro fue la colonización de Australia, hace unos 45.000 años. Los expertos tienen dificultades para explicar esta hazaña. Con el fin de alcanzar Australia, los humanos tuvieron que cruzar varios brazos de mar, algunos de más de 100 kilómetros de ancho, y al llegar tuvieron que adaptarse casi de la noche a la mañana a un ecosistema completamente nuevo.
La teoría más razonable sugiere que, hace unos 45.000 años, los sapiens que vivían en el archipiélago indonesio (un grupo de islas separadas de Asia y entre sí únicamente por estrechos angostos) desarrollaron las primeras sociedades de navegantes. Aprendieron cómo construir y gobernar bajeles que se hacían a la mar y se convirtieron en pescadores, comerciantes y exploradores a larga distancia. Esto habría producido una transformación sin precedentes en las capacidades y estilos de vida humanos. Todos los demás animales que se adentraron en el mar (focas, sirenios, delfines) tuvieron que evolucionar durante eones para desarrollar órganos especializados y un cuerpo hidrodinámico. Los sapiens de Indonesia, descendientes de simios que vivieron en la sabana africana, se convirtieron en navegantes del Pacífico sin que les crecieran aletas y sin tener que esperar a que su nariz migrara a la parte superior de la cabeza, como les ocurrió a los cetáceos. En lugar de ello, construyeron barcas y aprendieron cómo gobernarlas. Y estas habilidades les permitieron alcanzar Australia y colonizarla.
Es cierto que los arqueólogos todavía no han desenterrado balsas, remos o aldeas de pescadores que se remonten a hace 45.000 años (serían difíciles de descubrir, porque el nivel del mar ha subido y ha sumergido la antigua línea de costa de Indonesia bajo 100 metros de océano). No obstante, existen sólidas pruebas circunstanciales que respaldan esta teoría, especialmente el hecho de que, en los miles de años que siguieron a su instalación en Australia, los sapiens colonizaron un gran número de islas pequeñas y aisladas en el norte. Algunas, como Buka y Manus, estaban separadas de la tierra más próxima por 200 kilómetros de aguas abiertas. Es difícil creer que alguien hubiera alcanzado y colonizado Manus sin embarcaciones complejas y habilidades de navegación. Tal como se ha mencionado anteriormente, existen asimismo pruebas fehacientes de comercio marítimo regular entre algunas de dichas islas, como Nueva Irlanda y Nueva Bretaña.[1]
El viaje de los primeros humanos a Australia es uno de los acontecimientos más importantes de la historia, al menos tan importante como el viaje de Colón a América o la expedición del Apolo 11 a la Luna. Fue la primera vez que un humano consiguió abandonar el sistema ecológico afroasiático (en realidad, la primera vez que un mamífero terrestre grande había conseguido cruzar desde Afroasia a Australia). De mayor importancia todavía fue lo que los pioneros humanos hicieron en este nuevo mundo. El momento en el que el primer cazadorrecolector pisó una playa australiana fue el momento en el que Homo sapiens ascendió el peldaño más alto en la cadena alimentaria en un continente concreto, y a partir de entonces se convirtió en la especie más mortífera en los anales del planeta Tierra.
Hasta entonces, los humanos habían mostrado algunas adaptaciones y comportamientos innovadores, pero su efecto en su ambiente había sido insignificante. Habían demostrado un éxito notable a la hora de desplazarse y adaptarse a diversos hábitats, pero lo hicieron sin cambiar drásticamente dichos hábitats. Los colonizadores de Australia o, de manera más precisa, sus conquistadores, no solo se adaptaron, sino que transformaron el ecosistema australiano hasta dejarlo irreconocible.
La primera huella humana en una playa arenosa australiana fue inmediatamente borrada por las olas. Pero cuando los invasores avanzaron tierra adentro, dejaron tras de sí una huella diferente, una huella que jamás se borraría. A medida que se adentraban en el continente encontraron un extraño universo de animales desconocidos, que incluían un canguro de 2 metros y 200 kilogramos y un león marsupial, tan grande como un tigre actual, el mayor depredador del continente. En los árboles forrajeaban koalas demasiado grandes para acariciarlos y en las llanuras corrían aves ápteras que tenían el doble de tamaño de los
avestruces. Bajo la maleza se deslizaban lagartos de aspecto de dragón y serpientes de 5 metros de largo. El gigantesco diprotodonte, un uómbat de 2,5 toneladas, vagaba por los bosques. Con excepción de las aves y los reptiles, todos estos animales eran marsupiales: como los canguros, parían crías minúsculas y desvalidas, de aspecto fetal, que después alimentaban con leche en bolsas abdominales. Los mamíferos marsupiales eran casi desconocidos en África y Asia, pero en Australia eran los dueños supremos.
En cuestión de unos pocos miles de años, prácticamente todos estos gigantes desaparecieron. De las 24 especies animales que pesaban 50 kilogramos o más, 23 se extinguieron.[2] También desapareció un gran número de especies más pequeñas. Las cadenas alimentarias en todo el ecosistema australiano se descompusieron y se reorganizaron. Fue la transformación más importante del ecosistema australiano durante millones de años, pero ¿acaso fue todo culpa de Homo sapiens?
CULPABLE DE LOS CARGOS IMPUTADOS
Algunos estudiosos intentan exonerar a nuestra especie, cargando las culpas a los caprichos del clima (el chivo expiatorio habitual en tales casos). Sin embargo, es difícil creer que Homo sapiens fuera completamente inocente. Hay tres tipos de pruebas que debilitan la coartada del clima e implican a nuestros antepasados en la extinción de la megafauna australiana.
En primer lugar, aunque el clima de Australia cambió hace unos 45.000 años, esto no supuso ningún trastorno notable. Es difícil creer que únicamente unas nuevas pautas meteorológicas pudieron haber causado una extinción tan generalizada. Hoy en día es común explicarlo todo como resultado del cambio climático, pero lo cierto es que el clima de la Tierra nunca descansa. Se halla en un flujo constante. Así pues, podemos afirmar que todos los acontecimientos de la historia tuvieron lugar con algún cambio climático de fondo.
En particular, nuestro planeta ha experimentado numerosos ciclos de enfriamiento y calentamiento. Durante el último millón de años ha habido una glaciación cada 100.000 años de promedio. La última tuvo lugar desde hace unos 75.000 años hasta hace 15.000. No fue especialmente severa para un período glacial, y tuvo un par de máximos, el primero hace unos 70.000 años y el segundo hace unos 20.000 años. El diprotodonte gigante apareció en Australia hace más de 1,5 millones de años y resistió con éxito al menos a diez glaciaciones previas. También sobrevivió al primer máximo del último período glacial, hace unos 70.000 años. ¿Por qué, entonces, desapareció hace 45.000 años? Desde luego, si los
diprotodontes hubieran sido los únicos animales grandes en desaparecer en esa época, podría ser fruto de la casualidad. Pero junto con el diprotodonte desapareció más del 90 por ciento de la megafauna australiana. Las pruebas son circunstanciales, si bien resulta difícil imaginar que los sapiens, solo por coincidencia, llegaron a Australia en el momento preciso en que todos estos animales caían muertos por el frío.[3]
En segundo lugar, cuando el cambio climático causa extinciones en masa, los organismos marinos suelen verse tan afectados como los terrestres. Sin embargo, no existe evidencia de ninguna desaparición significativa de la fauna oceánica hace 45.000 años. La implicación humana puede explicar fácilmente por qué la oleada de extinciones obliteró a la megafauna terrestre de Australia y no afectó a la de los océanos circundantes. A pesar de sus capacidades iniciales de navegación, Homo sapiens era todavía una amenaza abrumadoramente terrestre.
En tercer lugar, extinciones en masa parecidas a la diezmación arquetípica australiana tuvieron lugar una y otra vez a lo largo de los milenios siguientes… cada vez que los humanos colonizaban otra parte del mundo exterior. En estos casos, la culpabilidad de los sapiens es irrefutable. Por ejemplo, la megafauna de Nueva Zelanda (que había resistido sin el menor rasguño el supuesto «cambio climático» de hace unos 45.000 años), sufrió golpes devastadores inmediatamente después de que los primeros humanos pusieran el pie en las islas. Los maoríes, los primeros sapiens que colonizaron Nueva Zelanda, alcanzaron las islas hace unos ochocientos años. En un par de siglos, la mayoría de la megafauna local se había extinguido, junto con el 60 por ciento de todas las especies de aves.
Una suerte similar tuvo la población de mamuts de la isla de Wrangel, en el océano Ártico (a 200 kilómetros al norte de la costa de Siberia). Los mamuts habían prosperado durante millones de años en la mayor parte del hemisferio norte, pero cuando Homo sapiens se extendió, primero sobre Eurasia y después por Norteamérica, los mamuts se retiraron. Hace 10.000 años, no podía encontrarse un solo mamut en el mundo, con excepción de unas pocas islas árticas, en especial la de Wrangel. Los mamuts de Wrangel continuaron prosperando unos cuantos milenios más y después, de repente, desaparecieron hace unos 4.000 años, justo cuando los primeros humanos llegaron a la isla.
Si la extinción australiana fuera un acontecimiento aislado, podríamos conceder a los humanos el beneficio de la duda. Pero el registro histórico hace que Homo sapiens aparezca como un asesino ecológico en serie.
Todo lo que los colonizadores de Australia tenían a su disposición era tecnología de la Edad de Piedra. ¿Cómo pudieron causar un desastre ecológico? Hay tres explicaciones que encajan muy bien.
Los animales grandes (las principales víctimas de la extinción australiana) se reproducen lentamente. La preñez es prolongada, las crías por parto son pocas, y hay largos intervalos entre embarazo y embarazo. En consecuencia, si los humanos eliminaban aunque solo fuera un diprotodonte cada pocos meses, esto era suficiente para hacer que las muertes de diprotodontes superaran a los nacimientos. Al cabo de unos pocos miles de años, moriría el último y solitario diprotodonte, y con él toda su especie.[4]
De hecho, y a pesar de su tamaño, tal vez los diprotodontes y los otros animales gigantes de Australia no habrían sido tan difíciles de cazar porque sus asaltantes de dos patas los habrían pillado totalmente desprevenidos. Varias especies humanas habían estado vagando y evolucionando en Afroasia durante dos millones de años. Perfeccionaron lentamente sus habilidades de caza, y empezaron a ir tras los animales grandes hace unos 400.000 años. Las grandes bestias de África y Asia comprendieron gradualmente qué pretendían los humanos, y aprendieron a evitarlos. Cuando el nuevo megadepredador (Homo sapiens) apareció en la escena afroasiática, los grandes animales ya sabían mantenerse a distancia de animales que se parecían a él. En cambio, los gigantes australianos no tuvieron tiempo de aprender a huir. Los humanos no tienen un aspecto particularmente peligroso. No poseen dientes largos y afilados ni un cuerpo musculoso y elástico. De modo que cuando un diprotodonte, el mayor marsupial que haya hollado la Tierra, fijó la vista por primera vez en este simio de aspecto endeble, le dedicó una mirada y después continuó masticando hojas. Estos animales tenían que desarrollar el miedo a los humanos, pero antes de que pudieran hacerlo ya habían desaparecido.
La segunda explicación es que, cuando los sapiens llegaron a Australia, ya dominaban la agricultura del fuego. Enfrentados a un ambiente extraño y amenazador, incendiaban deliberadamente vastas áreas de malezas infranqueables y bosques densos para crear praderas abiertas, que entonces atraían a animales que se podían cazar con más facilidad, y que eran más adecuadas a sus necesidades. De esta manera cambiaron completamente la ecología de grandes partes de Australia en unos pocos milenios.
Un conjunto de pruebas que respaldan esta hipótesis es el registro fósil vegetal. Los árboles del género Eucalyptus eran raros en Australia hace 45.000 años. Sin embargo, con la llegada de Homo sapiens se inauguró una edad dorada para estas especies. Puesto que los eucaliptos son particularmente resistentes al fuego, se extendieron por todas partes mientras otros árboles y matorrales desaparecían.
Estos cambios en la vegetación influyeron en los animales que comían las plantas y en los carnívoros que comían a los herbívoros. Los koalas, que subsisten
únicamente a base de hojas de eucaliptos, se abrieron camino masticando felizmente a nuevos territorios, mientras que la mayoría de los demás animales sufrieron mucho. Numerosas cadenas alimentarias australianas se desplomaron, conduciendo a la extinción a los eslabones más débiles.[5]
Una tercera explicación coincide en que la caza y la agricultura del fuego desempeñaron un papel importante en la extinción, pero sostiene que no se puede ignorar por completo el papel del clima. Los cambios climáticos que hostigaron a Australia hace unos 45.000 años desestabilizaron el ecosistema y lo hicieron particularmente vulnerable. En circunstancias normales es probable que el sistema se hubiera recuperado, como había ocurrido muchas veces con anterioridad. Sin embargo, los humanos aparecieron en escena precisamente en esta encrucijada crítica y empujaron al abismo al frágil ecosistema. La combinación de cambio climático y caza humana es particularmente devastadora para los grandes animales, puesto que los ataca desde diferentes ángulos y es difícil encontrar una buena estrategia de supervivencia que funcione de manera simultánea contra múltiples amenazas.
Sin más pruebas, no hay manera de decantarse entre estas tres situaciones hipotéticas. Pero, ciertamente, hay buenas razones para creer que si Homo sapiens no hubiera ido nunca a Australia, todavía habría allí leones marsupiales, diprotodontes y canguros gigantes.
EL FINAL DEL PEREZOSO
La extinción de la megafauna australiana fue probablemente la primera marca importante que Homo sapiens dejó en nuestro planeta. Fue seguida por un desastre ecológico todavía mayor, esta vez en América. Homo sapiens fue la primera y única especie humana en alcanzar la masa continental del hemisferio occidental, a la que llegó hace unos 16.000 años, es decir, alrededor de 14000 a.C. Los primeros americanos llegaron a pie, gracias a que en aquella época el nivel del mar era lo bastante bajo para que un puente continental conectara el nordeste de Siberia con el noroeste de Alaska. No es que la travesía fuera fácil; el viaje era arduo, incluso más si cabe que la travesía hasta Australia. Para emprenderlo, los sapiens tuvieron primero que aprender a soportar las extremas condiciones árticas del norte de Siberia, una región en la que el sol no luce nunca en invierno, y en la que la temperatura puede descender hasta –50 grados Celsius.
Ninguna especie humana anterior había conseguido penetrar en lugares como el norte de Siberia. Incluso los neandertales, que estaban adaptados al frío, se hallaban limitados a regiones relativamente más cálidas, situadas más al sur. Pero
Homo sapiens, cuyo cuerpo estaba adaptado a vivir en la sabana más que en los países de nieve y hielo, inventó soluciones ingeniosas. Cuando las bandas errantes de sapiens cazadores-recolectores emigraron a climas más fríos, aprendieron a hacer raquetas de nieve y ropa térmica efectiva compuesta de capas de pieles y cuero, cosidas juntas y muy apretadas con ayuda de agujas. Desarrollaron nuevas armas y elaboradas técnicas de caza que les permitieron rastrear y matar a mamuts y a otros animales grandes del lejano norte. A medida que sus ropajes térmicos y sus técnicas de caza mejoraban, los sapiens se atrevieron a adentrarse cada vez más profundamente en las regiones heladas. Y al tiempo que se desplazaban hacia el norte, sus vestidos, sus estrategias de caza y otras habilidades de supervivencia continuaron mejorando.
Pero ¿por qué se molestaron? ¿Por qué desterrarse a Siberia voluntariamente? Quizá algunas bandas fueron empujadas hacia el norte por guerras, presiones demográficas o desastres naturales. Aunque también había razones positivas para ir. Una de ellas era la proteína animal. En las tierras árticas abundaban los animales grandes y suculentos, como los renos y los mamuts. Cada mamut era fuente de una enorme cantidad de carne (que, dadas las bajas temperaturas, incluso podía congelarse para su uso posterior), gustosa grasa, piel caliente y valioso marfil. Tal como atestiguan los hallazgos de Sungir, los cazadores de mamuts no solo sobrevivieron en el helado norte, sino que prosperaron. A medida que pasaba el tiempo, las bandas se extendieron por todas partes, persiguiendo a mamuts, mastodontes, rinocerontes y renos. Hacia 14000 a.C., la cacería llevó a algunos de ellos desde el nordeste de Siberia a Alaska. Desde luego, no sabían que estaban descubriendo un nuevo mundo. Tanto para los mamuts como para los hombres, Alaska era una mera extensión de Siberia.
Al principio, los glaciares bloqueaban el camino desde Alaska al resto de América, lo que quizá solo permitía que no más que unos pocos pioneros aislados investigaran las tierras situadas más al sur. Sin embargo, hacia 12000 a.C. el calentamiento global fundió el hielo y abrió un paso más fácil. Utilizando el nuevo corredor, la gente se desplazó hacia el sur en masa, extendiéndose por todo el continente. Aunque originalmente se habían adaptado a cazar animales grandes en el Ártico, pronto se ajustaron a una sorprendente variedad de climas y ecosistemas. Los descendientes de los siberianos se instalaron en los densos bosques del este de Estados Unidos, los pantanos del delta del Mississippi, los desiertos de México y las húmedas junglas de América Central. Algunos establecieron su hogar en la cuenca del Amazonas, otros echaron raíces en los valles de las montañas andinas o en las pampas abiertas de Argentina. ¡Y todo esto ocurrió en solo uno o dos milenios! Hacia 10000 a.C., los humanos ya habitaban en el punto más meridional de América, la isla de Tierra del Fuego, en la punta austral del continente. El
blitzkrieg humano a través de América atestigua el ingenio incomparable y la adaptabilidad sin parangón de Homo sapiens. Ningún otro animal se había desplazado nunca a una variedad tan enorme de hábitats radicalmente distintos con tanta rapidez, utilizando en todas partes casi los mismos genes.[6]
La colonización de América por parte de los sapiens no fue en absoluto incruenta. Dejó atrás un largo reguero de víctimas. La fauna americana de hace 14.000 años era mucho más rica que en la actualidad. Cuando los primeros americanos se dirigieron hacia el sur desde Alaska hacia las llanuras de Canadá y el oeste de Estados Unidos, encontraron mamuts y mastodontes, roedores del tamaño de osos, manadas de caballos y camellos, leones de enorme tamaño y decenas de especies grandes cuyos equivalentes son hoy en día completamente desconocidos, entre ellos los temibles felinos de dientes de sable y los perezosos terrestres gigantes que pesaban hasta 8 toneladas y alcanzaban una altura de 6 metros. Sudamérica albergaba un zoológico todavía más exótico de grandes mamíferos, reptiles y aves. Las Américas eran un gran laboratorio de experimentación evolutiva, un lugar en el que animales y plantas desconocidos en África y Asia habían evolucionado y medrado.
Sin embargo, toda esa diversidad desapareció. Dos mil años después de la llegada de los sapiens, la mayoría de estas especies únicas se habían extinguido. Según estimaciones actuales, en este corto intervalo Norteamérica perdió 34 de sus 47 géneros de mamíferos grandes y Sudamérica perdió 50 de un total de 60. Los felinos de dientes de sable, después de haber prosperado a lo largo de más de 30 millones de años, desaparecieron, y la misma suerte corrieron los perezosos terrestres gigantes, los enormes leones, los caballos americanos nativos, los camellos americanos nativos, los roedores gigantes y los mamuts. Tras ellos, miles de especies de mamíferos, reptiles y aves de menor tamaño e incluso insectos y parásitos se extinguieron también (cuando los mamuts desaparecieron, todas las especies de garrapatas de mamuts cayeron en el olvido).
Durante décadas, paleontólogos y zooarqueólogos (personas que buscan y estudian restos animales) han estado peinando las llanuras y las montañas de las Américas en busca de huesos fosilizados de antiguos camellos y de las heces petrificadas de los perezosos terrestres gigantes. Cuando encuentran lo que buscan, los tesoros son cuidadosamente empaquetados y enviados a los laboratorios, donde cada hueso y cada coprolito (el nombre técnico de los excrementos fosilizados) son estudiados y datados con meticulosidad. Una y otra vez, estos análisis arrojaron los mismos resultados: las pelotas de excremento más frescas y los huesos de camello más recientes se remontan al período en el que los humanos inundaron América, es decir, aproximadamente entre 12000 y 9000 años a.C. Solo en una región, los científicos han descubierto pelotas de excremento más
recientes: en varias islas del Caribe, en particular Cuba y La Española, encontraron heces petrificadas de perezoso terrestre datadas alrededor de 5000 a.C., fecha en la que los primeros humanos consiguieron atravesar el mar Caribe y colonizar estas dos grandes islas.
De nuevo, algunos estudiosos intentan exonerar a Homo sapiens y echan la culpa al cambio climático (lo que les obliga a plantear que, por alguna razón misteriosa, el clima de las islas caribeñas permaneció estático durante 7.000 años, mientras que el resto del hemisferio occidental se caldeó). Sin embargo, no se pueden eludir las bolas de excremento en América. Nosotros somos los culpables. No hay manera de eludir esta verdad. Aun en el caso de que hubiéramos contado con la complicidad del cambio climático, la contribución humana fue decisiva.[7]
EL ARCA DE NOÉ
Si sumamos las extinciones en masa en Australia y América, y añadimos las extinciones a menor escala que tuvieron lugar mientras Homo sapiens se extendía por Afroasia (como la extinción de todas las demás especies humanas) y las extinciones que se produjeron cuando los antiguos cazadores-recolectores colonizaron islas remotas como Cuba, la conclusión inevitable es que la primera oleada de colonización de los sapiens fue uno de los desastres ecológicos mayores y más céleres que acaeció en el reino animal. Los animales que más padecieron fueron los grandes y peludos. En la época de la revolución cognitiva vivían en el planeta unos 200 géneros de animales terrestres grandes que pesaban más de 50 kilogramos. En la época de la revolución agrícola solo quedaban alrededor de 100. Homo sapiens llevó a la extinción a cerca de la mitad de las grandes bestias del planeta mucho antes de que los humanos inventaran la rueda, la escritura o las herramientas de hierro.
Esta tragedia ecológica se volvió a repetir en innumerables ocasiones y a una escala menor después de la revolución agrícola. El registro arqueológico de una isla tras otra cuenta la misma triste historia. La tragedia empieza con una escena que muestra una población rica y variada de animales grandes, sin traza alguna de humanos. En la escena segunda, aparecen los sapiens, de lo que dan prueba un hueso humano, una punta de lanza o quizá restos de cerámica. Sigue rápidamente la escena tercera, en la que hombres y mujeres ocupan el centro del escenario y la mayoría de los grandes animales, junto con muchos de los más pequeños, han desaparecido.
La gran isla de Madagascar, a unos 400 kilómetros al este del continente africano, ofrece un ejemplo famoso. A lo largo de millones de años de aislamiento,
allí evolucionó una colección única de animales. Entre ellos se contaban el ave elefante, un animal áptero de tres metros de altura y que pesaba casi media tonelada (la mayor ave del mundo) y los lémures gigantes, los mayores primates del globo. Las aves elefante y los lémures gigantes, junto con la mayor parte de los demás animales grandes de Madagascar, desaparecieron de repente hace unos 1.500 años… precisamente cuando los primeros humanos pusieron el pie en la isla.
En el océano Pacífico, la principal oleada de extinción empezó alrededor del 1500 a.C., cuando agricultores polinesios colonizaron las islas Salomón, Fiyi y Nueva Caledonia. Eliminaron, directa o indirectamente, a cientos de especies de aves, insectos, caracoles y otros habitantes locales. Desde allí, la oleada de extinción se desplazó gradualmente hacia el este, el sur y el norte, hacia el centro del océano Pacífico, arrasando a su paso la fauna única de Samoa y Tonga (1200 a.C.), las islas Marquesas (1 d.C.), la isla de Pascua, las islas Cook y Hawái (500 d.C.) y, finalmente, Nueva Zelanda (1200 d.C.).
Desastres ecológicos similares ocurrieron en casi todos los miles de islas que salpican el océano Atlántico, el océano Índico, el océano Ártico y el mar Mediterráneo. Los arqueólogos han descubierto incluso en las islas más diminutas pruebas de la existencia de aves, insectos y caracoles que vivieron allí durante incontables generaciones, y que desaparecieron cuando llegaron los primeros agricultores humanos. Solo unas pocas islas extremadamente remotas se libraron de la atención del hombre hasta época moderna, y estas islas mantuvieron su fauna intacta. Las islas Galápagos, para poner un ejemplo famoso, permanecieron inhabitadas por los humanos hasta el siglo XIX, por lo que preservaron su zoológico único, incluidas las tortugas gigantes, que, como los antiguos diprotodontes, no muestran temor ante los humanos.
La primera oleada de extinción, que acompañó a la expansión de los cazadores-recolectores, fue seguida por la segunda oleada de extinción, que acompañó la expansión de los agricultores, y nos proporciona una importante perspectiva sobre la tercera oleada de extinción, que la actividad industrial está causando en la actualidad. No crea el lector a los ecologistas sentimentales que afirman que nuestros antepasados vivían en armonía con la naturaleza. Mucho antes de la revolución industrial, Homo sapiens ostentaba el récord entre todos los organismos por provocar la extinción del mayor número de especies de plantas y animales. Poseemos la dudosa distinción de ser la especie más mortífera en los anales de la biología.
Quizá si hubiera más personas conscientes de las extinciones de la primera y la segunda oleada, se mostrarían menos indiferentes acerca de la tercera oleada, de la que forman parte. Si supiéramos cuántas especies ya hemos erradicado,
podríamos estar más motivados para proteger a las que todavía sobreviven. Esto es especialmente relevante para los grandes animales de los océanos. A diferencia de sus homólogos terrestres, los grandes animales marinos sufrieron relativamente poco en las revoluciones cognitiva y agrícola. Pero muchos de ellos se encuentran ahora al borde de la extinción como resultado de la contaminación industrial y del uso excesivo de los recursos oceánicos por parte de los humanos. Si las cosas continúan al ritmo actual, es probable que las ballenas, tiburones, atunes y delfines sigan el mismo camino hasta el olvido que los diprotodontes, los perezosos terrestres y los mamuts. Entre los grandes animales del mundo, los únicos supervivientes del diluvio humano serán los propios humanos, y los animales de granja que sirven como galeotes en el Arca de Noé.
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